domingo, septiembre 23, 2012

REFORMA CONSTITUCIONAL (según Gómez Dávila)





"Toda constitución política es buena si logramos hacerla durar"

"La peor estupidez política es la reforma de una constitución, porque basta la vida, y el uso y el desgaste, para hacer las modificaciones urgentes"

"Las reformas sólo acarrean nuevas reformas, ya que el solo hecho de un cambio institucional sugiere cambios indefinidos. La inestabilidad, la inquietud, lo transitorio, lo provisional, viene a constituirse en atributos fundamentales de la estructura social"

"Las teorías políticas del siglo XIX consistieron en la demostración de la inanidad patente de los embelecos constitucionalistas. Tanto de Maistre como Marx refieren a estructuras sociales lo que el pensamiento liberal imaginaba como acto puro dela voluntad humana. El eco de esos ciento cincuenta años de elocuencia política es, en el siglo XIX, una carcajada entre ruinas"



LA CONSTITUCIÓN DE JUAN MANUEL DE ROSAS

 
 
 
 

Toda sociedad política, en tanto presupone necesariamente una esfera de lo público, de lo común, de lo que a todos interesa en vistas del bien común,  está necesariamente constituida; esto es, tiene una constitución. De otro modo, no sería sociedad política. La politeía civitas, respublica en el mundo romano- es un orden (taxis) que regla interiormente la sociedad política y determina el modo de distribución de los poderes (órganos y funciones) y el fin propio de la colectividad  que ha establecido un cierto modo de  asociación. Esta constitución puede consistir en convenciones explícitas, volcadas en un texto escrito expresamente promulgado, o en normas consuetudinarias tácitamente aceptadas y sancionadas por la tradición,  o en una combinación de ambas fuentes.  Así se entendió la constitución política desde los griegos hasta el mismo Hegel, habiendo el constitucionalismo liberal introducido luego la confusión en el lenguaje político y jurídico, al reducir la constitución política a constitución jurídica y circunscribir esta última a la vaciada en la matriz germano anglosajona.    La constitución jurídica es reguladora, pero no creadora de la sociedad política. Consiste en el conjunto de normas llamadas constitucionales que, en el interior de una unidad política determinada y existente, reglan el ejercicio del poder, la distribución de los órganos y funciones, las competencias de estos órganos, etc. Carl Schmitt llama a la constitución política concepto absoluto de constitución, y a la constitución jurídica concepto relativo o positivo de constitución. Dice muy claramente que, en el primer caso, una sociedad política es una constitución y, en el segundo, tiene una constitución.  

 

Antes y después de la asunción del gobierno propio en el año X, hubo constitución, tanto en sentido absoluto como relativo, en el sentido de un cuerpo de preceptos, nacido de una voluntad que se consideraba legitimado para ello, que organizaba las instituciones de gobierno y las relaciones entre gobernantes y gobernados, estableciendo límites en el ejercicio del poder de los primeros sobre los segundos. No somos una constitución desde 1853; lo somos desde mucho antes, antes incluso del año X. En  1853 tuvimos una constitución jurídica, que en parte conservamos.

 

En el territorio americano en que se desenvolvió la conquista realizada en nombre de la corona de Castilla, se fueron  estableciendo vastas unidades políticas recortadas, básicamente, sobre las grandes unidades políticas imperiales indígenas precolombinas. Por eso México (Nueva España) y Lima (Perú) fueron los grandes centros políticos del Nuevo Mundo hispano, como lo habían sido antes de la llegada de los españoles. Sin embargo, aquellas vastas unidades virreinales no fueron el dato político institucional más importante en  América hispana. En cambio, lo fueron las ciudades. La vida política hispanoamericana residía en las ciudades. Se había trasladado a estas tierras la forma política imperial, pero, en tensión con ella, y sobrepasándola muchas veces, aparecía la forma política de la ciudad, como habían sido la polis griega y la civitas o respublica romana.  El núcleo de la institucionalización  hispanoamericana primigenia fue comunal y su expresión, el Cabildo, continuaba una tradición anudada con Roma, por medio de un sistema representativo electivo y la exigencia de un servicio pecuniario, por el tributo, y de sangre, por la milicia. 

