lunes, diciembre 24, 2012

DETRÁS DE LOS  SAQUEOS



Sobre los escombros de las góndolas, casi todo el elenco estable mediático, oficialista u opositor, volcó un manto de palabras, que varió entre el cruce mutuo de acusaciones y el esfuerzo de cubrir, como en la historia del viejo Noé pasado de vino patero, la desnudez de quien está rebasado por los hechos, pero igual debe pontificar interpretaciones. Por un lado colgaron el sambenito a Moyano y Barrionuevo, y la respuesta desde esa parte fue empapelar a su vez al gobierno, bastante empapelable él, por cierto. Suspiró explicaciones Albertito Fernández, despachó homilías Morales Solá y gargarizó, con esa dificultad expresiva seguramente adquirida en Georgetown, Abalito Medina. Y estamos ahora como al principio, hasta que venga el próximo desmadre.

Comentarios acertados andan por la red, para el que busque. Recomiendo, como siempre a www.todosgronchos.blogspot.com. Voy a señalar sólo un probable marco interpretativo de estos sucesos, más allá de la crónica local.

Como la cuestión se sitúa en la insoportabilidad de las condiciones de pobreza y de indigencia, partamos de una premisa: en la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud. Lo novedoso en la posmodernidad es la segregación de la sociedad de ambos extremos: los ricos devenidos ultrarricos y los pobres devenidos miserables, que constituyen dos subsociedades en sí, separadas, secesionadas, del resto, sometidas, a su vez, al desmigajamiento individualista extremo que resulta la pauta general y obligatoria.

Teóricamente, nuestras sociedades son democráticas. No se concibe otra forma de mando político ni, aún más, otra "forma de vida" que no sea la democrática. La apelación al mito fundante de la "soberanía del pueblo" permanece inscripto en las constituciones, aunque ya como una rémora y dato casi arqueológico. Aunque la palabra "democracia" sea una de las más pronunciada a diario, y aunque el concepto mismo de ella se haya extendido fuera de su ámbito propio, jurídico y político, de forma gobierno, para abarcar cualquier forma de relación humana -democracia en el "matrimonio igualitario", democracia en el "fútbol para todos"; democracia en el gamberrismo escolar, etc.- lo cierto es que vivimos en un estadio posdemocrático.. La desaparición del pueblo -única presencia real en la vida pública- como sujeto político, ha terminado reduciendo el ámbito de los regímenes al Estado Constitucional y a la Constitción populista. El Estado Constitucional, último avatar del Estado de Derecho liberal-burgués, sustituye lo que llamábamos sociedades por un adunamiento de individuos portadores de derechos subjetivos destinados, en el conflicto entre sus pretensiones, a maximizar sus proyectos biográficos particulares; en otras palabras, en una sumatoria de lo que los griegos llamban idiotái -sing. idiotés- , que según Werner Jaeger, era "el individuo que no se halla encuadrado dentro de la polis y de la comunidad humana, sino que se mueve a su antojo". Se mantiene, además, el mito de que las demasías de poder encuentran su valla en la división o separación o equilibrio de los tres poderes clásicos; principio de "separación geográfica" mal leído en Montesquieu. que la experiencia prueba como fallido -"Montesquieu ha muerto", pronunció lapidariamente Alfonso Guerra, vicepresidente del entonces triunfante en España Felipe González, ya en  1985. En supuesta compensación,  se yergue la jurisdicción constitucional como superpoder -"poder constituyente constituido", como se autotitula- : la gente puede saber lo que quiere cuando no se le pregunta; pero si se le pregunta, sólo puede responder válidamente la contramayoritaria justicia constitucional. La Constitución populista es la aparente respuesta a esta sustracción del pueblo. El líder populista es el pueblo. Como en las antiguas monarquías absolutas, resulta el representante inmediato, único e inapelable del pueblo. Un monarca, un déspota deslustrado rodeado de cortesanos aprovechadores, al estilo de la actual egoarquía argentina. Aquí los problemas son de recambio y sucesión, como se nota hoy en torno al lecho doliente de Chávez moribundo. En ambos casos, a la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. No existe siquiera una masa reconocible, sino fragmentos reclamantes. de los travestis a los wachiturros, cada uno armado con "su" derecho.

¿Pero cómo se perpetúan estas seudodemocracias liberales y estas seudodemocracias populistas? Por el miedo que inspira la guerra civil, el estado de naturaleza que tendría lugar de desaparecer cualquiera de los dos regímenes. La fórmula de la continuidad es permitir y alentar  la misma idea de orden político, del "buen orden" o eutaxia clásica, permitiendo todo tipo de desórdenes, que se vocea combatir, pero sólo en apariencia. Es una situación de "pax apparens", de paz aparente, de preguerra civil continuada, como dice Eric Werner, cuyos instrumentos permiten consolidar, extender y perpetuar el poder seudo democrático. Criminalidad organizada, inseguridad notoria, narcotráfico unido a guerrilla, sustitución del puntero político por el dealer de la droga, control de la calle por la horda esclava, reducción del poder en términos de autoridad simbólica, etc., son los mecanismos de esta perpetua amenaza, de esta fábrica de miedo sin guillotinas a la vista, de este encadenamiento progresivo en nombre del desorden perpetuado bajo la apariencia del cumplimiento de la ley.

Los saqueos organizados a partir de la masa esclava mantenida en el freezer de la indigencia forman parte de esta maquinaria perversa.

 

martes, diciembre 18, 2012

ÚLTIMOS VESTIGIOS DEL ESTADO




Una extraordinaria película de Pierre Schöller, "El Ministro", en su titulo original "L'Exercice de l'État".   Bertrand Saint-Jean (Olivier Gourmet) es un dirigente que promete, recién llegado a la pulpa del "partido único y permanente de los políticos", sin haber pasado por las grandes escuelas. Ocupa la cartera   de Transportes en un gabinete que, indistintamente, puede ser de izquierda o de derecha, esas categorìas demodées y manifiestamente inútiles. La proyección comienza con una pesadilla del ministro: unos  personajes encapuchados van montando diligentemente un despacho ministerial bien franco-français, con ese lujo exacto que deja los arreglos rapaces de Boudou en el Senado reducidos a mobiliario de inquilinato.  A un costado, algo que se confunde al principio con una alfombra de cuero, abre un ojo y se revela como un gran caimán. El Leviatán, la bestia del agua, aquella representación de la forma polìtica estatal que Hobbes puso bajo la advocación de un versículo del Libro de Job: "non  est potestas super terram quae comparetur ei". Bueno, hoy está lejos de serle aplicable el lema en toda su extensión, pero la bestia todavía impresiona. Los servidores en caperuza
conducen a una mujer desnuda -¿la política?- a la presencia del Leviatán. Frente a él, la mujer abre sus piernas en entrega y luego se desliza en el interior de las fauces. 


 
 
 
Nuestro  ministro se despierta, agitado y en erección. Suena el teléfono. Gilles, su director de gabinete (Michel Blanc), un enarca eficaz que es como la sombra de aquel aparato estatal que fue, lo despierta para comunicarle que se ha desbarrancado un ómnibus con escolares en una camino de montaña, cubierto por la nieve. Comienza entonces la jornada del ministro, en cuyo gabinete tiene un lugar preponderante la comunicación y su respectiva asesora. La función política ministerial se expresa en el cuerpo y en la palabra (vemos al  protagonista agitarse, sufrir, vomitar, fastidiarse, recogerse en silencio ante los cadáveres de los adolescentes pensando en las declaraciones que ha de hacer, pasando entre los periodistas, hablando constantemente por su celular).  Ahorro relato para impulsar al lector a conseguir la pelìcula. Partidario de cara a los medios  de no privatizar las estaciones de ferrocarril, el ministro recibirá del premier la directiva, venida del presidente, de encabezar la privatización. Los politicos son administradores del desencanto -una conversación entre Gilles y un viejo amigo también enarca, que le trae la "precisa" sobre el cambio de rumbo, dice mucho al respecto- y el objetivo fijado a Saint-Jean es recuperar, con su figura de outsider, el 5% de caída de imagen que la privatización puede producirle al gobierno. Nuestro protagonista toma como chofer a un desocupado (la imagen es la de devolver los parados a la vida laboral activa), un hombre simple y silencioso -el pueblo, en definitiva, con el que Bernard intentará recuperar patéticamente su entusiasmo de otrora.  Entre dos actos y varias intrigas, le señala tomar una autopista que va a inaugurar en pocos días y un accidente, en el que el político y gente de su equipo se salvan, troncha la vida del chofer. Recomiendo el discurso in pectore del ministro, mientras  por pedido de la familia sólo hay el rezo de un responso. Y la escena de Gilles, en su despacho, repitiendo el discurso de André Malraux cuando la entrada de los resto de Jean Moulin al Panteón. Entronizado en el inodoro de su despacho, nuestro ministro recibe la buena nueva de que acaba de ser designado en la cartera de Trabajo -otras agitaciones lo esperan.
 
Suelo admirar las ficciones políticas norteamericanas, en las que mucho se aprende. Pero allí hay government, todavía con resto, y aquí hay État, en el último aliento.  No hay un panfleto fácil sobre o contra los políticos; más bien, expresa  respeto por esos morituri leviatanescos. La corrupción está, pero es periférica -quizás para nuestro asombro sudaca o hasta decepción comparativa. Los vestigios del Estado, de la bestia que de a poco se retira, la palabra que quiere ser justa y es apenas eslógan comunicacional acertado, las convicciones que giran según la veleta, el empeño por lo que sabe un fiasco anunciado, todo eso, y más, muestra esta película. El infierno de una pasión inútil, cuando el bien común es una entelequia y de la procura de la vida buena hemos pasado, apenas, a sobrevivir la nuda vida con mínimo decoro.-
 

lunes, noviembre 26, 2012

¿ASÍ QUE EL VIEJITO GRIESA/NOS AGARRÓ DE SORPRESA?



Lo que sigue es una noticia aparecida en el "ABC" de Madrid el 1 de febrero de 2004, con la firma de la corresponsal en Buenos Aires, Carmen de Carlos. Los comentarios huelgan...




