viernes, diciembre 30, 2005

Inserto un mucho más viejo artículo -aparecido con pequeñas diferencias de texto en "La Nueva Provincia" y en "Fundación" en el 2003- que también se relaciona con la necesaria reconciliación.

AMNISTÍAS E INDULTOS ¿MAL NECESARIO?

La amnistía, desde el más antiguo ejemplo que se conoce, la posibilitada en Atenas, al caer los Treinta Tiranos, por el rey espartano Pausanias (403 AC), no tiene que ver con la justicia, sino que, como su etimología lo indica, marca un olvido, tanto de las injusticias pasadas y sufridas, como de someterlas al veredicto de la justicia presente o futura. Tampoco la amnistía tiene que ver con el perdón o la reconciliación, en términos morales y religiosos. La amnistía opera como un olvido, a favor de sus beneficiarios, de las acciones criminales -en general, no de las reparaciones civiles- que podrían normalmente intentar contra ellos las víctimas de sus actos, o sus deudos. Olvido no resulta necesariamente perdón; por ello, la amnistía resulta -en principio- ajena a la esfera de los juicios de valor morales o religiosos. La amnistía afirma la necesidad de recuperar un valor propiamente político, cual es la concordia o amistad política, a los efectos de un nuevo comienzo, con las ventajas consiguientes para la sociedad en su conjunto. La amnistía, pues, se dicta desde la razón de Estado y, en puridad, es en ese terreno donde puede juzgarse su validez y eficacia. Se pronuncia desde una situación excepcional -cambio de régimen político, cese de una guerra civil o de la ocupación extranjera, etc.- y resulta de ella misma una excepción a la normalidad, precisamente para permitir el reingreso en la regla y la norma comunes. Los efectos de la amnistía, vistos desde los casos particulares de los que han sufrido aquello cuyo persecución penal se olvida, resultan seguramente inmorales e injustos. Sólo se justifica por su capacidad para recrear la amistad política y superar la interminable cadena vindicativa de la lucha faccionaria. Por ello, su viabilidad está en razón directa del prestigio o consenso de que goce el gobierno que la imponga y de su perspicacia para restablecer con ella un equilibrio super partes. La ley 22.294, llamada de autoamnistía, dictada durante el turno del general Bignone, no reunía ninguna de estas características, y la establecida en 1973, bajo el gobierno de Cámpora, luego de una tumultuaria liberación de presos cubierta por un indulto presidencial, no produjo un equilibrio superador de la contienda, sino que más bien la ahondó.

El gobierno de Alfonsín había asumido el compromiso, destinado a permitir que la sociedad argentina saliese de una buena vez del calabozo de la lógica binaria del terrorismo/torturismo en que la había encerrado la guerra civil, de juzgar a las cabezas de ambas facciones y, especialmente en cuanto al bando contrainsurgente, discriminar niveles de responsabilidad, a fin de permitir el saneamiento y continuidad de la institución militar. En esos términos, no podía operar una amnistía, cuya característica es la aplicación in rem, sin acepción de personas. Cuando, a principios de 1984, se anunciaron los decretos 157 y 158, que ordenaban la iniciación de juicios contra la cúpula del Proceso y los cabecillas guerrilleros, el Estado, recobrando el monopolio del ejercicio de la violencia legítima, se manifestó super partes, clausurando una guerra civil larvada que durante quince años había ensombrecido al país.

