domingo, julio 02, 2006

SOBRE LA VERDAD EN EL DERECHO Y EN EL “ESTADO CONSTITUCIONAL

Luis María BANDIERI

En el suplemento de Derecho Público de elDial.com, del 20 de junio ppdo., Walter F. Carnota nos ofrece una breve, pero interesantísima nota sobre “El problema de la verdad en el Estado constitucional”. El punto de partida es la traducción castellana de la obra “Verdad y Estado Constitucional”, de Peter Häberle (UNAM, México, 2006).

Una frase de Xavier Zubiri puede servirnos de inicio: “la verdad –decía el filósofo- envuelve una nube de problemas”[1]. Problemas, añado, que los juristas no estamos en condiciones de resolver. Porque, ante todo: ¿es la verdad un problema nuclear del derecho, en el que deban concentrarse los juristas? Más concretamente, ¿hay una “verdad constitucional” o una verdad en el Estado constitucional a la que deban apuntar los constitucionalistas? Adelanto que mi respuesta a ambas preguntas es no. Creo que esta cuestión de la verdad en el derecho resulta de un yerro filosófico que se ha colado en el pensamiento jurídico, lo que merece amplio escrutinio y debate.

La “verdad” procesal

En el principio –Häberle lo apunta y Carnota lo recoge- fue la llamada “verdad” procesal. Los procesalistas nos servirán de inicial chivo expiatorio. Porque, en el campo del derecho, han sido ellos los primeros en afirmar que el proceso persigue la verdad material e histórica de los hechos, reconstruidos a través de las pruebas, a fin de pronunciar, consiguientemente, una sentencia de mérito, esto es, decir el derecho.

Pero ¿puede hablarse de una “verdad” judicial? En otras palabras, ¿los juicios llevados ante la administración judicial conducen a establecer una "verdad"?

En el lenguaje forense, reflejado en pronunciamientos constantes de nuestra Corte Suprema de Justicia y tribunales inferiores, se distingue una verdad formal de una verdad material o verdad jurídica objetiva. Esta última debe prevalecer sobre la primera o, en otra formulación, la verdad formal sólo vale en la medida de su ajuste a la verdad material. Cuando, en el foro judicial se habla de “verdad material”, se formula una referencia a la “verdad” de los hechos del caso que han sido reconocidos jurídicamente como tales, esto es, que han resultado acreditados –“probados”- luego de pasar por las condiciones que las normas de procedimiento fijan para otorgarles tal condición y consiguientes efectos. En cambio, cuando se habla de “verdad formal”, se hace referencia a circunstancias que se suponen acaecidas por cumplirse ciertas condiciones fijadas por las normas de procedimiento, a partir de contingencias sucedidas en el propio proceso (silencios, ausencias injustificadas, transcurso de plazos, etc.), que permiten tener por acreditadas aquellas circunstancias, otorgándoles, por ministerio de la ley, los consiguientes efectos. La obvia consecuencia, recogida por la doctrina de nuestros tribunales es que si la verdad formal prevalece sobre la material o no se ajusta a ella, el pronunciamiento judicial dictado en consecuencia puede quedar descalificado por “exceso ritual manifiesto”, que lo tornaría arbitrario y caprichoso. En otros términos, nuestra jurisprudencia está conteste en que, dado un caso, el juez debe tener en cuenta, primordialmente, la “verdad material” acreditada en la causa, para el reparto justo de la cosa disputada.

Por cierto, esta jurisprudencia no pretende pronunciarse en la ardua cuestión filosófica sobre la verdad y lo verdadero. De todos modos, los conceptos de “verdad material” y “verdad formal” se remontan a la filosofía, desde donde han sido trasladados al uso de los tribunales. Leibniz distinguía entre “verdades de razón” y “verdades de hecho”. Kant, a su turno, diferenciaba una verdad “formal”, por una parte, en donde la concordancia entre el entendimiento (mente, pensamiento, conocimiento) y la cosa (ente, objeto, hecho) se produce sobre la base exclusiva de los principios lógicos, con abstracción de la cosa misma y, por otra parte, una “verdad material”, en la cual la concordancia se produce sobre la base de una presencia mental de la cosa. Esta distinción kantiana opera a partir de la concepción de la verdad como concordancia o conformidad del entendimiento con la cosa. En la escolástica tradicional se agregaba la concordancia o conformidad de la cosa con el entendimiento (la cosa, en cuanto cognoscible se presenta al entendimiento), distinguiéndose así entre una verdad lógica y una verdad ontológica. Desde luego que en el debate filosófico sobre el punto existen otras posturas, incluso aquellas que niegan la posibilidad de tal concordancia, correspondencia o conformidad, pero aquí importa tan sólo circunscribir el horizonte filosófico desde el cual se ha diseñado la distinción jurídica entre verdad material y verdad formal.