"A partir de mañana, los acreedores privados podrán embargar las propiedades que el Estado argentino tiene en el exterior. Un fallo del juez estadounidense Thomas Griesa autoriza a medidas de este tipo a cuatro fondos que reclaman el pago de la deuda por una suma superior a los ochocientos millones de dólares. El Ministerio de Economía restó importancia al asunto pero se negó a facilitar el patrimonio de Argentina en el extranjero.

El presidente Néstor Kirchner suspendió en octubre un viaje a Italia y a Alemania por temor a que le embargaran el avión oficial Tango 01. La ira de los extranjeros que pusieron sus ahorros en bonos argentinos y la previsible solidaridad de la Justicia de sus países, aconsejaba a Kirchner a no asumir riesgos. Desde entonces el presidente sólo cruza las fronteras, como hizo hace unos días en España, si tiene garantías de que puede regresar en el mismo aparato que le llevó.
 
Con el fallo del juez norteamericano Thomas Griesa, la situación se le complica aún más al Gobierno de Buenos Aires, ya que, según distintos economistas, el alcance de la medida, efectiva en 24 horas, puede afectar, no sólo al avión presidencial o a la Fragata Libertad, equivalente al Juan Sebastián El Cano, sino a los desembolsos que tiene que hacer el país al Fondo Monetario Internacional (que de aquí a marzo rondan los tres mil millones de dólares), a la sucursal del Banco Nación en Nueva la  York, a las retenciones a las exportaciones o a los pagos de aquellos bonos emitidos después de la suspensión de pagos de diciembre del año 2001, entre otros activos, susceptibles de ser incautados".

viernes, noviembre 09, 2012

ESCRITO EL 8N




Pijoteos sobre el número de autoconvocados en los principales centros urbanos del país, como quieren algunos oficialista con patente es patético. Lo unánime, en la arena polìtica, sólo se consigue con  un viejo lema: "un partido en el poder y todos los demás en la cárcel". Entonces, no siendo ese hasta ahora el caso, aunque podría llegar a serlo,  "muchos" que concurren por sí es casi todo lo que hay. Es un "basta" que hay que atender.  Si un polìtico no lo entiende y acude. como la presidente,  a sus recuerdos de los dieciseis para sostenerla y no enmendarla, es que no tiene la virtù, perdió la fortuna y choca de cabeza con la necesidad.

La multitud no tiene que oponer y proponer "propuestas alternativas", como gargarizan seudo expertos más o menos alquilones. La multitud, lo único que puede hacer, es asustar a la clase política. Y está esa vieja troupe tan asustada como desnorteada, toda ella y en todas sus vertientes, lo que a su vez nos asusta.

Que Cecilia Pando movilice o  que Mauricio Macri mueva los hilos (Mauricio estaba prendido a Kiss en el apagón), como se dijo por ahí, es más que idiotez profunda. es incomprensión absoluta, error de raíz, lo que se paga más caro en la política.

La "destituyencia" la tienen el oficialismo y la oposición metida adentro -como dijo el filósofo del esférico. Destituyencia es no saber ver, no saber oír, no saber hacer.  La gente, hecha pueblo en la calle que los polìticos no ven, aunque peroren en pantalla, quiere gobierno. Los insta a constituir. Parece que no quieren, no pueden, no saben. Es peligroso: ellos son peligrosos.

viernes, octubre 19, 2012

ALGO SOBRE LULA




Lula da Silva pasó por estos pagos, despertando un entusiasmo infeliz en la menos infeliz oposición, que siempre busca algún figurón forastero que le "baje línea" a su inopia mental. La línea que baja Lula se compone de un núcleo duro, resultante del Foro de São Paulo, que marca la picada por donde van Hugo Chávez y compañía, con el Eternéstor y lady Cri Cri incluidos, y una serie de bananitas deshidratadas para el macaquismo argentino: "la democracia es alternancia"; ""yo fui juzgado por el mensalão" (porque terminó su período con gran aceptación y el juicio sólo está alcanzando a su amigo Dirceu); la foto en IDEA: "en 10 años hicimos con Dilma y con Cristina más de lo que hicieron otros en 50 años en nuestros países", etc. Y otra vez Chávez, Evo et al. Pego, entonces, este trabajo del profesor Olavo de Carvalho (pueden ver más en www.olavodecarvalho.org) que apunta a poner las cosas en su lugar

Lula, réu confesso

Olavo de CarvalhoDiário do Comércio, 26 de setembro de 2005


Eu deveria estar grato ao sr. presidente da República. Quando praticamente a mídia nacional inteira se empenha em camuflar as atividades ou até em negar a existência do Foro de São Paulo, tachando de louco ou fanático aquele que as denuncia, vem o fundador mesmo da entidade e dá todo o serviço, comprovando de boca própria as suspeitas mais deprimentes e algumas ainda piores que elas.

O discurso presidencial de 2 de julho de 2005, pronunciado na celebração dos quinze anos de existência do Foro e reproduzido no site oficial do governo, http://www.info.planalto.gov .br/download/discursos/pr812a .doc, é a confissão explícita de uma conspiração contra a soberania nacional, crime infinitamente mais grave do que todos os delitos de corrupção praticados e acobertados pelo atual governo; crime que, por si, justificaria não só o impeachment como também a prisão do seu autor.

À distância em que estou, só agora tomei ciência integral desse documento singular, mas os chefes de redação dos grandes jornais e de todos os noticiários de rádio e TV do Brasil estiveram aí o tempo todo. Tendo sabido do discurso desde a data em que foi pronunciado, ainda assim continuaram em silêncio, provando que sua persistente ocultação dos fatos não foi fruto da distração ou da pura incompetência: foi cumplicidade consciente, maquiavélica, com um crime do qual esperavam obter não se sabe qual proveito.

O sentido destes parágrafos, uma vez desenterrado do lixo verbal que lhe serve de embalagem, é de uma nitidez contundente:

"Em função da existência do Foro de São Paulo, o companheiro Marco Aurélio tem exercido uma função extraordinária nesse trabalho de consolidação daquilo que começamos em 1990... Foi assim que nós, em janeiro de 2003, propusemos ao nosso companheiro, presidente Chávez, a criação do Grupo de Amigos para encontrar uma solução tranqüila que, graças a Deus, aconteceu na Venezuela. E só foi possível graças a uma ação política de companheiros. Não era uma ação política de um Estado com outro Estado, ou de um presidente com outro presidente. Quem está lembrado, o Chávez participou de um dos foros que fizemos em Havana. E graças a essa relação foi possível construirmos, com muitas divergências políticas, a consolidação do que aconteceu na Venezuela, com o referendo que consagrou o Chávez como presidente da Venezuela.
"Foi assim que nós pudemos atuar junto a outros países com os nossos companheiros do movimento social, dos partidos daqueles países, do movimento sindical, sempre utilizando a relação construída no Foro de São Paulo para que pudéssemos conversar sem que parecesse e sem que as pessoas entendessem qualquer interferência política."

O que o sr. presidente admite nesses trechos é que:

1º. O Foro de São Paulo é uma entidade secreta ou pelo menos camuflada ("construída... para que pudéssemos conversar sem que parecesse e sem que as pessoas entendessem qualquer interferência política").

2º. Essa entidade se imiscui ativamente na política interna de várias nações latino-americanas, tomando decisões e determinando o rumo dos acontecimentos, à margem de toda fiscalização de governos, parlamentos, justiça e opinião pública.

3º. O chamado "Grupo de Amigos da Venezuela" não foi senão um braço, agência ou fachada do Foro de São Paulo (" em função da existência do Foro... foi que propusemos ao companheiro presidente Chavez ...").

4º. Depois de eleito em 2002, ele, Luís Inácio Lula da Silva, ao mesmo tempo que pro forma abandonava seu cargo de presidente do Foro de São Paulo, dando a impressão de que estava livre para governar o Brasil sem compromissos com alianças estrangeiras mal explicadas, continuou trabalhando clandestinamente para o Foro, ajudando, por exemplo, a produzir os resultados do plebiscito venezuelano de 15 de agosto de 2004 (" graças a essa relação foi possível construirmos a consolidação do que aconteceu na Venezuela "), sem dar a menor satisfação disso a seus eleitores.

5º. A orientação quanto a pontos vitais da política externa brasileira foi decidida pelo sr. Lula não como presidente da República em reunião com seu ministério, mas como participante e orientador de reuniões clandestinas com agentes políticos estrangeiros ("foi uma ação política de companheiros, não uma ação política de um Estado com outro Estado, ou de um presidente com outro presidente"). Acima de seus deveres de presidente ele colocou sua lealdade aos "companheiros".

O sr. presidente confessa, em suma, que submeteu o país a decisões tomadas por estrangeiros, reunidos em assembléias de uma entidade cujas ações o povo brasileiro não devia conhecer nem muito menos entender.

Não poderia ser mais patente a humilhação ativa da soberania nacional, principalmente quando se sabe que entre as entidades participantes dessas reuniões decisórias constam organizações como o MIR chileno, seqüestrador de brasileiros, e as Farc, narcoguerrilha colombiana, responsável segundo seu parceiro Fernandinho Beira-Mar pela injeção de duzentas toneladas anuais de cocaína no mercado nacional.

Nunca um presidente eleito de qualquer país civilizado mostrou um desprezo tão completo à Constituição, às leis, às instituições e ao eleitorado inteiro, ao mesmo tempo que concedia toda a confiança, toda a autoridade, a uma assembléia clandestina repleta de criminosos, para que decidisse, longe dos olhos do povo, os destinos da nação e suas relações com os vizinhos. Nunca houve, no Brasil, um traidor tão descarado, tão completo e tão cínico quanto Luís Inácio Lula da Silva.