 

En el interior de aquellas vastas unidades políticas, esta conformación sobre la base de ciudades va delineando  los elementos federativos, esto es, los derivados del pactum foederis, proveniente a su vez de la voz foedus –alianza, unión- ligado a su turno con la palabra fides, fe y fidelidad como columnas sustentadoras de todo pacto de unión. Estos elementos, en nuestra historia, se remontan a los núcleos comunales, de ciudades libres, que se transmiten desde Europa, máximamente desde la España austracista, pero también de las tradiciones republicanas de las signorie, de las comunas del norte de Italia del siglo XIII, y que resultarán de este lado del charco la base de las reivindicaciones de las ciudades y provincias argentinas, como destacaron en su tiempo el mismo Alberdi, Francisco Ramos Mejía y José María Rosa. Allí el núcleo del vocabulario político residía en “los pueblos”, los municipios, las ciudades, las provincias que conformaban. Y sus rasgos eran los de localización, lugar (lar, hogar), pasado común y fidelidades recíprocas. Este pactismo fue propio del primer austracismo, aquella unión en un vértice monárquico común de una serie de poderes locales dispares, cada uno con su identidad e instituciones propias, que existió con los Austrias y que entrañaba un pacto, o más bien una serie de pactos forales  entre los poderes locales y poder imperial o regio.   

 

Porque no nos encontrábamos ante un poder absoluto. Hubo, claro está, demasías del poder en América hispana, a veces insoportables, pero nunca tuvo lugar el absolutismo. El  ejercicio del poder desde los centros de decisión ultramarinos estaba entorpecido por una serie de lealtades locales, horizontales y hasta oblicuas. El poder se fracturaba cayendo en el ejercicio de comunidades intermedias y estamentos, cada uno con su obediencia particularizada, con su fuero, privilegio (lex privata), derecho o exención. Antes que una organización piramidal, era una suerte de laberinto, para salir del cual eran necesarios acuerdos y compromisos, pactos en suma (no consensos). Y un lugar escenográfico, teatral,  tanto para el debate político como para el intercambio social o el comercio, o para la convocatoria de la milicia, que era la Plaza Mayor, la Plaza de Armas. Tanto los edificios de los cabildos como los palacios barrocos que daban a esa plaza (como en México o Lima) tenían un balcón para la arenga.

 

Aquí se tuvo realización la matriz de derecho público romano-latina, que quedó luego preterida en la historia política a favor de la matriz iuspublicística germano-anglosajona.

 

El modelo romano-latino defiende el ideal de organización  republicana (de la república romana), con un fuerte poder legislativo popular, participación del pueblo -sujeto de la soberanía popular-, y la tutela y defensa de los derechos del ciudadano frente al gobierno mediante el tribunado, o lo que en la modernidad se ha dado en llamar como instrumentos de poder negativo. Presupone un gobierno mixto, donde se combinen mando personal, presencia de élites y fuerte participación popular.  

 

Por su parte, el denominado modelo constitucional germano-anglosajón, se sustenta en la institución de la representación y la división (tripartición) de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), como garantía del ejercicio democrático del poder y límite a los abusos del mismo, poniendo difusamente en la administración judicial o concentradamente en un órgano institucional, la función del control constitucional, en cuyo ejercicio esa instancia puede actuar como legislador negativo e, incluso, como positivo.

 

Ahora bien, ustedes me dirán:  lo que usted señala cambió a partir de la llegada de los Borbones al trono de España, con Felipe V, nieto de Luis XIV, en 1701. Es cierto. Al principio, hubo, especialmente en América, la expectativa de que se restaurara el pactismo austracista. Pero anótese: primero,  que  España se tiene que aclimatar a no plantearse “misiones en lo universal” sino ajustarse a la política de balance of powers, de matriz británica, establecida a partir de la Paz de Utrecht en 1713. Esto crea una contradicción en el sistema borbónico, entre reformismo y conservadurismo que están en tensión: innovación con técnicas y principios europeas y reconocimiento de tradiciones propias españolas desde donde innovar. Todo en medio del progresivo avance de las Luces, de la Ilustración.   En segundo lugar, que el reformismo borbónico se proponía “provincializar” forzosamente aquella variedad foral mediante las Intendencias, creadas según el modelo militar francés, pero con propósito netamente hacendístico. Y uno de los rasgos de este cambio, de este reformismo borbónico, reside en que los cargos capitulares, los  cargos del Cabildo, comienzan a ser conferidos al mejor postor, por problemas del erario público. Además, los “propios y arbitrios”, esto es, los recursos tributarios permanentes (“propios”) y accidentales (“arbitrios”)  les fueron quitados a favor de las Intendencias y en definitiva de la Corona, que podía hacer con ellos lo que le conviniese. Añadamos a esto el paso del mercantilismo al librecambismo, del monopolio a la libertad comercial y una consiguiente reforma de ingresos y gastos públicos. Estos desajustes reformistas provocaron numerosas rebeliones, que son presentadas como “movimientos precursores” de la independencia. Incluso Túpac Amáru, que problemas de los corregidores en el comercio de objetos que obligaban a los indios de sus demarcaciones a comprar en contante y sonante