Certum y verum

Ahora bien, si se examina de cerca el laboreo forense, se observa que en los procesos se busca y obtiene un certum, es decir, se tienen por ciertos hechos y circunstancias, de los que se desprenden consecuencias jurídicas. Se trata de certezas de sentido común o de alta probabilidad (en el caso de las pruebas "científicas", como las huellas dactilares o el examen del ADN). Pero, propiamente, no se establece y declara la "verdad" de tales hechos y circunstancias. La cuestión de la “verdad” judicial, material o formal, surge después, cuando se trata de ponderar la consistencia real de lo tenido por cierto, y el modo de obtenerlo. Me parece que subyace aquí la confusión poscartesiana entre verum y certum, como viera muy claro Juan Bautista Vico. Para el filósofo napolitano, la conciencia de lo cierto, que se remite al sentido común del género humano y a la naturaleza de las cosas, y se funda en la autoridad del precedente y de lo que generalmente sucede, nos aclara los sucesos pasados y presentes en la variedad de lo particular y contingente, sujeto al incertísimo arbitrio del hombre. La ciencia de lo verdadero, en cambio, apunta por la razón al conocimiento de lo universal y necesario. Lo cierto es verdad oscura y lo verdadero, certeza aclarada. La verdad de ciencia pertenece sólo íntegramente a Dios. Al hombre le es propia; en cambio, la verdad de conciencia, que resulta la certeza o lado humano del saber divino. En el mundo histórico y civil, lo cierto y lo verdadero se presentan, necesitan y refuerzan simultáneamente. Según la fórmula viquiana, se debe inverare il certo e accertare il vero, esto es, “verificar” lo cierto y “certificar” lo verdadero, en el sentido literal de ambas expresiones.

En el campo de lo forense, especialmente en el desempeño procesal y a partir de las pruebas, se adquieren certezas, no verdades. Certezas de sentido común, obtenidas dialógicamente a partir de lo generalmente aceptado. Una declaratoria de herederos o una sentencia condenatoria de un criminal resultan declaraciones de obtención de certezas, luego de verificarse ciertos extremos, de las que se sigue una decisión de mérito, que concreta lo justo del caso. No son declaraciones de “verdad”, sino de lo que se ha tenido por cierto. Estas certezas eslabonadas conforman la coherencia interna del discurso de la administración judicial. Lo certum certifica un verum, contenido en la sentencia definitiva, que asegura desde entonces las consecuencias jurídicas de tal decisión. La autoridad de este verum, según la distinta fuerza que el precedente tenga en los diversos sistemas jurídicos, se constituye, a su vez, en lo certum invocable en casos análogos. En última instancia, aquel verum es lo verdadero “kairológico” –del griego kairós, ocasión-, una verdad que vale sólo una vez, para el caso en cuestión, sin perjuicio de su proyección, desde el campo de lo cierto, con autoridad de precedente. Desde luego, el derecho, como disciplina, a través de la profundización teórica de sus diversas ramas y, especialmente, por el ahondamiento de la filosofía jurídica, se incorpora a la “ciencia de la verdad” (en las dimensiones lógica y ontológica de esta última) y la matiza desde su campo específico. Su dilucidación de principios universales resulta a su vez, por vía de autoridad, fuente del certum forense, en la perpetua interacción de lo verdadero y lo cierto. Pero, repetimos, no puede proclamarse, más allá del alcance ocasional apuntado, que la actividad de la administración judicial –como, en general, la de cualquier función del Estado- sea dispensadora de “verdad”. En este sentido, Carnelutti estableció claramente que el proceso no tiene por objeto conocer la verdad de los hechos, sino su fijación formal, a fin de lograr una composición justa del conflicto subyacente, dando a cada uno lo suyo en lo disputado[2]. No es lo verdadero sino lo justo lo que está en juego en el proceso judicial y en todo actividad propiamente jurídica.

