martes, diciembre 14, 2010



LA BATALLA DE VILLA SOLDATI Y OTRAS GUERRAS PERDIDAS




La batalla de Villa Soldati puede enfocarse desde muchos ángulos. Es un episodio de una guerra social que comenzó con el reintento de la democracia, luego de que se cerró provisoriamente la guerra revolucionaria y su respuesta contrainsurgente, hoy reabierta en los tribunales para colocar en el podio de los triunfadores a los que antaño querían la revolución y ahora la continúan, pero por otros medios: los negocios. Esta guerra social que se ha venido librando en forma tan continua como larvada no tiene entre sus causas a la democracia misma, pero ambas han venido esarrollándose en paralelo, en relación inversamente proporcional: cuanto menos efectiva la promesa de democracia, más intensas manifestaciones de aquella guerra (asientos territoriales del narconegocio, barrabravas en alquiler como soldados de fortuna, corrupción medular en las fuerzas de seguridad "pasadas de bando", etc.). La democracia es una forma de gobierno, la única en oferta, por otra parte, y en sí misma no es una solución sino un problema –que, desde 1983, nosotros no hemos sabido resolver, pero no estamos solos en el mundo en ese tema. Aquí, se la presentó como una fórmula de vida plena, un curalotodo extensible a cualquier cosa y hasta una religión sustituta. Nada en política aguanta tales desmesuradas expectativas, y así venimos de tumbo en tumbo desde 1983, consolándonos porque lo de antes era peor. Estamos mal y vamos mal en esa vía, sobre todo, porque a la democracia se le ha perdido el pueblo y nadie sabe dónde está. Cualquier forma de gobierno exige el pueblo; ninguna, dicho al revés, puede pasarse sin él. Pero, sobre todo la democracia, porque lo lleva en el nombre. Lo cierto es que el pueblo desapareció y no cuenta. En su lugar está "la gente", esto es, una superstición estadística, como adivinó Borges, que se mide en percentiles de intención de voto. Los partidos políticos, en el mejor de los casos, son empresas de maximización del voto, por medio del marketing adecuado, con la finalidad de llegar al gobierno y manejar la caja de los dineros públicos, que es la que financia el juego. Claro, a veces se necesitan movilizaciones masivas y, también, hay que empaquetar material humano a la hora del sufragio. Y aquí, entonces, ocurre el cruce entre democracia y miseria. Porque, en la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política. El modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud. Entonces, la democracia que no tiene pueblo y ya no es democracia, sino otra cosa que no quiere decir su nombre, descubre un sustituto del pueblo: el miserable reducido a esclavitud. Desde luego, esto ya lo sabían los griegos que inventaron la palabra: Aristóteles enseña que el amo de esclavos bien enseñados puede dedicarse a la política o la filosofía. Aquí –enorme minucia diferencial- sirve para que un intendente del segundo o tercer cordón pueda asegurarse su reelección, o para que un viejo militante gargarice eslóganes en "6,7,8". Pero la idea es la misma. Los indigentes son una sociedad aparte porque nadie tiene necesidad de ellos. El excluido es un inútil, un supernumerario en términos sociales, cuya existencia resulta desprovista de toda finalidad que no sea la de sobrevivir, reproducirse y permanecer en su condición para ser manipulado convenientemente. El clientelismo manejado desde "la caja", que controlaban hasta ayer oligopólicamente los aparatos políticos partidarios, se dividió luego en los intendentes del conurbano y gobernadores de provincia y ha terminado por revertir a los "líderes" de las "organizaciones sociales", en un proceso progresivo de fragmentación social. Por allí se cuela otro aparato de poder clandestino, que es el del narconegocio, que necesita asiento territorial y mano de obra esclava para la distribución de la "merca" y encuadre de los sicarios. La masa esclava de reserva tiende al crecimiento. Así viene ocurriendo en nuestro país y así sucede en otros países de nuestra ecúmene, como Bolivia, Paraguay y Perú. De este modo se van imponiendo migraciones masivas, facilitadas por agentes que operan de uno y otro lado. Entonces, junto con familias laboriosas y decentes, que todos conocemos, que vienen con el justo propósito de mejorar de fortuna, son apilados y despachados contingentes de esclavos que pasan a reproducir en otro medio su misma desgraciada condición, cambiando sólo la noria a la que está atados y de la que tienen que tirar. Un dato para nada irrelevante es que los tratantes de este tráfico de esclavos posmoderno se vinculan y subordinan a figurones conspicuos de la clase política, devotos ideológicos de la progresía ambiente, cuyo discurso viene mechado de invocaciones a los derechos humanos, a la igualdad y a la inclusión social.

