domingo, diciembre 20, 2015

Para un homenaje a Paulo Bonavides, gran jurista brasileño, he contribuido con el trabajo que sigue, que mis lectores reconocerán como integrante de mi empeño contra los jurisclastas neomoralistas



 
 
 
 
AYER CÓDIGOS Y CONSTITUCIONES. HOY, SUPERCONSTITUCIÓN GLOBAL

 

Luis María Bandieri[i]

 

Sumario. Códigos y constituciones. La metáfora piramidal. Mecanicismo y positivismo clásico. Centralidad de los tribunales constitucionales. ¿Una nueva pirámide jurídica? La superconstitución como Otro. Conclusiones abiertas

 

Códigos y constituciones

 

“Ayer códigos; hoy, constituciones” es una propuesta más que sugestiva para la reflexión jurídica propia de nuestro tiempo. Códigos y constituciones, ya sea en papel o en pantalla,  forman parte, si se me permite la expresión, del nécessaire de viaje del operador jurídico. Imprescindibles antes y ahora para el diario ejercicio del tribunal, el dictamen, el consejo o aun la cátedra,  aunque hayan variado los soportes en que la información acerca de ellos se nos transmite.  Pero esto último, el vehículo por donde nos llega, con ser lo más aparente, es lo menos importante. Lo que se ha transformado radicalmente es la relación entre ambos componentes, esto es, leyes y constituciones y la metáfora en que esta vinculación se expresa e ilustra sobre sus órdenes de prelación, preterición y postergación, así como de supraordenación y subordinación respectivas.

La metáfora piramidal

Durante la era positivista nos acostumbramos a representarnos una estructura escalonada del universo jurídico, con una concreción descendente peldaño a peldaño desde los actos condicionantes a los condicionados y un ascenso sucesivo hasta la ley fundamental, a su vez animada por el soplo de la Grundnorm   que susurraba “debes obedecer al legislador originario/debes obedecer a la constitución”.  Era la metáfora[1] de la pirámide, que Adolf Merkl ofreció en bandeja a su maestro Hans Kelsen y que todos los operadores jurídicos hemos transitado y aún transitamos en un sentido o en otro. La imagen piramidal normativa culminaba el desenvolvimiento de la era positivista en una actitud rampante, aunque como todo apogeo mostraba ya algunos síntomas del acabamiento propio de un fin de ciclo. Los códigos, expresión refinada de la legalidad, habían vivido un siglo antes, hacia 1804, su momento rampante. Fue  cuando los franceses se dieron un código civil modélico para el mundo y, especialmente, para este lado del mundo que es  el iberoamericano, por su claridad, coherencia y concisión. Napoleón, el político cuya decisión estuvo en el basamento de esa obra, ya vencido y desterrado en Santa Elena, afirmaba sin equivocarse: “lo que nadie ha de borrar, lo que vivirá eternamente, es mi Código”.  Su Código no había surgido ex nihilo, sin cordón umbilical, producto puro y exacto de la razón, como el pensamiento ilustrado de la época pretendía. El texto revela al análisis, como insinuaba el propio codificador, Jean Etienne Marie Portalis, la cristalización pulcra de una tradición, romanista por un lado, de droit coutumier por otro, culmen de una tarea que otros juristas, como Robert Pothier, por ejemplo, ya había encarado más de un siglo antes. Pero, para los juristas de entonces y, más notablemente, para los posteriores, aquellos antepasados, aquellas fotos de parientes pobres, se fueron desdibujando, volviéndose irreconocibles y terminaron siendo echadas al olvido. Es que los juristas estaban arrastrados por la gran corriente de la Ilustración. Habíamos llegado a la mayoría de edad –sapere aude!, atrévete a saber- pensábamos por nosotros mismos y resultaba casi desdoroso imaginar que nuestra disciplina fuera la propia de una gente que anda a tientas, tomada de la mano de los antecedentes, conformando una larga y vacilante cadena donde se eslabonan generaciones y generaciones de argumentos de autoridad. No, el derecho debía provenir desde lo más alto, de una inmaculada concepción de la razón razonante. El legislador, mediante el Código –palabra que va exigiendo desde entonces la mayúscula inicial- establece racionalmente un repertorio de figuras típicas, debiendo el intérprete proceder maquinalmente a la subsunción del hecho bajo el tipo legal abstracto. Culminación del juez como bouche de la loi que Montesquieu había adelantado ya. Kant[2] había establecido una analogía entre el juicio del juez y el silogismo categórico. Y en otra obra[3], había previsto que, por la instauración adecuada de una “constitución civil” en lo interno, y una legislación y convenciones comunes  en lo externo, habría de establecerse una “comunidad civil universal”, que se rigiese a sí misma “como un autómata”. Autómata, máquina de subsumir, metáforas mecanicistas propias del tiempo de la codificación rampante.  En Kant se encuentran in nuce los desarrollos posteriores de la teoría jurídica, hasta nuestro tiempo. Para que la promesa básica de la modernidad, esto es, la emancipación y entrada en la adultez definitiva del ser humano se produzca, se requiere  en el derecho estatal una ley codificada y un juez subsumidor que la aplique estrictamente, como “constitución civil”, acompañada de una superley, la constitución política, que consagra los derechos individuales y la división tripartita de poderes. A partir de este derecho interno, en un régimen de igualdad interestatal, y conservando cada unidad política su soberanía, se coordinan las condiciones de una alianza internacional pacífica (foedus pacificum). El filósofo añade una nueva dimensión,            que resulta una exigencia de la estructura triádica de su método trascendental, a más de aquellas esferas estatal  e interestatal y por encima de ellas: la del derecho cosmopolítico (Weltbürgerrecht o ius cosmopoliticum), que surge del principio de hospitalidad  y convierte a todos los individuos en ciudadanos de una república mundial del alcance planetario, pudiendo reclamar a cualquiera de las unidades estatales la no transgresión del aquel principio. De aquí surge, ya por encima de las constituciones civiles codificadas y de las constituciones políticas sancionadas, la posibilidad de una superconstitución global que reconozca en todo ser humano su sujeto activo y en las diversas unidades estatales sus sujetos pasivos, dentro de una república mundial (Weltrepublik). El desenvolvimiento posmoderno de esta constitución global habrá de provocar el allanamiento de   y derrumbe de buena parte de los edificios legales y constitucionales estatales, rompiendo aquella buena relación familiar entre leyes y constituciones.  Lo que permitiría reformular la convocatoria en estos términos: “ayer códigos y constituciones; hoy, superconstitución planetaria”. Pero no nos adelantemos.