A maior prova de que ele ludibriou conscientemente a opinião pública, mantendo-a na ignorância das operações do Foro de São Paulo, é que, às vésperas da eleição, amedrontado pelas minhas constantes denúncias a respeito dessa entidade, mandou seu "assessor para assuntos internacionais", Giancarlo Summa, acalmar os jornais por meio de uma nota oficial do PT, segundo a qual o Foro era apenas um inocente clube de debates, sem nenhuma atuação política (v. http://www.olavodecarvalho.org /semana/10192002globo.htm).

E agora ele vem vem se gabar da "ação política de companheiros", praticada com recursos do governo brasileiro às escondidas do Parlamento, da justiça e da opinião pública.

Comparado a delito tão imenso, que importância têm o Mensalão e fenômenos similares, senão enquanto meios usados para subsidiar operações parciais no conjunto da grande estratégia de transferência da soberania nacional para a autoridade secreta de estrangeiros?

Pode haver desproporção maior do que entre vulgares episódios de corrupção e esse crime supremo ao qual serviram de instrumentos?

A resposta é óbvia. Mas então por que tantos se prontificam a denunciar os meios enquanto consentem em continuar acobertando os fins?

Aqui a resposta é menos óbvia. Requer uma distinção preliminar. Os denunciantes dividem-se em dois tipos: (A) indivíduos e grupos comprometidos com o esquema do Foro de São Paulo, mas não diretamente envovidos no uso desses meios ilícitos em especial; (B) indivíduos e grupos alheios a uma coisa e à outra.

O raciocínio dos primeiros é simples: vão-se os anéis mas fiquem os dedos. Já que se tornou impossível continuar ocultando o uso dos instrumentos ilícitos, consentem em entregar às feras os seus operadores mais notórios, de modo a poder continuar praticando o mesmo crime por outros meios e outros agentes. O conteúdo e até o estilo das acusações subscritas por essas pessoas revelam sua natureza de puras artimanhas diversionistas. Quando atribuem a corrupção do PT, que vem desde 1990, a acordos com o FMI firmados a partir de 2003, mostram que sua ânsia de mentir não se inibe nem diante da impossibilidade material pura e simples. Quando lançam as culpas sobre "um grupo", escamoteando o fato de que as ramificações da estrutura criminosa se estendiam da Presidência da República até prefeituras do interior, abrangendo praticamente o partido inteiro, provam que têm tanto a esconder quanto os acusados do momento.

Mais complexas são as motivações do grupo B. Em parte, ele compõe-se de personagens sem fibra, física e moralmente covardes, que preferem ater-se ao detalhe menor por medo de enxergar as dimensões continentais do crime total. Há também o subgrupo dos intelectualmente frouxos, que apostaram na balela da "morte do comunismo" e agora se sentem obrigados, para não se desmentir, a reduzir a maior trama golpista da história da América Latina às dimensões mais manejáveis de um esquema de corrupção banal, despolitizando o sentido dos fatos e fingindo que Lula é nada mais que um Fernando Collor sem jet ski . Há os que, por oportunismo ou burrice, colaboraram demais com a ascensão do partido criminoso ao poder e agora se sentem divididos entre o impulso de se limpar do ranço das más companhias em que andaram, e o de minimizar o crime para não sentir o peso da ajuda cúmplice que lhe prestaram. Há os pseudo-espertos, que dão refrigério ao inimigo embalando-se na ilusão louca de que é mais viável derrotá-lo roendo-o pelas beiradas do que acertando-lhe um golpe mortal no coração. Há por fim os que realmente não estão entendendo nada e, com o tradicional automatismo simiesco da fala brasileira, saem apenas repetindo o que ouvem, na esperança de fazer bonito.

Peço encarecidamente a todos os inflamados acusadores anticorruptos das últimas semanas -- políticos, donos de meios de comunicação, empresários, jornalistas, intelectuais, magistrados, militares – que examinem cuidadosamente suas respectivas consciências, se é que alguma lhes resta, para saber em qual desses subgrupos se encaixam. Pois, excetuando aqueles poucos brasileiros de valor que subscreveram em tempo as denúncias contra o Foro de São Paulo, todos os demais fatalmente se encaixam em algum.

Seria absurdo imputar tão somente a Lula e ao Foro de São Paulo a culpa do apodrecimento moral brasileiro, esquecendo a contribuição que receberam desses moralistas de ocasião, tão afoitos em denunciar as partes quanto solícitos em ocultar o todo. Nada poderia ter fomentado mais o auto-engano nacional do que essa prodigiosa rede de cumplicidades e omissões nascidas de motivos diversos mas convergentes na direção do mesmo resultado: criar uma falsa impressão de investigações transparentes, uma fachada de normalidade e legalidade no instante mesmo em que, roída invisivelmente por dentro, a ordem inteira se esboroa.

A destruição da ordem e sua substituição por " um novo padrão de relação entre o Estado e a sociedade ", decidido em reuniões secretas com estrangeiros, tal foi o objetivo confesso do sr. Lula. Esse objetivo, disse ele em outra passagem do mesmo discurso, deveria ser alcançado e consolidado " de tal forma que isso possa ser duradouro, independente de quem seja o governo do país ".

O que se depreende da atitude daqueles seus críticos e acusadores é que, nesse objetivo geral, o sr. Lula já saiu vitorioso, independentemente do sucesso ou fracasso que venha a obter no restante do seu mandato. A nova ordem cujo nome é proibido declarar já está implantada, e sua autoridade é tanta que nem mesmo os inimigos mais ferozes do presidente ousam contestá-la. Todos, de um modo ou de outro, já se conformaram ao menos implicitamente em colocar o Foro de São Paulo acima da Constituição, das leis e das instituições brasileiras. Se reclamam de roubalheiras, de desvios de verbas, de mensalões e propinas, é precisamente para não ter de reclamar da transferência da soberania nacional para a assembléia continental dos "companheiros", como Hugo Chávez, Fidel Castro, os narcoguerrilheiros colombianos e os seqüestradores chilenos. É como a mulher estuprada protestar contra o estrago no seu penteado, esquecendo-se de dizer alguma coisinha, mesmo delicadamente, contra o estupro enquanto tal.

Talvez os feitos do sr. Lula e do seu maldito Foro não tenham trazido ao Brasil um dano tão vasto quanto essa inversão total das proporções, essa destruição completa do juízo moral, essa corrupção integral da consciência pública. Nunca se viu um acordo tão profundo entre acusado e acusadores para permitir que o crime, denunciado com tanto alarde nos detalhes, fosse tão bem sucedido nos objetivos de conjunto " sem que parecesse e sem que as pessoas entendessem ".

lunes, octubre 15, 2012


REFLEXIONES EN TORNO A UNA DEFENSA  DE LA EGOARQUÍA 

 

 

“La tierra está maldita y el amor con gripe en cama... La gente en guerra grita, bulle, mata, rompe y brama. Al hombre lo ha mareao el humo, al incendiar, y ahora entreverao no sabe dónde va... Voltea lo que ve por gusto de voltear, pero sin convicción ni fe. Hoy todo dios se queja y es que el hombre anda sin cueva, volteó la casa vieja antes de construir la nueva... Creyó que era cuestión de alzarse y nada más, romper lo consagrao, matar lo que adoró, no vió que a su pesar no estaba preparao y el solo se enredó al saltar. ¡Que "sapa", Señor... que todo es demencia!... Los chicos ya nacen por correspondencia, y asoman del sobre sabiendo afanar... ¿Qué "sapa",Señor, ¡que ya hay Borbones!”
Enrique Santos Discépolo, “¿Qué sapa, señor?”, con ligera corrección posmoderna cristinista
 

El  viernes 12 de octubre, en Tecnópolis, Ernesto Laclau,  filósofo oficial del cristinismo, durante un ciclo llamado “Debates y Combates” pronunció un discurso en defensa de la egoarquía vigente en el país, que merece algún análisis [1]

 

Laclau  afirma  que el debate político actual, tanto en nuestro país como en el resto de la ecúmene latinoamericana, parece reducirse al antagonismo entre populismo  e institucionalismo.  Tal cosa, por cierto, se observa  de inmediato. Los artículos periodísticos recientes de Mariano  Grondona o Natalio Botana, por ejemplo,  o las intervenciones habituales en los medios de constitucionalistas como Daniel Sabsay, Gregorio Badeni o Félix Loñ,  sostienen la necesidad de afirmar la “república” frente a esa especie de democracia cesarista  y plebiscitaria que la figura de la presidente expresa continuamente por cadena nacional, afirmada en la “legitimidad  legal” del 54%  de los votos válidos conseguido en las elecciones.   Alzándose contra aquellas opiniones, Laclau  intenta contribuir a la creación de “un nuevo imaginario para la sociedad” donde el “poder popular” encarne en una figura líder, que,  como cabeza del Estado, represente hegemónicamente al grueso de la sociedad civil, volcado al cambio.

Tratemos de precisar los términos del debate, al paso que recordamos algunas nociones bien conocidas.  Lo que Laclau llama “institucionalismo”, cuando invoca la necesidad de restablecer una “república”, alude a  lo que hace mucho James Madison,  en su etapa “federalista”, bajo aquella denominación, planteó frente a la democracia, el gobierno de las mayorías,  propicio,  según este autor, a pisotear las reglas de la justicia, la seguridad personal y los derechos de propiedad.  La república, en definitiva, es una forma de gobierno representativo, donde el poder se delega en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el esto.  En esta república representativa, el poder está separado en tres funciones –ejecutiva, legislativa y judicial- que entre sí se equilibran y restringen, en un ejercicio de frenos y contrapesos.   Este juego de balanceo tiene como supremo decisor a la cabeza del poder judicial, esto es, a un tribunal contramayoritario no surgido de la elección popular, al que le corresponde establecer en última instancia si los actos de los otros dos poderes se ajustan  a la constitución, pudiendo anularlos en caso  de no resultar así.

El “populismo” es una forma de gobierno donde el  líder, un césar ungido por elecciones prácticamente plebiscitarias,  concentra en su persona todo el poder, aunque las tres funciones clásicas permanezcan nominalmente separadas y representa al pueblo todo de una manera unipersonal y absoluta.  El populismo es la forma de democracia que más ha prevalecido   nuestra ecúmene hispanoamericana, que otros llaman América Románica. La democracia liberal, esto es, la república representativa,  nunca llegó a cuajar del todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y países –como hoy Uruguay, Chile o Costa Rica- en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz del constitucionalismo clásico que perfila las instituciones republicanas. Pero la "intrahistoria", el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios del Estado de Derecho liberal.