Pasemos del ámbito forense al legislativo. Allí tampoco se persigue proclamar una verdad. La política procura establecer la concordia, la amistad pública, a fin de que pueda alcanzarse la “vida buena” en la morada común. En la base de las leyes y de las constituciones está el “principio de la soberanía del pueblo”, al que se refiere el art. 33 de la CN; esto es, una voluntad que decide y no un intelecto que indaga. Y la voluntad general, presente en todos aunque sólo la exprese la mayoría, según el postulado rousseauniano, sanciona la ley, pero –como resulta de la lectura del ginebrino- nunca la verdad. En el nuevo nomos de la Tierra, que nos rige desde la segunda mitad del siglo pasado, en donde la soberanía del pueblo está subordinada a lo humanitario, y el núcleo duro no reside ya en el derecho constitucional de los Estados sino en un corpus constitucional cosmopolítico que define los estándares universales para la vida de las sociedades, no se trata tampoco de establecer una verdad sino de volver operativo lo que Bobbio llamaba el derecho de todo hombre a ser tratado como amigo y no como enemigo.

La cuestión de la verdad, ahora y aquí

Häberle entiende que en este nomos de la Tierra y, más concretamente, en el Estado constitucional europeo, se conforma el foro adecuado para la cuestión de la verdad, cuya búsqueda debe ser uno de los valores a procurar por el derecho. No porque existan -dice nuestro autor- “verdades absolutas, acabadas”, a proclamar e imponer por los juristas. Sino porque, de un lado los derechos fundamentales, entendidos como “libertades culturales”, y por el otro la democracia, entendida como el medio que permite derribar gobiernos sin derramar sangre, establecen el espacio de un consenso cultural libre y seguro, apto para la búsqueda de aquella verdad. Aquí entra a jugar el “pluralismo crítico” en la sociedad abierta, según Popper. La verdad objetiva debe buscarse por medio de la expresión de múltiples teorías –cuantas más, mejor-, todas ellas sujetas a refutación empírica (“falsación” , en la terminología de Popper) en un cruce donde la única condición es no mentir. De ese modo, a través de un proceso incesante de ensayo y error, podrían morir las hipótesis, las teorías, no las personas.

En síntesis, para el profesor de Bayreuth, la Unión Europea –la “casa europea”- configura una realización histórica de la “sociedad abierta” en cuyo ámbito – que es el de un “Estado constitucional”- puede buscarse la verdad a través del juego del “ensayo y error” de hipótesis refutables, lo que permitiría, idealmente, reconocerla algún día.