 

Mecanicismo y positivismo clásico

Volvamos a nuestros positivistas. El positivismo en general, y el positivismo jurídico que es una de sus expresiones, intentó paralelamente, al modo de la mecánica newtoniana, “fisicalizar”[4] lo social. La mecánica se atenía a la descripción de los cuerpos observables y la ciencia social a la de los hechos observables. No había entre ambas diferencias de método (es decir, se afirmaba el monismo metodológico) ni objeto de estudio. En cuanto al derecho, así metodizado científicamente, le correspondía “describir” el sistema normativo. Esta operación permitió tomar estado definitivo a la “ciencia del derecho” y transformó la enseñanza de nuestra disciplina y el status del jurista, que dejará de ser un jurisprudente para convertirse en doctrinario y legista del dogma iuris, creación monopólica del Estado: la lex estatal absorbe al jus. El derecho deviene ley. Y en la universidad –hay quienes podemos recordarlo- el Código era el derecho y el derecho se cifraba en el Código. Quizás hoy resulte difícil entender la fe en la exactitud de la creación codificadora que mantuvo la generación del positivismo dogmático que la vio establecer originariamente, y por eso me permitiré traer un ejemplo. En 1869 se sancionó en la Argentina el Código Civil que, con algunas reformas, se mantuvo hasta su total transformación en un nuevo instrumento legal promulgado en 2015. El autor de aquella magna obra de más de cuatro mil artículos fue, sin otros colaboradores, el jurista Dalmacio Vélez Sársfield. En el Congreso federal se discutía si el texto debía aprobarse “a libro cerrado”, es decir, sin discutirlo artículo por artículo, o entrar a considerarlo en detalle. El condimento anecdótico era la relación sentimental que unía al entonces presidente de la república, Domingo Faustino Sarmiento, con Aurelia, la hija del codificador Vélez Sársfield, veinticinco años menor y ambos casados, lo que animaba a los opositores a insinuar que la modalidad fast track para su sanción provenía de aquel vínculo. Entonces, en el Senado se levantó la voz de un ex presidente, Bartolomé Mitre, que en defensa de la aprobación a libro cerrado y elevándose sobre todo chismorreo, dijo: “El Congreso ha encomendado el Código Civil a los hombres de ciencia porque es una operación científica igual a la del metro, igual a la de la moneda, igual a los puntos de la latitud y de la longitud, a los astrónomos, a los metalúrgicos y a los geográficos”. Un código proporcionaba a un conflicto una respuesta tan exacta como la de una regla graduada o la de un sextante.  Se aprobó sin más.