 

Por sobre la diversidad comunal se establece una estructura funcionarial, a través de la Ordenanza de Intendentes. La constitución borbónica, trasladada a estas tierras, establece un derecho público vasto y complejo, tanto desde el punto de vista de la organización institucional como de los rodajes administrativos. La norma fundamental y principio de legitimidad de todo el sistema residía en la soberanía del monarca. Esta organización  política se vivía como la relación paternal de un soberano con su pueblo, considerado como un público, sujeto pasivo de un proceso de guía y conducción. Y aquel soberano estaba, entre nosotros, corporizado en un cuerpo de funcionarios, a comenzar por el virrey, representante del rey, de casaca bordada y espada labrada, recibido bajo palio en las barrosas calles de una ciudad marginal en el mapa. Este paternalismo de raíz borbónica, consolidado entre nosotros en la Ordenanza de Intendentes de 1782, y manejado por una burocracia en líneas generales muy eficiente, va a tener una honda y duradera influencia en la concepción del poder por parte de los gobernantes argentinos, ya desaparecida la monarquía en estas tierras.  El despotismo ilustrado (“todo por el pueblo sin el pueblo”), navegando entre valores tradicionales y aires de Ilustración, con su contradictorio sentido de atracción y simultáneo asco hacia lo popular (que puede verse en los cuadros de Goya, por ejemplo)  dejará una lección perdurable para los futuros gobernantes que vayan a asentarse en el predio del antiguo Fuerte de Buenos Aires.  Carlos III.

 

 

Vayamos ahora al pronunciamiento de Mayo. Una porteñada. Una alcaldada, que tuvo por sede un cabildo abierto reunido en congreso general, por el cual se depuso a un virrey, de lo cual ya había antecedentes en el Cabildo abierto y Congreso General del 14 de agosto de 1806 y en la Junta de Vecinos convocada por el Cabildo el 10 de febrero de 1807, por los cuales se depuso al virrey Sobremonte del mando militar y del político. Esa porteñada contenía elementos predisponentes a la concentración y homogeneización en Buenos Aires, del poder político sobre el Virreinato.

 

El primer elemento centralizador y concentrador provenía del prestigio del prestigio de la constitución borbónica, del que ya hablamos.

 

El segundo elemento centralizador provenía de los intereses de Buenos Aires, bien patentes a sus círculos mercantiles e ilustrados. De un modo sintético y que merecería matizaciones que el tiempo asignado no da para realizar, lo resumió el gran historiador mexicano Carlos Pereyra: “la revolución tuvo por principal objeto evitar que la regencia de España, establecida en Cádiz, e instrumento de los comerciantes de esa ciudad, restaurase un monopolio ruinoso para los americanos. Este objeto de la revolución produjo consecuencias históricas que no era posible ver en el primer momento, pero que no tardaron en manifestarse. La patria libre era el comercio libre. Era el comercio libre de un puerto. La patria estaba en la aduana. Perder la aduana era perder la patria. Puerto único: patria encerrada en un término municipal”. Se expresaban allí las grandes tensiones estructurales del Virreinato y de nuestro país, aún vigentes bajo otras formas y maneras: la tensión entre Buenos Aires y el Litoral respecto del Noroeste mediterráneo; la tensión de Buenos Aires con el Litoral por la salida de los productos de este último, con casos notables respecto del Paraguay, al que se deja arrinconado, y a la Banda Oriental, a la que se le neutraliza su mejor puerto.

 

El tercer elemento centralizador proviene del grupo ideológico de los que Mitre llamó “el círculo de sublimes soñadores”: Moreno, Castelli, Belgrano, Monteagudo. Con diversas intensidades, reservas y matices, el núcleo de esta ideología (la ideología de la “emancipación”, adosada al hecho político de la independencia), que tuvo su ápice en el jacobinismo como elemento configurador del Estado moderno, concentraba todo el poder en la expresión de la voluntad general de una entidad abstracta, el “pueblo” soberano”, sin lugar preciso, ni tiempo definido ni encadenamiento de vínculos familiares y fidelidades personales. El pueblo abstracto resultaba de una suma de individuos concebidos como huérfanos sin ombligo. Cada uno de estos individuos se emancipaba retomando su soberanía, que en los hechos recaía en el grupo más activo y concentrado de los “sublimes soñadores” de turno. Moreno lo resumirá así más tarde en la Gaceta: “con la disolución de la Junta Central de Sevilla (...) cada hombre debía considerarse en el estado anterior al pacto social, de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos”.