Los episodios de Villa Soldati, otros ya producidos y los que puede –infelizmente-preverse que vendrán, se inscriben en este renuevo posmoderno, bajo discurso progre, de la esclavitud antigua. Una masa esclava, preferentemente constituida por personas de origen boliviano, paraguayo y peruano, resulta "espontáneamente" conducida nadie sabe desde dónde, para ocupar un parque de dominio público que pretenden se les lotee y adjudique. Un parque, entre
paréntesis, con signos de abandono y en el cual, dato que no veo recogido, hay un gran monumento a los caídos en Malvinas, que no puede saberse ya qué destino tendrá. Vecinos afincados en la zona reaccionan y aparecen también, bajo llamado de algún puntero, esos remedos de la antigua mesnada que son los ganapanes de alguna barrabrava, que intentan desalojar a los ocupantes. Sergio Schoklender, que representa a las Madres sector Bonafini, que con dineros públicos tiene por allí un obrador y monoblocks aún no ocupados, reacciona ante la puesta en peligro del negocio como un representante de la ley y el orden, denuncia una maniobra de narconegocio detrás de la ocupación y llama a la policía. Mientras tanto, por el lado de los ocupantes, aparece un vocero, Alejandro Pitu Salvatierra, a quien pudimos ver y oír desde la Rosada; se trata, aparentemente de un puntero que responde a Daniel Filmus, ex ministro de Educación, esto es, personajón de la alta clerecía progre. Hasta aquí, los datos al alcance de cualquiera. No intento ni tengo los elementos para hacer una crónica prolija; simplemente, muestro cómo aquellos datos encajan en la líneas maestras de la neoesclavitud posmoderna que he descripto a grandes rasgos.



Dejando muchos otros asuntos de lado, no puedo dejar de referirme a otro aspecto de la cuestión: la absoluta inefectividad, inutilidad y futileza de la agencia judicial en el caso. Por un lado, jueces del fuero contencioso administrativo tributario de la CABA, de catecismo progre, como Roberto Gallardo y Elena Liberatori, con buena pantalla. Por otro, el ignoto juez en lo criminal ordinario que debe investigar las muertes ocurridas (incluida un probable cuarto homicidio denunciado desde el SAME) y un fiscal del mismo fuero que prefieren, rumbeadores, esperar a ver a quiénes en definitiva –la Federal, ante todo- conviene crucificar en el expediente. Gallardo, en una medida cautelar interpuesta por uno de los intrusos, ordena se detenga la orden de desalojo emanada de otra jueza de su fuero, se establezca un cerco perimetral para proteger a los ocupantes, se los cense, y se convoque a las partes a una conciliación. El argumento, con invocación del derecho fundamental al acceso a la vivienda digna, es que, si el gobierno de la CABA hubiese construido viviendas para los intrusos, no habrían tenido necesidad de ocupar ilegalmente un parque público...Desde luego, si Juan no se hubiese casado, no habría tenido necesidad de estrangular a su esposa; pero esta falacia non causa pro causa no suele sacar a los uxoricidas de la cárcel...salvo que pudiera tocarles el juez Gallardo. La jueza Liberatori es conocida por haber intentado aplicar de modo retroactivo una ley de la CABA que impide designar calles con nombres de quienes "hayan ejercido su función por actos de fuerza contra el orden constitucional y el sistema democrático". Y así, según la jueza, Bartolomé Mitre, que se levantó en armas y depuso al presidente Santiago Derqui, debía ser desnombrado de su calle, y Juan Domingo Perón, que fue vicepresidente de Farrell, debía ceder su lugar a Cangallo. Esta particular jueza del derecho blando, plástico o flexible, ratificó el cerco protector para los ocupantes, cuyo número fue creciendo a medida de que pasaban las horas (hablan de 13.300 al escribirse este artículo, según el censo practicado) constituyó un "comité de crisis" con el CELS de Verbitsky, Adolfo Pérez Esquivel y otras figuras del santoral progre, y se hizo fotografiar recorriendo el predio intrusado, mientras declaraba que se debían "negociar los intereses". Si a alguien le usurpan su departamento, ¿recobrará la paz interior oyendo a un juez que lo exhorta a "negociar los intereses" con el usurpador? Esa noche, el cerco formado por componentes del gripo Albatros de la Prefectura y por efectivos de Gendarmería, fue apedreado por villeros colindantes al Parque que, haciendo causa común con los vecinos de Villa Soldati y Lugano, exigían que se retirasen los intrusos. Luego, desde el gobierno de la CABA, se informó de otra intrusión en la zona de Lugano: el club Albariño, ocupado por otros aspirantes al loteo. (Más tarde, un intento de recuperación por los lugareños fue impedido por la Federal).