 

Cuando uno se pregunta el porqué de aquella inadecuación institucional, aprecia que, bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. La institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. En América hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto por la autoridad del monarca  comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan  al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico  es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía: la monarquía absoluta es la representación absoluta.  Aquellos Borbones que gobernaron la América española eran “déspotas ilustrados”, cuya fórmula era: "todo por el pueblo, sin el pueblo", representantes absolutos de un pueblo  por el que sentían a la vez atracción y desprecio, y hacia el cual, pedagógicamente, para sacarlos de la “noche de ignorancia”,  volcaban su acción de gobierno.

 

Nuestra constitución sociológica, aquella que somos más bien que aquella que tenemos, tendió a concentrar en el “jefe supremo de la Nación”, titular del Poder Ejecutivo,  del poder activo, el manejo omnímodo de las funciones clásicas de gobierno.  Al consolidarse la “república liberal” así lo consumó Julio Argentino Roca,  sirviéndose de nuestro primer partido hegemónico, el Partido Autonomista Nacional.   La democracia cesarista, movimientista y plebiscitaria acompañó las mareas populares del siglo XX, yrigoyenismo y peronismo.  Y ese populismo movimientista ha permanecido subyacente al proceso político iniciado en 1983, desde el “tercer movimiento histórico” con que ensoñó Alfonsín –que también propiciaba una reforma reeleccionista de la constitución “del tiempo de las carretas”- hasta el populismo cristinista del presente. En cuanto a la Corte Suprema como barrera a demasías del poder  populista, mediante la justicia constitucional, debe reconocerse que, pese a la vulgata de los manuales del ramo, ha funcionado preponderantemente como suprema instancia legitimatoria de la acumulación de  aquel poder activo.  Se la descabezó  por el juicio político una vez, preventivamente, en 1947 y otra vez, como castigo, en  2003. El “efecto demostración” fue contundente.

 

Volvamos a Laclau.  El conflicto principal, a su juicio, como vimos, se libra entre institucionalismo y populismo. Las instituciones –dice- no son neutrales. El institucionalismo, a través del órgano representativo, el Congreso, ha sido un medio “a través del cual el poder conservador se reconstituía”. Es un mecanismo “que tiende a impedir procesos de la voluntad popular”.

 

Pero tampoco es cuestión, para Laclau, de impugnar  la representación política. Buena parte  de la charla se dedica a rebatir  a los “antirrepresentativistas”. En otras palabras, a Juan Jacobo Rousseau - de cuyo nacimiento, dichos sea de paso,  se cumplen trescientos años-  al que muy a fondo puede criticarse, pero que dejó una afirmación difícil de refutar:  como la voluntad no se representa ni puede delegarse, la voluntad de los representantes no es la voluntad del pueblo.  Para Laclau el representante no es un simple transmisor de la voluntad del pueblo,  porque el pueblo no tiene capacidad para conformarla. El representante es el que le da forma y no sólo eso, sino que la constituye:  ”va constituyendo  también una voluntad colectiva de tipo nuevo”.  El representante “constituye” el interés y voluntad de sus representados. Los mediadores de esa voluntad entre la masa representada y el representante no son, o no son primordialmente, pues, las instituciones representativas clásicas, sospechosas de querer conservar el status quo. Mantener la lucha política en el seno de “las instituciones existentes” –postular candidatos a  diputados o senadores- está errado; más aún, es un “peligro”, según Laclau, que lo denomina “reducción estatista”. Según  nuestro autor, las “nuevas fuerzas” sociales que surgen al calor del populismo “tiene que ir sectando formas institucionales propias”. Destaco este verbo “sectar” que Laclau incorpora  a nuestra lengua, talvez con un acto fallido, pero se entiende, y más cuando en otro lugar ejemplifica con las “misiones en la Venezuela actual”. Se refiere a las “misiones sociales”, a las cuales Chávez pretende otorgarles rango constitucional[2]. Traducido a términos locales: la Cámpora, Kolina de Alicia Kirchner,  Emilio Pérsico con el “Movimiento Evita”, Luis D’Elía con “Federación Tierra y Vivienda” y "Miles",  Milagro Sala con “Tupac Amaru” y demás “sectarios”, en tanto manifestaciones del clientelismo político y  social amparadas por el Ejecutivo, serían los mediadores, las “formas articulatorias y hegemónicas”  entre ese pueblo incapaz de manifestar su voluntad y el representante. ¿Y quién es el sumo representante, el supremo constituyente de la voluntad del pueblo?  La respuesta es fácil: la figura líder.  Que debe tener omnipresencia, para lo que Laclau  señala que “es absolutamente central que la Ley de Medios  se aplique regularmente el 7 de diciembre”.  Por eso Laclau cierra su exposición declarándose, por una vez en la vida, “realmente optimista”.

 

En síntesis, el líder tiene la representación absoluta del pueblo. El pueblo no sabe conformar una voluntad y hay que constituírsela. Intermediarios hegemónicos cuasi institucionales resultan, principalmente, las redes clientelares adictas. Todos por el pueblo. Un pueblo que no sabe lo que quiere –no puede expresar una voluntad- y al que no hay nada que preguntarle. Un líder que, al contrario,  sabe todas las preguntas y tiene todas las respuestas. Un monócrata. Un “egoarca” repetido por cadena oficial, propiamente hablando. 

 

“Todo por el pueblo, sin el pueblo”. Laclau confirma nuestra sospecha de que estamos ante un renuevo de aquel “despotismo ilustrado” de los comienzos, quizás algo desprovisto de lustre. Aquel despotismo dieciochesco y este retoño posmoderno requieren una fortísima concentración de poder. Un texto del siglo XVIII -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta necesidad:

"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".  Laclau podría desempolvar el texto.

 

Chávez  es un egoarca modélico,  caricatura del déspota de semilustre, con  antecedentes como Juan Vicente Gómez (1910-1936), ese "dictador necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular el "cesarismo democrático" como forma política básica continental. La egoarquía conduce, en nuestros países, a una fase superior del subdesarrollo político para el siglo XXI.

 

Pero también el constitucionalismo clásico, y su avatar el neoconstitucionalismo  de jueces activistas, esto es, tanto el Estado de Derecho clásico, centrado en la ley, como el Estado Constitucional judicialista,  manejan categorías en crisis. El constitucionalismo clásico no pudo salir de su paradoja: nacido polémicamente para enfrentar el poder del rey absoluto, se transformó en un mecanismo para contener y cercenar el poder de las mayorías. El neoconstitucionalismo coloca a los tribunales constitucionales contramayoritarios –nacidos de la revisión judicial norteamericana, destinada a contener los desbordes mayoritarios- como “guardianes de Platón” de un núcleo de principios y valores indecidibles por el voto democrático.

 

La crisis de la representación política –los representantes son autorreferenciales: se representan a sí mismos y la clase política a la que pertenecen- y el fracaso de la separación “geográfica” de poderes para contener las demasías del  Ejecutivo no  pueden cuerpearse  por medio de constantes invocaciones a cómo debería funcionar idealmente la vida política, dejando perpetuamente mensajes en una especie de Muro de los Lamentos jurídico.  No olvidarse  que Chávez llega al poder por la corrupción ínsita en el pacto bipartidista adeco-copeyano.

 

La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, resulta en verdad su culminación.

 

Suelo repetir que a la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está.  Pulverizados nuestros partidos políticos a partir de 2002, el pueblo no se encuentra ni en el partido único de los políticos profesionales ni en las organizaciones clientelísticas que llevan su paquete electoral de ofrenda al  egoarca.  Se ha desarrollado una masa de compatriotas reducidos vivir de la asistencia y la dádiva gubernativa. Por naturaleza ya no se pertenecen a sí mismos sino a otros, a los que les dan, y esta es la definición de la esclavitud que hace dos mil cuatrocientos años formuló Aristóteles. Un pueblo se compone de seres libres. No necesariamente prósperos, pero libres.

 
Los problemas nodales del derecho político actual pasan por el reinvento de la
 democracia participativa ante la crisis de la representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer contrapoderes al poder, visto el fracaso de la "separación de poderes" y del "contrapoder antimayoritario" de la justicia constitucional. El problema político inmediato es cómo limitar el  poder activo, que tiende a ser omnímodo,  del egoarca populista. Para eso, lo primordial es encontrar al pueblo. Hasta ahora, sólo aparecen las grandes movilizaciones como obstáculos quizás efímeros a las demasías, pero que apuntan a una participación que al momento no halla, pero exige,  otros canales expresivos


[1] ) Texto según “Perfil del 14/X/12
[2] ) “¡Las misiones sólo son posibles en el socialismo! En verdad son un gran invento del Socialismo del siglo XXI” (De “PatriaGrande”, “la revista digital del ALBA”, 19/04/12 en www.patriagrande.com.ve



 

jueves, octubre 11, 2012


SOBRE CHÁVEZ ETERNO Y OTROS DESBARROS EN NUESTRA ECÚMENE HISPANOAMERICANA



Consideremos, más allá de la anécdota y de la coyuntura, el significado de este suplemento de seis años a los catorce que ya sumaba, que los venezolanos parecen haber otorgado al comandante Hugo Chávez Frías, cuyo único límite todo indica va a ser  el biológico, común a todos los mortales, providenciales incluidos.

En los comienzos de este blog, allá por el 2004, hice esta anotación:

"Nuestro único régimen politico subcontinentalmente aceptable resulta, despues de todo, puramente europeo y mediterráneo: el despotismo ilustrado. Populismo con caudillo, cesarismo democrático. Con su vieja oferta de festa, farina e forca, como anota Roberto Aizcorbe. Fidel Castro y José Vicente Gómez. Mejor, Fidel Castro y Trujillo. Herederos, todos, del muy racional Carlos III, ex virrey de Nápoles. Por siempre Borbones".

