lunes, mayo 28, 2012

EL DESCUBRIMIENTO DEL AGUA TIBIA





"Es difícil encontrar fallos de la Corte que vayan en contra de la política oficial.
Quizás al Gobierno le gustaría que tuvieran más rapidez en tomar decisiones que el Gobierno necesita, por ejemplo en la polémica entra la Nación y la Ciudad por los subtes. Probablemente haya una presión del gobierno nacional para pasarle la pelota a Macri, pero la Corte lo va piloteando. La Corte evita tomar grandes definiciones y si hay una declaración que molesta tratan de corregirla, como ocurrió con Lorenzetti .

Contacto de la Corte y los jueces federales con el Gobierno han existido. Comparten paneles, encuentros sociales, tienen muchos vínculos, hay varios canales de comunicación. Seguramente si hay algo que al Gobierno no le gusta se encarga de hacerlo saber. Lorenzetti se dio cuenta de que se había pasado y era mejor corregirse. Y eso explica la posición de la Corte, que goza de prestigio porque ninguno se ha incinerado firmando un fallo impresentable. Se encargan de cuidar su prestigio y tienen la cintura de evitar los conflictos. Los tres jueces de la Sala I de la Cámara firmaron el apartamiento de Rafecas y se puede discutir si Rafecas había dado pie para hacerlo con los mensajitos de texto, pero claramente el Gobierno quería que lo apartaran de la investigación. Y ahora apartaron a Rívolo. El mensaje para los jueces es muy claro.

Hay un doble juego, jueces que tienen abiertas causas por las dudas. Y al mismo tiempo pasa lo inverso, hay expedientes abiertos en el Consejo de la Magistratura donde el día de mañana con poner el pie en el acelerador, te pueden complicar la vida. Es un juego de condicionamientos donde muchas veces los jueces no son libres para impartir justicia".

Mariano Thieberger  en "La Nación" del  28 de mayo

sábado, mayo 19, 2012

EL TORTUOSO CAMINO DE LA JUSTICIA



El camino de la justicia –administración de justicia, agencia judicial-, actualmente,  no es derecho, no es recto. Resulta más bien un laberinto meandroso, que en el caso de la justicia federal y de su cabeza, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se está pareciendo al recorrido de un tren fantasma. Y al final de ese trayecto, a la salida del laberinto, en la otra boca del túnel, se encuentra uno con aquello que evocaba Kelsen: el rostro de Gorgona del poder desnudo.

Los jueces –y esta generalización reconoce personales excepciones, pero estamos hablando del efecto de conjunto- han ido perdiendo los dos pilares fundamentales para su recta actuación: autoridad e independencia. La función judicial es, ante todo, una función de autoridad, más que de poder.  Autoridad del juez, como la autoridad de los padres o la autoridad de los maestros, para señalar las clásica –hoy en vías de desaparición. Autoridad significa, literalmente, el reconocimiento en quien la tiene de un valor agregado, reforzado, que exige el saber. No el saber libresco ni el copy and paste que se advierte en tantos autos judiciales. Un saber que es comprensión y, por lo tanto, vivencia, de lo justo. Y una conducta que se ajuste a ese saber: por eso, se le exige en los papeles a un juez cierto comportamiento más riguroso que el común. Eso es lo que vuelve a un juez respetable aunque podamos disentir hasta ásperamente con sus decisiones tomadas a ciencia y conciencia. Mario Oderigo, gran abogado y gran juez, enseñaba que los abogados no debíamos hacernos amigos del juez, como en el consejo del Viejo Vizcacha  -hoy podríamos hacer una versión reloaded, recargada del Marín Fierro: “hacete amigo del juez/mandale unos güenos twitters”. No, decía Oderigo; debemos hacernos respetar por jueces que sean, a su vez, respetables. Los jueces han perdido autoridad porque ya ni siquiera sabemos qué es el saber y lo confundimos con el éxito y el relumbrón mediático.

