martes, julio 31, 2007

ABORTO

(Tomado de ZENIT.org)

Simone Veil, la ex ministra francesa de sanidad que introdujo la ley de despenalización del aborto en 1975, reconoce que la ciencia está demostrando la existencia de vida desde la concepción.
«Cada vez es más evidente científicamente que desde la concepción se trata de un ser vivo», afirma la primera mujer en presidir el Parlamento Europeo de Estrasburgo entre 1979 y 1982.
Sus comentarios han tenido lugar en el contexto del reportaje difundido por el canal de televisión «France 2», el 14 de junio, en el que se muestra cómo en España se realizan abortos hasta en el octavo mes de embarazo, informa la revista de prensa de la Fundación Jérôme Lejeune (http://www.genethique.org).
En el documental, se ve a una periodista encinta de ocho meses a quien se le propone un aborto en una clínica privada de Barcelona por la suma de 4.000 euros.
Simone Veil, de origen judío, que sufrió la deportación a Auschwitz, reconoce que esta situación es «espantosa», pero que legalmente no es posible impedir a las mujeres europeas viajar a España, pues la Corte europea ha afirmado que se trata de una cuestión propia de las legislaciones nacionales, y no de Europa.
La investigación periodística constata que en Francia comienza a ser difícil encontrar médicos dispuestos a practicar el aborto a causa de la objeción de conciencia.
«No se puede obligar a la persona a ir contra sus convicciones», afirma Veil, premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional 2005.
Al referirse a la introducción de la ley del aborto en Francia, revela la antigua ministra, «lo único que había negociado con la Iglesia fue la imposibilidad de forzar a los médicos. Es un punto que hay que mantener, pues no se puede obligar a nadie a ir contra sus convicciones».
PERFIL

En versión minimalista, suele situarse como nacido en la primera mitad del siglo pasado. En versión rigurosa, la venida al mundo ocurrió en la ciudad de Buenos Aires, con tranvías a diez centavos, bares automáticos y cines donde se sufría en blanco y negro con “Días sin Huella”, un 19 de diciembre de 1945. En Hiroshima aún humeaban rescoldos y una pueblada incruenta, sudorosa e ingenua había ya elevado a pulso a un coronel hasta el balcón fatídico.

Para los horóscopos, es sagitariano y gallo de madera. Pero su animal totémico podría resultar el búho, pensativo y trasnochador. Aterrizó en un hogar de la clase media urbana con biblioteca, estorbo doméstico común por entonces y que siempre habría de ocupar un lugar en su vida.

Vistió un primer uniforme blanco con moño a pintitas en un jardín de infantes de la calle Bolívar, donde descubrió las inquietudes del amor, probablemente no correspondido. Por ese tiempo aprendió a leer sobre el “Upa”, a instancias de hermanos mayores hartos de recitarle el Billiken. Conoció luego de guardapolvo la primaria de Piedras y Garay, época en que comenzó a frecuentar irrevocablemente los libros. Con Silvio Maresca, después director de la Biblioteca Nacional, discutía acerca de la superioridad de Salgari sobre Verne, adelantando así cierta vocación por la defensas difíciles.

Tal como fue bautizado, también resultó catecúmeno de la parroquia que aún preside Pedro González Telmo con un barquito en la mano. Un día, yendo al catecismo, presenció un duelo a cuchillo en la puerta de una peluquería en la calle Humberto I. Le despertó inmediata simpatía el que marcó al otro en el carrillo. Pudo también espiar, admirativamente, desde la vidriera de un café de la calle Defensa, junto con otros aspirantes al comulgatorio, al Pibe Villarino, el chorro más famoso del barrio y del país. Pese a estas desorientaciones, ingresó como chico bueno al Nacional Buenos Aires, donde sufrió el “mal del colegio”, que describe en otra parte. Allí continuó las andanzas entre libros –su viejo le había descubierto la Biblioteca Nacional de la calle México, cuyo tenderete de cartones con números, que advertían cuando llegaba el volumen pedido, le recordaba la lotería, en onda con el destino originario del edificio. Como estudiante intervino, de paso, en los alborotos de la época, desde laica y libre en adelante, inaugurando una inquietud política que lo haría aparecer fluctuando entre el anarquista de derecha y el reaccionario de izquierda. Pasó luego por la Facultad de Derecho de Figueroa Alcorta, sesteando sobre los libros de texto y acumulando, al pasar, un vasto saber lateral y, probablemente, inútil. De sus proyecciones como abogado, escritor, periodista y profesor informa el sitio. Sobre sus experiencias de paracaidista malogrado y ciclista que rodaba martes y jueves en los pelotones dejaremos que crezca la leyenda.
Casado, suele definirse sin más datos como monótono monógamo.

viernes, julio 27, 2007

JUDICIALES DE ALLA, QUE PODRIAN SER DE ACA

Expedientado al dar la custodia al padre, por ser su madre lesbiana
Europa Press/
Madrid
La Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) acordó hoy por unanimidad, a propuesta del Servicio de Inspección, abrir un expediente disciplinario por falta grave del artículo 418. 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) al juez de Primera Instancia número 9 de Murcia, Fernando Ferrín, por las "expresiones innecesarias" que utilizó en el auto en el que otorgaba la custodia de dos niñas a un padre porque la madre mantenía una relación lésbica.
El portavoz del CGPJ, Enrique López, explicó que la apertura del expediente se ha producido al haber podido incurrir el juez en una falta grave por utilizar "expresiones innecesarias o improcedentes, extravagantes o manifiestamente irrespetuosas desde el punto de vista del razonamiento jurídico". Numerosas organizaciones presentaron el pasado lunes una queja ante el CGPJ en la que denunciaban el citado auto, dictado el pasado 6 de junio.
La apertura del expediente supone el nombramiento de un instructor para determinar si el juez, que se encuentra actualmente de baja, cometió una falta grave. Este instructor abrirá una investigación para esclarecer lo sucedido y, tras escuchar las alegaciones que realice el propio Ferrín, propondrá la sanción que considere correspondiente. La Comisión Disciplinaria no volverá a reunirse hasta septiembre.
Este órgano no entró a valorar hoy el contenido del auto cuestionado, que es irrecurrible, al entender que su fondo -la cesión de la custodia de las hijas al padre- se enmarca en las competencias jurisdiccionales del magistrado. No obstante, la custodia podrá ser revisada en la pieza general correspondiente al divorcio de los padres.
Multa, de momento
Según fuentes del Consejo, Ferrín podría ser castigado con una multa de 3. 000 euros si finalmente se determina que incurrió en una falta grave, o incluso con la retirada de la carrera judicial si de las actuaciones por las que está siendo investigado se deriva la comisión de otra falta, en este caso, muy grave. Además, la Comisión Permanente del CGPJ podría forzar la retirada del magistrado de considerar acreditada su incapacidad.
En su auto, el juez Ferrín consideraba "suficientemente" acreditado "el perjuicio para las hijas que se deriva de la relación que la madre sostiene con una tercera persona y que lógicamente no se limita a un hecho aislado". "La madre tendrá que elegir entre sus hijas y su pareja", señalaba antes de afirmar que "es el ambiente homosexual el que perjudica a los menores y aumenta sensiblemente el riesgo de que éstos también lo sean".
Según la propuesta del Servicio de Inspección, con estas expresiones el juez quebrantó "la confianza social en los tribunales, que resulta inexcusable en una sociedad democrática para cumplir adecuadamente su cometido constitucional".
Cuestión de inconstitucionalidad
En relación con el otro caso denunciado contra el juez Ferrín, relativo a las supuestas trabas que puso a una mujer lesbiana para adoptar a la hija biológica de su cónyuge, la Comisión Disciplinaria acordó abrir una información previa. Fuentes del Consejo señalaron que los dos casos podrían ser resueltos al mismo tiempo.
El abogado de esta mujer, José Luis Mazón, solicitó al Consejo la incoación de un expediente de jubilación de Ferrín por su incapacidad como magistrado-juez de familia, en virtud de "su repetido fanatismo y desprecio hacia los derechos legales en el ámbito de la familia de las personas homosexuales".
En su escrito, al que ha tenido acceso Europa Press, Mazón defiende que el juez podría haber cometido una "falta muy grave" por "el retraso injustificado y reiterado en la tramitación" de esta adopción, lo que le llevó a presentar una cuestión de inconstitucionalidad que, a su juicio, "no tiene otro motivo que dilatar el presente procedimiento" y responde a su "ideología manifiestamente discriminatoria y contraria a la ley que permite el matrimonio entre homosexuales".
El letrado, que presentó hoy un incidente de recusación contra el juez Ferrín, asegura que existen "indicios claros" de que el juez tiene "obsesión y manía contra los derechos de las personas homosexuales que no va seguida de la preceptiva abstención del mismo en estos casos".