El populismo latinoamericano, es decir, caudillos que concentran en su persona todos los poderes en nombre del pueblo, al que sienten representar de modo unipersonal y absoluto, es la forma de democracia propia de nuestra ecúmene hispanoamericana, que otros llaman América Románica.  La democracia liberal, con la matriz constitucional del Estado de Derecho, nunca llegó a cuajar del todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y países en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz de cuño británico del constitucionalismo clásico. Pero la "intrahistoria", el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios del Estado de Derecho liberal burgués.

Bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. Y la institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. Pero no de cualquier monarquía. Es curioso que en América Hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto a la autoridad del monarca -como Marius André señalaba hace mucho- comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan -peleando- al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando".  El principio monárquico, como Schmitt señala, es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión  corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía.

En la segunda mitad de siglo XVIII, los ilustrados habían descubierto el pueblo como público de sus ideas y de la vida política. Un público virtual, auditorio ideal, al que se dirigían con una mezcla de afecto y desprecio.  Las damas de alcurnia y los señoritingos podían disfrazarse de majas y majos, como un "ir al pueblo" que no pasaba de la imitación distante y risueña, como surge de las pinturas de Goya.  El "filosofismo" debía educar al pueblo ignorante, al "vulgo idiota" que decía Jovellanos, sacándolo de la "noche de ignorancia", aunque en sus escritos y en sus cartas aparece también un intercambio entre iniciados y esclarecidos, como signos secretos de reconocimiento. Ese "todo por el pueblo, sin el pueblo" requería un fortísimo poder real, propicio a sus iniciativas. Un texto de la época -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta postura:

"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".

Ernesto Laclau podría suscribir el párrafo.  Los ilustrados, los esclarecidos, el grupo revolucionario, saben muy qué es lo que necesita el pueblo, al que hay que liberar de las fuerzas del oscurantismo y el retraso. Pero el pueblo sólo sirve como número electoral: sabe lo que quiere si no se le pregunta, pero no lo sabe si le preguntamos directamente. Al servicio del pueblo, sin el pueblo, ponemos el poder real y la sabiduría del grupo ilustrado.

Por otra parte, los monarcas ilustrados borbónicos, especialmente los que, como Carlos III, había pasado la experiencia napolitana, sabían hacerse amar, sabían ser "populares". El hijo de Carlos III, Ferdinando de Borbón, fue rey de Nápoles y de Sicilia: il re Nasone, il re Lazzarone, que se mezclaba con pescadores y mendigos, capaz de ganarles una competencia de remo o de competir en La N'Segna, un palo enjabonado  metido en el puerto de Santa Lucía, donde todos, y el rey primero, terminaban cayendo al agua. Ya recordamos la "triple F": festa, la diversión, el fútbol para todos -y todas-; farina, el pan/pizza/pasta; forca, el espectáculo de la obra del  verdugo en la plaza pública, que expresa el núcleo del poder -dar muerte legalmente-, que hoy más hipócritamente se expresa a través del linchamiento mediáticos y de los encarcelamientos ejemplares por aplicación del "derecho penal del enemigo". Roberto Aizcorbe, en "La Crisis Argentina", es quien mejor ha retratado este trasfondo del despotismo ilustrado, que ha dejado un sedimento de súbdito en  el ciudadano, y su permanencia bicentenaria. Por esa ecúmene borbónica, que abarcaba América, España, el sur de Italia, las islas griegas, factorías africanas y en la India, circulaban franceses, como Jacques de Liniers, italianos, como los Castelli y los Belgrano, las principales comunidades -genoveses, napolitanos, catalanes, bearneses, griegos, la grey judía- que vendrían a reencontarse en la inmigración argentina siglo y nedio después. El poder omnímodo del monarca aquí se fractuaraba en una serie de lealtades intermedias, verticales y horizontales, cada cual con su antiguo privilegio, su exención o derecho. Y una suerte de alianza del trono, la ilustración y el altar, con la religión que más que como dogma y martillo de herejes aparece como pompa y como rito. La plaza, un espacio cerrado dentro de otro espacio cerrado de la ciudad, era un foro que vivía en continuado las veinticuatro horas del día, bajo los edificios cívicos con su balcón destinado a la arenga. Allí se desenvolvían la mùsica, los bailes, el reparto de la harina, la emoción del cadalso. Allí se hacían visibles los vaivenes del poder, el ascenso y caída de ministros y poderosos. En esta matriz latina de la vida institucional, el contacto del pueblo con sus gobernantes es bivalente: amor u odio. Quien manda seducir: el "saber" sólo no basta. Sin amor no hay "contacto", no pasa la corriente. En la matriz anglosajona el elemento básico es la utilidad. El político tiene que interesar al otro.

Chávez es casi una caricatura del déspota ilustrado, con  antecedentes como Juan Vicente Gómez (1910-1936), ese "dictador necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular, con agudeza, el "gendarme necesario" bajo un "cesarismo democrático" como forma polìtica básica continental. Responde a lo que Spengler llamaba "seudomorfias", expresión tomada de la mineralogía, donde se aplica a formas que adoptan apariencias ajenas. Formas, en general, sin contenido auténticos, pero con la apariencia de lo que intentan manifestar. Martínez Estrada hablaba de "sustitutos ortopédicos".  Aquella matriz latina y borbónica resultó aplastada en el proceso histórico hispanoamericano, que tomó la forma aparente, la seudomórfosis, del Estado de Derecho liberal. Pero su fracaso, en el caso venezolano, reflejado en la corrupción del pacto bipartidista adeco-copeyano, llevó a Chávez al poder, como el déspota gárrulo y colorinche cual guacamayo, más allá de todo sentido del ridículo, que siente, entiende y, en definitiva, es el pueblo. Todo en nombre de un Bolívar también él caricaturizado, ya que cruza con Marx, el que en su entrada referida al venezolano en la New American Cyclopaedia lo calificó de cobarde, brutal y miserable canalla, además de enemigo de cualquir esfuerzo prolongado. Precisaba allí el Moro  que el deseo secreto de don Simón fue erigirse en el dictador de toda América del Sur, aunque tal designio se le escapó de las manos. Como ya señalé en otro post  referido a Chávez, en nombre de Bolívar y Marx está  inaugurando,  quizás,  la fase superior del subdesarrollo político para el siglo XXI.

Los líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.

Los problemas nodales del derecho político actual pasan por el reinvento de la democracia ante la crisis de la representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer contrapoderes al poder, visto el fracaso de la "separación de poderes" y del "contrapoder antimayoritario" de la justicia constitucional.

El problema político hispanoamericano inmediato es cómo limitar y recortar este poder activo  que tiende a ser omímodo, del cabecilla populista. No es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la mediación de los partidos políticos, sólo aparecen las grandes movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación que no encuentra otros canales expresivos.

Dejemos aquí la ardua cuestión, por ahora.

domingo, septiembre 23, 2012

REFORMA CONSTITUCIONAL (según Gómez Dávila)





"Toda constitución política es buena si logramos hacerla durar"

"La peor estupidez política es la reforma de una constitución, porque basta la vida, y el uso y el desgaste, para hacer las modificaciones urgentes"

"Las reformas sólo acarrean nuevas reformas, ya que el solo hecho de un cambio institucional sugiere cambios indefinidos. La inestabilidad, la inquietud, lo transitorio, lo provisional, viene a constituirse en atributos fundamentales de la estructura social"

"Las teorías políticas del siglo XIX consistieron en la demostración de la inanidad patente de los embelecos constitucionalistas. Tanto de Maistre como Marx refieren a estructuras sociales lo que el pensamiento liberal imaginaba como acto puro dela voluntad humana. El eco de esos ciento cincuenta años de elocuencia política es, en el siglo XIX, una carcajada entre ruinas"



LA CONSTITUCIÓN DE JUAN MANUEL DE ROSAS

 
 
 
 

Toda sociedad política, en tanto presupone necesariamente una esfera de lo público, de lo común, de lo que a todos interesa en vistas del bien común,  está necesariamente constituida; esto es, tiene una constitución. De otro modo, no sería sociedad política. La politeía civitas, respublica en el mundo romano- es un orden (taxis) que regla interiormente la sociedad política y determina el modo de distribución de los poderes (órganos y funciones) y el fin propio de la colectividad  que ha establecido un cierto modo de  asociación. Esta constitución puede consistir en convenciones explícitas, volcadas en un texto escrito expresamente promulgado, o en normas consuetudinarias tácitamente aceptadas y sancionadas por la tradición,  o en una combinación de ambas fuentes.  Así se entendió la constitución política desde los griegos hasta el mismo Hegel, habiendo el constitucionalismo liberal introducido luego la confusión en el lenguaje político y jurídico, al reducir la constitución política a constitución jurídica y circunscribir esta última a la vaciada en la matriz germano anglosajona.    La constitución jurídica es reguladora, pero no creadora de la sociedad política. Consiste en el conjunto de normas llamadas constitucionales que, en el interior de una unidad política determinada y existente, reglan el ejercicio del poder, la distribución de los órganos y funciones, las competencias de estos órganos, etc. Carl Schmitt llama a la constitución política concepto absoluto de constitución, y a la constitución jurídica concepto relativo o positivo de constitución. Dice muy claramente que, en el primer caso, una sociedad política es una constitución y, en el segundo, tiene una constitución.  

 

Antes y después de la asunción del gobierno propio en el año X, hubo constitución, tanto en sentido absoluto como relativo, en el sentido de un cuerpo de preceptos, nacido de una voluntad que se consideraba legitimado para ello, que organizaba las instituciones de gobierno y las relaciones entre gobernantes y gobernados, estableciendo límites en el ejercicio del poder de los primeros sobre los segundos. No somos una constitución desde 1853; lo somos desde mucho antes, antes incluso del año X. En  1853 tuvimos una constitución jurídica, que en parte conservamos.