También han perdido los jueces independencia. Ambos aspectos, autoridad e independencia están unidos, ya que la autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual pueden juzgar y concretar así el derecho en los conflictos acerca de lo suyo de cada uno. La independencia del juez, junto con la objetividad y generalidad  de la ley, sostienen la libertad del ciudadano –esto ya lo sabía Montesquieu. Pero la ley ha perdido objetividad y generalidad y su carácter de fuente del derecho.  Las leyes traducen la presión de  los intereses, especialmente los asociados al grupo gobernante, la fantasía ideológica –el matrimonio llamado “igualitario”- o la violencia de las pasiones momentáneas. Legisla de hecho el Ejecutivo por delegación del Congreso, por los DNU, mediante el veto parcial  o el veto oculto por no reglamentar la ley (hace poco se reglamentó una ley sobre el teatro nacional, sancionada durante el gobierno de Arturo Frondizi).
En cuanto a los jueces, estamos ante la exacerbación de los fenómenos entrelazados de la judicialización de la política y de politización de la justicia. Una rama del Estado, como es la judicial, no puede considerarse “independiente” cuando el nombramiento, la promoción, el monitoreo disciplinario de su ejercicio y la destitución de sus miembros  depende, en  buena parte, de las otra ramas del Estado. Es lo que ocurre con el Consejo de la Magistratura en su actual conformación en cuanto a número de miembros y alcance sus comisiones. Predomina el componente político, en el cual oficialismo y oposición suelen coincidir en criterio mucho más de lo que aparentan. En una Comisión de Disciplina y Acusación se han reunido la posibilidad de sancionar y, a la vez,   de promover el jurado para la destitución, con lo cual el juez, al ser denunciando no sabe si va para una sanción disciplinaria o para una remoción: está siempre bajo la espada de Damocles. Incluso, aunque la ley establece que pasados los tres años sin que esa Comisión de Disciplina y Acusación produzca dictamen, se deben archivar las actuaciones, una reciente interpretación sugerida por un diputado opositor permite al plenario del Consejo seguir las actuaciones contra un juez indefinidamente, sin límite de plazo. Ello sirve, de una parte, para asegurar la impunidad de los jueces dóciles y la persecución y asedio de los que no resultan sumisos. Y aún los dóciles, por las dudas, acostumbran conservar en sus gavetas como “rehenes” algunos expedientes referidos a personajones de renombre, por si las moscas…

Por otra parte, la rama judicial, como decía Alexander Bickel, es  ínfima pero peligrosa en términos de poder: carece de la bolsa o de la espada, pero tiene la facultad de de invalidar leyes o actos de los otros poderes mediante el ejercicio del control de constitucionalidad fuerte. Ahora bien, la sentencia de un tribunal no se cumple por sí misma: los jueces no desalojan ni encarcelan por su propio brazo. Requiere, para hacerse efectiva, que el  Ejecutivo ponga para su cumplimiento la fuerza pública. Las sentencias que no pueden ser cumplidas son puras ficciones y echan por tierra la autoridad. Así le ocurrió a nuestra Corte Suprema cuando, no teniendo un vigilante a su disposición, no pudo hacer efectivo su fallo de reponer en sus funciones al procurador ante el Tribunal Superior de la Provincia de Santa Cruz, cesanteado en 1995, cuando era gobernador Néstor Kirchner. La Corte se contentó entonces con enviar los antecedentes al Congreso federal, donde está prolijamente cajoneado.
Uno de los primeros actos del gobierno del presidente Néstor Kirchner, a principios de julio de 2003,  fue anunciar por cadena oficial que se iniciaría juicio político a la mayoría de los miembros de la Corte Suprema entonces existente. Los ministros Nazareno, López y Vázquez renunciaron y los ministros Moliné O´Connor y Boggiano –pese al intenso esfuerzo de este último por resultar grato a las nuevas autoridades- fueron destituidos mediante el juicio político. La Corte Suprema actual asumió con el encargo político de dar una vuelta de campana a dos cuestiones.