Ahora bien, la base doctrinaria con que se plantea en la América Española la asunción del gobierno propio, en un primer momento, y la independencia, acto seguido, es una doctrina tradicional hispánica, según la cual, dependiendo estas tierras de la corona, la acefalía del trono producía la reversión o retroversión de la soberanía a los “pueblos”, a los municipios y ciudades que integraban cada una de las unidades políticas virreinales, quedando al mismo tiempo extinguidos los vínculos de subordinación que pudiesen existir entre esos municipios y ciudades entre sí, hasta tanto que, congregados bajo un pie de igualdad todos estos “pueblos”, que reconocían un vínculo histórico y cultural común, estableciesen un pactum foederis. Era una doctrina claramente federativa. “Federación” y “Confederación” eran utilizados como sinónimos en ese tiempo y en aquel contexto. Y “constitución” significaba pactum foederis, esto es, había antinomia entre “pacto” y “constitución”. Una tergiversación de esta base doctrinaria a favor de la concentración hegemónica del poder, amparada en la “soberanía del pueblo”, pretendía que la reversión debía producirse al mismo orden virreinal, pero sin el virrey, y a las mismas relaciones de subordinación que resultaban de la Ordenanza de Intendentes. Todo ello fundamentado en la indivisibilidad e inalienabilidad de la “soberanía del pueblo”. Moreno, en su artículo en la Gaceta sobre las miras del Congreso futuro, decía: “la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo, (...) siendo soberanía indivisible e inalienable”; por lo tanto, no podía concebir que la soberanía correspondiente al Virreinato del Río de la Plata pudiese dividirse, fragmentarse, en tantos “pueblos” o municipios o ciudades que lo formaban, y que cada uno de ellos poseyese una fracción soberana, recuperando en cada caso el derecho al autogobierno. El titular de la soberanía única e indivisible era el gobernante que ocupase el lugar del virrey en Buenos Aires, hasta tanto una nueva constitución (aquí sí entendida como lo opuesto al pactum foederis) estableciese las autoridades definitivas.

 

 

Conflicto entre “el pueblo”, es decir, centralización, y “los pueblos”, es decir, federación,  es nuestro conflicto irresuelto. Por un lado, pues, aparece el derecho de los individuos de Buenos Aires, conjuntados en “pueblo” abstracto, y continuando la pauta virreinal, de concentrar el poder en una Junta. Por otro lado, se plantea el derecho de los “pueblos” concretos, es decir, de las ciudades y municipios, todas en pie de igualdad, a concurrir con su voluntad a darse un gobierno y un forma política. Concentración del poder en Buenos Aires, de un lado. Tendencia a una forma política confederal, del otro. Por aquí corre una línea de fractura institucional que, con distintas apariencias y diversas manifestaciones no ha podido soldarse hasta hoy.

 

La Declaración de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica, proclamada el 9 de julio de 1816, no se hace en nombre del “pueblo” argentino ni de la nación argentina, sino de “los pueblos” concretos allí representados.  Y aquella  fractura señalada se refleja en que tenemos dos declaraciones de independencia. 

 

Tenemos una fecha para el autogobierno, -25 de mayo de 1810- y otra para la independencia, que algunos todavía confunden. Pero el asunto es aún más enmarañado: hubo dos declaraciones de independencia. Una en 1815, otra en 1816. La declaración de independencia de 1815 fue formulada en el Congreso de Oriente, ocurrido en el Arroyo de la China, Concepción del Uruguay(también en Paysandú), en junio de 1815, por los representantes de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba, bajo la inspiración del Protector de los Pueblos Libres, don José Gervasio de Artigas. Esto es, por representantes de estados provinciales pertenecientes a territorios que hoy forman parte de la Argentina, el Uruguay y el Brasil. Artigas había previsto, incluso, que cada pueblo indígena mandase sus representantes, aunque no aparecen en la reunión, de cuyas sesiones no disponemos de actas. Estos pueblos eran, fundamentalmente, del ámbito guaranítico. En cambio, la declaración de Tucumán fue traducida al quechua y al aymara, porque contó con representantes del área altoperuana. Fueron dos congresos y dos declaraciones: una, inspirada en la forma republicana y el sistema de confederación de ciudades y ayuntamientos que las particularidades culturales y territoriales habían establecido desde dos siglos atrás; otra, que pretendía desde Buenos Aires mantener la unidad e indivisibilidad borbónica, bajo forma monárquica. Recuérdese, para entender lo que viene, que el agregado "y de toda otra dominación extranjera" fue realizado el 19 de julio, a pedido del diputado Medrano, "para sofocar el rumor de que existía la idea de entregar el país a los portugueses"