 

En el territorio americano en que se desenvolvió la conquista realizada en nombre de la corona de Castilla, se fueron  estableciendo vastas unidades políticas recortadas, básicamente, sobre las grandes unidades políticas imperiales indígenas precolombinas. Por eso México (Nueva España) y Lima (Perú) fueron los grandes centros políticos del Nuevo Mundo hispano, como lo habían sido antes de la llegada de los españoles. Sin embargo, aquellas vastas unidades virreinales no fueron el dato político institucional más importante en  América hispana. En cambio, lo fueron las ciudades. La vida política hispanoamericana residía en las ciudades. Se había trasladado a estas tierras la forma política imperial, pero, en tensión con ella, y sobrepasándola muchas veces, aparecía la forma política de la ciudad, como habían sido la polis griega y la civitas o respublica romana.  El núcleo de la institucionalización  hispanoamericana primigenia fue comunal y su expresión, el Cabildo, continuaba una tradición anudada con Roma, por medio de un sistema representativo electivo y la exigencia de un servicio pecuniario, por el tributo, y de sangre, por la milicia. 

 

En el interior de aquellas vastas unidades políticas, esta conformación sobre la base de ciudades va delineando  los elementos federativos, esto es, los derivados del pactum foederis, proveniente a su vez de la voz foedus –alianza, unión- ligado a su turno con la palabra fides, fe y fidelidad como columnas sustentadoras de todo pacto de unión. Estos elementos, en nuestra historia, se remontan a los núcleos comunales, de ciudades libres, que se transmiten desde Europa, máximamente desde la España austracista, pero también de las tradiciones republicanas de las signorie, de las comunas del norte de Italia del siglo XIII, y que resultarán de este lado del charco la base de las reivindicaciones de las ciudades y provincias argentinas, como destacaron en su tiempo el mismo Alberdi, Francisco Ramos Mejía y José María Rosa. Allí el núcleo del vocabulario político residía en “los pueblos”, los municipios, las ciudades, las provincias que conformaban. Y sus rasgos eran los de localización, lugar (lar, hogar), pasado común y fidelidades recíprocas. Este pactismo fue propio del primer austracismo, aquella unión en un vértice monárquico común de una serie de poderes locales dispares, cada uno con su identidad e instituciones propias, que existió con los Austrias y que entrañaba un pacto, o más bien una serie de pactos forales  entre los poderes locales y poder imperial o regio.   

 

Porque no nos encontrábamos ante un poder absoluto. Hubo, claro está, demasías del poder en América hispana, a veces insoportables, pero nunca tuvo lugar el absolutismo. El  ejercicio del poder desde los centros de decisión ultramarinos estaba entorpecido por una serie de lealtades locales, horizontales y hasta oblicuas. El poder se fracturaba cayendo en el ejercicio de comunidades intermedias y estamentos, cada uno con su obediencia particularizada, con su fuero, privilegio (lex privata), derecho o exención. Antes que una organización piramidal, era una suerte de laberinto, para salir del cual eran necesarios acuerdos y compromisos, pactos en suma (no consensos). Y un lugar escenográfico, teatral,  tanto para el debate político como para el intercambio social o el comercio, o para la convocatoria de la milicia, que era la Plaza Mayor, la Plaza de Armas. Tanto los edificios de los cabildos como los palacios barrocos que daban a esa plaza (como en México o Lima) tenían un balcón para la arenga.

 

Aquí se tuvo realización la matriz de derecho público romano-latina, que quedó luego preterida en la historia política a favor de la matriz iuspublicística germano-anglosajona.

 

El modelo romano-latino defiende el ideal de organización  republicana (de la república romana), con un fuerte poder legislativo popular, participación del pueblo -sujeto de la soberanía popular-, y la tutela y defensa de los derechos del ciudadano frente al gobierno mediante el tribunado, o lo que en la modernidad se ha dado en llamar como instrumentos de poder negativo. Presupone un gobierno mixto, donde se combinen mando personal, presencia de élites y fuerte participación popular.  

 

Por su parte, el denominado modelo constitucional germano-anglosajón, se sustenta en la institución de la representación y la división (tripartición) de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), como garantía del ejercicio democrático del poder y límite a los abusos del mismo, poniendo difusamente en la administración judicial o concentradamente en un órgano institucional, la función del control constitucional, en cuyo ejercicio esa instancia puede actuar como legislador negativo e, incluso, como positivo.

 

Ahora bien, ustedes me dirán:  lo que usted señala cambió a partir de la llegada de los Borbones al trono de España, con Felipe V, nieto de Luis XIV, en 1701. Es cierto. Al principio, hubo, especialmente en América, la expectativa de que se restaurara el pactismo austracista. Pero anótese: primero,  que  España se tiene que aclimatar a no plantearse “misiones en lo universal” sino ajustarse a la política de balance of powers, de matriz británica, establecida a partir de la Paz de Utrecht en 1713. Esto crea una contradicción en el sistema borbónico, entre reformismo y conservadurismo que están en tensión: innovación con técnicas y principios europeas y reconocimiento de tradiciones propias españolas desde donde innovar. Todo en medio del progresivo avance de las Luces, de la Ilustración.   En segundo lugar, que el reformismo borbónico se proponía “provincializar” forzosamente aquella variedad foral mediante las Intendencias, creadas según el modelo militar francés, pero con propósito netamente hacendístico. Y uno de los rasgos de este cambio, de este reformismo borbónico, reside en que los cargos capitulares, los  cargos del Cabildo, comienzan a ser conferidos al mejor postor, por problemas del erario público. Además, los “propios y arbitrios”, esto es, los recursos tributarios permanentes (“propios”) y accidentales (“arbitrios”)  les fueron quitados a favor de las Intendencias y en definitiva de la Corona, que podía hacer con ellos lo que le conviniese. Añadamos a esto el paso del mercantilismo al librecambismo, del monopolio a la libertad comercial y una consiguiente reforma de ingresos y gastos públicos. Estos desajustes reformistas provocaron numerosas rebeliones, que son presentadas como “movimientos precursores” de la independencia. Incluso Túpac Amáru, que problemas de los corregidores en el comercio de objetos que obligaban a los indios de sus demarcaciones a comprar en contante y sonante

 

Por sobre la diversidad comunal se establece una estructura funcionarial, a través de la Ordenanza de Intendentes. La constitución borbónica, trasladada a estas tierras, establece un derecho público vasto y complejo, tanto desde el punto de vista de la organización institucional como de los rodajes administrativos. La norma fundamental y principio de legitimidad de todo el sistema residía en la soberanía del monarca. Esta organización  política se vivía como la relación paternal de un soberano con su pueblo, considerado como un público, sujeto pasivo de un proceso de guía y conducción. Y aquel soberano estaba, entre nosotros, corporizado en un cuerpo de funcionarios, a comenzar por el virrey, representante del rey, de casaca bordada y espada labrada, recibido bajo palio en las barrosas calles de una ciudad marginal en el mapa. Este paternalismo de raíz borbónica, consolidado entre nosotros en la Ordenanza de Intendentes de 1782, y manejado por una burocracia en líneas generales muy eficiente, va a tener una honda y duradera influencia en la concepción del poder por parte de los gobernantes argentinos, ya desaparecida la monarquía en estas tierras.  El despotismo ilustrado (“todo por el pueblo sin el pueblo”), navegando entre valores tradicionales y aires de Ilustración, con su contradictorio sentido de atracción y simultáneo asco hacia lo popular (que puede verse en los cuadros de Goya, por ejemplo)  dejará una lección perdurable para los futuros gobernantes que vayan a asentarse en el predio del antiguo Fuerte de Buenos Aires.  Carlos III.

 

 

Vayamos ahora al pronunciamiento de Mayo. Una porteñada. Una alcaldada, que tuvo por sede un cabildo abierto reunido en congreso general, por el cual se depuso a un virrey, de lo cual ya había antecedentes en el Cabildo abierto y Congreso General del 14 de agosto de 1806 y en la Junta de Vecinos convocada por el Cabildo el 10 de febrero de 1807, por los cuales se depuso al virrey Sobremonte del mando militar y del político. Esa porteñada contenía elementos predisponentes a la concentración y homogeneización en Buenos Aires, del poder político sobre el Virreinato.

 

El primer elemento centralizador y concentrador provenía del prestigio del prestigio de la constitución borbónica, del que ya hablamos.

 

El segundo elemento centralizador provenía de los intereses de Buenos Aires, bien patentes a sus círculos mercantiles e ilustrados. De un modo sintético y que merecería matizaciones que el tiempo asignado no da para realizar, lo resumió el gran historiador mexicano Carlos Pereyra: “la revolución tuvo por principal objeto evitar que la regencia de España, establecida en Cádiz, e instrumento de los comerciantes de esa ciudad, restaurase un monopolio ruinoso para los americanos. Este objeto de la revolución produjo consecuencias históricas que no era posible ver en el primer momento, pero que no tardaron en manifestarse. La patria libre era el comercio libre. Era el comercio libre de un puerto. La patria estaba en la aduana. Perder la aduana era perder la patria. Puerto único: patria encerrada en un término municipal”. Se expresaban allí las grandes tensiones estructurales del Virreinato y de nuestro país, aún vigentes bajo otras formas y maneras: la tensión entre Buenos Aires y el Litoral respecto del Noroeste mediterráneo; la tensión de Buenos Aires con el Litoral por la salida de los productos de este último, con casos notables respecto del Paraguay, al que se deja arrinconado, y a la Banda Oriental, a la que se le neutraliza su mejor puerto.

 

El tercer elemento centralizador proviene del grupo ideológico de los que Mitre llamó “el círculo de sublimes soñadores”: Moreno, Castelli, Belgrano, Monteagudo. Con diversas intensidades, reservas y matices, el núcleo de esta ideología (la ideología de la “emancipación”, adosada al hecho político de la independencia), que tuvo su ápice en el jacobinismo como elemento configurador del Estado moderno, concentraba todo el poder en la expresión de la voluntad general de una entidad abstracta, el “pueblo” soberano”, sin lugar preciso, ni tiempo definido ni encadenamiento de vínculos familiares y fidelidades personales. El pueblo abstracto resultaba de una suma de individuos concebidos como huérfanos sin ombligo. Cada uno de estos individuos se emancipaba retomando su soberanía, que en los hechos recaía en el grupo más activo y concentrado de los “sublimes soñadores” de turno. Moreno lo resumirá así más tarde en la Gaceta: “con la disolución de la Junta Central de Sevilla (...) cada hombre debía considerarse en el estado anterior al pacto social, de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos”.