Esta decisión política de profunda significación y alcance, chocó con la agitación levantada en su contra por dos frondas maximalistas, que pretendían seguir con la guerra intestina por otros medios, cuyo choque estruendoso apagó el consenso mayoritario de la sociedad a esas medidas de persecución penal. Por un lado, el bando contraterrorista se presentó como el de los ganadores de la contienda a quienes se pretendía someter inicuamente a un Nuremberg; el otro bando se manifestó a través de sectores extremos de algunas asociaciones defensoras de los derechos humanos, exigiendo un triunfo reparatorio y plenario en los tribunales, que aniquilara hasta el último de los contrarios. Ambos se encarnizaron con el gobierno. Los primeros se dedicaron ineficazmente -por fortuna- a conspirar y eficazmente -por desgracia- a paralizar toda investigación y decisión condenatoria que pudiera tener curso por los tribunales militares, estrategia esta última que fue desastrosa a largo plazo. Los segundos tildaron al gobierno de cobarde, traidor y cómplice de la represión, desarrollando al mismo tiempo una guerrilla de opinión, favorecida por la memez tenaz de sus contrarios, que llegó a imponer en los mass media la interpretación según la cual la primogenitura de la violencia política en la Argentina correspondía exclusivamente a los militares del Proceso, sin acepción de grado, quedando cubiertos todos los demás violentos por una amnistía de hecho fundada en la ignorancia pública. El huevo de la serpiente de la intolerancia política actual en nuestro país, que obliga a avanzar constantemente en reversa y convierte los pequeños logros republicanos en estatuas de sal orientadas sólo a dejar sin compostura los desgarros del pasado, reside en esa posguerra continua de rencores porfiados, sin que se haya encontrado hasta el momento una dirigencia política con suficiente libertad íntima e independencia práctica como para obligar al entierro definitivo de las armas. Este mecanismo de remitir todo conflicto a aquel conflicto supuestamente inicial opera realimentándose a sí mismo cuando la cuestión decae o está a punto de languidecer en la opinión pública, creándole así una pervivencia sofocante. Es como si al país le hubiesen colocado un termostato perverso, que en caso de baja de la temperatura provocase el reencendido del circuito para volver al calor conflictual originario.
Volviendo a 1984, debe recordarse otra dificultad con la que tropezó el gobierno en su intento de procesar a las cabezas de ambas facciones: los tiempos procesales resultantes de la reforma al Código de Justicia Militar, donde se introdujo una nueva instancia ante la justicia federal penal, transcurrieron mucho más aceleradamente que los del proceso escrito, propio del antiguo Código de Procedimientos en lo Penal, con que se juzgaba a los cabecillas guerrilleros, en buena parte aún prófugos.

En vísperas del juicio a los ex comandantes del Proceso, bajo el título “Esquilo en los Tribunales”, escribí para un diario[1]:

“En Las Euménides, se cuenta que las Erinias, espíritus vengadores propios de una sociedad matriarcal, persiguen a Orestes por haber matado a Clitemnestra. Atenea, no engendrada de mujer, sino nacida enteramente de su padre Zeus, diosa del coraje, de la prudencia y de la moderación, enemiga declarada de lo salvaje, interviene decisivamente y pone a las Erinias fuera de juego. Lo hace inspirando una sentencia que es un empate, pero sin afrenta. Orestes, el vengador que ha cumplido oscuramente con el oráculo y al que persigue su propia conciencia, sobrevivirá, y las Erinias, las Furias, convertidas en Euménides, en bondadosas, se incorporarán al orden de la polis. Allí los principios opuestos no se exterminan ni desaparecen tras el espejismo de una “síntesis”, sino que se equilibran, provisional pero providencialmente”.

La misma situación trágica puesta en escena por Esquilo se repetía entonces en la Argentina. Las Furias exigían tomarse venganza del homicida que se había creído, antes, justificado para tronchar la vida de otros por su propia mano. Podía desencadenarse, bajo la óptica exclusiva de víctimas y victimarios, una cadena inacabable de venganzas recíprocas. O, desde la prudencia y los intereses de la sociedad toda, poner fin al ciclo vindicativo con una sentencia, afirmativa de un orden superior, donde se equilibraran de una vez las pretensiones faccionarias. El Derecho es simplemente esto último, un orden clásico, ateneico, destinado a erigir el orden de la polis por sobre el tumulto de las venganzas particulares. Un derecho construído sobre una absolutización de los sufrimientos de la víctima, que se encontraría así legitimada para extender los efectos de su vindicación al infinito, termina reabriendo -se lo quiera o no- el ciclo sacrificial de la vendetta inacabable; en otras palabras, el derecho absoluto de la víctima hunde el orden jurídico.