No sin cierta nostalgia, aunque crítico del positivismo, ya en mi tiempo revestido con los ropajes normativistas. recuerdo aquella época en que de una lado había un expediente, del otro un juez y, en el medio, un Código. Regía entonces en la Argentina, un control constitucional difuso y débil, ya que el juez, al ejercitarlo,  no invalidaba ni anulaba una ley o un acto, sino que se limitaba a inaplicarla al caso, juzgando conforme a la norma que consideraba vigente para el supuesto concreto. No declaraba ninguna inconstitucionalidad de la ley preterida, sino que fundaba simplemente  su apartamiento de ella. Un jurista de la época, y notable juez, Adolfo Plíner, anotaba: “el poder judicial administra justicia y nada más, y si intenta invadir las competencias de los otros poderes erigiéndose en su mentor o en su censor, aunque fuera con la mejor de las intenciones, para preservar el orden constitucional, lo romperá en el momento mismo en que extralimite su función específica”[5].  La agencia judicial se presentaba, así como una especie de amable paquidermo que consumía hechos alegados y probados en un expediente y, metabolizándolo con la letra de los códigos y las orientaciones jurisprudenciales, expulsaba sentencias. En el Código, se suponía, estaban todas las respuestas y el juez no podía dejar de juzgar, esto es, de aplicarlo teniendo en cuenta la anotada preservación constitucional, so pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia del mismo Código, cuya completitud se descontaba, y si pretendiese ese imposible, el juez se convertiría en reo de prevaricación (art. 4º, Code Napoleon, art. 15, ex Código Civil).  

 

Centralidad de los tribunales constitucionales

 

Este edificio armonioso, al menos en su fachada, que dio buen cobijo durante largo tiempo a los operadores jurídicos, está hoy en derrumbe. El paradigma positivista normativista implotó; en otras palabra, no fue vencido por otro paradigma que tomase inmediatamente su lugar. Puede sostenerse que, en puridad, ha tomado la posta un nuevo positivismo moral derivado del principialismo de la constitución global[6]. Lo cierto es que atravesamos un interregno que ha dado en llamarse pospositivista, con los antiguos dioses perdiéndose en el ocaso y los destinados a sustituirlos no reconocibles del todo aún, aunque se vislumbren en el firmamento jurídico. El problema es que, frente a un cierto número de casos corrientes y habituales, el operador jurídico no tiene más remedio que actuar “como si” aquel positivismo normativista gozase aún de buena salud y recorrer las galerías en escombros y fatigar las escaleras desgastadas del viejo edificio ruinoso con el mismo ceremonial de los tiempos del antiguo esplendor.     

Litigantes y tribunales argumentan habitualmente a partir de referencias al bloque de constitucionalidad, donde los tratados posmodernos de derechos humanos y, en nuestra ecúmene cultural iberoamericana, especialmente la Convención Americana de Derechos Humanos, juegan un rol solar.  Nuestros tribunales constitucionales han ido escalando en la facultad, muchas veces autoarrogada, de establecer el efecto erga omnes de sus sentencias.  La Corte Suprema argentina ofrece un ejemplo muy claro. Aunque de acuerdo con los instrumentos legales y su antigua jurisprudencia el argentino es el único ámbito judicial iberoamericano donde se ejerce un control constitucional difuso, al modo norteamericano, siendo el fallo sólo referible al caso, con efecto inter partes, el Alto Tribunal suele sentenciar con alcance erga omnes y poner en práctica un stare decisis de hecho. El venerable James Bryce, en su “The American Commonwealth” (1888), contaba el caso del inglés que, anoticiado de que la suprema corte federal fue creada para proteger la constitución e investida de autoridad necesaria para anular las leyes repugnantes a sus preceptos, pasó dos días buscando en el texto de la constitución de los EE.UU. las disposiciones señaladas y naturalmente no pudo encontrarlas[7]. Si consiguiéramos por milagro llevar hoy a la Argentina al curioso inglés del cuento, lo dejaríamos en la misma perplejidad si quisiera encontrar en nuestra constitución dónde se encuentran las disposiciones del constituyente que autoricen a nuestro alto tribunal a convertirse en areópago con ejercicio de un control constitucional fuerte, Sus  decisiones,  más allá del caso resuelto, van alcanzando, como dijimos,  progresivamente un efecto erga omnes,  a veces explícitamente manifestado y en otras de hecho, lo que va de la mano con la culminación de la doctrina sobre posibilidad y obligatoriedad para los jueces del control constitucional de oficio[8]. En el espíritu del tiempo está que, sea por vías difusas o concentradas, se plantee como imperativo sin el que no puede concebirse un Estado constitucional ni hablarse de democracia constitucional, el control constitucional “fuerte” a cargo de un altísimo tribunal en teoría soberano que puede anular y expulsar del ordenamiento jurídico normas y actos. He expresado en diversas ocasiones reservas a este megacontrol constitucional y sus virtudes y beneficios hasta ahora inconcretados. Tales reparos se inscriben en una crítica de fondo al asiento doctrinario de aquel imperativo de la época, es decir, al trípode Estado constitucional-democracia constitucional-neoconstitucionalismo,   que el autor de esta entrega ha efectuado en  varios trabajos a los que debe necesariamente remitirse[9].   Como contracara de la crítica que se anuncia a la acepción “fuerte”, la reivindicación  de un ejercicio de protección constitucional “débil”, que funcionase   a título de “atribución moderadora”[10], como lo hubo entre nosotros, resultaría, a juicio del autor, más beneficioso que el activismo actual. Bien sabe que podría ser tachado de ejercicio nostálgico, con la letra de una vieja canción: “no se estila, ya sé que no se estila”.  Pero en las ocasiones en que el pensamiento jurídico se presenta monolítico y monocolor, conviene poner a prueba un lugar común, aunque ya casi parezca escapar a toda crítica.                                                                                         