domingo, julio 22, 2007

FELIPE, LETIZIA Y LA DECADENCIA DE LA SATIRA


En un periódico satírico de Madrid aparece en titulares una caricatura de baja calaña que representa a Felipe, heredero del trono, en fornicio vía trasera con su mujer, doña Letizia, y exclamando en el esforzado trance algo así como que, a razón de euros dos mil quinientos por acto coronado de preñez, es lo más parecido a un trabajo que ha realizado en su vida. (Aclaremos que la suma es la ofrecida por el gobierno a todo peninsular que de ahora en adelante procree). Un fiscal general presuroso consigue que un juez tome cartas en el asunto, secuestre la revista y clausure el sitio web. Se arma la discusión acerca de si ello implica un acto de censura, e via dicendo.

Desde este lejano estuario, como republicano de república populista e hiperpresidencial, que hace no aún 200 años que se declaró independiente de los Borbones, declaro a mi turno:

Primo: que la cautelar del magistrado poco efecto habrá tenido para quienes, privados de comprar el pasquín, deseaban echar un vistazo a la caricatura, ya que cualquiera la consigue por Internet y fue repetida y almacenada por medios extranjeros, fuera de la jurisdicción del interdictante. Croce ed delizia de la globalización.

Secundo: comprar la pasquinada costaba 2,50 E. Una vez prohibida, su cotización en ebay llegó a los 2.500 E. Delicias del mercado, esta vez.

Tertio: el patético impulso a la guarangada universal no respeta pelo ni marca. Así como se ha perdido el arte de injuriar, se ha extraviado el arte de satirizar. Reírse de hacer que alguien resbale con una cáscara de banana: culmen del humor tinelliano y presidencial argentino. Tengo en la biblioteca unas caricaturas británicas de principios del XIX, de James Gillray, mucho más intencionadas y atrevidas de la que comento, pero estéticamente irreprochables. Otra pérdida sensible: el minimum minimorum del buen gusto. Que cambia con tiempos y circunstancias , es cierto, pero siempre por arriba de la cloaca.

Quarto: como abogado defensor, aventuraría ante un tribunal que presentar en coito y barrenado a una pareja real o heredera al trono es mostrarlos en un acto propio de sus funciones, máxime tratándose de monarcas constitucionales, cuya función preclara y casi única es procurar herederos de sí mismos. La cuestión sigue siendo el cómo.


Quinto: censura y demás, pura filfa e hipocresía. Límites existen a cualquier tarea, y los determina la tarea misma (en este caso, la sátira, afinada hacia el castigat ridendo mores). Hay un arte del bordeo, de correr las fronteras, de transitar las cornisas. Cagaderas en la tapa del piano y limpiaderas de apuro con la mantilla de la abuela deben recibir un condigno castigo estético. No sé: leer las obras completas de Peces-Barba, los dictámenes de María José Lubertino o repetir de memoria los discursos de Néstor Kirchner, pongo por caso. (se aceptan variantes y propuestas).

Sexto: esta España de Borbón y pandereta/ cerrado y progresía/ devota de Zapatero y compañía/de espíritu burlón y de alma quieta/ha de tener su sátira y su día/su ridículo polvo entre piruetas.

Septimo: los magrebíes y morisma en general hacen repetidamente lo mismo sin necesidad que los estimulen con 2.500 E. Son los que han de cobrar más repetidamente el premio. Inch'Allah.

Octavo: la morería, consistente y consecuente, no soporta que atropellen sus símbolos y veneraciones, so pena de degüello; la judería, consistente y consecuente, tampoco, so pena de fulminación social y profesional. El cristiano, en estos tiempos donde cualquiera que presente una Virgen tiene que rodearla de un preservativo, anda muy confundido sobre el punto. No sabe si quien "preserva" así uno de los símbolos de su fe es un saltimbanqui o alguien que expresa de ese modo provocador una inquietud espiritual. Ciertamente, hasta el juicio estético aconsejado más arriba parece excluido en este caso. Ingmar Bergman podía crear artísticamente perplejidades a un cristiano. El publicitado Alomodóvar, en cambio, me resulta, sobre el punto, algo penoso. Pero, quis, hodie, judicabit? En cambio, amigos, sobre estos Borbones de ultramar ninguna vacilación: muestrénlos como los muestren, recitando discursitos bienpensantes, cortando cintas en inauguraciones de copas de leche, cruzando zalamerías con sudacas palurdos o manteniendo en alta o baja cama contacto rítmico de mucosas por cualquier vía, me resultan siempre pazguatos, sandios y grotescos. Por mí, píntenlos, pintamonas, como les plazca. En todo caso, ofenderán al pobre buen gusto, hoy desaparecido, y no a mí.