La Unión de los Pueblos Libres, entró en conflicto con el Directorio porteño. Desde Buenos Aires, se procuró un entendimiento con los portugueses. El trato era considerar como no hostil el despliegue lusitano de las tropas de Juan VI en la Banda Oriental; en otras palabras, que desde Río de Janeiro les quitasen ese incordio de Artigas. Y los ejércitos portugueses marcharon hacia allí. El Uruguay fue ocupado por las tropas de la corona portuguesa y se convirtió en la Provincia Cisplatina -sería liberado por los Treinta y Tres Orientales, abriéndose la guerra con el Brasil en 1826. Tal fue el despliegue de la columna sur, fuerte de doce mil hombres, bajo el mando del general Lecor, luego barón de la Laguna. La columna norte de las fuerzas lusitanas se propuso cruzar el río Uruguay, tomar Corrientes, desplazarse al sur, cruzar el Paraná y ocupar Santa Fe. Entre ambas, encerrarían a Artigas, no estando asegurada, claro está, la retirada lusitana de los puntos ocupados de este lado del río Uruguay. Lecor alcanzó sus objetivos, pero la columna norte tuvo graves problemas para internarse en Corrientes. El brigadier Chagas Santos sufre derrotas, debe replegarse, intentarlo de nuevo, lleva adelante una ocupación sangrienta y saqueadora de la margen derecha del Uruguay - ahí es donde se borra del mapa a Yapeyú, en la misma fecha, aproximadamente, de la batalla de Chacabuco - pero sus fuerzas son enfrentadas por el guaraní Andresito Artigas, esto es, Andresito Guazurari, lugarteniente de Artigas, caudillo de los misioneros, que termina derrotándolas en la batalla de Apóstoles, con lo cual nos salvamos de que buena parte de nuestro Litoral hablara hoy portugués. Guazurari incluso llega a montar un ofensiva, cruza el río pero es derrotado en Sao Borja, capturado y aparentemente llevado prisionero a Porto Alegre, acostado sobre un caballo y retobado en  cuero crudo que se va secando al sol. No hay tumba de Guazurari. Y casi nadie sabe del Congreso de Oriente, de la Unión de Pueblos Libres, y de la primera declaración de independencia. Algún día -quizás en su próximo bicentenario- los argentinos memoriosos la celebraremos.

 

 “Los pueblos” han desaparecido del léxico político (dejo de lado los problemas que trae la expresión étnica “pueblos indígenas argentinos” introducida en el art. 75, inc. 17, que les reconoce “preexistencia”).

 

Adoptamos, en general, la matriz del constitucionalismo liberal, sin demasiada convicción ni mucho respecto, manifestándose en ese punto fenómenos continuos de resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta convertirse tal desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los síntomas más evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras instituciones. Esta bufera dantesca de la inorganización política aún nos arrastra, con señales de alarma encendidas especialmente en el transcurso de los primeros años del siglo XXI. Y esta historia circular y reiterada nos golpea donde más nos duele, que es la diferencia, en este punto, con los EE. UU. de Norteamérica, que los suramericanos, y los latinoamericanos en general, nos obstinamos en proyectar, del punto de vista político, como la “sombra” jungiana, la imagen obscura y densa que impide nuestra realización colectiva, con efectos paralizantes y deletéreos.

 