En el mismo sentido, se advierte que nuestros tribunales tienden a transformar en casos difíciles y hasta trágicos, que deben ser zanjados por medio de la ponderación entre principios y valores tenidos por equivalentes, con apartamiento de la ley y de la misma constitución en algunos casos, cuando ellos podrían ser resueltos prudencialmente a través de la aplicación de ese mismo instrumental desechado. Cierto es que la ponderación permite colocar al juez, y a su subjetividad, “pesando” principios sin un sistema objetivo de pesas y medidas aplicable, en el centro de la escena y bajo los focos mediáticos, como el demiurgo que va creando y recreando el derecho con la blanda arcilla de los principios y valores. El activismo judicial, que conlleva lo que se ha llamado “sobreinterpretación constitucional”[11], extensiva mediante el argumento a simili a cualquier aspecto de la vida social y política, pese a reparos teóricos, se derrama tanto cualitativa como cuantitativamente, en un proceso de continua realimentación e incremento del derribo de límites, como ha ocurrido en la Argentina con la consideración  como sujetos de derecho de los animales no humanos[12]. Miguel Carbonell afirma así este aspecto: “el activismo judicial (…) significa simplemente que el juez toma todas las normas constitucionales en serio y las lleva hasta el límite máximo que permite su significado semántico”. Y agrega el autor mexicano: “la democracia constitucional debe contar con jueces vigilantes, custodios intransitables e intransigentes de los derechos fundamentales; jueces que estén dispuestos y bien preparados para llevar las normas que prevén tales derechos hasta sus últimas consecuencias, maximizando su contenido normativo”[13]. Tal activismo judicial suele darse en paralelo con el activismo de grupos de presión, ONG’s, agrupaciones de minorías afectadas, etc., en un proceso que sigue una progresión habitual: colocación del conflicto en la agenda mediática, obtención de la respuesta judicial y tardío reconocimiento en términos legislativos. Este proceso permite a cada individuo desenvolver al máximo su plan de vida, su proyecto biográfico, requiriendo de los poderes públicos y de los otros individuos las prestaciones o abstenciones del caso, por la vía judicial de ser desatendido. De ese modo, dice Alexy, “quien consiga convertir en vinculante su interpretación de los derechos fundamentales –es decir, en la práctica, quien logre que sea adoptada por el Tribunal Constitucional Federal- habrá alcanzado lo inalcanzable a través del procedimiento político usual: en cierto modo, habrá convertido en parte de la Constitución su propia concepción sobre los asuntos sociales y políticos de la máxima importancia y los habrá descartado de la agenda política”[14]. El individuo empeñado en llevar su proyecto biográfico a la realización procurará incorporar “su” derecho a la protección constitucional, vía la jurisdicción constitucional, sustrayendo esa pretensión del ámbito mediado por las instituciones del poder político.  

 

¿Una nueva pirámide jurídica?

 

Para algunos, se ha establecido así una nueva “pirámide jurídica” que vendría a sustituir la que nos dejara el positivismo normativista, cuyo ápice se conformaría ahora con el bloque cosmopolítico de principios irrevocables e indecidibles, que expresan una constelación de valores universales resultantes de las convenciones del derecho posmoderno de los derechos humanos, sobrevolado por un mandato hipotético: “debes obedecer a la constitución global”. Y esta constitución no es una medida para limitar o contener gobernantes, sino ella misma un gobierno impersonal desterritorializado, una gobernanza o gouvernance mundial “que ha de parirse –dice Segovia30- entre los quejidos de los Estados nacionales resquebrajados y la petulancia de una economía global que no soporta otras reglas que las suyas”.    