Nono: gilipolleces del españolito de hoy. En concurso organizado por Antena 3 para determinar el español más importante de la historia, designaron....a Juan Carlos I, por encima de Cervantes (2), Santa Teresa de Avila (9), el Cid (18), Carlos I y V (28), Ortega y Gasset (33) y don Francisco de Quevedo y Villegas (62). Igual concurso en Francia (France 2), ganador: Charles de Gaulle. En Alemania (DF): Konrad Adenauer. En los EE.UU. (Discovery Channel): Ronald Reagan. En Portugal (RTP): Oliveira Salazar, con escandalete. Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios/ cualquiera de las Españas ha de helarte el corazón.

Decimo: en el mismo concurso sobre el español universal, y casi como chiste de gallegos, recibió bastantes votos Cristóbal Colón que, muy probablemente, era genovés.

viernes, julio 20, 2007

Aforismos para ser leídos en el (nuevo) tranvía
Dios ciega a los que quiere perder. A veces, le basta con volverlos bizcos.
En el kali yuga, la búsqueda del "nunca más" se trueca, muy a poco, en el hallazgo del "otra vez". Hay en el hombre actual un curioso frenesí por adentrarse en futuros ya conocidos.
Comité de expertos:
Reunión personas expertas, cada una de ellas incapaz por sí de decidir nada, que concluye que nada se puede decidir sobre algún asunto sometido a su consideración.
La mostacilla que nos gobierna avanza con una revolución retrasada de menos y un colon irritable de más. Mañana puede ser botox.
The pursuit of happiness:
La "felicidad" actual, según los expertos, se funda en la situación del "mercado de colocación de activos soberanos" -esto es, el mercado de deudas- y los precios de los commodities. Me disgustan los presagios desgradables, pero no se necesita ser muy lince para advertir que resultan bases precarias para una dicha cualquiera.
El rebaño siempre será snob.
El último reducto del amor del hombre por la mujer y de la mujer por el hombre son los culebrones de la tevé (y ya se avizoran tiempos de cambio).
Todo matrimonio prolongado surge de la sutura de miles de
microdivorcios.
El amor nace como compensación al horror del mundo, al mal que es la secreta lógica que lo rige. Aquél que lo probó no lo olvida y se convierte en un fedele d'amore. Ya vamos siendo meros sobrevivientes.
La violencia escala en espiral en este tiempo light en que se mata con culpa y se muere con terror, exactamente al revés de la Antigüedad. Atila, Tamerlán o la Horda Dorada eran, relativamente, menos crueles por menos hipócritas.
Contabilizadas nuestras recaídas en el degüello, mejor una paz precaria que una guerra rampante.
Por siempre Borbones:
Nuestro único régimen político subcontinental aceptable resulta, después de todo, europeo y mediterráneo: el despotismo ilustrado.
Las bravatas con las que solemos acusar a los poderes forasteros como causantes exclusivos de nuestros males, deberían ser matizados con un examen de conciencia a través del cual no tendremos otro remedio que advertir nuestra inmensa inmadurez.
Aforismos

El aforismo hace de un pensamiento una saeta que, al herir, despierta nuevos pensamientos. Hacer del pensamiento una flecha es desafiar al pensamiento y, sobre todo, a la pereza que da el pensar.

Según Carducci, "quien dice en diez palabras lo que se puede decir en dos es capaz de matar a su padre". Fácil resulta el parricidio.

Aphorismós, en griego, deriva a su vez del verbo aphorizein, definir o separar, poner aparte con una señal. Hipócrates les dio carta de ciudadanía y Nietzsche les otorgó categoría definitiva.

Aforicemos, pues.

jueves, julio 19, 2007

IDOS
Este año se fueron el Flaco Trelles, Cuqui de la Garma y Roque Raúl Aragón, el Cacique. Así los llamábamos familiarmente, con el tuteo de la vida, cuando estaban de este lado del espejo.
Trelles y de la Garma fueron, en algún momento, Cruz y Fierro editores. No sé muy bien cuál era Cruz y cuál Fierro, pero en nuestra cósmica ignorancia, que es también cósmica esperanza -ignoramus sed speramus, spes contra spem-, los presiento juntos en ese otro barrio donde se está siempre despierto. A Cuqui lo ví por última vez cuando se celebró en "El General" a los muchachos de la caña, a los sobrevivientes de los fundadores de Tacuara: de la Garma, Denovi, Rosa. Cuqui semper idem, con su maleta de oxígeno de auxilio, recibió su recuerdo y levantó el brazo.
A Roque, el Cacique, lo ví hace unos años en un congreso sobre historia del nacionalismo en el Lasalle, que fue bastardeado y malentendido por Página/12, inevitablemente. ¿Por qué un PC puede recordar con melancolía su adolescencia -lo cual me parece muy bien- y, en cambio, resulta pecaminoso que lo haga un tacuarita?
Escribí a Ricardito Curutchet, sobre Roque, cuando supe la noticia:
Se nos fue el amigo profundo y delicado, el orfebre de la conversación, el Cacique, como solíamos llamarlo con tu padre. Acierta el poema: lo llamó la Sabiduría para estar definitivamente entre los suyos. Hay un verso de Machado que se aplica también :"lleva quien deja y vive el que ha vivido". Dejó mucho, porque daba sin tasa ni cálculo y vive -pervive- en tantísimos recuerdos comunes. Dio sin esperar, aunque nunca desesperó porque el incierto destino nos condujo por otros caminos que los que anhelábamos. Siguió dando, Cacique singular, sabio sereno, amigo siempre.
Tanto amigo ido me hizo postear antes la "Melancolía" del conde de Foxá -camarada del otro lado del charco- con su crudo dolor.
Melancolía del desaparecer Agustín de Foxá

Y pensar que después que yo muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera
indiferente a mi mansión postrera
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata
bañados por la luz del sol poniente,
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata
cuando aún cantaba Dios bajo mi frente.
Y pensar, que no puedo en mi egoísmo,
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo, hacia el abismo.
Y que la luna brillará lo mismo,
y ya no la veré desde mi caja.

domingo, julio 15, 2007

SOBRE LOS JUECES Y LA DIVISIÓN DE PODERES (RESPUESTA A LEOPOLDO SCHIFFRIN)

Por Luis María Bandieri

En la edición del 1º de junio, Leopoldo Schiffrin reflexiona sobre los jueces y la división de poderes. Sirve de disparador el caso “Bisordi” que, según nuestro autor, dio lugar a una sublevación de la judicatura frente al Ejecutivo. El planteo de Schiffrin tiene el mérito infrecuente de encarar la división de poderes desde su “verdad efectiva”. Nuestro autor parte del examen de la constitución real que, a su juicio, rige en nuestro país. Esto es, la que surge, a horcajadas del texto escrito, de las relaciones reales de poder, como planteaba allá lejos Lasalle, evocado de inicio por nuestro autor. De otro lado, la comunicación del doctor Schiffrin aparece como una suerte de manifiesto por una nueva magistratura, lo que invita a considerarla en profundidad. El texto puede servir de pertinente arranque para una polémica saludable sobre nuestra vida institucional. En esa vía está pensada esta respuesta.

