sábado, febrero 18, 2006

El artículo que hoy publica "La Nación", firmado por Abel Posse, por fin pone las cosas en su lugar respecto del conflicto con la Banda Oriental por las fábricas de pasta de celulosa. Posse afirma una perogrullada que escapa al belicismo verbal del gobernador Busti -"ave de pico encorvado le tiene al robo afición"-, del canciller Taiana (un posmonto que cree quela diplomacia consiste en gritar la guerra por otros medios) y de las agachadas del Sacristán presidencial. Y la afirmación avalada por el doctor Perogrullo es la siguiente: los argentinos no podemos prohibirle a los uruguayos que instalen en su territorio lo que en nuestro país existe en numerosas localidades, esto es, fábricas de pasta de celulosa. Podremos ponerles condiciones, porque resultarán ribereñas de un río común, el Uruguay. Pero, para conseguir ese resultado, ni la continuación de las vías de hecho -el piquete fiestero de los "asambleistas" como picnic custodiado por Gendarmería- ni la alternativa de La Haya resultan conducentes. Vamos por allí a otro Beagle, otras Malvinas, otra derrota anunciada. La negociación bilateral, la puesta en marcha de un ente binacional sobre conservación del río, la búsqueda de entidades de control confiables por ambas partes, el Mercosur como marco, son los caminos obvios que señala Perogrullo. Y que los argentinos -o, por lo menos, los que actúan en nuestro nombre- no vamos a seguir. La oposicion en el Congreso sigue dos modelos zoológicos: el cerval en el miedo y el asnal en la contrapropuesta. Y, en el fondo, se ve la limitación de la posideología que caracteriza a la progresía latinoaericana, es decir, el miserabilismo, que consiste en quejarse amargamente del poderoso -los EE.UU:, el imperio cruel- a fin de sacarle una limosna. Cuando un miserable más grandote enfrente a un miserable chiquito, utiliza a su turno sin pudor los recursos arbitrarios del poderoso al que teme y pide: ¡Cómo lo' yorugua van a tener papelera', van!. Sólo falta que ese gran tanguero de la historia que es Eduardo Galeano, escriba sobre las venas abiertas del Uruguay papelero...

miércoles, febrero 08, 2006

EL TURBANTE DISTURBANTE

Por Luis María Bandieri


Unas caricaturas no muy ocurrentes, algunas de las cuales representan al profeta Mahoma – Muhammad-, en una de ellas llevando un turbante con forma de bomba, publicadas en un diario danés de segunda categoría, han dado la vuelta al mundo, provocado muertes y amenazan con incendiar buena parte del globo. La gran difusión se debió, ante todo, a que el periódico parisino France-Soir las publicó a continuación. Este diario, que fuera antaño de gran tiraje y se encuentra hoy en cesación de pagos, pertenece a un empresario franco-egipcio, Raymond Lakah, un financiero posmoderno con quiebras a uno y otro lado del Mediterráneo, cuya primera reacción fue despedir al director, Jacques Lefranc, que se presenta hoy como mártir de la libertad de prensa. Posteriormente, el jeque Yusuf al-Qaradawi, uno de los religiosos más escuchados en la televisión árabe, mostró las ilustraciones –se dice- junto con otras aún más ofensivos, como para atizar convenientemente la cólera popular. En Damasco, la capital de Siria, gobernada por un partido teóricamente “laico”, como el Baaz, primo hermano del que acompañaba a Saddam allá en sus tiempos, fueron quemadas las embajadas de Dinamarca, Suecia, Noruega e, incluso, por las cercanías, la de Chile. A este episodio siguieron otros similares en Beirut, en Yakarta, en Afganistán, en Yemen, en Irán, etc. Se ha registrado así un alza en la venta de banderas dinamarquesas, luego prolijamente incendiadas en el arco islámico cuyo extremo occidental está en Marruecos y su finisterre oriental en Indonesia y sus vastos alrededores.

Si uno aplica aquí el principio de sospecha, esta agitación parece corresponder a la clásica maniobra de echarnos arena en los ojos para que no advirtamos de inmediato otros desplazamientos más importantes y peligrosos. En efecto, las movilizaciones turbulentas en la línea de las candilejas nos ocultan momentáneamente el despliegue en el fondo del escenario, que es el de la “guerra larga”, long war, como la ha denominado el Pentágono en su último diseño de la estrategia para los próximos veinte años[1]. La guerra larga la libra el imperio norteamericano contra el enemigo que ha elegido: el terrorismo global. Siendo tal el enemigo, “larga” es adjetivo que equivale a indefinida en el tiempo e ilimitada en el modo de librarla. Ahora bien, el enemigo terrorista global, para el imperio, profesa el islamismo: no todo islámico es terrorista, pero todo terrorista es islámico. A la vez, en el mundo islámico va tomando cuerpo una respuesta recíproca: no todo kafir, no todo infiel es enemigo, pero todo enemigo es infiel, incluyéndose también los creyentes tibios. Se trata, otra vez, de caricaturas reductivas, que empujan esta guerra –guerra no convencional que, se libra en medio de una paz convencional- hacia los extremos, siempre peorables, de la enemistad absoluta. En esta materia, lamentablemente, la realidad imita a la caricatura.

