domingo, mayo 04, 2008

EL DRAMA BOLIVIANO Y LAS “MAYORÍAS CONCURRENTES”

Luis María Bandieri


Bolivia: historia embrollada, geografía laberíntica. En el mapa, un paralelogramo colgado del Brasil, apoyado en la Argentina, codeándose con Chile y Perú. En su seno, se da el divortium aquarum entre la cuenca del Plata, la olla amazónica y el espinazo andino. Los Andes cortan su figura en diagonal. Del lado del poniente, la altiplanicie que le dio el nombre de “Alto Perú”: una vasta terraza cordillerana. Del levante, una región baja y llana, por donde desaguan todos los cursos fluviales que van al Amazonas. Y todo ello habitado por descendientes de quechuas, aimaras y tupiguaraníes, de españoles y de otros linajes europeos, cruzados unos con otros como cuadra a nuestra ecúmene latinoamericana. Y este rompecabezas pluricultural y pluriétnico está armado...como una “república unitaria”.

Su historia es tan enrevesada como riquísima. Allí surgió, de los collas o aimaras, el imperio de Tiahuanaco, del que ha quedado la misteriosa Puerta del Sol para que se tejan hipótesis historiográficas, leyendas y mitologías cocaleras de última hornada a cargo de Evo Morales. Para que puede calibrarse en un solo rasgo la riqueza cultural tiahuanacota, más allá de sus monumentos y sus cerámicas, anotemos que cuando los ejércitos de los incas descienden en oleada conquistadora sobre los restos de aquélla, llamada por entonces el “reino del Gran Chimú”, consiguen la rendición de los habitantes destruyendo los sistemas artificiales de riego con que obtenían sus cosechas. Y Bolivia pasó a formar parte del incario, del Tahuantinsuyo, con los aimaras bien domados.

En Bolivia, bajo el dominio hispánico, la inversión cultural fue mucho más sustanciosa que la que se aplicó al Río de la Plata. En la Universidad de Chuquisaca (hoy Sucre), fundada en 1624,[1] se educaron la mayor parte de los intelectuales rioplatenses que echaría a rodar los sucesos del año X. Un egresado de Chuquisaca, don Juan José Castelli, volvería años más tarde a esas tierras con una desdichada expedición militar porteña, para dirigir parrafadas a los aimaras y predicar sermones progresistas en los púlpitos, espantando a criollos e indios. Encuadrando a estos últimos, los realistas, mandados por un arequipeño, Goyeneche, terminaron dándonos una felpeada en el Desaguadero –lo que valió que al peruano lo hicieran conde de Huaqui, otro nombre del lugar. No perdimos ocasión, en la retirada , de expropiar el tesoro de la Casa de la Moneda de Potosí, en un estilo que luego copiarían Butch Cassidy y Sundance Kid..