Principio por recordar las tesis principales de Schiffrin:

I. En ningún Estado democrático se da un sistema real de división de poderes al estilo del descripto abstractamente en la Constitución.

II. En nuestro país, el sistema presidencialista real es una monocracia no dictatorial atemperada por el federalismo y la poliarquía donde se expresan numerosas instancias de la sociedad civil.

III. La judicatura es un organismo burocrático, incluido entre los poderes fácticos del grupo dominante.

IV. El grupo dominante, residuo de la antigua república patricia, resulta de pacto laxo entre el capitalismo extranjero, el capitalismo nacional prebendario, la jerarquía de la Iglesia Católica, las fuerzas armadas y de seguridad y el aparato cultural (grandes diarios, radios, televisión, academias y universidades privadas).

V. El presidencialismo monocrático está actualmente en lucha contra el núcleo del poder fáctico, estos es, el bloque dominante ideológica, política, económica y comunicacionalmente.

VI. La afectividad de muchos jueces los liga a la última dictadura.

VII. La forma mentis del grueso de la magistratura es la de una supuesta objetividad desprovista de afecto hacia los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante. Se manejan con abstracciones de un pensamiento jurídico político largamente superado.

VIII. La judicatura sólo podrá redimirse si deja de ser parte del bloque fáctico dominante y se transforma en el campo de contención, promoción y articulación de los intereses y derechos de aquellos grupos sociales ajenos al bloque dominante.

La división de poderes o, si se quiere, la articulación tripartita de las funciones del poder según un principio orgánico de distribución, es objeto de tan continuas tergiversaciones, aquí y en el resto del mundo, que muchos la consideran a esta altura una ficción. Hace unos cuantos años, Alfonso Guerra, cuando acompañaba a Felipe González en el gobierno español, lo puso negro sobre blanco: “Montesquieu ha muerto”. Tanto en el presidencialismo como en el parlamentarismo, el ejecutivo suele gobernar no según la norma sino por medio de la continua creación de normas (delegación legislativa, decretos de necesidad y urgencia, etc.) y el legislativo, abandonada desde hace mucho tiempo su función de control, tiende a transformarse en oficina de certificación de la actividad ejecutiva. El ejecutivo y el legislativo, por otra parte, resultan autorreferenciales, esto es, apuntan a representarse sólo a sí mismos. Se da, pues, en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.

Comprobado así el estado real de las cosas, sigue siendo válido el mensaje que, desde infratumba, manda aún el viejo Montesquieu: sólo el poder contiene al poder. Quien tiene algún poder quiere más poder y todo individuo o grupo desarrolla su poder hasta donde lo atajen. En otros términos, desde una crítica que toma razón de la distancia entre el modelo teórico y la realidad empírica, la cuestión no consiste en lamentarse de continuo sobre las infracciones al dogma de la división de poderes, como suele manifestar una actitud repetidora de los clisés del constitucionalismo clásico, sino en hallar los contrapoderes efectivos, y coordinar y distribuir los distintos poderes. De otra manera, la comprobación de la realidad de las cosas no contribuye a mejorarla. El federalismo podría bien funcionar como articulación territorial del poder que lo divide y limita horizontalmente. Pero nuestra práctica es la de un unitarismo de hecho que se afirma, sobre todo, en el resorte fiscal, cuyo manejo a discreción refuerza al hiperpresidencialismo monocrático. ¿El poder judicial? Distingamos en este punto. Por un lado, los jueces tienen la facultad de judicare, esto es, de juzgar y adjudicar lo suyo de cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un poder, una potestas, sino que corresponde a la autoridad, a la auctoritas. Por eso, volviendo al viejo barón de Montesquieu, el poder de la magistratura, tomado desde este ángulo, resulta prácticamente nulo. La autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y concretar así el derecho en los conflictos interpersonales. Su juicio requiere libertad íntima e independencia práctica de los poderes en juego, sean estos institucionales o indirectos. Por eso, si corresponde que los jueces sean perseguidos en caso de inconducta, no deben ser juzgados por los fallos que a ciencia y conciencia han considerado rectos. Esta garantía de la independencia del juez sostiene la libertad del ciudadano, como advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia pública. La actual crisis en la consideración ciudadana de la magistratura, que registran las encuestas[1], reside en una pérdida considerable de autoridad, ya que se la supone muy limitada en cuanto su independencia.

Hasta aquí hemos hablado de autoridad. La judicatura tiene, además, una potestas, por la cual puede considerársela propiamente “poder” judicial. Hay una forma patológica de ejercicio de este poder, que se manifiesta en una también patológica “judicialización de la política”, donde el enemigo debe ser estigmatizado con un procesamiento o una condena, para lo cual debe contarse con jueces proclives a despacharlos. Pero hay también una forma fisiológica de ejercicio del “poder” judicial, y por consiguiente una normal judicialización de la política que, de todos modos, conduce inevitablemente a la politización de la justicia. Es el poder que se ejerce a través del control de constitucionalidad, donde la judicatura, y en especial la Corte Suprema de Justicia, cumple una función intrínsecamente política: establecer en última instancia lo que la Constitución dice. En el desenvolvimiento de su poder, la magistratura ha ido expandiéndose de supremo intérprete a legislador contramayoritario negativo, y de este último carácter a legislador contramayoritario positivo, en especial a través de las sentencias “manipulativas” –como las denomina la doctrina italiana- en las que se amplía y transforma por los tribunales el radio de acción normativa de las disposiciones recurridas. Entonces, con el objetivo de controlar esta función y, también, de inclinar la balanza de la judicialización política, se asiste a la injerencia, entrometimiento y maniobreo en los procesos de selección, designación y remoción de los jueces. En este contexto se produce el “caso Bisordi”. Una mayoría automática conformada en el Consejo de la Magistratura exigió la cabeza del presidente de la Cámara de Casación Penal y de los tres integrantes de la sala IV de dicho tribunal, por presunta lentitud en el tratamiento de las causas a ex represores Lo hizo a pedido del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales). En fin, el presidente de la República, primero en Córdoba ("yo empujo, pero se hacen los distraídos") y luego desde la Casa Rosada se sumó a la partida. El 10 de abril pasado, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Ricardo Lorenzetti, según declaraciones recogidas por el diario "La Nación" del día siguiente, afirmó: "si un juez se siente presionado (por el Poder Ejecutivo) debería renunciar". Posiblemente, el doctor Lorenzetti no pudo rematar su frase[2], como seguramente habría sido su deseo, afirmando en términos republicanos que si un juez se veía presionado por el Poder Ejecutivo, tanto él como el cuerpo que preside le garantizarían poder cumplir con su cometido de establecer lo justo del caso, contra esas presiones y a pesar de ellas[3]. El “caso Bisordi” no produjo una rebelión de la judicatura. En todo caso, se puso de manifiesto a partir de allí el malestar, la intranquilidad y la aprensión que producía en muchos jueces, funcionarios y operadores jurídicos la abierta intromisión en la esfera de la independencia judicial para el juicio en conciencia, tanto del Ejecutivo monocrático, de la mayoría maquinal del Consejo de la Magistratura –obtenida mediante su reforma por la ley 26.080- y del CELS, poder indirecto que podría incluirse, quizás, entre los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante, que menciona el doctor Schiffrin. En esta cancelación a sabiendas de la garantía de la independencia judicial en cuanto a su libertad íntima de juicio, hay un gravísimo menoscabo. Un gobernante legislador puede, excepcionalmente, resultar un Alfonso el Sabio. En un congreso genuflexo o perezoso puede levantarse insólitamente una voz inspirada. Pero que no quepa recurso contra la injusta decisión de un gobernante, porque los jueces han sido doblegados por el temor o elegidos por su sumisión, es declarar al ciudadano impotente ante la arbitrariedad.