La primera misión era dejar de lado la doctrina sentada por la Corte anterior en los casos “Smith” y “Provincia de San Luis” en donde se había establecido que superaban el límite de razonabilidad en una emergencia los decretos de necesidad y urgencia con los que se había establecido el “corralito” bancario, primero,  y luego la “pesificación” de los depósitos, configurándose una confiscación de la propiedad privada.  Esto se cumplió, primero, con el fallo “Bustos”, donde se declaró la constitucionalidad del D. 214/02 de pesificación y de la normativa concordante. Sin embargo, como el voto del dr. Zaffaroni estableció tres tramos para la devolución de los depósitos, según el monto, y hasta setenta mil dólares había que devolver dólares, se produjo una rebelión inédita en los tribunales inferiores que consideraron que no se había formado la mayoría de cinco votos y continuaron aplicando la jurisprudencia anterior. Entonces, en 2006, se dictó el fallo “Massa”, donde por medio de un artilugio la Corte llega a establecer  que por cada dólar se reintegren tres pesos, que era por entonces la cotización de la divisa. Un final amorfo, de cura por el tiempo, “cronoterapia” como dijo el doctor Fayt en su voto, pero que resucitaba la doctrina del fallo del Plan Bonex, la doctrina del caso “Peralta”, según la cual invocando la emergencia, por decreto, se podía privar de la propiedad.

A tener en cuenta para el futuro.

Primera misión cumplida.

La segunda misión consistía en poner de cabeza el proceso de composición política de las profundas heridas que dejara nuestra guerra intestina entre 1964 y 1982, librada bajo la forma de guerra revolucionaria, como se la calificara en la causa 13, el proceso a las Juntas, entre insurgencia y contrainsurgencia, con terrorismo de un lado y clandestinidad del otro.  En un camino vacilante y que no estuvo exento de críticas, se habían dictado las leyes de “Punto Final” y de “Obediencia Debida”, que fueron declaradas constitucionales y equiparadas a leyes de amnistía por la Corte en los casos “Camps”, “Suárez Mason” y otros y, en 1989, una serie de decretos de indulto, tanto a militares y fuerzas de seguridad como a guerrilleros, por parte del entonces presidente Carlos Menem, que también habían sido declarados constitucionales –causa “Riveros”. De un modo imperfecto en un mundo imperfecto poblado por gente imperfecta, se habían echado bases propicias para recomenzar la amistad política. Y entonces se sucedieron los fallos: “Arancibia Clavell”, imprescriptibilidad de los crímenes de la “represión”; “Lariz Iriondo”, prescriptibilidad de los crímenes cometidos por el terrorismo subversivo; “Simón”, inconstitucionalidad de las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”, “Mazzeo”, inconstitucionalidad de los indultos.

Segunda misión cumplida. 

Para cumplir esta segunda misión,  la Corte Suprema de Justicia de la Nación, salvo las disidencias de Carlos Fayt en todos ellos, y las de Augusto César Belluscio en “Arancibia Clavell” y Carmen Argibay en “Mazzeo”, se llevó por delante las claves de bóveda de las garantías constitucionales: principio de legalidad, con la exigencia de ley previa y escrita, irretroactividad de la ley penal, ultraactividad de la ley más benigna, prescripción como integrante del principio de ley penal, cosa juzgada  revocada en la misma causa donde se había declarado la constitucionalidad, etc. Se estableció, a partir de allí, una especie de derecho de dos velocidades, o de doble estándar, donde en los juicios por delitos comunes rigen en principio las garantías constitucionales, que no rigen en absoluto en los juicios por delitos de “lesa humanidad”.  Aunque esta tendencia podría estar cambiando a partir del fallo “René Jesús Derecho” de noviembre del año pasado. La Corte había establecido, en esa causa, que se trataba de un delito común y no de lesa humanidad, como sostenía la querella y, por lo tanto, confirmó la aplicación de la prescripción extintiva de la acción penal. Pero luego, el querellante presentó una aclaratoria ante el mismo Alto Tribunal, cuyo criterio es no admitirlas, citando un fallo de la Corte Interamericana de DH. La Corte aceptó como revocatoria esa presentación (aceptar revocatorias no es tampoco criterio de la Corte) y dejó sin efecto por contrario imperio su propio fallo, devolviendo el expediente a la Cámara para que reanudara el curso del proceso.  En este doble estándar, en estas dos velocidades, juega un papel importante la reaparición, a partir de los trabajos de Gunther Jakobs, del “derecho penal del enemigo”, donde se construye un enemigo considerado como una “no persona”, se asignan al derecho penal funciones pedagógicas y se propicia la eliminación de distinciones como las de delito consumado y tentativa, autor y cómplice, asimilación de delitos dolosos y culposos y en general se produce una expansión indefinida del derecho penal y del allanamiento de las garantías clásicas del debido proceso, porque, en definitiva, cualquiera puede ser atrapado en las  fórmulas difusa de caracterización del enemigo.
Destaco dos aspectos, para ir cerrando esta exposición.