Casi al mismo tiempo aparecen las expresiones “confederación” y “federación”. La vaguedad que les atribuye nuestro autor reside en que el vínculo federativo o confederal  aparece propuesto a veces reuniendo las provincias del Virreinato y, en otras, los demás virreinatos de la América Española.. Aquella vaguedad se originó en los Estados Unidos de Norteamérica, al “inventarse” en 1787 la república federal, con federalistas partidarios de un gobierno central fuerte, cuando, anteriormente, los vocablos “federación” y “confederación” resultaban sinónimos, y lo serán para muchos, aún después de Filadelfia, como resulta de los textos de John Caldwell Calhoun.  De todos modos, como apunta Mitre, la primera vez que se emplea la palabra “confederación” en nuestra historia, en la nota que dirige en 1811 la Junta Directiva del Paraguay a la Junta de Buenos Aires, se pide la “confederación de esa provincia (Paraguay) con las demás de nuestra América, y principalmente con las que comprendió la demarcación del antiguo virreinato”, donde el carácter progresivo que se propone al vínculo confederal aparece claro. También resulta claro que Buenos Aires lo rechazaba: las instrucciones  de la Junta a Belgrano para su misión diplomática destacaban “la necesidad de fijar un centro de unidad”, de quedar “sujeta al gobierno de Buenos Aires” la junta paraguaya y de que el “vínculo solo de federación no basta en la urgente necesidad en que nos hallamos”. De últimas, hubo que aceptar un pacto de confederación con el Paraguay, que mucho interesó a Artigas en la Banda Oriental.    Esta idea de una confederación de unidades políticas autónomas se funda en antecedentes remotos pero vivaces de nuestro derecho público que –como explicarían Francisco Ramos Mejía, José Nicolás Matienzo y José María Rosa- enraizan en el municipalismo indiano e, incluso, en la matriz habsbúrgica, heredera, a su turno, del Sacro Imperio Romano Germánico. Por cierto, no eran desconocidos los Artículos de Confederación y Perpetua Unión de 1776 y la Constitución de Filadelfia de 1787 y se los invocaba con soltura, como demuestran las instrucciones de algunos diputados y los proyectos presentados a la Asamblea del año XIII. Entre los ideólogos de la emancipación también se debatió al respecto. Mariano Moreno –como recuerda Massot- tradujo y adaptó la constitución norteamericana. Pero triunfó el conato de organizar el país en unidad de régimen a partir de Buenos Aires. El mismo Rivadavia, en su vejez, luego de la lectura de Tocqueville, se manifestó proclive al  federalismo y confesó su ignorancia anterior al respecto, como registró Mitre.

 

El mismo Mitre señala una característica del federalismo profundo y sus “enraigamientos orgánicos”: “su espontaneidad democrática –dice este autor- reveló la forma innata de la república”. Esa ”democracia genial como fuerza constitutiva” ingresa de la mano de los “caudillos de las multitudes, como hecho brutal”. Los conflictos estructurales básicos del país, puestos en carne viva desde el año X, eran, por un lado, la asimetría entre las provincias mediterráneas y la provincias litorales y, por otro, la asimetría entre las provincias litorales según contasen o no con puertos naturales. La unidad de régimen había convertido al virreinato, teóricamente, en un mercado único para la metrópoli. Una vez independizados, Buenos Aires se transformó en la metrópoli, como señaló Alberdi, concentradora de riqueza y de  ilustración, monopolizados por la oligarquía porteña. El federalismo no cancelaba las asimetrías, pero aseguraba unas competencias locales autónomas. Pero este federalismo –cuyos “enraigamientos orgánicos” lo encaminaban hacia la federación de unidades políticas y no a la república federal a la norteamericana- sólo tuvo chances de triunfar cuando apareció una facción federal porteña. Con el dominio de Buenos Aires,  el federalismo debía terminar por imponerse en todas las provincias. Así ocurrió con Juan Manuel  de Rosas. Durante más de dos décadas, nuestro país fue una confederación de unidades políticas semisoberanas, llamadas “provincias”, que en los asuntos que afectaban sus intereses procedían con independencia, y que  habían delegado  las cuestiones internacionales al gobernador de la provincia de Buenos Aires.  Las constituciones de las monarquías europeas habían establecido Estados unitarios; en Norteamérica, la constitución tendía a un gobierno central que compartía el poder con el Senado y con una instancia contramayoritaria en la  Corte Suprema, no establecida esta última en el texto. En las confederaciones (como la Helvética, que no tuvo constitución sino a partir de 1848) el instrumento institucional no era la constitución con normas precisas de distribución de competencias, sino el pactum foederis, el pacto confederal. ¿Hasta dónde llegaba el poder  de las provincias confederadas y hasta dónde el del Encargado de las Relaciones Exteriores? Ambos se equilibraban dinámicamente sin dejar de enfrentarse, pero no conforme una norma establecida de antemano, sino en el espacio que dejaba el Pacto Federal de 1831. Lo importante era mantener el vínculo confederal, las “provincias unidas”, y presentarlas así al mundo. En este marco pactista se explica el rechazo de Rosas a convocar un congreso constituyente y su postura contraria a una república federativa del tipo norteamericano, como expone en su famosa carta a Quiroga. Massot califica a don Juan Manuel de “criollo pragmático”. Tiene razón al no incluirlo en el pensamiento reaccionario, como lo hiciera Sampay y antes insinuara Ingenieros, ya que la dialéctica revolución/reacción fue extraña a nuestra política en el siglo XIX. Es un conservador, sin influencia de la ideología de la emancipación, que establece una república autoritaria y cuyo modelo es el autócrata paternal. Gaspard de Réal de Curban, autor al que efectivamente acudió, lo confirma en que el nudo del problema del poder reside en la obediencia. Sus vistas sobre el gobierno y la organización institucional no derivan sólo de la experiencia, como resulta, entre otros documentos, del catálogo de libros que después de Caseros fueron retirados de la casona de Palermo con destino a la Biblioteca Nacional, donde puede hallarse el “Fragmento Preliminar” de Alberdi, la constitución del EE.UU.  y “El Federalista” (“Los Federalistas”), por vía de ejemplo. Devolición a la Biblioteca de la Science du Gouvernement de de Réal de Curban    1682-1752-obra 1761-64 contemporáneo de Montesquieu 1684-1755. En bibliotecas de México y Perú, citado en el Telégrafo Mercantil hacia 1820