Ahora bien, la base doctrinaria con que se plantea en la América Española la asunción del gobierno propio, en un primer momento, y la independencia, acto seguido, es una doctrina tradicional hispánica, según la cual, dependiendo estas tierras de la corona, la acefalía del trono producía la reversión o retroversión de la soberanía a los “pueblos”, a los municipios y ciudades que integraban cada una de las unidades políticas virreinales, quedando al mismo tiempo extinguidos los vínculos de subordinación que pudiesen existir entre esos municipios y ciudades entre sí, hasta tanto que, congregados bajo un pie de igualdad todos estos “pueblos”, que reconocían un vínculo histórico y cultural común, estableciesen un pactum foederis. Era una doctrina claramente federativa. “Federación” y “Confederación” eran utilizados como sinónimos en ese tiempo y en aquel contexto. Y “constitución” significaba pactum foederis, esto es, había antinomia entre “pacto” y “constitución”. Una tergiversación de esta base doctrinaria a favor de la concentración hegemónica del poder, amparada en la “soberanía del pueblo”, pretendía que la reversión debía producirse al mismo orden virreinal, pero sin el virrey, y a las mismas relaciones de subordinación que resultaban de la Ordenanza de Intendentes. Todo ello fundamentado en la indivisibilidad e inalienabilidad de la “soberanía del pueblo”. Moreno, en su artículo en la Gaceta sobre las miras del Congreso futuro, decía: “la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo, (...) siendo soberanía indivisible e inalienable”; por lo tanto, no podía concebir que la soberanía correspondiente al Virreinato del Río de la Plata pudiese dividirse, fragmentarse, en tantos “pueblos” o municipios o ciudades que lo formaban, y que cada uno de ellos poseyese una fracción soberana, recuperando en cada caso el derecho al autogobierno. El titular de la soberanía única e indivisible era el gobernante que ocupase el lugar del virrey en Buenos Aires, hasta tanto una nueva constitución (aquí sí entendida como lo opuesto al pactum foederis) estableciese las autoridades definitivas.

 

 

Conflicto entre “el pueblo”, es decir, centralización, y “los pueblos”, es decir, federación,  es nuestro conflicto irresuelto. Por un lado, pues, aparece el derecho de los individuos de Buenos Aires, conjuntados en “pueblo” abstracto, y continuando la pauta virreinal, de concentrar el poder en una Junta. Por otro lado, se plantea el derecho de los “pueblos” concretos, es decir, de las ciudades y municipios, todas en pie de igualdad, a concurrir con su voluntad a darse un gobierno y un forma política. Concentración del poder en Buenos Aires, de un lado. Tendencia a una forma política confederal, del otro. Por aquí corre una línea de fractura institucional que, con distintas apariencias y diversas manifestaciones no ha podido soldarse hasta hoy.

 

La Declaración de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica, proclamada el 9 de julio de 1816, no se hace en nombre del “pueblo” argentino ni de la nación argentina, sino de “los pueblos” concretos allí representados.  Y aquella  fractura señalada se refleja en que tenemos dos declaraciones de independencia. 

 

Tenemos una fecha para el autogobierno, -25 de mayo de 1810- y otra para la independencia, que algunos todavía confunden. Pero el asunto es aún más enmarañado: hubo dos declaraciones de independencia. Una en 1815, otra en 1816. La declaración de independencia de 1815 fue formulada en el Congreso de Oriente, ocurrido en el Arroyo de la China, Concepción del Uruguay(también en Paysandú), en junio de 1815, por los representantes de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba, bajo la inspiración del Protector de los Pueblos Libres, don José Gervasio de Artigas. Esto es, por representantes de estados provinciales pertenecientes a territorios que hoy forman parte de la Argentina, el Uruguay y el Brasil. Artigas había previsto, incluso, que cada pueblo indígena mandase sus representantes, aunque no aparecen en la reunión, de cuyas sesiones no disponemos de actas. Estos pueblos eran, fundamentalmente, del ámbito guaranítico. En cambio, la declaración de Tucumán fue traducida al quechua y al aymara, porque contó con representantes del área altoperuana. Fueron dos congresos y dos declaraciones: una, inspirada en la forma republicana y el sistema de confederación de ciudades y ayuntamientos que las particularidades culturales y territoriales habían establecido desde dos siglos atrás; otra, que pretendía desde Buenos Aires mantener la unidad e indivisibilidad borbónica, bajo forma monárquica. Recuérdese, para entender lo que viene, que el agregado "y de toda otra dominación extranjera" fue realizado el 19 de julio, a pedido del diputado Medrano, "para sofocar el rumor de que existía la idea de entregar el país a los portugueses"


La Unión de los Pueblos Libres, entró en conflicto con el Directorio porteño. Desde Buenos Aires, se procuró un entendimiento con los portugueses. El trato era considerar como no hostil el despliegue lusitano de las tropas de Juan VI en la Banda Oriental; en otras palabras, que desde Río de Janeiro les quitasen ese incordio de Artigas. Y los ejércitos portugueses marcharon hacia allí. El Uruguay fue ocupado por las tropas de la corona portuguesa y se convirtió en la Provincia Cisplatina -sería liberado por los Treinta y Tres Orientales, abriéndose la guerra con el Brasil en 1826. Tal fue el despliegue de la columna sur, fuerte de doce mil hombres, bajo el mando del general Lecor, luego barón de la Laguna. La columna norte de las fuerzas lusitanas se propuso cruzar el río Uruguay, tomar Corrientes, desplazarse al sur, cruzar el Paraná y ocupar Santa Fe. Entre ambas, encerrarían a Artigas, no estando asegurada, claro está, la retirada lusitana de los puntos ocupados de este lado del río Uruguay. Lecor alcanzó sus objetivos, pero la columna norte tuvo graves problemas para internarse en Corrientes. El brigadier Chagas Santos sufre derrotas, debe replegarse, intentarlo de nuevo, lleva adelante una ocupación sangrienta y saqueadora de la margen derecha del Uruguay - ahí es donde se borra del mapa a Yapeyú, en la misma fecha, aproximadamente, de la batalla de Chacabuco - pero sus fuerzas son enfrentadas por el guaraní Andresito Artigas, esto es, Andresito Guazurari, lugarteniente de Artigas, caudillo de los misioneros, que termina derrotándolas en la batalla de Apóstoles, con lo cual nos salvamos de que buena parte de nuestro Litoral hablara hoy portugués. Guazurari incluso llega a montar un ofensiva, cruza el río pero es derrotado en Sao Borja, capturado y aparentemente llevado prisionero a Porto Alegre, acostado sobre un caballo y retobado en  cuero crudo que se va secando al sol. No hay tumba de Guazurari. Y casi nadie sabe del Congreso de Oriente, de la Unión de Pueblos Libres, y de la primera declaración de independencia. Algún día -quizás en su próximo bicentenario- los argentinos memoriosos la celebraremos.

 

 “Los pueblos” han desaparecido del léxico político (dejo de lado los problemas que trae la expresión étnica “pueblos indígenas argentinos” introducida en el art. 75, inc. 17, que les reconoce “preexistencia”).

 

Adoptamos, en general, la matriz del constitucionalismo liberal, sin demasiada convicción ni mucho respecto, manifestándose en ese punto fenómenos continuos de resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta convertirse tal desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los síntomas más evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras instituciones. Esta bufera dantesca de la inorganización política aún nos arrastra, con señales de alarma encendidas especialmente en el transcurso de los primeros años del siglo XXI. Y esta historia circular y reiterada nos golpea donde más nos duele, que es la diferencia, en este punto, con los EE. UU. de Norteamérica, que los suramericanos, y los latinoamericanos en general, nos obstinamos en proyectar, del punto de vista político, como la “sombra” jungiana, la imagen obscura y densa que impide nuestra realización colectiva, con efectos paralizantes y deletéreos.

 

Casi al mismo tiempo aparecen las expresiones “confederación” y “federación”. La vaguedad que les atribuye nuestro autor reside en que el vínculo federativo o confederal  aparece propuesto a veces reuniendo las provincias del Virreinato y, en otras, los demás virreinatos de la América Española.. Aquella vaguedad se originó en los Estados Unidos de Norteamérica, al “inventarse” en 1787 la república federal, con federalistas partidarios de un gobierno central fuerte, cuando, anteriormente, los vocablos “federación” y “confederación” resultaban sinónimos, y lo serán para muchos, aún después de Filadelfia, como resulta de los textos de John Caldwell Calhoun.  De todos modos, como apunta Mitre, la primera vez que se emplea la palabra “confederación” en nuestra historia, en la nota que dirige en 1811 la Junta Directiva del Paraguay a la Junta de Buenos Aires, se pide la “confederación de esa provincia (Paraguay) con las demás de nuestra América, y principalmente con las que comprendió la demarcación del antiguo virreinato”, donde el carácter progresivo que se propone al vínculo confederal aparece claro. También resulta claro que Buenos Aires lo rechazaba: las instrucciones  de la Junta a Belgrano para su misión diplomática destacaban “la necesidad de fijar un centro de unidad”, de quedar “sujeta al gobierno de Buenos Aires” la junta paraguaya y de que el “vínculo solo de federación no basta en la urgente necesidad en que nos hallamos”. De últimas, hubo que aceptar un pacto de confederación con el Paraguay, que mucho interesó a Artigas en la Banda Oriental.    Esta idea de una confederación de unidades políticas autónomas se funda en antecedentes remotos pero vivaces de nuestro derecho público que –como explicarían Francisco Ramos Mejía, José Nicolás Matienzo y José María Rosa- enraizan en el municipalismo indiano e, incluso, en la matriz habsbúrgica, heredera, a su turno, del Sacro Imperio Romano Germánico. Por cierto, no eran desconocidos los Artículos de Confederación y Perpetua Unión de 1776 y la Constitución de Filadelfia de 1787 y se los invocaba con soltura, como demuestran las instrucciones de algunos diputados y los proyectos presentados a la Asamblea del año XIII. Entre los ideólogos de la emancipación también se debatió al respecto. Mariano Moreno –como recuerda Massot- tradujo y adaptó la constitución norteamericana. Pero triunfó el conato de organizar el país en unidad de régimen a partir de Buenos Aires. El mismo Rivadavia, en su vejez, luego de la lectura de Tocqueville, se manifestó proclive al  federalismo y confesó su ignorancia anterior al respecto, como registró Mitre.