El primero, es que esta derogación de los pilares del debido proceso penal, del proceso justo, lo han realizado ministros de la Corte en contra de sus afirmaciones en los libros que escriben para la enseñanza de nuestra disciplina. Carlos Manfroni ha estudiado prolijamente las contradicciones entre el  doctor Zaffaroni tratadista y el doctor Zaffaroni pronunciándose como ministro de la Corte. En cuanto al derecho penal del enemigo y el pensamiento de Jakobs, ha encontrado un crítico muy fuerte en el mismo doctor Zaffaroni,  autor de una obra “El enemigo en el derecho penal”, publicada en 2006. Por lo que hace  al doctor Lorenzetti, en su obra “Las normas fundamentales del derecho privado”, se permite una cierta dosis de poesía y afirma que se trata de navegar pero conservando el mar, el cielo y las estrellas que nos guían, que no son otros que la ley y los principios constitucionales del debido proceso  y la defensa en juicio. Esto decía el presidente de la Corte en una obra publicada en 1995. Ahora bien, en los fallos a que nos referimos, parece que el mar, el cielo y las estrellas que nos guían han sido dejadas de lado a favor de otro instrumental que no considera  nuestra carta de navegación constitucional. En la obra que el doctor  Lorenzetti escribe con Alfredo Jorge Kraut, con prólogo de Baltasar Garzón, “Derechos Humanos: Justicia y reparación”  y en el discurso de inauguración del año judicial en 2011 se habla de que “no hay marcha atrás en los juicios”, que su impulso constituye una política de Estado y un contrato social de los argentinos.
¿De dónde surge esta impulso hacia una justicia de dos velocidades, una de las cuales consiste en laminar y aplastar las garantías clásicas del debido proceso, recogidas en nuestra Constitución, en nombre de la humanidad ? ¿Se trata de una creación local o está inducida desde afuera?
Una pista nos la brinda un Seminario sobre Derechos Humanos organizado  en septiembre de 2009 en la Universidad de Palermo bajo los auspicios del CELS y del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por sus siglas en inglés) donde el doctor Lorenzetti dijo: “nuestro país avanzó mucho en temas de derechos humanos por la Justicia Transicional (…) este aporte es fundamental para el juzgamiento. De esta manera podremos arribar a una sociedad más organizada”.
En el sitio de la ICTJ se define a la justicia transicional como “una  respuesta a las violaciones sistemáticas generalizadas a los derechos humanos (…)  La justicia transicional no es una forma especial de justicia, sino una justicia adaptada a sociedades que se transforman a sí mismas después de un período de violación generalizada de los derechos humanos”. La historia de la justicia transicional, llamada también justicia reparadora o restaurativa,  se ubica de unos veintitantos años a la fecha, hacia 1985, con los trabajos de Luis Joinet, un relator vinculado al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En marzo de 2001 se crea en Nueva York la ICTJ con el aporte de la Fundación Ford, el Fondo Rockefeller y la Corporación Carnegie, entre otras.  En fin, el 25 de abril de 2003 con la resolución 2003/72  fue puesta en la órbita del Alto Comisionado.   Baltasar Garzón, ex magistrado español y asesor de nuestro Congreso y del presidente Santos de Colombia,  es uno de los adalides de esta justicia transicional. Ruffin Viclère Mabiala, jurista congolés radicado en los EE.UU. y enviado de la ONU a Burundi y actualmente a Haití, en su libro “La Justicia en los países de post-conflicto –la justicia transicional” señala “un país que ha conocido en su territorio violaciones extremas de los derechos humanos debe pasar por todas las etapas de una justicia transicional para rehacer y reescribir su historia con datos nuevos…”. En otro lugar repite que la justicia transicional es, decicidamente “un dispositivo para la reescritura de la historia”. También nos asegura que “la prescripción debe ser dejada de lado en materia de justicia transicional”. Admite, también, que uno de “los quebraderos de cabeza de la justicia transicional es, entre otros, el fenómeno de rejuzgamiento que neutraliza el principio de autoridad de la cosa juzgada”.  “En materia de justicia y de responsabilidad –dice más adelante-  debe admitirse que si ciertos países tienen la capacidad de hacer justicia respecto de crímenes a gran escala, hay otros, por el contrario, que requieren una asistencia poderosa de la comunidad internacional, para incoar las demandas judiciales y establecer los mecanismos de verificación de los hechos”.  Esta “asistencia poderosa” puede llegar  a “presiones políticas, económicas y hasta militares”.