La constitución que presidiría la flamante pirámide jurídica no es, obviamente, la de cada ordenamiento nacional, la ley constitucional concreta y particular –en ese caso, “Estado Constitucional” sería un simple sinónimo del viejo “Estado de Derecho. Aquella “ley suprema” expresaba una supremacía jurídica sobre un territorio determinado y la población que lo habitaba y, allí donde junto a la forma estatal hubiese una articulación federativa, se establecía, para el caso de conflicto, la superioridad de la norma “federal” (central) sobre la local, como ocurre con el art. 31 de la constitución argentina y su fuente, el art. VI, segundo párrafo de la constitución de los EE.UU.  La Constitución en su sentido actual, encarna una supremacía jurídica y política, “puesto que el derecho ya no resulta subordinado a la política como si fuera su instrumento sino que, al contrario, es la política  la que se convierte en instrumento de actuación del derecho, sometida a los vínculos que le imponen los principios constitucionales”; esto es, se ha vaciado la política en el derecho, y éste, a su vez, se encuentra regido por un “derecho sobre el derecho” que son los principios constitucionales.  Y ya no se trata de constituciones particulares, las que daban lugar a los habituales tratados o manuales de  derecho constitucional “argentino” “brasileño” o el gentilicio del caso –cuando el Derecho Constitucional era simplemente “la materia comparsa del Derecho Civil o del Derecho Penal”[15]. Ahora se trata de  una constitución “cosmopolítica” que rige en una “esfera pública mundial”, proveedora de principios y valores que ponen en acto derechos humanos con efecto irradiante, que pertenecen a una esfera  indecidible  por las instrumentos político-institucionales clásicos, a un “coto vedado”. Una constitución rígida global, que establece el zócalo del derecho del individuo cosmopolita –das Weltbürgerrecht-, recogida en convenciones y declaraciones regionales y universales y expandida por tribunales supremos nacionales o continentales de carácter contramayoritario, colegios restringidos de expertos que se atribuyen un “poder constituyente permanente”[16], al modo de los “guardianes de Platón”, según la frase mordaz del Justice Hand[17]. Aparece así un superpoder sobrevolando a los tres clásicos.

 

La superconstitución como Otro

 

García Pelayo, con un eco aristotélico, definía a la constitución, allá por los 50 del siglo pasado, como la “ordenación de las competencias supremas el Estado”[18]. En aquel tiempo, la constitución estaba dentro y en el ápice del ordenamiento jurídico estatal. Hoy, la constitución está fuera y enfrente del ordenamiento jurídico estatal, lo que mueve a pensar que la metáfora dela pirámide ya no resulta de aplicación. Gil Domínguez lo define muy claramente: “el Estado constitucional de derecho configura un paradigma en donde la Constitución es el nexo que une el Estado con el derecho, generando de esta manera una serie de consecuencias positivas para las personas, al presentarse como un Otro que no produce respuestas absolutas y que intenta garantizar la convivencia pacífica de una sociedad heterogénea que presenta como característica esencial una constelación plural de biografías”[19]. La constitución es fuente de valores y usina constante de principios, que se van reformulando a medida que, en ese adunamiento de proyectos biográficos individuales,  se presentan conflictos entre valores contrapuestos, que los jueces arbitran mediante un ejercicio de  ponderación –es decir, pesaje- abierto a la subjetividad, ya que carecen de un sistema objetivo de medidas, que no sea un retorno referencial a la contextura problemática  de principios y valores contrapuestos, que  así se convierten en única fuente del reconocimiento de derechos y sentencias de mérito. Esa constitución ya no es el ápice de un ordenamiento jurídico localizado sino, por lo menos en su parte dogmática, un capítulo de una constitución cosmopolítica supraestatal y prácticamente desterritorializada. En este marco, el control “fuerte” de constitucionalidad se ha transformado sin que los constitucionalistas clásicos lo  advirtiesen, porque el núcleo controlante no es ya la “supremacía” local, como la del art. 31 CN, sino la cúspide piramidal formada por principios cosmopolíticos irrevocables e indecidibles, que expresan una constelación de valores universales resultantes de las convenciones del derecho posmoderno de los derechos humanos, sobrevolada por un mandato hipotético: “debes obedecer a la constitución global”.  Esta constitución global no resulta, como las constituciones estatales clásicas, un modo de límite o contención para los gobernantes, sino es ella misma  un gobierno impersonal desterritorializado: la “gobernanza”, expresión que ha entrado, muchas veces de modo incauto, en el léxico constitucionalista