 

El mismo Mitre señala una característica del federalismo profundo y sus “enraigamientos orgánicos”: “su espontaneidad democrática –dice este autor- reveló la forma innata de la república”. Esa ”democracia genial como fuerza constitutiva” ingresa de la mano de los “caudillos de las multitudes, como hecho brutal”. Los conflictos estructurales básicos del país, puestos en carne viva desde el año X, eran, por un lado, la asimetría entre las provincias mediterráneas y la provincias litorales y, por otro, la asimetría entre las provincias litorales según contasen o no con puertos naturales. La unidad de régimen había convertido al virreinato, teóricamente, en un mercado único para la metrópoli. Una vez independizados, Buenos Aires se transformó en la metrópoli, como señaló Alberdi, concentradora de riqueza y de  ilustración, monopolizados por la oligarquía porteña. El federalismo no cancelaba las asimetrías, pero aseguraba unas competencias locales autónomas. Pero este federalismo –cuyos “enraigamientos orgánicos” lo encaminaban hacia la federación de unidades políticas y no a la república federal a la norteamericana- sólo tuvo chances de triunfar cuando apareció una facción federal porteña. Con el dominio de Buenos Aires,  el federalismo debía terminar por imponerse en todas las provincias. Así ocurrió con Juan Manuel  de Rosas. Durante más de dos décadas, nuestro país fue una confederación de unidades políticas semisoberanas, llamadas “provincias”, que en los asuntos que afectaban sus intereses procedían con independencia, y que  habían delegado  las cuestiones internacionales al gobernador de la provincia de Buenos Aires.  Las constituciones de las monarquías europeas habían establecido Estados unitarios; en Norteamérica, la constitución tendía a un gobierno central que compartía el poder con el Senado y con una instancia contramayoritaria en la  Corte Suprema, no establecida esta última en el texto. En las confederaciones (como la Helvética, que no tuvo constitución sino a partir de 1848) el instrumento institucional no era la constitución con normas precisas de distribución de competencias, sino el pactum foederis, el pacto confederal. ¿Hasta dónde llegaba el poder  de las provincias confederadas y hasta dónde el del Encargado de las Relaciones Exteriores? Ambos se equilibraban dinámicamente sin dejar de enfrentarse, pero no conforme una norma establecida de antemano, sino en el espacio que dejaba el Pacto Federal de 1831. Lo importante era mantener el vínculo confederal, las “provincias unidas”, y presentarlas así al mundo. En este marco pactista se explica el rechazo de Rosas a convocar un congreso constituyente y su postura contraria a una república federativa del tipo norteamericano, como expone en su famosa carta a Quiroga. Massot califica a don Juan Manuel de “criollo pragmático”. Tiene razón al no incluirlo en el pensamiento reaccionario, como lo hiciera Sampay y antes insinuara Ingenieros, ya que la dialéctica revolución/reacción fue extraña a nuestra política en el siglo XIX. Es un conservador, sin influencia de la ideología de la emancipación, que establece una república autoritaria y cuyo modelo es el autócrata paternal. Gaspard de Réal de Curban, autor al que efectivamente acudió, lo confirma en que el nudo del problema del poder reside en la obediencia. Sus vistas sobre el gobierno y la organización institucional no derivan sólo de la experiencia, como resulta, entre otros documentos, del catálogo de libros que después de Caseros fueron retirados de la casona de Palermo con destino a la Biblioteca Nacional, donde puede hallarse el “Fragmento Preliminar” de Alberdi, la constitución del EE.UU.  y “El Federalista” (“Los Federalistas”), por vía de ejemplo. Devolición a la Biblioteca de la Science du Gouvernement de de Réal de Curban    1682-1752-obra 1761-64 contemporáneo de Montesquieu 1684-1755. En bibliotecas de México y Perú, citado en el Telégrafo Mercantil hacia 1820

 

Bases y puntos de partida de la constitución confederal de Rosas:

 

1820  Tratado del Pilar:  Bs.As.; Entre Ríos  Santa Fe, con  comunicación a  Artigas, capitán general de la Banda Oriental: “libre elección de los Pueblos”  “pronunciamiento por la federación”

1822 Tratado del Cuadrilátero: los mismos más Corrientes –defensa mutua contra españoles y portugueses

1825 Ley Fundamental del 25 de enero. Dictada por el Congreso Nacional. Originada en el correntino Francisco Acosta. Pacto de Federación entre el Ejecutivo Provisorio (Las Heras) y las provincias (representadas ahora las del Litoral-faltaban los de la Banda Oriental):

 

Art. 1º “Las Provincias del Río de la Plata (denominación Provincias Unidas del Río de la Plata en Sudamérica) reproducen, por medio de sus diputados y del modo más solemne, el pacto con que se ligaron desde el momento en que, sacudiendo el yugo de la antigua dominación española, se constituyeron en nación independiente, y protestan de nuevo afianzar su independencia nacional y cuanto pueda contribuir a su felicidad”

 

Una firme liga para su común defensa, seguridad de su libertad, independencia jurada y mutua general felicidad  -obligadas a asistirse recíprocamente contra toda violencia o ataque por motivos de religión, soberanía, tráfico o algún otro pretexto

 

Art. 2º El Congreso General de las Provincias Unidas del Río de la Plata es y se declara constituyente  -pacto constitucional

 

Art. 3º Por ahora, y hasta la promulgación de la Constitución que ha de reorganizar el Estado, las provincias se regirán internamente por sus propias instituciones

 

Art. 6º  La C. que sancionare el Congreso será ofrecida oportunamente a la consideración de las provincias y no será promulgada ni establecida en ellas hasta que haya sido aceptada

 

Art. 8º   Provisoriamente, el PEN al gobierno de Buenos Aires, con las siguientes atribuciones:

 

Negocios extranjeros, nombramiento y autorización de embajadores

Celebrar tratados, que no podrá ratificar sin obtener previamente autorización del Congreso.

 

Ejecutar y comunicar a los demás gobiernos las resoluciones del Congreso

 

Elevar a la consideración del Congreso las medidas que conceptúa convenientes para la mejor expedición de los negocios del Estado.

 

Pacto Federal 4 de enero de 1831

 

Forma de gobierno federal  - Artículos  de Confederación  y Perpetua Unión

 

Comisión Representativa en Santa Fe

 

Paz, guerra y convocatoria a Congreso General Federativo  -- “cobro y distribución de las rentas generales federales”. Los pacientes trabajos de  Elena Bonura demostraron la "coparticipación" de la época.

 

Tras Caseros, llega desde París la  receta del doctor Alberdi: la república federativa, mixtura de federación y unidad plasmada en la constitución norteamericana de 1787, llamada por Story "federo-nacional",  que tendría la  particularidad de "reunir los dos principios rivales [unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país". Alberdi sabe para qué hay que terminar con la guerra civil. La  Argentina  debe integrarse a la economía mundial, al "primer mundo" de entonces, es decir, al vasto mercado anglosajón.. La constitución, en la lectura alberdiana, que en definitiva será la de Mitre y Roca, cada uno desde su ecuación personal, debe ser ante todo un contrato social para el fomento y colonización de las pampas, a fin de convertirlas en lo que luego la escuela llamaría "la mesa puesta de la humanidad". Hay que traer inmigrantes, cruzar hacienda, tender alambrados, trazar ferrocarriles, abrir canales, voltear montes. Esto, que ve agudamente Alberdi y Mitre y Roca realizan,  requiere más poder que el que tenía don Juan Manuel, pero legitimado de acuerdo con las normas propias del tiempo, es decir, de acuerdo con las normas de la constitución. Para este plan ambicioso se requiere un administrador con el lleno de las facultades.  Un administrador que sea una especie de virrey republicano: el presidente de la República, "Jefe Supremo de la Nación", como aún dice nuestro texto. Ese jefe mandaría por seis años desde la sede del antiguo Fuerte, con posibilidad de ser reelecto con un intermedio de un período. Años más tarde, con la experiencia a la vista, el tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición absoluta de la reelección, instituto que se reveló, a su juicio (y a la experiencia de las generaciones posteriores), como perturbador de la forma republicana. El poder otorgado por nuestro texto a la jefatura presidencial, tomado de nuestra tradición virreinal y de la letra de la constitución chilena -por cierto unitaria- representa además una limitación evidente a los alcances de nuestra forma federal. El núcleo alberdiano de la Constitución, con su aduana única y su administrador discrecional que tiene en sus manos la explotación de las vías férreas, telégrafos, puertos, muelles, vapores, postas y servicios públicos principales, así como el manejo del crédito, la emisión, los empréstitos, las operaciones bancarias, etc., consagraría,  el centralismo desde Buenos Aires, aunque no ya de Buenos Aires y los porteños. Alberdi observaba que la federación norteamericana es de estados separados entre sí que se unen a través del sistema creado en Filadelfia. "Federarse -dice- fue para ellos unirse, consolidarse, hacerse uno solo; federarse, para sus copistas sin juicio, ha sido dividirse, desunirse, disolverse". Por lo menos para nosotros, federarnos fue centralizarnos.
 
Apuntes un poco en crudo para clases y para una charla en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, que decidí publicar en el blog ante el debate sobre la re-re y la reforma constitucional