lunes, octubre 15, 2012


REFLEXIONES EN TORNO A UNA DEFENSA  DE LA EGOARQUÍA 

 

 

“La tierra está maldita y el amor con gripe en cama... La gente en guerra grita, bulle, mata, rompe y brama. Al hombre lo ha mareao el humo, al incendiar, y ahora entreverao no sabe dónde va... Voltea lo que ve por gusto de voltear, pero sin convicción ni fe. Hoy todo dios se queja y es que el hombre anda sin cueva, volteó la casa vieja antes de construir la nueva... Creyó que era cuestión de alzarse y nada más, romper lo consagrao, matar lo que adoró, no vió que a su pesar no estaba preparao y el solo se enredó al saltar. ¡Que "sapa", Señor... que todo es demencia!... Los chicos ya nacen por correspondencia, y asoman del sobre sabiendo afanar... ¿Qué "sapa",Señor, ¡que ya hay Borbones!”
Enrique Santos Discépolo, “¿Qué sapa, señor?”, con ligera corrección posmoderna cristinista
 

El  viernes 12 de octubre, en Tecnópolis, Ernesto Laclau,  filósofo oficial del cristinismo, durante un ciclo llamado “Debates y Combates” pronunció un discurso en defensa de la egoarquía vigente en el país, que merece algún análisis [1]

 

Laclau  afirma  que el debate político actual, tanto en nuestro país como en el resto de la ecúmene latinoamericana, parece reducirse al antagonismo entre populismo  e institucionalismo.  Tal cosa, por cierto, se observa  de inmediato. Los artículos periodísticos recientes de Mariano  Grondona o Natalio Botana, por ejemplo,  o las intervenciones habituales en los medios de constitucionalistas como Daniel Sabsay, Gregorio Badeni o Félix Loñ,  sostienen la necesidad de afirmar la “república” frente a esa especie de democracia cesarista  y plebiscitaria que la figura de la presidente expresa continuamente por cadena nacional, afirmada en la “legitimidad  legal” del 54%  de los votos válidos conseguido en las elecciones.   Alzándose contra aquellas opiniones, Laclau  intenta contribuir a la creación de “un nuevo imaginario para la sociedad” donde el “poder popular” encarne en una figura líder, que,  como cabeza del Estado, represente hegemónicamente al grueso de la sociedad civil, volcado al cambio.

Tratemos de precisar los términos del debate, al paso que recordamos algunas nociones bien conocidas.  Lo que Laclau llama “institucionalismo”, cuando invoca la necesidad de restablecer una “república”, alude a  lo que hace mucho James Madison,  en su etapa “federalista”, bajo aquella denominación, planteó frente a la democracia, el gobierno de las mayorías,  propicio,  según este autor, a pisotear las reglas de la justicia, la seguridad personal y los derechos de propiedad.  La república, en definitiva, es una forma de gobierno representativo, donde el poder se delega en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el esto.  En esta república representativa, el poder está separado en tres funciones –ejecutiva, legislativa y judicial- que entre sí se equilibran y restringen, en un ejercicio de frenos y contrapesos.   Este juego de balanceo tiene como supremo decisor a la cabeza del poder judicial, esto es, a un tribunal contramayoritario no surgido de la elección popular, al que le corresponde establecer en última instancia si los actos de los otros dos poderes se ajustan  a la constitución, pudiendo anularlos en caso  de no resultar así.

El “populismo” es una forma de gobierno donde el  líder, un césar ungido por elecciones prácticamente plebiscitarias,  concentra en su persona todo el poder, aunque las tres funciones clásicas permanezcan nominalmente separadas y representa al pueblo todo de una manera unipersonal y absoluta.  El populismo es la forma de democracia que más ha prevalecido   nuestra ecúmene hispanoamericana, que otros llaman América Románica. La democracia liberal, esto es, la república representativa,  nunca llegó a cuajar del todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y países –como hoy Uruguay, Chile o Costa Rica- en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz del constitucionalismo clásico que perfila las instituciones republicanas. Pero la "intrahistoria", el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios del Estado de Derecho liberal.