Veamos cómo se concreta y configura esta sociedad abierta y este pluralismo en nuestro ahora, la posmodernidad, y en nuestro aquí, la “casa latinoamericana”, diversa pero no antitética, en este punto, de la “casa europea”. Lo que atravesamos es el sufrimiento y la resignación por un pérdida general de sentido de la vida, que solemos expresar con los términos “nihilismo”, “relativismo”, etc. La cuestión de la verdad no ha escapado a este incontenible proceso y lo que antes de la crisis epocal podía expresarse como aproximaciones múltiples a la verdad de la realidad y a la realidad de la verdad, se fragmenta hoy en tantas microverdades subjetivas como individuos existen. “Mi verdad”, “tu verdad”, “cada uno con su verdad” es el lenguaje comúnmente aceptado en el primer, más inmediato y casi único nivel de reflexión del hombre contemporáneo sobre sí mismo, que son los media. De un punto de vista ideal, esta situación parecería constituir un buen punto de partida para las disputas teóricas en la sociedad popperiana. Sin embargo, un estado de continua deliberación entre hipótesis puede darse sólo en ámbitos –el académico, por ejemplo- donde no deban tomarse jamás decisiones. Aun en tal espacio ideal se descubre que las teorías son más reacias a morir de refutación o “falsación” de lo que Popper suponía. Los investigadores científicos de las “ciencias duras” (física, química, biología, etc.) ven todos los días refutadas por alguna situación inédita las previsiones de sus hipótesis, pero siguen manteniéndolas en la confianza de poder comprender esas situaciones de otro modo y ajustarlas a aquéllas. Cuando Albert Einstein entrevé su teoría de la relatividad, ésta aparecía refutada por numerosos hechos, hasta que esos hechos pudieron recibir una explicación dentro de la nueva teoría (pero, según Popper, Einstein debió abandonarla a la primera “falsación”). En cuanto a las “ciencias blandas” (politología, derecho, historia, etc.), la falsación de una hipótesis al primer hecho contradictorio, situación corriente atento la complejidad del material examinado, las habría dejado eternamente fijadas en la cuna (en cuanto a los historiadores, que tratan del pasado, sería absurdo exigirles hipótesis predictivas del futuro). En fin, las hipótesis suelen exponerse como a Popper le sulfuraba que lo hicieran los sostenedores del marxismo o del psicoanálisis, esto es, sin plantear otra alternativa que pueda desmentirlas. Ahora bien, fuera de estos espacios de pura deliberación, que presentan los inconvenientes apuntados, la vida ordinaria se desenvuelve mayormente en otros donde resulta imprescindible tomar en algún momento decisiones. Así los políticos, los legisladores, los jueces, etc. Estas decisiones no pueden esperar ese momento, que quizás nunca llegue, en que la verdad pueda al fin reconocerse en el cementerio de las teorías refutadas. En las arenas movedizas de la época, se trata de establecer algún punto más o menos firme. El que aparece más a propósito es el derecho cosmopolítico que abarca a todo integrante de la especie humana por el solo hecho de su pertenencia a ella, cuyo núcleo son los human rights. Alguien debe organizar este mundo desnorteado y, por lo tanto, hemos descargado esa tarea en los jueces, dándoles por tablas de la ley los derechos humanos. Como, a su vez, tenemos que encontrar un fundamento a la paradoja de que, en un mundo donde todo es relativo, depositemos un absoluto en las providencias de las oficinas judiciales, hemos establecido que tales decisiones deben considerarse ornadas con la aureola de la verdad.

Dice Carnota, al respecto, que “la política de derechos humanos que encarnan los tres órganos del poder del Estado argentino se orienta hacia la obtención de la verdad”. Parecería que todas las funciones de nuestro Estado constitucional deben, primordialmente, buscar y afirmar la verdad. Me permito disentir y veo allí más que una afirmación un diluyente de la arquitectura constitucional y de los derechos fundamentales. Más aún: a mi juicio resulta cuestionable y peligroso que cualquier función del Estado se considere fuente de “verdades” y se arrogue establecerlas.

Los llamados “juicios de la verdad”

Una manifestación de lo que Carnota señala tuvo lugar en los "juicios de la verdad", desenvueltos ante nuestros tribunales penales federales. Resultaron de una creación pretoriana, fundada en el art. 75, inc. 22 de la CN, que incorpora los pactos internacionales vigentes acerca de los derechos humanos otorgándoles jerarquía constitucional y carácter complementario a las declaraciones de derechos y garantías; de la recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en la causa “Aguiar de Lapacó” y la doctrina establecida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Urteaga, Benito”. Se reconoció legitimación a las víctimas de hechos ocurridos durante la guerra civil, especialmente durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1982), sus parientes y diversas organizaciones interesadas, para tratar de obtener “la verdad” de lo acaecido, por medio de la intervención de magistrados, a través de procesos que asegurasen la inmediación y publicidad necesarias para el ejercicio de la memoria colectiva. Si de esta averiguación de la "verdad" surgen autores de los hechos, atento la imprescriptibilidad de los delitos cometidos, los tribunales actuantes pueden mandar instruir los sumarios penales pertinentes, conforme la inconstitucionalidad de las leyes de “obediencia debida” y de “punto final” declarada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso “Simón” y su antecedente “Arancibia Clavel”. Se constituyó, por lo tanto, a la agencia judicial en historiadora de una serie de hechos sobre los cuales debía declarar la "verdad", después de una recopilación de antecedentes realizada con el rigor hermenéutico que, a los jueces, exigen los códigos de procedimiento. No había plazo para el desenvolvimiento de estos juicios y se realizaban por medio de procesos orales y públicos en sede penal, ya que tenían relación con presuntos delitos, aunque no se tratase del ejercicio de una acción penal. En los hechos, se procedía al requerimiento y secuestro de documentación, recepción de declaraciones testimoniales (en algunos casos, los testigos considerados renuentes fueron objeto de arresto, pronunciándose luego la CSJN en contra del ejercicio de esta facultad por los tribunales), pericias (especialmente de antropología forense), etc.