La estatalidad se disuelve en el “Estado Constitucional”, porque su ordenamiento jurídico territorial se ha transferido al ámbito constitucional y la constitución es apenas un capítulo de una superconstitución global. No hay forma política “Estado” concebible sin una “evidencia territorial”[20], asiento del “animal político” definido por su arraigo territorial en un lugar, llámese polis, reino o nación-Estado. Junto con la territorialidad, se pierden también las referencias al pasado común, ya que los principios de esta superconstitución global se definen en un puro presente continuo en constante expansión e irradiación, por referencia a valores difusos y ubicuos.  Los órganos dinámicos de este proceso son las cortes supremas  y tribunales constitucionales, así como las cortes supranacionales,  por ej., la Corte Europea de Derechos Humanos o la Corte Interamericana de Derechos Humanos: esta última se declara intérprete suprema de las convenciones interamericanas[21].   Este judicialismo constitucionalista se expresa con las técnicas del derecho, velando así que estas decisiones toman el lugar de las decisiones políticas;  literalmente, las suplantan[22].  Ya Carl Schmitt había entrevisto (1927) que “el ideal pleno del Estado burgués de Derecho culmina en una conformación judicial general de toda la vida del Estado. Para toda especie de diferencias y litigios […] habría de haber, para ese ideal de Estado de Derecho, un procedimiento en que […] se decidiera a la manera del procedimiento judicial”[23]. En otro lugar (1932), el mismo autor, hablando del Estado jurisdiccional, judicialista o judiciario, donde la última palabra es la del juez y no la del legislador, estando la justicia separada del Estado y colocada por encima de él, que sólo ve posible “en épocas de concepciones jurídicas estables y propiedad consolidada” anota: “en una comunidad semejante apenas podría hablarse de ‘Estado’, porque el lugar de la comunidad política lo ocuparía una mera comunidad jurídica y, al menos según la ficción, apolítica”[24].

 

Conclusiones abiertas

 

Algunas conclusiones, que en modo alguno pueden resultar un cierre. 

Presenciamos el despliegue de un proceso abierto apenas clausurada la Segunda Guerra Mundial, cuando con la mejor intención de cerrar un capítulo trágico,  se decidió edificar las sociedades sobre los derechos individuales –y no sobre deberes fundamentales, como las culturas tradicionales y el Occidente histórico sostuvieron[25].  Dejo la palabra a Alain Supiot: “según esa perspectiva, sólo hay derechos individuales. Toda regla es convertida en derechos subjetivos (...). Se distribuyen derechos como si se repartieran armas, y después que gane el mejor. Así desgranado en derechos individuales, el Derecho desaparece como bien común. Porque el derecho tiene dos caras, una subjetiva y la otra objetiva, y son dos caras de una misma moneda. Para que cada cual pueda gozar de sus derechos, es preciso que aquellos derechos minúsculos se inscriban en un Derecho mayúsculo, es decir, en un marco común y reconocido por todos  (...) el individuo no necesitaría el Derecho para ser titular de derechos, sino que, por el contrario, de la acumulación y el choque de los derechos individuales surgiría, por adición y sustracción, la totalidad del Derecho”[26].  

 

El Estado de derecho clásico, centrado en la ley, no se reveló, a la larga, sobre todo al producirse su fracaso bajo la fachada de Estado del Bienestar, el más apto para el cumplimiento de tan vasto programa. Allí se dio el empuje de la corriente neoconstitucionalista y el surgimiento del Estado Constitucional, que coloca la soberanía en cabeza de la impersonal superconstitución global, manifestada en el oráculo judicial.  Esta nueva forma, surgida en el crepúsculo de la modernidad, intensifica la metafísica de la subjetividad extrema que permea la época moderna. Centrada en una concepción irradiante y expansiva de los derechos subjetivos individuales, concibe una sociedad con tendencia planetaria integrada por distintos donde cada uno puede y debe alcanzar el cumplimiento pleno de los deseos de su plan biográfico. Como un símil de objetividad equilibrante, coloca una suerte de universalismo laico, que pretende definir la particularidad a partir de una noción abstracta previa, que en buena parte reside en la desvinculación del principio de igualdad jurídica de todo marco interpretativo de referencia, tornándolo absoluto, de modo que los seres humanos se convierten en entes fungibles, sin cualidades y notas propias. 

 

Si se tratase de una disputa en el nivel puramente teórico, la cuestión podría quedar circunscripta al corrillo académico.  El problema es que el Estado Constitucional no se demuestra la altura de su promesa: hambre, persecuciones, guerras civiles y estados de excepción generalizados, operaciones genocidas e insensibles “daños colaterales”, crimen organizado en trata de armas y de personas y narcotráfico, etc., no han sido alcanzados por el empeño neoconstitucionalista. En su intento de juridizar completamente los elementos políticos se está yendo a un renuevo del positivismo, superando la etapa normativista por un positivismo de valores, teñido de moralismo. Ello implica entronizar un nuevo “señor del derecho”: un juez activista ponderativo, personaje donde culminaría y encontraría consagración la fabricación de “consensos racionales” sobre los valores dominantes.  Los jueces activistas, sin embargo, fuera de su efímero estrellato en el espectáculo,  se revelan como sujetos doblegables  a las técnicas de amansamiento de ejecutivos hipercráticos. En la pantalla, cuanto más cambian las figuras, más permanece reflejado el núcleo del dolor humano sin respuesta jurídica válida. 