Lo grave en este “caso Bisordi” es que lo que se lleva a juicio no resulta un presunto mal desempeño, sino la supuesta orientación ideológica de los jueces, que los conduciría a fallar en un sentido no deseado en los procesos a ex represores. En otras palabras, y para usar las del doctor Schiffrin, lo que se les imputa es la afectividad conjetural que los ligaría a la última dictadura. En un caso anterior, promovido también por el CELS, contra los camaristas federales de Resistencia Tomás Inda y María Beatriz Fernández, se les imputó lo mismo, respecto de una decisión sobre competencia, no sobre el fondo del asunto –la llamada “masacre de Margarita Belén”. En ese caso, ambos acusados salieron librados de los cargos pese al voto adverso de los jurados políticos, cuando aún no regía la ley 26.080. Debe tenerse en cuenta que, a partir de la ley mencionada, los jurados políticos poseen quórum propio en el jury de enjuiciamiento. A mi juicio, se trata de otra manifestación del obligar a los jueces no a juzgar conductas y personas, como es su deber, sino a juzgar la historia desde una determinada versión establecida de antemano como la “verdad”, que debe como tal ser sancionada por los tribunales[4]. Aquí no se trata de polemizar sobre nuestro pasado, para lo cual conviene otra sede. Surge, en cambio, que la judicatura, a la que se le adjudica una afectividad “procesista”, debe ser domesticada para dirigir el procedimiento y fallar uniformemente en un sentido, bajo pena de perder su puesto y ser sometida al “escrache” de los conocidos “grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante”, a que se refiere el doctor Schiffrin, donde descuella el CELS. Aclaro que no he sido partidario del Proceso, que no he desempeñado puestos bajo ese régimen ni jurado su Estatuto y que, como abogado, he asumido defensas de perseguidos durante dictaduras militares. Esta aclaración, normalmente innecesaria, se vuelve imperiosa por la atmósfera de sospecha y descalificación que cubre el tema.

Podría argumentarse que, aparte del núcleo referido a ese doloroso pasado que se empeña en no pasar, en lo demás la independencia judicial se mantiene. Simplemente, nos encontraríamos ante una independencia de la agencia judicial marchando a dos velocidades: una, muy limitada, para el pasado político 1976-1983 (con tendencia a una extensión aún más atrás) y otra, plena, para la masa de los demás conflictos. Difícilmente habríamos podido convencer al viejo Montesquieu de la viabilidad de este doble tratamiento. El poder que sirve para obtener resultados favorables en un campo se intentaría extenderlo también al otro, en principio inmune. Así esta inscripto en la “naturaleza de las cosas” políticas. Y el barón se despacharía con alguna de sus sentencias, del tipo: “no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y con los colores de la justicia”[5]. No está de más recordar al respecto la historia judicial del “corralito” y la pesificación, conflicto ajeno a nuestra guerra civil. Allí hubo una verdadera rebelión judicial, que se manifestó en los casos “Smith” y “Provincia de San Luis”; luego, un llamado al orden por parte del Ejecutivo y un Legislativo presuroso en ponerlo en práctica, volteando una Corte Suprema; a ello siguió un acto fallido en “Bustos” y una solución de compromiso en “Mazza”.

El doctor Schiffrin, por su parte, descree de la forma mentis actual de los jueces. No sólo, según nuestro autor, tienden afectivamente hacia el Proceso, sino que manifiestan –bajo un manto de objetividad- desafecto hacia los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante, al cual reverenciaría la judicatura. Trataremos luego de apreciar la fisonomía de estos “grupos desprotegidos”. Por ahora, examinemos un poco más de cerca la cuestión de la independencia y de la objetividad judiciales.

La independencia de la administración judicial se entiende, según vimos, referida a la libertad que debe asegurarse a sus miembros para juzgar en ciencia y conciencia, libres de la influencia de otros poderes, institucionales o indirectos, que exijan lealtad, provoquen miedo o procuren la prevaricación por medio de sobornos. Se trata de una independencia subjetiva, en ejercicio de la cual el magistrado forma su juicio. En la formación de su juicio el juez debe procurar la neutralidad y la imparcialidad, esto es, no inclinarse de antemano por uno u por otro de los litigantes y resultar ajeno al objeto disputado en el litigio. La imparcialidad en sentido amplio, que recoge ambos aspectos señalados, es un deber para el juez y una garantía para el justiciable, implícitamente recogida en la constitución, explícitamente en el Pacto de San José de Costa Rica y sintéticamente expuesta en el brocardo nemo iudex in causa propria. Pero juzgar no es un acto mecánico de subsunción de los hechos admitidos en la norma previa. En el juicio, el juzgador concreta y declara desde los hechos el derecho, lo justo del caso, sirviéndose de la norma como tópico principal e ineludible de su argumentación. Ahora bien, los hechos y la norma, el juzgador y su expediente están inmersos en el mundo. Lo que no está en los autos no está en el mundo, pero los autos no se han confeccionado desentendiéndose del mundo.. Y este mundo, enfocado desde su conformación social y política, aparece como la tensión de las fuerzas efectivas en un momento dado. Todo esto es muy viejo y aparece ya en Aristóteles. La independencia subjetiva del juzgador y su esfuerzo de imparcialidad no implican desconexión con el mundo ni desconocimiento de las relaciones de fuerza en la sociedad. También el juzgador sabe que su fallo no puede cambiar el mundo, porque ése no es su empeño. Su tarea es concretar lo justo posible en un tiempo y en lugar determinados. Para ello, su independencia subjetiva, generadora de autoridad social, resulta imprescindible.