Nadie duda del derecho subjetivo de los familiares de las víctimas de la represión y de la tortura y, en general, de aquella guerra civil (de todas ellas, y no sólo de una selección que se considere apropiada) a conocer las circunstancias en que se produjo la muerte de sus deudos, hallazgo de sus restos, etc. Lo que se denomina la elaboración del duelo requiere la mayor certeza sobre lo ocurrido y sus circunstancias, para ir desinvistiendo estas últimas, progresivamente, de la presencia del ser amado, amenguar el dolor y arroparlo en la compasión, en la pietas. No tiene aquel derecho formulación legal, pero ya Antígona invocó frente a Creonte y las leyes de la ciudad otras no escritas, inmortales, que incluyen claramente este caso. Ahora bien, el obligado por ese derecho no es aquel que intervino en la violencia, o la consintió, que se encontraba –momentáneamente al establecerse esta doctrina pretoriana- fuera de la persecución penal. No lo es tampoco el Estado, obligado a reparar el daño, si cabe. La agencia judicial, por la propia lógica de su organización, llamada a pronunciar una "verdad" para la que no es competente ni está en sus posibilidades declarar, terminó por desarrollar un sucedáneo de acción penal contra los presuntos victimarios, que ha desembocado ahora en juicios propiamente dichos. Volens nolens, acabó intentando infligir un daño a los victimarios presuntos, en nombre de las víctimas. Involuntariamente, también, ahondó y ahondará el dolor de los familiares, que son considerados, en última instancia, como otros tantos instrumentos para llegar a pronunciar la "verdad". Obteniéndose así el cierre de la posibilidad informativa, de los sinceramientos y de la obtención de algún grado de certeza, para la elaboración del duelo y su efecto catártico. Reparar, aun imperfectamente, los daños crueles de una guerra civil, no significa recrearla bajo su ruido y su furia en los tribunales. La agencia judicial no tiene por objeto establecer la "verdad” histórica de nuestras luchas fratricidas y, en el caso especial que comentamos, puede contribuir a mantener el daño por otros medios. Como sostuve oportunamente[3], en otro foro, el de la mediación, por ejemplo, donde los sufrimientos de las víctimas e, incluso, el arrepentimiento de los victimarios podrían haber encontrado su cauce, donde vocablos como reparación y reconciliación tienen otros alcances que el que se les da en los tribunales y donde el conflicto es manejado en su dimensión privada y bajo confidencialidad, la necesidad de certeza podría haber recibido respuestas más satisfactorias, aunque menos ruidosas, y las heridas emocionales haber encontrado un alivio.

Lo cierto es que, por medio de juicios que no eran juicios propiamente dichos, buscando afirmar verdades históricas que no pueden hallarse por esa vía, se convirtió a los jueces en historiadores infalibles, con el agregado de su imperio coactivo, con el que no cuentan –por cierto- los historiadores de profesión. No sólo, de este modo, se juzgan personas imputadas de delitos, lo que sí es propio de los tribunales, sino que se juzga inapelablemente la historia, fijando de manera pétrea una “verdad” de los hechos, lo cual no sólo es impropio del ámbito forense y jurídico en general, sino que constituye –seguramente de modo imperceptible para sus ejecutores- una forma de imposición totalitaria bajo la toga judicial y envuelta en el lenguaje técnico del derecho.

No se trata sólo de una particularidad argentina. Kosta Cavoski[4] señala cómo el Tribunal Penal Internacional (TPI) para los crímenes en la antigua Yugoslavia ha establecido como adjudicated facts –hechos judicialmente determinados-, que sirven de precedentes a otros fallos, una serie de hechos históricos, como, por ejemplo, “que desde la caída de Constantinopla la cambiante frontera entre católicos e islámicos pasaba por Bosnia o sus alrededores”. Más aún, dice este autor, en ocasiones no sólo el TPI ha escrito la historia sino que también la ha corregido. Así, ha establecido como fundadores de la antigua Yugoslavia (antes Reino de Servia, Croacia, Eslovenia) a Montenegro y Bosnia-Herzegovina, aunque, señala Cavoski, ninguno de estos países intervino a título de tal en la unificación ni, a ese momento, existían como Estados. Para evitar toda suspicacia, ya que este tema alimenta de inmediato las teorías de la sospecha, añado que Kosta Cavoski, profesor de la Universidad de Belgrado, fue un destacado intelectual en la oposición al mariscal Tito en los años 70/80, primero, y luego a Slobodan Milosevic.