 

La idea de que podemos librarnos de todo límite, ya se sabe desde antiguo, lleva un castigo por Némesis de la propia desmesura. En algún momento, la exageración de su principio reconducirá el péndulo y las nociones de objetividad y realidad encontrarán nueva ocasión de manifestarse en el campo del derecho: los árboles no crecen hasta el cielo. Mientras tanto, el centro de la escena del pensamiento jurídico general y del constitucional en particular, donde antes estuvieron códigos y constituciones, en los tres lustros que han corrido del siglo, lo ocupa la superconstitución global.-

 




[1] ) La metáfora es un recurso cognitivo esencial ya que, de acuerdo con su etimología, del griego, meta, más allá, y ferein, llevar, enlaza un concepto con otro, dándole una perspectiva nueva.  Su importancia en el mundo jurídico, especialmente en el campo de la interpretación, resulta relevante, y al respecto no puede dejar de señalarse el aporte de G. Lakoff y M. Johnson, a partir de “Metaphors, we live by”, University of Chicago Press, 1980 (hay traducción española , “Metáforas de la Vida Cotidiana”; Madrid, Cátedra, 1980).
[2] ) KANT, Immanuel, “Principios Metafísicos de la Doctrina del Derecho”, Mexico, UNAM, 1978, p. 146, párr. 45.
[3] ) KANT, Immanauel. “Idea de una Historia Universal desde el punto de vista cosmopolítico” (1784)
[4] ) Esto es, extender el lenguaje y la matriz categorial de la física a todas las ramas del saber.
[5] ) “Inconstitucionalidad de las Leyes”, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1961, p. 62).  Tal era el criterio mayoritario imperante por entonces en la Corte Suprema de Justicia.
 
[6] ) Coincido en este punto con Lenio Luiz Streck: “Constituicao, interpretacao e argumentacao: porque me afastei do constitucionalismo” en “Constituicao, política e cidadania em homanagem a Michel Temer”, coordinadores: George Salomao Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, GIW editores, Porto Alegre, 2013, p. 297 y sgs.
[7] ) Citado en García Merou (h), Enrique, “Recurso Extraordinario”, Buenos Aires, 1915, p. 31
[8] ) Bianchi, Alberto B., “De la obligatoriedad de los fallos de la CS –Una reflexión sobre la aplicación del stare decisis”, ED, Serie Constitucional, tº  2000/1. En “Cerámicas San Lorenzo SA” (fallos 307-1094), la Corte  estableció que “los jueces inferiores tienen el deber de conformar sus decisiones” a los fallos supremos, aunque sólo decididos en procesos concretos, porque de otro modo aquellos fallos inferiores “carecen de fundamentos”, salvo que justifiquen la modificación del criterio sentado por el tribunal supremo. Mientras en sus fundamentos el ministro Fayt habló de un “deber moral” de los jueces en el ajuste al precedente, la mayoría afirmó un “deber” a secas en tal sentido. Posteriormente, en el caso “Bussi” (fallos 330-3160) se confirma que el precedente debe ser respetado, con fundamento en la igualdad ante la ley, para una igual solución a casos análogos, y en la seguridad jurídica, condición de la certeza y estabilidad del derecho. Con ello, como advierte Bianchi, se va produciendo un derecho jurisprudencial con efectos similares al del common law, donde la resolución tribunalicia de los casos va tomando el lugar de ley suprema. En cuanto a la declaración de inconstitucionalidad de oficio, hacia cuya aceptación se fue marchando escalonadamente desde “Mill de Pereyra” hasta “Banco Comercial de Finanzas SA”, culmina en “Rodríguez Pereyra”, del 27 de noviembre de 2012, cuando el control ex  officio se extiende de la constitucionalidad también a la convencionalidad
[9] ) Ver Luis María Bandieri “Notas al margen del Neoconstitucionalismo”, EDCO (“El Derecho
Constitucional”, serie especial), Buenos Aires, 2009, p. 343; “En torno a las ideas del constitucionalismo en el siglo XXI”, en “Estudios de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario”, Eugenio Luis
Palazzo, director, El Derecho, Bs. As., 2012, p. 33/51; “Justicia Constitucional y Democracia: ¿Un Mal Casamiento”, en “Jurisdiçao Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”, coordinadores George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, ed. Jus Podium, Bahia, 2012, p. 333/363.  
 