 

Bases y puntos de partida de la constitución confederal de Rosas:

 

1820  Tratado del Pilar:  Bs.As.; Entre Ríos  Santa Fe, con  comunicación a  Artigas, capitán general de la Banda Oriental: “libre elección de los Pueblos”  “pronunciamiento por la federación”

1822 Tratado del Cuadrilátero: los mismos más Corrientes –defensa mutua contra españoles y portugueses

1825 Ley Fundamental del 25 de enero. Dictada por el Congreso Nacional. Originada en el correntino Francisco Acosta. Pacto de Federación entre el Ejecutivo Provisorio (Las Heras) y las provincias (representadas ahora las del Litoral-faltaban los de la Banda Oriental):

 

Art. 1º “Las Provincias del Río de la Plata (denominación Provincias Unidas del Río de la Plata en Sudamérica) reproducen, por medio de sus diputados y del modo más solemne, el pacto con que se ligaron desde el momento en que, sacudiendo el yugo de la antigua dominación española, se constituyeron en nación independiente, y protestan de nuevo afianzar su independencia nacional y cuanto pueda contribuir a su felicidad”

 

Una firme liga para su común defensa, seguridad de su libertad, independencia jurada y mutua general felicidad  -obligadas a asistirse recíprocamente contra toda violencia o ataque por motivos de religión, soberanía, tráfico o algún otro pretexto

 

Art. 2º El Congreso General de las Provincias Unidas del Río de la Plata es y se declara constituyente  -pacto constitucional

 

Art. 3º Por ahora, y hasta la promulgación de la Constitución que ha de reorganizar el Estado, las provincias se regirán internamente por sus propias instituciones

 

Art. 6º  La C. que sancionare el Congreso será ofrecida oportunamente a la consideración de las provincias y no será promulgada ni establecida en ellas hasta que haya sido aceptada

 

Art. 8º   Provisoriamente, el PEN al gobierno de Buenos Aires, con las siguientes atribuciones:

 

Negocios extranjeros, nombramiento y autorización de embajadores

Celebrar tratados, que no podrá ratificar sin obtener previamente autorización del Congreso.

 

Ejecutar y comunicar a los demás gobiernos las resoluciones del Congreso

 

Elevar a la consideración del Congreso las medidas que conceptúa convenientes para la mejor expedición de los negocios del Estado.

 

Pacto Federal 4 de enero de 1831

 

Forma de gobierno federal  - Artículos  de Confederación  y Perpetua Unión

 

Comisión Representativa en Santa Fe

 

Paz, guerra y convocatoria a Congreso General Federativo  -- “cobro y distribución de las rentas generales federales”. Los pacientes trabajos de  Elena Bonura demostraron la "coparticipación" de la época.

 