El terrorismo global es, en principio, inasible. Sus cabecillas navegan por el ciberespacio o lanzan proclamas en CD: pero no tiene domicilio fijo y cualquier punto del planeta puede ser su asiento y también su blanco. Los talibanes le dieron refugio en Afganistán y el imperio invadió, secundado por tribus amigas, la antigua Bactriana. Luego se sospechó que Saddam favorecía el terrorismo y el imperio, con algunos aliados, aplastó a la vieja Babilonia y ahora está empantanado en las tierras de donde partiera Abraham, el padre de todos los creyentes. En estos días, el imperio apunta sobre Irán, la antigua Persia. El gobierno de Teherán sostiene, en el fino fondo, que la integridad territorial del país depende de la posesión del arma atómica. Se cruzan amenazas y el presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad, no ahorra desafíos y provocaciones (mientras tanto, su principal enemigo, Arik Sharon, que derrumbó y aplastó a como diera lugar toda resistencia que se le opuso en vida, llegado al final, en la sala de terapia intensiva de un hospital de Jerusalén, no puede ingresar al valle de sombras porque está impedido de morir a causa de la razón de Estado, como antes Tito, Franco o Hirohito). Sobre este último conflicto de fondo, ¿qué mejor espectáculo frontal que el de las multitudes enfurecidas que gritan, atacan, destrozan, invocando a Allah y su profeta? Los agentes de manipulación y desinformación de uno y otro lado deben coincidir, curiosamente, en azuzarlo.

Veamos la polémica sobre las caricaturas. Por un lado, se levantan las voces según las cuales la libertad de expresión de expresión no debe coartarse, y menos ceder a los prejuicios de origen religioso. Del otro, se afirma que estamos en presencia de una blasfemia y un sacrilegio, que afecta a una de las religiones más difundidas del planeta, encontrándose allí un límite infranqueable para los media. Por motivos políticos bien evidentes, tanto el Departamento de Estado norteamericano, como Jacques Chirac han manifestado su repudio ante la ofensa inferida al credo islámico. En fin, el Vaticano, por razones tanto políticas como de solidaridad religiosa previendo los casos análogos, también ha expresado su preocupación.

La libertad de expresión de las ideas sin otra censura previa que la que provenga de la ciencia, conciencia y prudencia de quien las expone es una libertad fundamental. Pero la libertad de profesar un culto, creer en sus dogmas y cumplir sus ritos, exigiendo el respeto de los demás a estas creencias y prácticas, también es una libertad fundamental. Lo que se afirma y respeta en la libertad de expresión es el valor concreto de que cada uno pueda manifestar sus ideas, creencias, sentimientos y pareceres sin otra cortapisa que las que le dicte su buen sentido y las que establezca el “sentido común” colectivo ante el abuso, expresado en las “leyes que reglamenten su ejercicio” (art. 14 CN). En otras palabras, la libertad apunta a las personas que la ejerzan, no a las ideas que se manifiestan. Es una libertad concreta que pivotea sobre un valor concreto, referido a la persona que la pone en práctica. Lo valioso es la persona libre de expresarse, no las ideas que exprese. La libertad de creencias apunta también a un valor concreto –el creyente, la comunidad de los creyentes en esa fe. También aquí lo valioso es la persona que cree, no el contenido de su creencia. Pero, en las creencias religiosas, y especialmente en las tres religiones monoteístas del Libro –judaísmo, cristianismo, Islam- hay también la referencia a un valor abstracto, la divinidad, que por definición es perfecta. Los valores abstractos, llevados al extremo, son absolutos e inconciliables. Los valores concretos, en cambio, en cuanto referidos a personas humanas, resultan casi siempre en algún grado armonizables. Pueden vivir en armonía judíos, cristianos e islámicos, como ocurre en la práctica en nuestro país. No pueden, en cambio, armonizarse sus teologías[2].