Lo curioso del caso, en el ejemplo argentino, que según el doctor Lorenzetti se encuentra “en la avanzada mundial en la lucha contra la impunidad derivada de crímenes de lesa humanidad”, es que la transición ya había sido realizada y agotada, durante dos gobiernos democráticos, mediante instrumentos judiciales y, preponderantemente, por los instrumentos propiamente políticos de la fuerza del olvido por la amnistía y los indultos, con una amplia aceptación por parte de la sociedad y sin necesidad de llevarse puestas íntegramente las garantías constitucionales. No es aventurado decir, entonces, que se nos impuso una “reescritura de la historia” por vía judicial y se reabrió a designio la herida que estaba felizmente sanando, todo ello al precio de crear un derecho penal y procesal penal especial  fuera del ámbito de los principios del debido proceso, sujeto a estas pautas también especiales: imprescriptibilidad; cosa juzgada revocable en contra del imputado; exclusión de amnistías e indultos; prisión preventiva de duración indefinida como pena anticipada; procesos que se arrastran más allá de todo plazo razonable; tipificación de delitos por un derecho consuetudinario cuya existencia ni siquiera se prueba, etc., etc.  Todo esto proclamado por garantistas con patente. También por soberanistas con patente (soberanía hidrocarburìfera, soberanía cultural, soberanía sobre los goles con el fútbol para todos ¿y soberanía sobre nuestro modo de componer conflictos y sanar heridas colectivas? Ahí no funciona. Y ejercitantes constantes de la memoria y de “reactivar el pasado” (frase de Lorenzetti-Kraut), adelantándose a los historiadores que, distanciados del vértigo del presente deberán encontrar interlocutores que puedan hablar sin apremios ni amenazas, sin dolores tan próximos y tan mal metabolizados luego de reabrir la herida, ojalá sin odios y, sobre todo, sin intereses inmediatos.  Todo en nombre de una justicia transicional en la que el fin justifica los medios –como dice bien Daniel Pastor- de modo que si hechos gravísimos no pueden ser penados adecuadamente, para que no queden impunes, resultan penados de cualquier manera y a toda costa.
Esta particular justicia transicional revocatoria de una transición ya realizada, que se nos ha aplicado a los argentinos, secuestró el conflicto entre víctimas y victimarios en nombre de la comunidad internacional (“El Estado argentino ha declinado la exclusividad del interés en la persecución penal para constituirse en el representante del interés de la comunidad mundial” , dictamen del procurador Righi en “Simón”). La Argentina perdió así la propiedad de sus conflictos e, incluso, se revocaron los medios compositivos propios que ya había cumplido satisfactoriamente su tarea, señalándole a nuestro país que ya no era dueño de diseñar su propia política de paz e, incluso, su modelo de transición. Se nos impuso tapiar la vía recorrida hacia la concordia, la paz interior, y desenterrar el hacha de guerra en expedientes judiciales.