Tras Caseros, llega desde París la  receta del doctor Alberdi: la república federativa, mixtura de federación y unidad plasmada en la constitución norteamericana de 1787, llamada por Story "federo-nacional",  que tendría la  particularidad de "reunir los dos principios rivales [unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país". Alberdi sabe para qué hay que terminar con la guerra civil. La  Argentina  debe integrarse a la economía mundial, al "primer mundo" de entonces, es decir, al vasto mercado anglosajón.. La constitución, en la lectura alberdiana, que en definitiva será la de Mitre y Roca, cada uno desde su ecuación personal, debe ser ante todo un contrato social para el fomento y colonización de las pampas, a fin de convertirlas en lo que luego la escuela llamaría "la mesa puesta de la humanidad". Hay que traer inmigrantes, cruzar hacienda, tender alambrados, trazar ferrocarriles, abrir canales, voltear montes. Esto, que ve agudamente Alberdi y Mitre y Roca realizan,  requiere más poder que el que tenía don Juan Manuel, pero legitimado de acuerdo con las normas propias del tiempo, es decir, de acuerdo con las normas de la constitución. Para este plan ambicioso se requiere un administrador con el lleno de las facultades.  Un administrador que sea una especie de virrey republicano: el presidente de la República, "Jefe Supremo de la Nación", como aún dice nuestro texto. Ese jefe mandaría por seis años desde la sede del antiguo Fuerte, con posibilidad de ser reelecto con un intermedio de un período. Años más tarde, con la experiencia a la vista, el tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición absoluta de la reelección, instituto que se reveló, a su juicio (y a la experiencia de las generaciones posteriores), como perturbador de la forma republicana. El poder otorgado por nuestro texto a la jefatura presidencial, tomado de nuestra tradición virreinal y de la letra de la constitución chilena -por cierto unitaria- representa además una limitación evidente a los alcances de nuestra forma federal. El núcleo alberdiano de la Constitución, con su aduana única y su administrador discrecional que tiene en sus manos la explotación de las vías férreas, telégrafos, puertos, muelles, vapores, postas y servicios públicos principales, así como el manejo del crédito, la emisión, los empréstitos, las operaciones bancarias, etc., consagraría,  el centralismo desde Buenos Aires, aunque no ya de Buenos Aires y los porteños. Alberdi observaba que la federación norteamericana es de estados separados entre sí que se unen a través del sistema creado en Filadelfia. "Federarse -dice- fue para ellos unirse, consolidarse, hacerse uno solo; federarse, para sus copistas sin juicio, ha sido dividirse, desunirse, disolverse". Por lo menos para nosotros, federarnos fue centralizarnos.
 
Apuntes un poco en crudo para clases y para una charla en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, que decidí publicar en el blog ante el debate sobre la re-re y la reforma constitucional

martes, septiembre 18, 2012

SOBRE EL 13 DE SEPTIEMBRE, LA CLASE MEDIA Y OTRAS INTOXICACIONES SEUDO SOCIOLÓGICAS


La ola que viene....

Descubrir la clase media en la Argentina es descubrir el agua tibia. La Argentina es un sueño de clase media concebido en Buenos Aires -por entonces un agujero maloliente que permitía ganancia de contrabando a cambio de aceptar sus notorias incomodidades- hacia el siglo XVI. Sería necesaria una labor de rastreo a la vez benedictina y romana para encontrar las raíces de aquel delirio de grandeza que creció a orillas del Río de la Plata, sobre el que se devanó los sesos don Juan Agustín García, que bien lo avistó en su época. Sucedió, it happens, y esto sea todo por ahora respecto de ese momento inaugural. Nuestros indios eran middle class, nuestros conquistadores, salvo algún caso aislado, también. Creían en una grandeza de clase media, sin otra aristocracia que la mercantil. Rosas, el político más extraordinario que hasta ahora haya pisado nuestro suelo, lo advirtió de inmediato, quizás desde el mostrador de comercio adonde lo destinaban sus padres y que abandonó rápidamente. Un autócrata paternalista y honrado, que respetase los diferentes caracteres de la familia y manejase con firmeza hacia adentro y decoro hacia afuera esta ensoñación de estado llano, es lo que propuso como modelo y lo que en la práctica fue -con menos poder en su “lleno de las facultades” que un intendente del segundo cordóa bonaerense hoy.

En 1945, en que nacemos el peronismo y yo mismo, el sueño de clase media, ya presente, como es de rigor, en un capitán Juan Domingo Perón que años atrás se casara con la maestra Potota Tizón (ella tocaba el acordeón y él el piano), iba a tomar otra carnadura.

Ahora, el negro Dolina o Juanito Abal (conocí a sus honrados abuelos de clase media, del barrio de Monstserrat) disertan sobre el “medio pelo”, con fuente en un opúsculo donde el viejo Jauretche embocó fuera del tiesto, porque “medio pelo” es expresión propia de Dulce Liberal de Martínez de Hoz y no de un forjista.

En fin, los que mandan, no hagan la de Valentín Alsina, que por medio de un férreo peripato llegó a la conclusión de que la batalla de Quebracho Herrado nunca tuvo lugar y piénsenla un poco. Ah, además, para quienes pertenecen a la nueva clase gobernante, les cabe también el final de aquella fábula de Trilussa, el italiano, en que un lobo gobernante se dirige quejoso a Júpiter, dolido por las continuas críticas de sus ovejas gobernadas. Y la respuesta fue: “roba menos”