Podemos entrever a esta altura cuál es el real funcionamiento, aquí y ahora, del “pluralismo crítico” popperiano y de su prima hermana la “acción comunicativa” de Habermas, que forman el zócalo de la postura de Häberle. No hay un intercambio comunicativo libre y abierto entre personas libres y pensantes, mediante razonamientos que resultan siempre pertinentes y convincentes por sus virtudes intrínsecas. No se da un amable e intenso choque de teorías, que van cayendo gentilmente a medida de su refutación empírica. El campo comunicativo tiene como regla suprema la manipulación a toda escala. La opinión pública ha sido reducida, para usar una frase borgesiana, a “superstición estadística”. Una fraseología emanada del “pluralismo crítico” y de la “acción comunicativa” se utiliza para discernir quiénes son los “buenos” incluidos y quiénes resultan los “malos” excluidos de los beneficios de la comunicación masiva. Hay más aún, como venimos de advertir: a determinado nivel de la comunicación, y sobre temas determinados, se pone en marcha un aparato, la agencia judicial, a la que se le encarga el cierre de la discusión, la clausura del discurso, mediante la imposición imperativa de una “verdad” que hace cosa juzgada.

Consenso vs. concordia

Fuera del ámbito de la “verdad” judicial, la otra forma de clausura de la discusión y de escamoteo de la participación plena en los asuntos públicos, resulta de la verdad manufacturada por “consenso”. Sobre un arco de cuestiones de nuestro tiempo –aborto, matrimonios homosexuales, donante cadavérico presunto, para citar algunas- se establece a través de la manipulación mediática, que fija temarios, agendas y discursantes, una suerte de acuerdo o consenso que, como “verdad” indiscutible, es sancionada luego por los cuerpos legislativos. La verdad, en este caso, no surge de la sentencia como acto de poder sino de la ley, transfigurada en portavoz de lo verdadero. Resultan “verdades” fingidas, surgidas de poderes indirectos, impuestas por la manipulación y promulgadas por una clase política interesada sólo en su autopreservación. El que disienta con ellas queda confinado a una especie de parque jurásico donde deambulan los que no fueron convidaos al consenso. Bajo la expresión “acuerdo” o “consenso” sobre verdad de una cuestión, se oculta una fabricación de homogeneidad. La homogeneidad, uniformidad o unanimismo, como señalara acertadamente Julián Marías[5], es siempre impuesta y desconoce o falsifica la verdad. Este “consenso” es lo contrario de la concordia. La concordia, la philía de los griegos. que opera como cemento de la convivencia, exige la verdad como algo común entre quienes conviven. Esa verdad, como decía el teólogo suizo Hans Urs von Baltasar, es parangonable a una sinfonía, en la que se percibe el máximo de unidad con el máximo de diversidad instrumental. Las tensiones y disonancias internas dan como resultado lo sinfónico y no lo cacofónico. El “consenso” homogeneizador, en cambio, lleva como marca de fábrica la monotonía de la uniformidad.

Estas “verdades” judiciales, así como la “verdad” constitucional de Häberle, manifiestan una vocación irradiante. El Estado constitucional, tal como lo plantea el profesor de Bayreuth, ofrece un modelo que, ya desarrollado en Occidente, tiende a la expansión unitaria por el planeta de un constitucionalismo cosmopolítico que siente las bases de una “organización unitaria del poder humano”, como la llamó Carl Schmitt[6], en el que acaben uniformándose las pluridiversidades subsistentes a partir del derrumbe de los modelos de derecho público centrados en el Estado nación. Uno de los grandes problemas que afronta esta tendencia -lejos de alcanzarse todavía- es la dificultad de encontrar un factor cohesivo en lo social y en lo cívico para los individuos integrados en aquélla. Excluidas por principio las referencias a dimensiones naturales y existenciales, como la etnia, la lengua, la historia común, se propone, a partir de la fórmula habermasiana del “patriotismo constitucional”, la adhesión voluntaria a una patria imaginaria, sin tierra de referencia, vinculada a un texto, la constitución cosmopolítica, cuyos valores proclamados o implícitos, conforme las declaraciones universales y continentales de derechos humanos, deben considerarse de extensión planetaria. La manera de remachar definitivamente estos valores es su proclamación como “verdades” forzosas e indispensables, tal cual se ha visto.