Adoptamos, por otra parte, una fórmula de justicia selectiva, discriminatoria y desigual.  Parece una fórmula apta para Hispanoamérica, África (donde las amnistías pueden tener lugar)  o Europa del Este, pero con otros Estados inalcanzables o, como los EE.UU., que participa de los trabajos preparatorios para la CPI, pero se niega a suscribir el Estatuto de Roma –asesinatos selectivos, etc.  Una extorsión sobre países débiles.

En términos humanitarios se justifica la politización de la administración judicial y la irregularidad procesal. Cualquier crítica se asume como un insulto a las víctimas, una  complacencia cuando no complicidad con los criminales y un  desprecio a la mismísima Humanidad.


Intervención en panel de abogados, reunión organizada por la Asoción de Abogados por la Justicia y la Concordia, 23 de abril, Feria del Libro

lunes, mayo 14, 2012

SCOTUS BAJA A LA ARENA POLÍTICA





Sin abandonar del todo su tradicional autocontención en la materia, SCOTUS (acrónimo de la Corte Suprema de los Estados Unidos) bajará en el mes de junio, poco antes de la elección presidencial, a la arena política. Se anuncia que decidirá entonces tres cuestiones de intenso debate entre republicanos y demócratas:  la ley de Arizona sobre sanciones a la inmigración ilegal;  el recorte de los circuitos electorales en Texas (que favorece a los demócratas) y la ley de Cuidado de Salud Accesible (Affordable Care act), una bandera de campaña de Obama,  popularmente conocida como Obamacare. La ley, en síntesis, propicia un seguro médico obligatorio para todo residente en los EE.UU., que se cubrirá con fondos provenientes del gobierno central y  de los gobiernos estaduales.  Procuradores generales de veintiún estados y organizaciones como la Thomas More Law Center han llegado ante SCOTUS con sus recursos impugnatorios de la constitucionalidad de la ley. Durante el mes de marzo,  tuvieron lugar audiencias públicas durante el curso de las cuales asomaron los criterios de la mayoría “conservadora” y de la minoría “progresista” de SCOTUS respecto de esta cuestión. Al mismo tiempo, el  presidente Obama, en una conferencia de prensa  que celebró junto al primer ministro canadiense, Stephen Harper,  y al presidente mexicano Felipe Calderón, advirtió sobre el peligro de pronunciamientos realizados por un cuerpo de funcionarios no electos por el pueblo; esto es, revalidó  pro domo sua la no desdeñable “objeción contramayoritaria” que hace medio siglo pusiera sobre el tapete Alexander Bickel.  Lo que se discute, en definitiva, no es si un seguro médico obligatorio universal es valioso o no, sino si el Congreso federal tiene facultades para legislar sobre cuestiones que se reivindican como propias de los estados federados, no delegadas al nivel  central. La facultad del Congreso  se funda en el art. I, sección octava de la Constitución, que le permite reglamentar “el comercio…entre los diferentes Estados”, la famosa commercial clause que  elásticamente interpretada ha permitido expandir las competencias del gobierno central. La objeción de los impugnantes se funda, a su vez, en la enmienda décima, según la cual los poderes no delegados al gobierno central quedan reservados a “a los Estados respectivamente al pueblo”, esto es, el equivalente a nuestro art. 121.