La libertad de expresión, en su modalidad más amplia de libertad de prensa, suele presentarse cual un valor abstracto, cual un dogma, como lo propone la “videología” de los “comunicadores”. Resulta una especie de segunda religiosidad mediática, colocada bajo el cobijo intocable de los human rights, que expresa, de últimas, el cálculo de intereses de los multimedias del ramo, tal como hace mucho avizoró Ramón Doll. Este dogma de la Santa Información, especialmente visual –“una imagen vale más que mil palabras”-, tiende a chocar indefectiblemente con las otras fuentes de valores abstractos, las grandes religiones y, en especial, con el Islam –en cuyo ámbito de influencia, sin embargo, se echa mano del mismo recurso, sea por Internet, sea bajando directamente al ruedo mediático con al-Yazira, por ejemplo. El choque más intenso con el Islam puede atribuirse a dos razones. La primera, a que esta religión es, de los tres grandes monoteísmos, el que más intensamente reside en la escritura, la más apegada al Libro de las religiones del Libro. Es una religión de la letra que recoge la palabra sagrada y repudia la imagen que pretende transmitir una idea de lo sacro. La iconología islámica es caligráfica: lo primero que crea Allah es la pluma y la escritura, para que el Libro no sólo recoja sino que sea su palabra. Como en el judaísmo, están vedadas las imágenes representativas. Ellas, entonces, convenientemente presentadas como sacrílegas, pueden transformarse inmediatamente en armas de movilización masiva. La segunda razón es que los otros dos monoteísmos, aunque también nacidos en el desierto próximo al Mediterráneo oriental, debieron pasar por Europa y asentarse en ella. En otras palabras, debieron pasar por el Renacimiento y la Ilustración; si se quiere, por Erasmo y Voltaire, para personalizar aquellas etapas. Erasmo era un buen cristiano y Voltaire, si bien apodaba “la Infame” a la Iglesia Católica, también se indignaba contra los ateos. (Entre ambos, las traslúcidas mano del judío Spinoza labran en la penumbra los cristales, mientras se le escurre Dios entre los dedos). Esa travesía colocó al hombre en el centro de la acción humana; dicho de otro modo, hizo del hombre un fin en sí mismo. Si este camino fue el correcto o el errado no corresponde dilucidarlo aquí; lo cierto es que fue el recorrido por Europa –y el cristianismo europeo y las juderías que habitaban en sus márgenes- y no por el Islam. De tal modo, se cava una profunda trinchera entre las religiones abrahámicas. La misma que ahora el mundo musulmán, que parecía, hasta mediados del siglo pasado, inmóvil y hasta fósil, quiere salvar de un salto, impulsado por la fe, su desprecio a la muerte y lo prolífico de su gente.

Algo parecido a estas agitaciones sucedió años atrás. En 1989, Salman Rushdie, un escritor nacido en Bombay de familia islámica oriunda de la Cachemira, que estudió en Rugby y en Cambridge, se casó con una inglesa y adoptó esa nacionalidad, publicó una novela llamada “The Satanic Verses”, que habría que traducir los versículos, y no los versos, satánicos. Hay allí una elaborada sátira de Muhammad, que figura allí, bajo el nombre de Mahound, recogiendo los versículos de las suras o capítulos coránicos, no por inspiración del arcángel Gabriel, como en la ortodoxia, sino por la mediación de un persa vagabundo, llamado casualmente Salman, que distorsiona a sabiendas los mensajes. Estas y otros continuos sarcasmos y dislates –hay un burdel cuyas pupilas advierten que sus clientes se entusiasman más si ellas adoptan los nombres de las esposas del Profeta, p. ej.-, claramente ofensivos, para mayor escarnio provenientes de un musulmán renegado, sulfuraron al Islam. El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini emitió una fatwá, esto es, un dictamen a consulta teológica y jurídica, cuyo texto reproduzco:

“Informo al noble pueblo musulmán del mundo que el autor del libro ‘Los Versículos Satánicos’, que está en contra del Islam, el Profeta y el Corán, y todos los implicados en su publicación, que estaban conscientes de su contenido, son sentenciados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten dondequiera que los encuentren. Si alguien los conoce, pero no es capaz de matarlos, deberá entregarlos al pueblo para su castigo”.

Los doctores islámicos, especialmente los sunnitas y, sobre todo, los de la universidad egipcia de al-Azhar, la más prestigiosa en la teología islámica, se preguntaron si el ayatolá chiíta tenía competencia para emitir un fallo tan terrible. Las respuestas fueron disímiles –debe tenerse en cuenta que, en el Islam, no existe una jerarquía eclesiástica como la que, en el catolicismo, tiene por cabeza al Papa. (Mientras tanto, la policía y los servicios de inteligencia británicos tomaron a su cargo la custodia de Rushdie, la que debe haberse redoblado en estos días). Con relación a las caricaturas danesas, no me parece que la condena, aunque no sea en este caso a la última pena, tenga demasiados disidentes en el espectro musulmán. En el 2006 la trinchera es más profunda que en 1989 y el derrame islámico sobre Europa más difundido.