¿Los jurisconsultos llamados a silencio?

La “verdad” judicial, la “verdad” constitucional, tienden a allanar los caminos hacia la homogenización en un constitucionalismo cosmopolítico. Que encierra, a su turno, una interesante paradoja, ya que en sus fundamentos ideológicos se encuentra, por un lado, la inclinación hacia el relativismo gnoseológico y ético y, por otra parte, a partir de su sistema de verdades establecidas e impuestas, se proyecta hacia lo que el filósofo francés Alain llamaba “ese temible amor a la verdad”, otro nombre del fanatismo. Que no se manifiesta en una guerra santa, en una jihad, porque los valores a cuya adhesión convoca, con ser en muchos casos importantes, no resultan intensamente cautivantes, como los derivados de las creencias religiosas, de los sentimientos patrióticos o cual lo fueron, en su tiempo, las soflamas de las ideologías. Por lo tanto, aquellas “verdades” han reclutado su alto y bajo clero principalmente entre los juristas, hombres de sentencias, de libros y dictámenes. Carl Schmitt solía recordar la invocación de Alberico Gentile contra los teólogos de la guerra justa, discriminatoria y punitiva: “Silete theologi in munere alieno!”, callen, teólogos, en una materia que les resulta ajena. A los juristas, sobre todo desde que, a partir de las operaciones “humanitarias” en Kosovo hasta el presente, la guerra prescinde en absoluto de nosotros[7], pero seguimos siendo los oficiantes de aquellas “verdades” sobre las que aquí discurriéramos, pronto nos habrán de gritar, como anunciaba el mismo Schmitt: “Silete, jurisconsulti, in munere alieno!”
















[1] ) “El Hombre y la Verdad”, Alianza, Madrid, 1999
[2] ) “El proceso se desenvuelve para la composición justa del litigio”, Carnelutti, Francesco, “Instituciones de Derecho Procesal Civil”, ed. Harla, Buenos Aires. 1997, p. 71
[3] ) “Juicios de la Verdad: el primer muerto”, La Nueva Provincia, 17 de noviembre de 2002.
[4] ) “Juger l’Histoire”, en Krisis, París, enero 2005, p. 87-
[5] ) “Tratado sobre la Convivencia”, ed. Martínez Roca, Barcelona, 2000.
[6] ) “La Unidad del Mundo”, Madrid, 1951, p. 16
[7] ) Al respecto, recomiendo el reciente libro de Danilo Zolo, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Florencia, titulado “La Giustizia dei Vincitori –da Norimberga a Baghdad”, La Justicia de los Vencedores, de Nuremberg a Bagdad, ed. Laterza, Roma, 2006. Su conclusión es que, hoy, solo la guerra perdida es un crimen internacional.
James Neilson dice bien que el autor del famoso poema -que tampoco es un poema- als die Nazis die Kommunisten holten fue el pastor Martin Niemöller, ex oficial submarinista de la Primera Guerra y, al principio, simpatizante del nacionalsocialismo, y no Bertolt Brecht. Brecht era comunista y no podía decir que cuando buscaron a los comunistas no le preocupó. Por otra parte, a mi juicio, Bertolt es un falso prestigio. Pero esto lo digo, quizás, porque yo tampoco soy comunista. Als sie mich holten...ya se sabe

sábado, julio 01, 2006

Perdimos por penales con la filosófica Alemania pero yo el champagne me lo tomé lo mismo. Como decía Napoleón, se lo merece uno en la victoria y lo necesita en la derrota.

¿Cómo es que Dom Perignon no ha sido elevado a los altares?

Fórmula para ganar los partidos de fútbol. Suponiendo que sea "x" el coeficiente de calidad de nuestro equipo e "y" el coeficiente de calidad del equipo contrario, y llamando "z" a nuestro coeficiente de adversidad
(que Abbondazieri se pegue golpazo en la cresta ilíaca, p. ej.) la fórmula triunfante es
(x-y) - z = 0
Se la propondré a Carlos M. Marschoff