Luego del fallo de la Cámara Federal sobre los ex comandantes, bajo el título “Después del Fallo”, escribí[2]:

“En la medida en que la reconstrucción del Estado, que el fallo afirma, se logre sin recaer en odios primordiales y telúricos, el indulto o la conmutación de la pena, por parte del Ejecutivo, serán las consecuencias lógicas de la sentencia, según muestra, por otra parte, la experiencia histórica, de aquí o de afuera. Lo que hizo De Gaulle con Pétain, ¿por qué no habría de hacerlo en su momento Alfonsín con Videla? Eso sería, en definitiva, el “punto final” de la catarsis sacrificial que cierra nuestra guerra civil. No es un acto de que sea capaz el Congreso, visto el carácter catastrófico de la amnistía del 73, o de la ley que en el mismo sentido pergeñara el Proceso. Sería, en las circunstancias adecuadas, un acto de grandeza soberana del Ejecutivo. Hay que aprender algo tan simple como esto: nadie gana una guerra civil”.

La sentencia condenatoria dictada por el tribunal devolvía a los otros dos poderes la responsabilidad de continuar el orden republicano por aquélla afirmado. Lo que no podían los tribunales era parar, con un criterio de decisión política, el aluvión de imputaciones, citaciones y procesamientos respecto de los niveles siguientes de la jerarquía militar. Ello dependía de una decisión política extratribunalicia, que se tomó a los tumbos.

Ya vimos que la decisión tomada en los comienzos del gobierno de Alfonsín de proceder al juzgamiento de las cúpulas guerrillera y contrainsurgente se había desarrrollado, en un caso y otro, con muy distinta velocidad, producto de la aplicación de dos sistemas procesales diversos. Después del fallo contra los miembros de la Junta Militar, era evidente que el corte a efectuar en la masa de oficiales y suboficiales, respecto de aquellos pocos que debían continuar bajo investigación y los muchos que debían ser eximidos de ella -promesa preelectoral de Alfonsín sobre la cual habían coincidido los votantes que le dieron mayoría- sólo podía resultar de una decisión política proveniente del Ejecutivo o del Legislativo, pero nunca de los jueces, inhabilitados para tal tipo de lógica decisoria y, además, compelidos por el engranaje procesal a citar a juicio sin discrimen alguno.

A fines de diciembre de 1986 el gobierno envió al Congreso un proyecto de ley de “punto final”, que establecía un plazo de caducidad para las denuncias formuladas en virtud de la ley 23.049, que regulaba los juicios a personal militar y de seguridad, y que permitía a los imputados invocar una presunción relativa de justificación por cumplimiento de órdenes recibidas, salvo casos aberrantes o atroces. La ley fue aprobada con un gran desgaste político, pero produjo el efecto contrario a lo esperado, ya que las causas judiciales con personal militar o de seguridad involucrado se multiplicaron. Al mismo tiempo, surgían las primeras manifestaciones de desobediencia militar a la comparición de sus integrantes a citaciones de jueces penales. En el año 1987, Firmenich, que había sido traído desde el Brasil, fue condenado por la Cámara Federal de San Martín y se obtuvo la extradición de López Rega, pero no se logró recrear de este modo la sensación del equilibrio super partes. El objetivo de la persecución penal, a los ojos de la opinión pública, se había concentrado en la extensión de los procesos a militares; éstos, por su parte, sintiéndose acorralados, organizaban una resistencia in extremis. El escenario para una argentinada catastrófica estaba, así, bien preparado.