En 1824, tras la batalla de Ayacucho, las provincias del Alto Perú, aunque nominalmente, formaban parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, fueron introducidas en la capitulación española. Sucre, con el aura del vencedor, avanzó por el norte sobre ellas, mientras Arenales intentaba lo mismo por el sur. El venezolano llegó primero y fue recibido magníficamente en Chuquisaca. En un congreso por él manejado, fue declarada la independencia de Bolivia. Bolívar, en verdad, apercibió a su mariscal por no haber tenido en cuenta el uti possidetis de 1810, con el cual se fijarían las fronteras de los nuevos países, pero también sabía que los altoperuanos no miraban con buenos ojos ni a limeños ni a porteños. Así que hizo como que consultaba a Buenos Aires y, desde aquí, el Congreso, dominado por los directoriales, hizo como que protestaba un poco, pero dejó a las cuatro provincias altoperuanas “en plena libertad para disponer de su suerte”. Bolívar estaba en el cenit y, aunque su sueño era el de la anfictionía o reunión confederal de los cachorros del león ibérico, en realidad sembraba repúblicas unitarias donde colocaba a sus lugartenientes –que más tarde serían sus diadocos: Páez en Venezuela, Santander en Colombia, Flores en el flamante Ecuador (con fronteras diseñadas también a punta de espada del vencedor), Sucre en Bolivia. Es justo señalar que no fue Bolívar quien inventó este nombre para el nuevo desgarro del tronco común, pero lo aceptó. Dejó al nuevo país una constitución profundamente conservadora, con una presidencia vitalicia –para cuyo cargo fue nombrado, aunque con capacidad para delegar, como lo hizo en la persona de Sucre. Había un cuerpo legislativo compuesto de un Senado, un Tribunado y un cuerpo de censores destinados a salvaguardar el poder moral. Impresionado por el ejemplo francés de la república “una e indivisible”, el nuevo país –como los demás bajo su égida- se consolidaba en unidad de régimen, concentrando el poder en sus presidentes delegados. Bolivia nacía de la decisión de su fundador, sin grandes razones históricas o geográficas que señalasen su destino o justificasen su frontera. De hecho, el noroeste boliviano era continuación del Perú y buena parte de su oriente de la Argentina. Posiblemente, el Libertador quería introducir por el sur una punta de lanza contra la aristocracia limeña, opuesta a sus proyectos grancolombianos y tender, de otro lado, una cabeza hacia el Río de la Plata. Bolívar, el “buen padre de la república”, se fue al poco tiempo, y el bueno de Sucre quedó al frente, para resignar su cargo luego de una sublevación que estuvo a punto de poner fin a su vida. Allí comienza un calvario de levantamientos y revueltas. Andrés Santa Cruz, un guerrero de la Independencia, aprovechando la guerra civil peruana, concibe unir el Bajo y el Alto Perú en una Confederación manejada desde Bolivia. Ello conduce, de 1836 a 1839, a la primera guerra del Pacífico, entre la Confederación peruano-boliviana, por un lado, y Chile y la Argentina, por otro. Nosotros hicimos poco y nada y los chilenos derrotaron a Santa Cruz en Yungay. Las nuevas naciones se desangraban entre ellas, entre las ruinas de la antigua unidad maltrecha. Pretorianos elevados a la presidencia boliviana, como Mariano Melgarejo (1866-70) actuaron como señores de horca y cuchillo. Poco tiempo después, otro dictador, Hilarión Daza debió hacer frente a la segunda guerra del Pacífico, cuando los chilenos ocuparon Antofagasta tomando como pretexto el impuesto de diez centavos fijado por la asamblea boliviana sobre el quintal de salitre. Daza anunció a su pueblo esta invasión diez días después de recibir la noticia, para no turbar las fiestas del Carnaval. A consecuencia de ese conflicto, Bolivia quedó enclaustrada, sin salida marítima, con un ejército destrozado y una economía postrada.