Administración de justicia ausente, inútil para intervenir en las situaciones críticas, y cruzada de ideologismo. La mente de estos jueces sólo concibe el derecho a tener derechos, sin tener en cuenta el Derecho. El Derecho, aquel llamado derecho objetivo, del cual la ley era uno de los elementos constitutivos, pero no el único, creaba una certeza que, como decía López de Oñate, constituía su específica eticidad. Porque esa certeza, aquella constancia que hacía a la palabra Derecho fiel a su etimología (lo recto), establecía firmeza en el andamiaje social y permitía la continuidad de la acción. El Derecho ha sido abandonado por obsoleto y se distribuyen, en cambio, por doquier, derechos, derechos subjetivos, "tengo derecho a", como si fuesen armas, para que gane el más apto, y los jueces tiene que arbitrar en esa contienda, lo que claramente los supera y colapsa sus tribunales. Aquel Derecho echado a la papelera de reciclaje era un bien común que nos ha sido arrebatado por la progresía jurídica. A la progresía política se le perdió el pueblo y la progresía jurídica le dio un golpe de furca al Derecho en cualquier callejón. En cambio, tenemos reinstaurada la esclavitud, y debemos asistir a las contiendas entre los tratantes por los territorios donde habrá de desarrollarse su negocio que, casualmente, se financia con dineros públicos, del común, de todos nosotros.



La democracia es el poder del pueblo de participar en el desenvolvimiento de su destino. Un pueblo es una comunidad orgánica de hombres libres puesta en forma por la historia en común dentro de una unidad política. Un pueblo resulta de un consenso prepolítico (el consensus omnium, el consenso de todos, decía el viejo Cicerón) en que coinciden algunas creencias básicas, transmitidas de generación en generación, que sirven de zócalo al edificio jurídico-político. Donde no hay más pueblo y sólo una maraña de átomos sociales, cada uno "haciendo la propia", no hay democracia. Donde buena parte de nuestros compatriotas y de quienes habitan nuestro suelo están reducidos a la esclavitud, no hay Derecho, aunque todos reivindiquen sus derechos y se celebre con música y sermones el Día de tales derechos.



Con motivo de la batalla de Villa Soldati, se han echado a rodar las imputaciones de racismo y xenofobia. La distinción entre nacionales y extranjeros es un principio jurídico básico en cualquier rincón del mundo y está contemplado en nuestra Constitución. Ella le da los mismo derechos civiles que al ciudadano; pero, naturalmente, si nuestro orden jurídico considera delictiva la intrusión, no puede dársele ni al extranjero ni al nacional una especie de derecho no escrito a realizarla cuando le venga en gana, y mejor si en horda. Poner condiciones a la entrada de inmigrantes no es un refocilamiento de xenófobos sino, además de una práctica generalizada en el mundo, una manera de asegurar al propio inmigrante que encontrará un lugar y una tarea para sus aptitudes, y no la réplica a la que te criaste frente a una invasión en masa que no reconoce ley. En todo caso, la capacidad integradora del extranjero en la Argentina tiene una larga historia, que enseña –además- que sólo se integra en el orden. Si la identidad colectiva de los argentinos vacila, si nuestra capacidad e imaginación para generar proyectos comunes no brilla, si descreemos de nuestro porvenir conjunto, y entonces aquella integración no se realiza en la medida deseada, tenemos que interrogarnos a nosotros mismo y hacernos cargo de nuestra declinación. En nosotros está el problema, no en el que llega.



La Argentina viene de perder varias guerras. Perdió la guerra revolucionaria, cuando parte de una generación, que es la mía, se emborrachó con el mito de la Revolución y quiso apresurarla con fusiles y bombas. Perdió la guerra contrarrevolucionaria, porque quienes la comandaron no quisieron legitimarla con la espada de la justicia y negaban hasta que esa guerra estaba teniendo lugar. Perdió, en 1978 y en 1982, la guerra sobre el espacio de su expansión geoestratégica, que apunta hacia el Atlántico Sur y la Antártida. En el camino, perdió al pueblo y al Derecho. Y ahora puede perder la guerra social, la noción del orden político (desnorteada desde hace rato) como bien común y convertirse en un campamento de odios y rencores destructivos, para lo cual sirve de abono anticipado la ruptura a sabiendas de los instrumentos de la concordia política, trabajosamente elaborados, destinados a cerrar el capítulo de aquella guerra civil. Quizás, sin embargo, el cachetazo colectivo a que nos somete la realidad nos lleve a recuperar las nociones perdidas del orden, la certeza del Derecho, la conciencia de ser un pueblo.-