 

Cuando uno se pregunta el porqué de aquella inadecuación institucional, aprecia que, bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. La institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. En América hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto por la autoridad del monarca  comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan  al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico  es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía: la monarquía absoluta es la representación absoluta.  Aquellos Borbones que gobernaron la América española eran “déspotas ilustrados”, cuya fórmula era: "todo por el pueblo, sin el pueblo", representantes absolutos de un pueblo  por el que sentían a la vez atracción y desprecio, y hacia el cual, pedagógicamente, para sacarlos de la “noche de ignorancia”,  volcaban su acción de gobierno.

 

Nuestra constitución sociológica, aquella que somos más bien que aquella que tenemos, tendió a concentrar en el “jefe supremo de la Nación”, titular del Poder Ejecutivo,  del poder activo, el manejo omnímodo de las funciones clásicas de gobierno.  Al consolidarse la “república liberal” así lo consumó Julio Argentino Roca,  sirviéndose de nuestro primer partido hegemónico, el Partido Autonomista Nacional.   La democracia cesarista, movimientista y plebiscitaria acompañó las mareas populares del siglo XX, yrigoyenismo y peronismo.  Y ese populismo movimientista ha permanecido subyacente al proceso político iniciado en 1983, desde el “tercer movimiento histórico” con que ensoñó Alfonsín –que también propiciaba una reforma reeleccionista de la constitución “del tiempo de las carretas”- hasta el populismo cristinista del presente. En cuanto a la Corte Suprema como barrera a demasías del poder  populista, mediante la justicia constitucional, debe reconocerse que, pese a la vulgata de los manuales del ramo, ha funcionado preponderantemente como suprema instancia legitimatoria de la acumulación de  aquel poder activo.  Se la descabezó  por el juicio político una vez, preventivamente, en 1947 y otra vez, como castigo, en  2003. El “efecto demostración” fue contundente.

 

Volvamos a Laclau.  El conflicto principal, a su juicio, como vimos, se libra entre institucionalismo y populismo. Las instituciones –dice- no son neutrales. El institucionalismo, a través del órgano representativo, el Congreso, ha sido un medio “a través del cual el poder conservador se reconstituía”. Es un mecanismo “que tiende a impedir procesos de la voluntad popular”.

 

Pero tampoco es cuestión, para Laclau, de impugnar  la representación política. Buena parte  de la charla se dedica a rebatir  a los “antirrepresentativistas”. En otras palabras, a Juan Jacobo Rousseau - de cuyo nacimiento, dichos sea de paso,  se cumplen trescientos años-  al que muy a fondo puede criticarse, pero que dejó una afirmación difícil de refutar:  como la voluntad no se representa ni puede delegarse, la voluntad de los representantes no es la voluntad del pueblo.  Para Laclau el representante no es un simple transmisor de la voluntad del pueblo,  porque el pueblo no tiene capacidad para conformarla. El representante es el que le da forma y no sólo eso, sino que la constituye:  ”va constituyendo  también una voluntad colectiva de tipo nuevo”.  El representante “constituye” el interés y voluntad de sus representados. Los mediadores de esa voluntad entre la masa representada y el representante no son, o no son primordialmente, pues, las instituciones representativas clásicas, sospechosas de querer conservar el status quo. Mantener la lucha política en el seno de “las instituciones existentes” –postular candidatos a  diputados o senadores- está errado; más aún, es un “peligro”, según Laclau, que lo denomina “reducción estatista”. Según  nuestro autor, las “nuevas fuerzas” sociales que surgen al calor del populismo “tiene que ir sectando formas institucionales propias”. Destaco este verbo “sectar” que Laclau incorpora  a nuestra lengua, talvez con un acto fallido, pero se entiende, y más cuando en otro lugar ejemplifica con las “misiones en la Venezuela actual”. Se refiere a las “misiones sociales”, a las cuales Chávez pretende otorgarles rango constitucional[2]. Traducido a términos locales: la Cámpora, Kolina de Alicia Kirchner,  Emilio Pérsico con el “Movimiento Evita”, Luis D’Elía con “Federación Tierra y Vivienda” y "Miles",  Milagro Sala con “Tupac Amaru” y demás “sectarios”, en tanto manifestaciones del clientelismo político y  social amparadas por el Ejecutivo, serían los mediadores, las “formas articulatorias y hegemónicas”  entre ese pueblo incapaz de manifestar su voluntad y el representante. ¿Y quién es el sumo representante, el supremo constituyente de la voluntad del pueblo?  La respuesta es fácil: la figura líder.  Que debe tener omnipresencia, para lo que Laclau  señala que “es absolutamente central que la Ley de Medios  se aplique regularmente el 7 de diciembre”.  Por eso Laclau cierra su exposición declarándose, por una vez en la vida, “realmente optimista”.

