lunes, abril 29, 2019

¡JODEROS, NOSOTROS TAMBIÉN SOMOS EL CAOS!




En una portada de "Hermano Lobo", una revista satírica española que apareció entre 1972 y 1976, tomando el lugar legendario de "La Codorniz", una caricatura, creo que debida a Chumy Chúmez, mostraba a un político que se dirigía a su audiencia planteándole el dilema: "¡O nosotros o el caos!". La gente reunida, fuenteovejunamente respondía: "¡el caos, el caos!". A lo que el orador retrucaba -y hago más realistas sus términos: "Joderos, porque nosotros somos también el caos". Es lo malo de plantear en política estos dilemas, cuando en el fondo se intuye que ambos cuernos del mismo son idénticos. Más criollamente: anuncia cada postulante  que va a salir suerte, pero la taba está cargando culo por ambos extremos. La Argentina electoral de este 2019 se parece a la sarcástica portada peninsular de casi medio siglo atrás.  Estamos atascados en la alternativa del 2015, esto es,"o Macri o Cristina", pero frente a una caja de Pandora donde la esperanza que quedaba en el fondo se ha tomado el olivo. Modesta alternativa: o Venezuela por autopista o Venezuela por colectora.

Podríamos extendernos en anécdotas y pronósticos sobre qué ocurrirá cuando se vote, cuánto influirá la cotización del dólar o la inflación venideras en los resultados, o cómo se compondrán en definitiva las fórmulas en competencia. Pero para ese menester hay mucho personal idóneo en reseñar trascendidos, en revelar o participar en "operaciones" cruzadas donde cobran notoriedad embaucadores vinculados al bajo fondo  de los "servicios", y denuncias mutuas que se dirimen en un también bajo fondo tribunalicio. Tomando distancia y relativa altura, lo que aparece manifiesto es el descalabro terminal del sistema político inaugurado el 10 de diciembre de 1983; esto es, del régimen democrático liberal que emitió en aquella fecha su primer vagido, en medio de la expectativa general. La esperanza, era lo que quedó, entonces, en el fondo de las urnas, una vez vaciadas de las papeletas electorales. Reinó lo que pudo, con algunos  episodios de estirón y etapas prolongadas de desaliento, hasta que hoy se yergue más bien su contracara, un conjunto de de expectativas negativas acerca del futuro, de anticipaciones tendientes a un "sálvese quien pueda"  individualista generalizado, con su cortejo de melancolía, depresión y angustia que puede derivar en pánico -comenzando, obviamente, por los "mercados". Magro consuelo: no nos pasa sólo a nosotros, los que habitamos en esta cauda draconis austral. En buena parte del planeta, la democracia se está convirtiendo en material biodegradable. Escrutemos serenamente por qué.


¿Cuántas democracias caben dentro de la democracia?  Tal  la primera pregunta que debemos formularnos  para ensayar una respuesta adecuada a aquel porqué . Enumeremos al barrer y sin pretensión de agotar el elenco: democracia directa, democracia representativa, democracia republicana, democracia plebiscitaria,  democracia popular, democracia liberal, democracia orgánica, democracia formal, democracia delegativa, democracia deliberativa, democracia participativa, democracia de consenso, democracia líquida, democracia digital,  incluso democracia totalitaria, como se titulaba un notable ensayo de J.L.Talmon[1]. Y podríamos seguir adjetivando porque, para reconocerla, a la democracia hay que calificarla siempre, o casi siempre: a cara limpia, sin el maquillaje de los adjetivos, aparece borrosa,  desenfocada.  Además, cada una de estas democracias, como cuadra a un concepto político, resulta un vocablo polémico y bipolar, siempre enfrentado a su opuesto: democracia directa/democracia representativa;  democracia liberal/democracia popular; democracia participativa/democracia delegativa, democracia republicana/democracia plebiscitaria, etc. Cuando se afirma un tipo de democracia, simultáneamente se está descalificando a su par contrario como “no democrático” y hasta “antidemocrático”. La convicción del demócrata de estricta observancia es que quien no piensa como él es antidemocrático. Y hasta aquí  estamos refiriéndonos a la democracia principalmente como forma de gobierno, esto es, como concepto jurídico-político.  El problema se agrava cuando, como suele ocurrir, se plantea la democracia como “forma de vida”, como manera de concebir la existencia, de modo que impregne todo el quehacer individual y social. Cuando al vocablo se le otorga ese alcance sin confines, se convierte en un totum revolutum  donde desaparecen los significados. Y se habla de democracia todo el día. Esa palabra fetiche no se cae de la boca de ningún personaje que asome a la pantalla mediática. Democracia” resulta de este modo un término equívoco, en cuanto puede aplicarse a significados no ya simplemente diferentes sino sin conexión alguna entre sí. La extrapolación del término “democracia” fuera del ámbito jurídico y político que como forma de gobierno le corresponde  lo ha  transfigurado en una afirmación  ideal de amplísimo espectro, que abarca desde las relaciones personales hasta la esfera mundial, provista además de contenidos morales y hasta cuasi religiosos. Así, por ejemplo, junto a la mención a una convocatoria a “elecciones democráticas” en algún país, se habla de “llevar la democracia” al seno del matrimonio, refiriéndose a la unión de personas del mismo sexo. O, cuando en la Argentina se procedió a establecer el monopolio oficial en la transmisión de los partidos del fútbol profesional, se lo presentó como “un paso grande en la democratización de la sociedad argentina”. Sobre términos equívocos, unidos por el sonido antes que por el sentido, resulta imposible edificar un concepto. Respecto de esta dificultad, recuerdo dos valiosas opiniones. La primera, de Bertrand de Jouvenel: “las discusiones sobre la democracia, los argumentos a favor o en contra carecen de valor intelectual desde que no se sabe de qué se está hablando”[2]. La segunda, de Giovanni Sartori: “con alguna inclinación a la paradoja, se podría definir a la democracia como el nombre pomposo de algo que no existe”[3]