Como se ve, el núcleo de la disputa es hasta dónde puede acaparar el nivel central competencias propias de los estados federados. En nuestro país, donde hasta en el texto constitucional (art. 75, inc. 2) la expresión “Nación” es utilizada en el sentido de “Nación argentina”, primero, y a renglón seguido en la acepción de “gobierno federal” (“la Nación y las provincias”), lo que señala el desdibujamiento de nuestra forma federativa, la cuestión no parece tan profunda y se resuelve a favor de la “Nación”, es decir, a favor del centralismo decisorio. Nuestra literatura constitucional  se refiere profusamente a “Estado federal”, que es un oxímoron, ya que la forma política “Estado” es centralista por definición, desde su nacimiento en la modernidad, y la forma política “Federación”, más antigua, es distribucionista de poder por naturaleza. Cuando  Hamilton logra imponer en Filadelfia la fórmula de la Unión, establece una tensión entre los elementos estatalistas, “federalistas” y los elementos confederativos. Esa tensión, que llevó hasta a una guerra civil, está siempre presente  en la política norteamericana, atravesando diagonalmente a sus partidos tradicionales. Entre nosotros, en cambio, donde la fórmula estatalista está tomada de los Borbones, el Estado se comió a la federación y la sigue deglutiendo sin pausa. En la tradición política anglosajona, la expresión que prevalece es la de government, no la de State, reservada a la designación de las unidades federadas.  Por eso allí  los enfrentamientos estatalismo vs. federalismo  siguen vivos. De allí  la importancia del debate que se está desarrollando. Los jueces Kennedy y Scalia parecen inclinados a sostener que el Congreso carece de facultades para una legislación de tipo estatalista sobre la salud, con lo cual la ley caería en su integridad, si el escenario de cinco votos “conservadores” prevalece sobre los cuatro votos definidos como “progresistas” (aunque insisto en que no se trata de una disputa entre conservatismo y progresismo sino sobre la pervivencia de  la república federativa y su alcance).

En donde  parece que la inmensa mayoría no duda en cuanto a las facultades estatalistas es en lo relativo a la seguridad nacional. Las agencias de seguridad del gobierno central pueden espiar y controlar a habitantes y ciudadanos y el presidente, en función de la martial law,  puede incluso ordenar el asesinato selectivo de ciudadanos norteamericanos. Ante una corte militar especial se está desarrollando actualmente el “juicio” a Jalid Sheij Mohammed, a quien se imputa ser el autor intelectual de los atentados del 11-S. Pero esta, claro está, esta es otra historia.-

En la ilustración, Alexander Hamilton, genial manipulador de la Convención de Filadelfia
 
SOBRE UNA MULA, UN MARISCAL Y UN JURISTA





Entre los cruces a propósito de la disputa que en la provincia de Buenos Aires se da entre “la Cámpora” y “la Juan Domingo”, un senador y ex intendente calificó así a otra figura pública del distrito: “es como el burro del mariscal de Sajonia, que a pesar de haberlo acompañado durante años de batalla, no aprendió nada de estrategia,…siguió siendo un burro”.

El burro, ya se sabe, era una mula. En el primer capítulo de “Conducción Política”, Perón comenta:  “Hay un caso que se cita mucho en “conducción militar”. Dicen que el mariscal de Sajonia hizo todas sus campañas durante veinte años montado en una misma mula, y que a pesar de haber hecho durante veinte años todas las campañas, la mula no aprendió nada de conducción”. ¿A quién aludía el conductor bajo la figura d ela mula, siendo él el mariscal, obviamente? Dejo la pregunta al inquieto y eventual lector.

Años antes, por los ’30, un gran jurista argentino, Alfredo Colmo escribió una obra publicada póstumamente, titulada “La Justicia”, con reflexiones de carácter permanente.  Refiriéndose a la designación de los magistrados, denuncia los problemas del ascenso por antigüedad, que podría dar lugar –dice- a “la canonización  de los adoquines” y añade: “la mula del mariscal de Sajonia acompañó a éste durante treinta años de continuo guerrear, y no por eso aprendió la menor noción de estrategia. La antigüedad puede ser buena, dentro de ciertos límites, en cargos relativamente inferiores. En los superiores de la magistratura dice bien poco, a menos de restantes condiciones personales más o menos parejas. A nadie se le ocurrirá hacer ministros por antigüedad. Y anteponer ésta a los merecimientos individuales es subalternizar un asunto íntimamente elevado”.

Como siempre, para novedades, los clásicos. Hasta en materia de mulas –y de burros, que son sus antepasados.