Los posibles escapes a esa situación eran: a) o bien una ley de amnistía que, por no permitir ese instituto distinciones personales, habría de favorecer necesariamente a los ex comandantes condenados; b) o bien un indulto presidencial a los oficiales imputados no incursos en actos aberrantes o atroces; c) o bien una ley de obediencia debida donde se fijara claramente el sentido y alcance de esta causa de justificación, para clausurar los juicios. La primera vía habría producido desaliento al volverse atrás sobre lo actuado y colocarse otra vez en los términos de guerra intestina del conflicto inicial, desacreditándose al mismo tiempo el gobierno a favor del exacerbamiento de los grupos maximalistas. Sostuve la segunda vía, la del indulto, en un artículo titulado “El Error de Las Perdices”[3], donde se comentaba un discurso de Alfonsín sobre el tema, poco feliz a mi juicio, en la localidad homónima:

“Antes, pues, que la cuestión militar produzca la erosión de este ensayo republicano cuya llegada a buen fin la inmensa mayoría desea, corresponde una decisión del poder político tomada en vista de la salud pública. Es obvio que esa decisión debe ser el indulto de los oficiales afectados, salvo de aquellos que se considere por razones muy graves y bien sopesadas que deben continuar bajo investigación judicial. El indulto es un perdón particular que el presidente, según la Constitución, puede otorgar aún en el caso de que no haya sentencia judicial. Acto ni judicial ni administrativo, pertenece a la esfera discrecional del jefe de Estado. Fue precisamente Yrigoyen quien indultó en el curso de un proceso, y el entonces procurador de la Corte, José Nicolás Matienzo, quien fundamentó la constitucionalidad de la medida. La agitación militar, con la aplicación de esa medida, disminuiría; el presidente habría redondeado su planteo preelectoral; los responsables de la decisión contraterrorista, los ex comandantes, continuarían cumpliendo sus condenas y los procesos a los terroristas continuarían sustanciándose. Cierto que no todo serían rosas, que la fronda de la izquierda seguiría provocando al gobierno, como ya lo hace, y hasta de los propios beneficiarios surgirían críticas, pero el viejo Maquiavelo decía en su tiempo que cuando se trata de evitar un inconveniente se cae en otro, siendo la prudencia del gobernante saber conocer la calidad de los inconvenientes y adoptar como bueno el menos malo”.

Los justicialistas propiciaban la vía del indulto, pero no para componer el conflicto sino para que el gobierno asumiera a su exclusivo cargo el costo político de la medida. Siguiendo una vidriosa tradición, nuestros opositores son por definición cortos de vista, sin comprender que los problemas que agravan luego los tendrá que afrontar ellos ya centuplicados, recibiendo entonces el mismo trato de los ayer oficialistas, hoy en el llano (al tiempo de los indultos dispuestos por Menem, los justicialistas comprobarían esta amarga regla). En medio de estas discusiones, se produce la sedición carapintada de Semana Santa, en abril de 1987. La módica videología de entrecasa que nos rige como pensamiento prácticamente único, sostiene que Alfonsín traicionó al pueblo reunido en la Plaza de Mayo y en Campo de Mayo, deseándole felices Pascuas con la casa en orden. Sin embargo, aquel abril de 1987, Alfonsín condujo correctamente la carga del Estado, mientras caminaba por la cornisa. A partir de esa negociación con los rebeldes, y fuera de algunas turbulencias posteriores, el contrapoder que pretendían erigir estos últimos mohicanos se fue agotando, con los sobresaltos de Monte Caseros en enero de 1988 y del alzamiento de Seineldin en diciembre de 1990, hasta desaparecer. La otra posibilidad, la pueblada contra hombres aislados y acorralados, hubiese hundido la república incipiente en un zanjón de muerte y sangre.

Como se sabe, en 1987 se dictó la ley de obediencia debida, que estableció una presunción absoluta a favor de oficiales superiores que no hubieran revistado como jefes de zona o de subzona, de oficiales jefes, subordinados, suboficiales y tropa de las fuerzas armadas, de seguridad y penitenciaría, en el sentido de que habían actuado en cumplimiento de órdenes superiores, cubriéndolos frente a la persecución penal esa causa de justificación de su conducta. Fue calificada como amnistía encubierta e incluso un ministro de la Corte, el doctor Petracchi, al plantearse su inconstitucionalidad votó en su favor con el argumento de que se trataba de una amnistía, y pro lo tanto dictarla estaba dentro de la esfera de atribuciones del Congreso. Si la oposición hubiese tenido alguna dimensión de grandeza en esta cuestión, podría haber apoyado los indultos, que sigo sosteniendo eran la vía más apta para salir del atolladero. Ante su dimisión, sólo quedó la vía imperfecta de la ley tal cual fuera sancionada.