Si hay una definición de la democracia que podemos considerar de general aceptación, es la de gobierno del pueblo por el pueblo. Esto es, la identidad entre gobernantes y gobernados: una monarquía del pueblo donde el pueblo es, simultáneamente, monarca y súbdito.  ¿Una ilusión? Desde luego: una ilusión que vive de una paradoja: "el más poderoso argumento a favor de la democracia es el fracaso de sus adversarios en hallar un sistema que la reemplace, a pesar de la impotencia de sus partidarios en descubrir razones válidas que la justifiquen". Paradoja puesta a luz por "don Colacho", "San Nicolás de Bogotá", en el mundo, Nicolás Gómez Dávila. Ahora bien, de todas las democracias que caben dentro del vistoso envase "Democracia", la que recibe más atención es la "democracia liberal". A ella, sobre todo, es a la que se le ha perdido el pueblo (el pueblo, el demos,  que está en la raíz misma del término democracia) y no sabe dónde está.  El demoliberalismo aparece acosado en todos lados por unos bárbaros vociferantes, los "populistas", que dicen saber dónde está el pueblo que se le perdió de vista a la vieja señora. Muchos críticos de la crítica situación actual apuntan hoy sus cañones sobre el demos. Yo prefiero apuntarlos sobre el adjetivo que califica al ejercicio de la supuesta soberanía del demos: "liberal".  El elemento "liberal" es como enseñaba Carl Schmitt, lo no democrático de la democracia. La manera de corregir la aritmética del voto por la geometría variable de la representación o por las sentencia oraculares de los tribunales constitucionales. El pueblo, el populus al que los romanos atribuían maiestas, puede ser objeto de finos análisis, pero resulta, en definitiva, una "presencia real" insoslayable en cualquier régimen político. El elemento liberal, en cambio, resulta ser la pieza enferma en todo sistema político que la contenga, porque el liberalismo, en sus facetas económica, social y política es el que está en crisis.  Su crisis es aún más profunda: es una crisis antropológica. El liberalismo actual no resulta tanto atacado desde afuera sino por factores endógenos que van más allá de los aspectos del "neoliberalismo" económico. Más que amenazada por la invasión "populista" (meramente reactiva y expresión de un síntoma de la crisis propia) la ciudadela liberal observa el resquebrajamiento de sus murallas y del solar donde se asienta. La antropología liberal, fundada sobre un individuo  autorreferencial, al que se le generan indefinidamente deseos y expectativas siempre crecientes, hasta transformarlo en un huérfano sin ombligo, narciso patológico volcado hacia afuera y, por otro lado, una criatura centrípeta, completamente absorbida en los límites de sí mismo, en su autoafirmación, resulta sometido a una presión sistémica siempre más exigente, cuyo único fugaz alivio se halla en la  farmacología antidepresiva, que deja como resaca el desencanto. El precio a pagar por la supuesta autorrealización que no conoce, una vez desterrada la idea misma de  naturaleza humana, ninguna forma de límite, es la gran desilusión y el vómito del resentimiento.  

En las votaciones por venir cada uno, escondiéndose un ratito, pondrá en un sobre aquella papeleta que le parezca que ha de conducir a algo menos malo que aquello peor que podría venir. Será una anécdota que no habrá de afectar la crisis categorial que venimos de apuntar brevemente.-   




[1] ) J.L TALMON, "Les origines de la démocratie totalitaire", Calmann-Levy, Paris, 1966
[2] ) Bertrand de JOUVENEL, “Sobre el Poder”, trad. de Juan Marcos de la Fuente, Unión Editorial ; Madrid, 1998, p. 366
[3] ) Giovanni SARTORI, “Théorie de la Démocratie”, Armand Colin, Paris, 1973, p. 3