Para una corriente de pensamiento jurídico, como por ejemplo la del “uso alternativo del derecho”, nacida en Italia hacia los años 70 del siglo pasado, el derecho –especialmente el de creación judicial- debe desempeñar una función “progresista” en el cambio social, revirtiendo los contenidos conservadores de su uso tradicional. Para esta corriente, las instituciones jurídicas, considerados en su conjunto, forman parte de las superestructuras de una formación económico-social determinada, que expresa las relaciones reales de dominio. El “derecho progresista”, de matriz judicial, debe convertirse en vehículo de la transformación social, mediante la afectividad de los jueces hacia los sectores oprimidos y desprotegidos. Como se ve, vino pasado en odres vencidos. Ocurre que el derecho –todo derecho- es siempre conservador o conservativo, si se quiere ser menos equívoco. Ripert decía que todo jurista es conservador, no en la acepción política del término, sino en el sentido de que uno de los objetivos del derecho consiste, precisamente, en “conservar” algo que se establece. Todas las revoluciones han intentado conservar la nueva relación de fuerzas establecida por medio de un nuevo orden jurídico destinado idealmente a perdurar. Si el acta de bautismo de ese nuevo orden jurídico proclamara que está destinado inmediatamente a transformarse, sería declararlo obsoleto no bien nacido. Para establecer un nuevo derecho, esto es, un nuevo orden jurídico conservativo, es necesario que, antes, se haya producido una transformación en la relación de fuerzas en juego. En otras palabras, que haya tenido lugar una transformación política. Un jurista puede plantear, idealmente y de lege ferenda, la transformación del orden jurídico existente y cómo sería el ius condendum deseable. Pero si quiere verlo efectivamente creado debe bajar a la arena política o, cuando menos, esperar a que en la arena política se den las modificaciones previas necesarias para crearlo. Las transformaciones políticas que se quieren realizar a través del “uso alternativo” del derecho o de la trasmutación de la afectividad de los jueces, desde el punto de vista de la “verdad efectiva” en que nos hemos colocado a instancias del texto del doctor Schiffrin, manifiestan una negación simultánea del derecho y de la política. Negación de la política, a la que se pretende neutralizar sacándola de su campo propio y trasladándola al estrado judicial y a las decisiones técnicas de jueces convertidos en agentes del cambio social, de origen contramayoritario, pero actuando en nombre del pueblo o de los desprotegidos. Negación del derecho, ya que este incesante avance o huída hacia adelante del “derecho progresista”, para el que lo bastante es siempre demasiado poco, conduce a la eliminación de las restricciones y a un desdibujamiento de la relación entre lo permitido y lo prohibido, que es uno de los presupuestos de lo jurídico. La esencia del “derecho progresista” no es el “buen orden”, la eutaxia, sino el nihilismo.

De todos modos, aún el “derecho progresista” depende de la previa correlación de las fuerzas efectivas en la arena política. Quizás la descripción del bloque dominante que efectúa el doctor Schiffrin merezca algunas matizaciones. Por lo pronto, nuestra monótona monocracia no se encuentra, al parecer, empeñada en una épica lucha contra aquél sino que, como suele suceder, ha establecido una provisoria trama de pactos y alianzas que le permiten sustentar su poder en consonancia con la potencia económica. Cuando, a través de la judicatura en ejercicio de su potestas derivada de la lectura en última instancia de la Constitución, se intentó plantear un cierto equilibrio entre ganadores y perdedores en la pesificación asimétrica, a partir del caso “Smith” –aunque no fue a empuje siempre de jueces “progresistas”- aún repercute el correctivo talional aplicado. Por eso, nuestro derecho progresista discurre por otras vías, periféricas aunque no nimias, alejadas por cierto del sufrimiento de los desposeídos: el matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo. Entonces, los “grupos sociales ajenos al bloque dominante”, a que se refiere el doctor Schiffrin, y hacia los cuales debería inclinarse la afectividad de los jueces, resultan, como el CELS, HIJOS, asociaciones reivindicativas de alguna elección sexual particular, entre otros, grupos de presión que actúan como “fabricantes de consenso” para imponer vistas determinadas allí donde no hay aún el terreno fértil para cualquier acuerdo, que es el de la concordia y la amistad política.

Muchas otras consideraciones podrían efectuarse alrededor de un texto tan sugerente como el del doctor Schiffrin. Dejo planteadas las reflexiones anteriores como simple material para el debate.-
[1] ) El Índice de Confianza en la Justicia elaborado por el FORES marca que el 83% de la población tiene poca o ninguna confianza en la imparcialidad de la administración de justicia
[2] ) En declaraciones posteriores (“La Nación”, 17/06/07), el presidente de la Corte Suprema exigió un poder judicial “fuerte e independiente”. Obtenerlo, según el doctor Lorenzetti, recae en los hombros de la ciudadanía, que debe ser “menos tolerante” ante el avasallamiento de los tribunales.
[3] ) Sobre estas declaraciones me he extendido en “Sobre la independencia judicial, el pesebre y la cieguita de Plaza Lavalle”, “La Nueva Provincia”, 2/IV/07
[4] ) Me remito a mis trabajos “Sobre la Verdad en el derecho y en el Estado Constitucional”, E.D. 15/IX/06, año XLIV nº 11,594 y “Juicio al Juicio Absoluto”, E.D. 24/V/07, año XLV, nº 11.765
[5] ) En “Consideraciones sobre las Causas de la Grandeza de los Romanos y de su Decadencia”, XIV.
EL PROBLEMA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES Y LA “SOLUCIÓN VATICANA”

por Luis María Bandieri[1]

La ciudad autónoma de Buenos Aires se ha dado un nuevo jefe de gobierno. A impulso de esta renovación, se ha reabierto el debate sobre la extensión de las competencias de aquella autonomía: policía propia, manejo del sistema de transportes urbano, jurisdicción sobre la zona portuaria, Registro de la Propiedad Inmueble, Inspección General de Justicia, etc. La polémica gira sobre la ley 25.588, llamada ley de garantías[2] o, más popularmente, ley Cafiero, por el senador que realizó su proyecto inicial. Luego de una reunión del jefe de gobierno electo con el presidente de la República, han comenzado negociaciones para la reforma de esa ley. La cuestión, me parece, debe ser enmarcada dentro de un contexto más amplio que, teniendo en cuenta nuestra historia y proyectándose hacia el futuro, establezca un marco jurídico a la vez prudencial y duradero dentro del cual armonicen la vida de la ciudad, del vecino Gran Buenos Aires y del país. Me parece conveniente, pues, replantear lo que hace ya casi un cuarto de siglo llamé “solución vaticana”, que creo de gran actualidad.

La “solución vaticana”

El núcleo de la “solución vaticana” consiste en “descapitalizar” la ciudad de Buenos Aires y en el simultáneo establecimiento por ley, de acuerdo con el art., 3º de la CN, de un "distrito federal" constituido por:
a) un núcleo básico que abarcaría el espacio comprendido entre la avenida de la Rábida; Alsina; Bolívar y San Martín; Bartolomé Mitre.
b) los emplazamientos, en la ciudad de Buenos Aires y fuera de ella, donde hubiera asiento de autoridades federales o representaciones diplomáticas extranjeras, que se declararían también parte integrante del distrito federal.