Habíamos visto que, en tiempos del gobierno de Alfonsín, luego del fallo condenatorio de la cúpula del Proceso, la lógica del procedimiento judicial continuó su curso ordenando la comparición -no por un especial designio persecutorio, sino por la propia inercia del procedimiento- de un número cada vez mayor de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad, hasta el punto de poner en peligro el pacto cerrado entre el gobernante electo y la ciudadanía que lo elevó con su voto, en el sentido de un enjuiciamiento selectivo de quienes habían establecido desde el más alto nivel la estrategia antisubversiva consistente en adoptar el contraterror clandestino como sistema, y de quienes, en su aplicación, se habían esmerado en llevarla a límites atroces y degradantes. Lo que el poder judicial no podía poner en práctica, debían instrumentarlo -con el costo consiguiente- los poderes propiamente políticos. Dejada de lado la vía del indulto, sólo quedó la de una amnistía encubierta, resultante de la presunción irrebatible de que cualquier nivel de mando más abajo de jefe de zona o subzona había actuado bajo la causa de justificación de la “obediencia debida”, que estableció la ley luego así llamada.

En 1989, Carlos Menem, en ejercicio de sus facultades presidenciales, indultó a los ex comandantes y a los integrantes de la cúpula guerrillera, algunos de ellos cumpliendo condena, como el caso de Firmenich. Parecía cerrarse así, por lo menos en su faz pública, el interludio rojo de nuestra guerra civil, con su secuela de muertes, desapariciones, hijos arrebatados, destrucción y regodeo en la violencia. Sin embargo, tanto las leyes de punto final y de obediencia debida, como el indulto de 1989, dejaron una sensación pública de descontento, exacerbada por la simplificación reduccionista de la videología de entrecasa que rige nuestro sentido común, pero bien palpable al fin.

Las amnistías -como los indultos- no se miden con la vara de lo justo ni obedecen a la necesidad del perdón; resultan una forma excepcional de ejercicio de la razón de Estado, con el solo objetivo de obtener aceleradamente la concordia luego de una gran tribulación política. Con la amnistía, el vencido no desaparece, evitándose su exterminio, y el vencedor deja de pensar solamente en el peligroso desquite que pudiera tomarse aquél y queda con las manos libres; ambos bandos deponen la posibilidad de la venganza circular e infinita. Amnistías e indultos, por cierto, no son un bálsamo, sino más bien un zurcido, y necesariamente dejan una secuela de injusticias y dramas irresueltos. Pero téngase en cuenta que la contrapartida de amnistías e indultos, puede ser, y casi siempre es, no sólo la perpetuación de la lucha faccionaria y el anclaje de la sociedad en ese episodio de su pasado, sino la afirmación de que toda guerra civil debe tener necesariamente un ganador absoluto, que debe seguir librándose hasta que tal circunstancia resulte evidente, y que el perdedor carece no sólo de todo derecho o justificación, sino que directamente es depuesto de su condición humana y convertido en un alienígeno despreciable.