 

En síntesis, el líder tiene la representación absoluta del pueblo. El pueblo no sabe conformar una voluntad y hay que constituírsela. Intermediarios hegemónicos cuasi institucionales resultan, principalmente, las redes clientelares adictas. Todos por el pueblo. Un pueblo que no sabe lo que quiere –no puede expresar una voluntad- y al que no hay nada que preguntarle. Un líder que, al contrario,  sabe todas las preguntas y tiene todas las respuestas. Un monócrata. Un “egoarca” repetido por cadena oficial, propiamente hablando. 

 

“Todo por el pueblo, sin el pueblo”. Laclau confirma nuestra sospecha de que estamos ante un renuevo de aquel “despotismo ilustrado” de los comienzos, quizás algo desprovisto de lustre. Aquel despotismo dieciochesco y este retoño posmoderno requieren una fortísima concentración de poder. Un texto del siglo XVIII -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta necesidad:

"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".  Laclau podría desempolvar el texto.

 

Chávez  es un egoarca modélico,  caricatura del déspota de semilustre, con  antecedentes como Juan Vicente Gómez (1910-1936), ese "dictador necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular el "cesarismo democrático" como forma política básica continental. La egoarquía conduce, en nuestros países, a una fase superior del subdesarrollo político para el siglo XXI.

 

Pero también el constitucionalismo clásico, y su avatar el neoconstitucionalismo  de jueces activistas, esto es, tanto el Estado de Derecho clásico, centrado en la ley, como el Estado Constitucional judicialista,  manejan categorías en crisis. El constitucionalismo clásico no pudo salir de su paradoja: nacido polémicamente para enfrentar el poder del rey absoluto, se transformó en un mecanismo para contener y cercenar el poder de las mayorías. El neoconstitucionalismo coloca a los tribunales constitucionales contramayoritarios –nacidos de la revisión judicial norteamericana, destinada a contener los desbordes mayoritarios- como “guardianes de Platón” de un núcleo de principios y valores indecidibles por el voto democrático.

 

La crisis de la representación política –los representantes son autorreferenciales: se representan a sí mismos y la clase política a la que pertenecen- y el fracaso de la separación “geográfica” de poderes para contener las demasías del  Ejecutivo no  pueden cuerpearse  por medio de constantes invocaciones a cómo debería funcionar idealmente la vida política, dejando perpetuamente mensajes en una especie de Muro de los Lamentos jurídico.  No olvidarse  que Chávez llega al poder por la corrupción ínsita en el pacto bipartidista adeco-copeyano.

 

La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, resulta en verdad su culminación.

 

Suelo repetir que a la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está.  Pulverizados nuestros partidos políticos a partir de 2002, el pueblo no se encuentra ni en el partido único de los políticos profesionales ni en las organizaciones clientelísticas que llevan su paquete electoral de ofrenda al  egoarca.  Se ha desarrollado una masa de compatriotas reducidos vivir de la asistencia y la dádiva gubernativa. Por naturaleza ya no se pertenecen a sí mismos sino a otros, a los que les dan, y esta es la definición de la esclavitud que hace dos mil cuatrocientos años formuló Aristóteles. Un pueblo se compone de seres libres. No necesariamente prósperos, pero libres.

 
Los problemas nodales del derecho político actual pasan por el reinvento de la
 democracia participativa ante la crisis de la representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer contrapoderes al poder, visto el fracaso de la "separación de poderes" y del "contrapoder antimayoritario" de la justicia constitucional. El problema político inmediato es cómo limitar el  poder activo, que tiende a ser omnímodo,  del egoarca populista. Para eso, lo primordial es encontrar al pueblo. Hasta ahora, sólo aparecen las grandes movilizaciones como obstáculos quizás efímeros a las demasías, pero que apuntan a una participación que al momento no halla, pero exige,  otros canales expresivos


[1] ) Texto según “Perfil del 14/X/12
[2] ) “¡Las misiones sólo son posibles en el socialismo! En verdad son un gran invento del Socialismo del siglo XXI” (De “PatriaGrande”, “la revista digital del ALBA”, 19/04/12 en www.patriagrande.com.ve



 

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