El resto de la urbe, en sus límites actuales, continuaría con su actual régimen de autonomía, hasta que, previa reforma constitucional, pueda convertirse en una nueva provincia.

Separar la ciudad de la capitalidad

La ciudad de Buenos Aires, desde 1880, es la Capital Federal de la República Argentina. Así la declaró la ley 1029, de federalización del municipio de la ciudad de Buenos Aires, completada por la ley 2089, de 1887, que federalizó los partidos de Flores y Belgrano.

Tenemos, por un lado, la ciudad de Buenos Aires. Esto es, un conjunto de calles, edificios, parques, organizado para la vida en común de la gente que la habita. Además de este concepto físico de la ciudad -construcciones y habitantes- ella es centro de vida política (de ejercicio de la ciudadanía), económica, social, cultural, y portadora de una historia que se entreteje con la del país todo.

Por otro, la “Capital Federal” o “distrito federal”. Es decir, asiento de las autoridades de una nación, en este caso particular, de una nación que ha adoptado para su gobierno el régimen federal. Es un concepto político-administrativo que precisa, a los efectos legales, el domicilio de las autoridades federales: Balcarce 50 para el titular el Poder Ejecutivo, Avenida Rivadavia 1850 para el Poder Legislativo, Talcahuano 550, piso 4º, para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, etc.

Se trata de separar la ciudad de la capitalidad. Mientras ambas permanezcan juntas, se produce una cohabitación de dos jurisdicciones, la federal y la autonómica, sobre un mismo territorio de veinte mil hectáreas y sobre una misma población de tres millones de habitantes. La “ley de compromiso”, que rigió de 1862 a 1880[3], y prohijaba ese tacto de codos entre ambas autoridades en las mismas calles y recintos, terminó a los cañonazos.

La "solución vaticana" fue así llamada así por semejanza con los edificios diseminados por la ciudad de Roma -como basílica de San Juan de Letrán, la iglesia de Santa María la Mayor, los palacios de la Propaganda Fide en piazza di Spagna o de la Congregación para la Doctrina de la Fe. ej.-, o fuera de ella, como Castel Gandolfo, que en virtud de los tratados de Letrán son de jurisdicción del Estado Vaticano, pese a estar situados extramuros.

El núcleo del nuevo distrito federal conservaría la planta básica fundacional de 1580 y las sedes históricas de por lo menos dos poderes centrales. Abarcaría la histórica Plaza de Mayo; la casa de Gobierno donde estuvo el viejo Fuerte virreinal, sede del Poder Ejecutivo federal; la antigua sede del Poder Legislativo federal (escondida en la planta actual de la AFIP) y otros edificios públicos, junto con las demás sedes “vaticanizadas” en otros puntos de la ciudad. Conformada por edificios públicos, sería un “burgo vacío”, sin habitantes permanentes y, por lo tanto, sin lugar a representación en los cuerpos electivos nacionales. No habría “gobierno huésped” federal, que alimentó los sangrientos enfrentamientos de 1880 –sería ligereza echar en el olvido- y se eliminaría la fuente de conflictos que surge del párrafo segundo del art. 129 de la CN –“una ley garantizará los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea la capital de la Nación”- y la ley 25588 dictada en consecuencia. Obsérvese que, mientras no separemos la ciudad de la capitalidad, el Congreso federal, aunque ahora amplíe las competencias autónomas “estirando” las disposiciones de la ley Cafiero, quedaría facultado más tarde a comprimirlas, en nombre de los intereses del Estado nacional. Y podríamos asistir así, en un país dado a las recaídas, a una renovación de la “cuestión Capital”, que tanta sangre costó. Recordemos que apenas se rasca un poco nuestra epidermis constitucional aparece el “color de dragón de los fundadores”, como decía Héctor A. Murena. Prudentemente, cancelemos de entrada la causa de un eventual resurgimiento de un conflicto, el huevo del dragón.

Pequeña historia de la “solución vaticana”

La solución vaticana la planteó el autor, por primera vez en nuestro medio, en artículos publicados especialmente en "La Nueva Provincia" de Bahía Blanca: 23/VIII/85; 18/IV/86; 25/IX/87; 3/X/87; 24/VI/88; 5/VII/91; 26/VII/91, 30/X/92 , 23/IV/93, 29/IX/93 y otros posteriores, correspondientes a comentarios sobre la reforma constitucional de 1994 y a la constitución o estatuto organizativo de la ciudad de Buenos Aires, dictada en 1996. En 1991 la propuso a la Fundación Urbe, que presidía el doctor Eduardo Valdés, encontrando allí buen eco. Lo mismo ocurrió con Antonio Cartañá, Guillermo del Cioppo y Alberto Antonio Spota. En 1993, cuando tenían lugar las reuniones entre el presidente Carlos S. Menem y el ex presidente Raúl R. Alfonsín, que culminarían en el “pacto de Olivos”, la propuesta fue recogida por la prensa nacional (ver “La Nación” del 23/XI/93, “¿Provincia o Ciudad Autónoma?”). Al mismo tiempo, un desarrollo de estas ideas fue presentado ante el Instituto de Derecho Constitucional del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, con cuyo presidente, el dr. Carlos E. Colautti, y demás miembros, sostuvo el autor varias reuniones. También llegó al Senado: el entonces senador Fernando de la Rúa la recibió y el firmante mantuvo varias reuniones con su entonces secretario, el dr. Enrique Olivera, que mostró una fina sensibilidad ante el tema. El senador de la Rúa hizo referencia a estos trabajos en discursos ante la Cámara alta. En los días previos a la Convención Constituyente de Santa Fe-Paraná de 1994, en la que el autor se desempeñó como asesor, y en las comisiones respectivas durante el tiempo de sesiones, se discutieron, como propuestas novedosas, la autonómica y la ”solución vaticana”, triunfando la primera. En fin, en las Jornadas Nacionales de Derecho Constitucional Profesor César Enrique Romero, “A dos años de la reforma”, que se desarrollaron entre el 31 de octubre y el 1º de noviembre de 1996, el firmante resumió su postura en la ponencia “La ciudad de Buenos Aires debe convertirse en una provincia conforme la solución vaticana”. Luego, otras inquietudes académicas e intelectuales sucedieron a ésta –confinada a una discusión de pequeño círculo especializado. Las circunstancias actuales, sin embargo, la ponen otra vez sobre el tapete.