El valor de una amnistía o de un indulto, como vimos, debe ser juzgado desde su eficacia para reconstruir la concordia o amistad política en una sociedad determinada, luego de atravesar una situación excepcional, una guerra civil, por ejemplo. La concordia política resulta un valor concreto, en el sentido que le da Perelman[4] a esta expresión: es el atribuido a una persona o grupo determinado, cuando se lo examina en su unicidad. Valor concreto es el valor dado al carácter único, irrepetible, de ciertos seres, grupos o momentos históricos. Fuera de los valores concretos, podemos efectuar valoraciones en abstracto, es decir, otorgar valor a la observación de reglas válidas para todos y en cualquier circunstancia. De hecho, los seres humanos apoyamos nuestros juicios tanto en valores concretos como en valores abstractos. Según el caso, subordinamos los unos a los otros. Así, Perelman ejemplifica con Erasmo, que prefería una paz injusta (valor concreto) a una guerra justa (valor abstracto), refiriéndose a las guerras de religión de su tiempo, o con Aristóteles, que prefería la verdad (valor abstracto) a la amistad con Platón (valor concreto)[5], refiriéndose a que no basta el argumento de autoridad para demostrar la verdad de un aserto. La concordia política de una sociedad determinada en un momento determinado es un valor concreto; la Justicia es una valor abstracto. Si consideramos la cadena de amnistías e indultos de 1987 a 1989 a la luz del valor abstracto justicia, cae de su peso que el platillo se volcará del lado de lo injusto. Si los consideramos desde el punto de vista de la concordia política, valor concreto, deberemos concluir que fueron eficaces para reconstruir aquélla y poner fin al estado de guerra intestina, aunque la metodología legal empleada no siempre fue clara ni se atrevió a llamar a las cosas por su nombre. Como sociedad, debemos, manifestar cuál tipo de valor debe subordinarse, en ese caso, al otro. Lo que no sirve es este juego de ruleta rusa consistente en descalificar la concordia en nombre de la justicia o la justicia en nombre de la concordia. Nuestra obligación es asumir una cierta jerarquía entre ambos grupos de valores, para la situación histórica de nuestra guerra civil; nuestra locura sería producir la embestida de valor contra valor, destruyendo ambos. La derogación por el Congreso Nacional de las leyes de punto final y de obediencia debida, el pasado 24 de marzo, va por este último camino equivocado: la república se enmienda y flagela torpemente a sí misma, con olvido de las circunstancias que llevaron a esas leyes; renuncia a la magnanimidad que la razón práctica política le dictara entonces, por una venganza póstuma y declarativa; por último, se advierte que mediante esta gambeta la clase política, remontando todo mal a aquella fuente absoluta, se rehace a poco precio la virginidad de una buena conciencia.

Discutir en los términos planteados de valores concretos y abstractos podría ser beneficioso, e incluso nos prepararía de mejor ánimo para los nuevos conflictos que el incierto destino nos trae ya y seguirá trayendo consigo, en lugar de sumarlos a conflictos viejos aún irresueltos. Para poder hacerlo con provecho es necesario un espacio público real, no el virtual creado por los media y su pequeña, mezquina y reductiva videología de entrecasa, llena de muchachitos buenos y de villanos de película. Un espacio, lamentablemente, que los políticos han perdido y los intelectuales no han recuperado.

Todos los que vivimos aquellos años de plomo, aun los que no teníamos ni la dirección ni la responsabilidad de los acontecimientos, para provocarlos, ahondarlos o detenerlos, cargamos y cargaremos un sentido total de responsabilidad para salir de ellos y que no se repitan. El poeta latino Horacio recordaba su guerra civil con un dístico que nos alcanza:

Quid nos dura refugimus aetas?
Quid intactum nefasti liquimus?

¿Qué, cruel generación, hemos ahorrado?
¿Qué hemos dejado sin tocar, malditos?[6]

La cuestión es salir definitivamente de las ruinas de nuestra guerra intestina, no renovarlas periódicamente, aunque sea con las mejores intenciones.-

Luis María Bandieri
[1]) LA NUEVA PROVINCIA, 22/2/85
[2]) LA NUEVA PROVINCIA, 13/12/85
[3]) LA NUEVA PROVINCIA, 27/3/87
[4]) PERELMAN, Chaim, “El Imperio de la Retórica- Retórica y Argumentación”, Editorial Norma, Bogotá, 1997, ps. 50/51
[5]) La frase famosa: “amigo soy de Platón, pero más de la verdad”, es atribuida a Sócrates, en una “Vida de Aristóteles” escrita por Ammonio.
[6]) Trad. de Antonio TOVAR

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