[10] ) Frase contenida en el equivalente argentino del caso Marbury, es decir, “Municipalidad c/Elortondo”, Fallos 33-163
 
[11] ) Ver Riccardo Guastini, “Estudios sobre la interpretación jurídica”, Mexico, IIJ-UNAM, Porrúa, 2009.
[12] ) Es el caso de la orangutana Sandra, donde la sala II Cámara de Casación Penal Federal, el 18/12/14 le reconoció al animal el carácter de sujeto de derecho. Se trata de una orangutana que se encontraba en el zoológico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y respecto de la cual se dedujo acción de habeas corpus para trasladarla a un santuario situado en la República Federativa del Brasil. Ver Luis María Bandieri, “Los animales, ¿tienen derechos?”, “Prudentia Iuris”, EDUCA, n° 79, diciembre 2015
[13] ) “Reinventar la democracia, reinventar el constitucionalismo”, en “Estado Constitucional e organizacao do poder”,organizadores André Ramos Tavares, George Salomao Leite, Ingo Wolfgang Sarlet, editora Saraiva, Sao Paulo, 2010, p. 83
[14] ) Robert ALEXY, “Derechos Fundamentales y Estado Constitucional Democrático”, en “Neoconstitucionalismo(s)”, edición de Miguel CARBONELL, cit., p. 36/37.  
[15] ) Como dicen, Ana C. Calderón Sumarriva y Guido C. Águila Grados, en “El Desborde la Justicia Constitucional en el Perú”, trabajo originariamente publicado en “Garantismo Procesal”, Medellín, Colombia, septiembre de 2012 y reproducido en www.eldial.com del 21/11/12
[16] ) Woodrow Wilson  llamó críticamente a la Corte Suprema norteamericana, por la facultad arrogada de control constitucional fuerte,  “convención constituyente en sesión permanente”; Paulo Bonavides llama a la justicia constitucional: “segundo poder constituyente”; el Tribunal Constitucional peruano se autotitula:  “vocero del poder constituyente” y “poder constituyente constituido”
[17] ) Ver “Justicia Constitucional y Democracia: ¿un mal casamiento?”, cit. n. 8,  p. 347
[18] ) Manuel García Pelayo, “Derecho Constitucional Comparado”, Madrid, 1957, p. 19
[19] ) Andrés Gil Domínguez,  Estado Constitucional de Derecho, psicoanálisis y sexualidad”, EDIAR, Bs. As. 2011, p. 87, destacado nuestro.
[20] ) Ver Jean-Marie GUÉHENNO, “El Fin de la Democracia –La crisis política y las nuevas reglas de juego”, Paidós, Estado y Sociedad, Barcelona, 1995, p. 23 y 30
[21] ) Al respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso “Furlan y familiares vs. Argentina”, del 31/08/ 12, estableció: “respecto al objeto y fin del tratado, la Corte ha establecido en su jurisprudencia que los tratados modernos sobre derechos humanos, en general, y, en particular, la Convención Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y fin son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos. Así, al aprobar esos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción” (parr. 39). Y la Corte Suprema argentina en “Rodríguez Pereyra Jorge Luis c/Ejército Argentino s/daños y perjuicios”, R. 401 XLIII, señaló “en el precedente "Mazzeo" (Fallos:330:3248), esta Corte enfatizó que "la interpretaci6n de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)" que importa "una insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos" (considerando 20). 
[22] ) “Suplantar” es ocupar subrepticiamente el lugar de otro; literalmente, poner nuestra planta del pie donde debe pisar otro.   
[23] ) SCHMITT, op. cit. n 15, p. 144.
[24] ) Carl SCHMITT, “Legalidad y Legitimidad”, trad. de José Díaz García, ed.- Aguilar, 1971, p.11.  
[25] ) Ver BANDIERI, LUIS MARÍA, “Derechos Fundamentales ¿Y Deberes Fundamentales?” en “Direitos, Deveres e Garantias Fundamentais”, Editora JusPodium, Salvador, 2011., p. 211/245. Con provecho puede consultarse, en la misma obra, MAINO, GABRIEL, “Derechos fundamentales y la necesidad de recuperar los deberes: aproximación a la luz del pensamiento de Francisco Puy”, p. 19/45 
[26] ) SUPIOT, ALAIN, “Homo Juridicus”, Siglo XXI ediciones, Bs. As., 2007, p. 28.El destacado es nuestro.




[i]) Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor Titular ordinario de grado, posgrado y doctorado en la Universidad Católica Argentina. Director del Centro de Derecho Político de la Facultad de Derecho de la UCA. Autor de libros y artículos de su especialidad