El vía crucis boliviano continuó a principios del siglo XX, cuando por la lejana provincia de Acre –entonces centro de explotación cauchera- estuvo a punto de estallar una guerra con el Brasil. En 1903, Brasil se quedó con Acre a cambio de dos millones de libras esterlinas destinadas a invertirse en explotación ferroviaria. Siguiente acto del drama fue la guerra del Chaco. Bolivia buscaba el mar, hacia el este, a través del río Paraguay. Buscó ocupar el Chaco boreal, con delimitación imprecisa respecto del Paraguay. Se anunció que bajo los quebrachales había petróleo y, de cada lado, apareció una multinacional del ramo (Standard Oil del lado de Bolivia, la Shell del lado paraguayo). Dos países pobres y “hermanos” apostaron todas sus fichas a las armas. Los bolivianos, muy bien preparados por el general alemán Kundt, llevaron sus tropas del altiplano a estacarse en la selva tropical. Allí los paraguayos –con apoyo argentino- lograron empujarlos nuevamente a la frontera. Ambos países quedaron desquiciados económica y políticamente, pero más la desdichada Bolivia. Los combatientes que retornaron de los campos de batalla impusieron dictaduras militares, bajo cuyo impulso –especialmente con Germán Busch, héroe de la guerra del Chaco)- se intentó combatir la influencia de los grandes empresarios de la minería, especialmente el estaño (Aramayo, Patiño, Hoschchild), esto es, la “rosca”. Un día como tantos, Busch apareció misteriosamente muerto en el palacio presidencial. Herederos de esta orientación, Víctor Paz Estenssoro, Hernán Siles Suazo, Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, crearon el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que, al mismo tiempo que intentaba liberar país de la “rosca”, se manifestaba implacable opositor al partido de la izquierda revolucionaria, vinculado al stalinismo. En 1943, un golpe militar encabezado por el mayor Gualberto Villarroel llevó al MNR al poder. Ratificado por las urnas, en 1946 una turba penetró en el palacio presidencial, linchó a Villarroel y colgó su cadáver de un farol en la plaza Murillo. En 1952, por las armas, llegó nuevamente el MNR al poder. Ratificados por las unas, se sucedieron las presidencias de Paz Estenssoro y Siles Suazo. Las nacionalizaciones y expropiaciones no lograron su objetivo de morigerar la pobreza. Fueron los propios hombres del MNR los que posibilitaron, más tarde, y en medio de golpes de Estado endémicos, que hacia los 80, con un giro en la política económica, comenzara un asomo de institucionalización. Durante la segunda presidencia de Gonzalo Sánchez Lozada, un economista y empresario, discípulo de Paz Estensoro y elevado a la primera magistratura por el MNR, en el 2003, se produjeron piquetes y bloqueos que paralizaron al país. Sánchez Lozada (apodado “el gringo” porque habla castellano con acento inglés) renunció y huyó a los EE.UU., con lo que se abrió el proceso que llevó a Evo Morales a la presidencia.

Evo, un dirigente de los cultivadores de coca del Chapare, llegó a la presidencia bajo el rótulo del Movimiento al Socialismo (MAS) y ha prometido “refundar” Bolivia. Morales, un mestizo, afirma representar a las etnias indígenas y, en definitiva, se apoya en los serranos contra el país “camba”, esto es, el oriente boliviano, fértil en soja y rico en petróleo y gas. Asumió en enero de 2006 y convocó a la asamblea constituyente, instalada en agosto de ese año y que tendría un año para sancionar una constitución, en reforma total de la anterior. Debe tenerse en cuenta que en Bolivia regía la constitución de 1967, reformada en 1994 y luego, por segunda vez, en 2004, ocasión en la que se introdujo institucionalmente la Asamblea Constituyente, entre cuyas facultades estaba la de “reforma total” de la constitución. Incumplido aquel plazo anual, durante el cual no se pudo redactar ni un solo artículo, se estableció por la Asamblea, una prórroga hasta diciembre de 2006. La constitución no pudo ser aprobada en Sucre por los disturbios populares (Sucre era, hasta entonces, capital judicial y La Paz sede del ejecutivo y el legislativo; el desconocimiento de la capitalidad plena de Sucre en el nuevo texto produjo un levantamiento que expulsó a los constituyentes, a riesgo de su vida) siéndolo finalmente en Oruro. La polémica continúa por la reelección presidencial indefinida y los planteos autonómicos de las cuatro regiones que conforman el oriente boliviano o “país camba”.

En la reaparición de los “pueblos”, en paralelo a la resurrección de la noción de poder constituyente en sentido fuerte en nuestra ecúmene latinoamericana, sobresale la reivindicación identitaria, muchas veces en sentido disgregante. La identidad es una de las reivindicaciones de nuestro tiempo que se yergue, válidamente, frente a la ola globalizadora y uniformizadora con que culminó la modernidad. Pero las identidades deben funcionar como “identificaciones” dentro de la noción política y abrazadora de “pueblo”. De otro modo se exacerba la guerra intestina y se colocan los países al borde de la fragmentación. Con más razón en Bolivia, cuya historia de desgarros y frustraciones hemos apenas recordado. El conflicto principal, más que en los aspectos étnicos, pasa hoy por la articulación territorial del poder.