El recurso a la caricatura, por otra parte, no es novedad en este tipo de choques. Por ejemplo, en la Divina Comedia, canto 28 del Infierno (vs. 22 y sgss.), Mahoma[3] aparece en el octavo círculo, el de los sembradores de discordia, di scandalo e di cisma, cortado por la espada de un ángel destinado al efecto, del mento infin dove si trulla, desde el mentón al ano, colgando como de media res la bolsa che merda fa di quel che si trangugia, que vuelve mierda lo que se traga. Dante Alighieri, cuya viaje ultraterreno se ha supuesto deba algo a la sura 17 del Corán –“El Viaje Nocturno”-[4] consideraba al profeta como un cristiano renegado. A la vez, en el mundo musulmán la Divina Comedia fue prohibida como libro pérfido e impío. (Desde luego que no pretendo emparejar los rupestres dibujos daneses con los exactos tercetos del florentino, pero en ambos casos se echa mano a la desfiguración).

En el Islam, la separación entre lo sagrado y lo profano no resulta simple. La fuente básica de su derecho, de la sharia, es el propio Corán. Y sus conceptos políticos están unidos indisoluble e inmediatamente a su monoteísmo estricto. Carl Schmitt señaló, respecto del mundo occidental, que su terminología política fundamental se componía de conceptos teológicos secularizados. Fundaba, de ese modo, la autonomía de lo político, ya que tal tránsito no podía revertirse, aunque reconocerlo era imprescindible para comprender de qué se estaba hablando. En el Islam, en cambio, no hay distinción entre Dios y César, poder espiritual y poder temporal, sacerdocium y regnum: todo poder deriva de la sacra ley coránica –con la sola excepción de la Turquía kemalista, que va poco a poco, sin embargo, remontándose a sus orígenes. Los conceptos políticos no resultan allí teología secularizada, sino casi en estado puro. Este encadenamiento inmediato al símbolismo religioso suministra al Islam, como puede verse, un resorte inmediato de movilización política. Al mismo tiempo, en lo que conocemos como Occidente, y sobre todo en Europa, la política se va diluyendo y sus conceptos, antes de raíz teológica secularizada, se han desgajado definitivamente de aquella fuente y ya no aseguran su autonomía. El puesto de la política es ocupado por reclamaciones individualistas o grupales surgidas en la “sociedad civil”, cuyo único cemento espiritual es la ideología de los human rights y la persecución exacerbada de la “realización” individual. Como sostiene un autor, se está aprendiendo la política sin el cielo-no con el cielo, ni en el lugar del cielo, ni contra él, sino prescindiendo de lo celeste. La apatía y hasta la huída de la política resultan su inmediata consecuencia.

En el escenario global del nuevo milenio, con su patético empuje a los extremos, que se expresan en posiciones reductivas y paródicas, la teopolítica islámica y el fundamentalismo religioso norteamericano, sustentado en las “relaciones carnales” de los EE.UU. con el Dios cristiano, van en rumbo cierto de colisión. Unas caricaturas desdichadas reavivan el conflicto en el seno de una Europa que se ha olvidado la teología y descree de la política. Latinoamérica, mientras intenta aún dormitar en medio de esta vigilia exasperada, cree haber redescubierto la gran política en las disputas de un aviario donde se tropiezan el guacamayo, el condorito y el pingüino.-

[1] ) Ability to wage ‘Long War’ is key to Pentagon Plan (La capacidad para librar una “Guerra Larga” es clave para el plan del Pentágono), por Ann Scott Tyson, The Washington Post, 4/2/06.
[2] ) El sincretismo teológico conduciría, como anota Raimundo Pannikar, a la negación de la existencia particular de las religiones. Las aniquilaría en nombre de una religión supuestamente más pura y más perfecta, no profesada particularmente por nadie; esto es, por una superreligión inhumana.
[3] ) El mismo nombre Mahoma, según fuentes islámicas, no sería una traducción de Muhammad, sino una deformación grotesca.
[4] ) La fuente islámica de la obra dantesca fue sostenida por Miguel Asín Palacios en trabajos ya clásicos.

miércoles, febrero 01, 2006

Van a santificar a Juan Pablo II y es justo. Papa Wojtyla montó una verdadera fábrica de santos y era equitativo y saludable que compartiera los beneficios y glorias de su empresa. Ratzinger, siendo cardenal, dijo que los santos canonizados por Juan Pablo II tal vez significasen algo para cierto grupo de gente, pero no significan gran cosa para la inmensa mayoría de los creyentes. Sabias palabras, aunque no creo que cese la fiebre santificadora. Ya puesta en marcha, resulta irreversible.