El centralismo paceño de Evo, hoy indigenista y ayer propicio a la “rosca”, sólo puede provocar tensiones centrífugas. No es cierto que el “país camba” propicie la secesión, sino que afirma lo único realizable en un régimen unitario, que es el reconocimiento de las autonomías, con métodos referendarios que caben en la constitución vigente. El discurso “antisecesionista” de La Paz falsea un reclamo legítimo, que el gobierno central desoye, mientras invoca como absoluta identidad del país la indígena. El discurso rupturista es, claramente, el del gobierno central.

En el caso de Bolivia cobra renuevo la noción de “mayorías concurrentes” que formuló John Caldwell Calhoun (1782-1850). Este gran político de Carolina del Sur fue también un jurista de vistas originales y profundas.

En “A Disquisition on Government”, publicado después de su muerte, nos ha dejado una pintura rigurosa de la tiranía de las mayorías en un régimen de gobierno limitado teóricamente por la constitución.

La solución propuesta por Calhoun fue la doctrina de la "mayoría concurrente". Si cualquier interés de una minoría substancial en el país, específicamente el gobierno de un estado, pero podía tratarse de cualquier colectivo relevante, entendía que el gobierno se estaba excediendo en sus límites y violando sus derechos, tendría el derecho de vetar este ejercicio de poder por inconstitucional. Este derecho de veto era recíproco, para impedir, a su turno, que la minoría no paralizase al gobierno. Aplicada a los gobiernos estaduales en los EE.UU., esta teoría implicaba el derecho a la "anulación" de una ley o un fallo federal dentro de la jurisdicción de un estado. La mayoría numérica, en cambio, resultaba opresiva.

Cuando no existe la posibilidad de un “poder negativo”, esto es, potestad de prevenir o detener un acto de gobierno, y las decisiones no se toman por un acuerdo concurrente sino que se imponen por una mayoría numérica, no existe constitución, no hay gobierno limitado: sólo hay opresión. El gobierno limitado se compone de dos elementos: el activo, por el que se actúa, y el negativo, por el que se puede prevenir o impedir el acto. El núcleo de la opresión despótica reside en que la mayoría numérica elimina el poder negativo y se convierte en el único poder activo, ya sea en una monarquía, en una aristocracia o en una democracia –especialmente en esta última.
El dilema de Bolivia es: o un centralismo identitario –destinado a convertir el país en un espejo roto de miniestados en guerra intestina- o un régimen amplio y flexible de autonomías regionales, con ejercicios recíprocos del “poder negativo”, primer paso hacia una unión federativa. No es la OEA –con ideólogos parroquiales como Dante Caputo- la que tiene que intervenir en el caso, sino el MERCOSUR, al cual Bolivia pidió su incorporación, concediéndosele el de observadora. Aunque devaluado, el MERCOSUR es el embrión de una confederación, dentro la cual el caso boliviano podría encontrar andamiento. A condición de que no se inmiscuya Venezuela, cuyo intervencionismo pro Evo Morales, incluso con ofrecimiento de ayuda armada y proclamación de un nuevo Vietnam, sólo busca trasladar el incendio del altiplano a toda la región.

Tengan cuidado los burócratas regionales inmaduros que procuran alineamientos automáticos con el gobierno central de Bolivia. El estallido de este antiguo laboratorium gentium puede trastornar toda la región. De ellos, y de La Paz, será la responsabilidad.-

[1] ) Algunos datos comparativos: la primera universidad hispanoamericana es la de San Marcos, en Lima, erigida por Real Cédula de 1553. La Universidad de Harvard, la más antigua de los EE.UU., data de 1636.