En el origen de esta propuesta están las inquietudes y discusiones previas a la ley 23512, sancionada en 1987, de traslado de la capital de la República al complejo Viedma-Carmen de Patagones, “al sur, al mar y al frío”. La ciudad de Buenos Aires era, por entonces, institucionalmente un feudo del presidente y del Congreso. El presidente era su “jefe inmediato y local” y el Congreso su legislatura exclusiva. La administración comunal estaba a cargo de un intendente, cabeza de un departamento ejecutivo, designado directamente por el presidente en ejercicio de su jefatura, y de un organismo deliberativo, el Concejo Deliberante, elegido por el voto. La ciudad era, pues, una dependencia feudal de jefe supremo de la Nación, que la manejaba a través de un delegado, y del Congreso federal, tan despreocupado por la suerte porteña que nunca formó una comisión de legislación local. Quedaba así apartada, en punto al gobierno propio, del régimen representativo, republicano y federal que regía para el resto del país. Sus habitantes eran ciudadanos plenos en cuanto al ejercicio de los derechos cívicos en el plano nacional; en cuanto a la determinación de la vida política local -caso único en el país- resultaban feudatarios que debían rendir homenaje a quienes ejercían, por sí o por delegación, el señorío sobre la ciudad y simultáneo distrito federal. La propuesta consistía, por entonces sin necesidad de reforma constitucional, en la conformación de un distrito federal nuclear con dependencias “vaticanizadas”, como se ha explicado más arriba. Conjuntamente, con el resto de la ciudad se formaría una nueva provincia, conforme los arts. 13 y 104 del antiguo texto, equivalentes a los arts. 13 y 121 de la constitución que hoy nos rige. Ambos aspectos –descapitalización y provincialización- resultan inseparables para la “solución vaticana”. Y los considero plenamente actuales, aun a partir de la reforma de 1994. La actual solución autonómica debe considerarse como un paso transicional hacia la “solución vaticana” de raíz federativa. En la plenitud de su formulación, la “solución vaticana” completa y culmina el régimen federal establecido en el art. 1º de la CN, posibilitando su postergadísima puesta en práctica efectiva, al incorporar a dicha forma de articulación territorial del poder la ciudad de Buenos Aires que, hasta la reforma de 1994, como vimos, era un feudo del presidente y del Congreso y, luego de la reforma, una ciudad con un status jurídico político de autonomía otorgada y delegada por la Constitución federal y dentro de los límites fijados por ésta y la ley de garantías establecida por el Congreso federal, situación incongruente con un régimen federativo. La implementación efectiva del régimen federativo se muestra hoy no sólo como un pendiente legado histórico, sino también como un imperativo propio del Weltgeist, ya que en el presente estadio de globalización y mundialización, con el consiguiente crepúsculo de los estados nacionales centralizados, aparece impostergable la articulación territorial del poder de modo federativo hacia adentro de las naciones y de modo confederativo hacia fuera, junto con las unidades políticas mediante las cuales pueda conformarse un gran espacio político, histórico y cultural común, so pena de posible quiebre de la entidad estatal. Las federaciones meramente nominales estallan y son allanadas por intervenciones de otros poderes, como el caso de la antigua Yugoslavia. De otra parte, los estados cuyas diversidades regionales pretenden sujetarse de modo rígidamente centralizado implotan, como el caso de la vecina Bolivia.

La reforma constitucional de 1994 debió plantearse como tema nuclear la estructuración federativa, para que en ese campo pasásemos de las palabras a los hechos. No lo hizo, concentrada en el tema accidental -pero no insignificante- de la reelección. La cuestión sigue en pie, a fin de pasar de una Argentina monocéntrica y monocráticamente conducida a una Argentina poliédrica y poliárquica, del punto de vista de la articulación territorial del poder. Sin olvidar el efecto benéfico, en cuanto a la separación de poderes que tiene -además de la separación “horizontal” de funciones según un principio orgánico de distribución- la separación y división “vertical” federativa, según un principio territorial de distribución. A ello contribuirá la “solución vaticana” que aquí se propone.

La autonomía delegada del art. 129 CN

La autonomía concedida por la Constitución Nacional a la ciudad de Buenos Aires en su art. 129, diversamente de la que gozan los estados provinciales en nuestro régimen federativo, no es originaria sino derivada y otorgada. La diferencia, pues, estriba en que la ciudad no posee poderes residuales no delegados al Estado federal, como ocurre con nuestras provincias (cfme. art. 121 CN). En lo demás, la ciudad autónoma de Buenos Aires no se diferencia en mucho de un estado provincial, aunque sometida, en cuanto al alcance de esta autonomía derivada y otorgada, a la tutela del Congreso federal, en nombre de los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad esté capitalizada (art. 129 CN, 2º párrafo), punctum pruriens institucional que, como vimos, la “solución vaticana” pretende obviar.

La provincialización de la ciudad de Buenos Aires, una vez descapitalizada, resulta a mi juicio, por las razones ya apuntadas, el mejor camino de constitutione ferenda. La autonomía actual resulta un injerto que no va en el camino federativo pleno, sino hacia un “como si” fuera una provincia poco conveniente. La tutela del Congreso, ejercida en la “ley Cafiero”, pero potencialmente ejercitable aunque se la recortase o incluso derogase, mientras se mantenga Buenos Aires como distrito federal, resulta conflictógena. Pedro Frías llamó a la ciudad autónoma “municipio federado”, pero sería un municipio tan sui generis que “como si” fuese una provincia debe cumplir, entre otras, con la obligación –demorada- de dotarse de comunas (cfme. art. 5º CN). Otros autores, como Jorge Reinaldo Vanossi y Antonio María Hernández[4] sostienen que se trata de una ciudad-estado. Es un “estado” del mismo modo que llamamos a las provincias “estados provinciales”. Otra vez nos encontramos ante un “como si” fuese una provincia. La comparación que se impone es con las ciudades-estado alemanas, como Berlín, Hamburgo y Bremen. Pero Alemania es una federación de 16 estados (Länder), trece de los cuales cuentan con territorio amplio y tres (las ya citadas) son ciudades, pero cada una de ellas Land (aquí diríamos provincia) de pleno derecho[5]. Entonces, la denominación de “ciudad-estado” encierra, a mi juicio, una invitación a dejar de lado el “como si” y convertir a la ciudad autónoma en provincia. Prácticamente todos los autores coinciden en que, dentro del actual ordenamiento constitucional argentino, deben contarse cuatro órdenes de gobierno: el federal o central, el provincial, el de la ciudad autónoma de Buenos Aires y el de los municipios. Reducir este cuarteto a un tríptico (federal, provincial con 24 entidades, municipal) no sólo simplificaría las cosas para estudiantes y estudiosos del derecho constitucional sino que, más profunda y trascendentemente, nos obligaría a pensar de una buena vez en serio sobre nuestra federación y, quizás, a ponerla en acto.


Respuesta a algunas objeciones

Me referiré ahora a dos objeciones que se levantaron contra mi propuesta. La primera se originó (hacia fines de 1993) en la Procuración de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires[6]. La provincia, se decía entonces, si se desfederalizara el territorio de la Ciudad de Buenos Aires, sostendría, como sostuvo cuando se discutía la ley 23512, de traslado de la capital al complejo Viedma-Carmen de Patagones, que la desfederalización traería aparejada la inmediata devolución del territorio de la ciudad a aquélla, ya que esas tierras fueron cedidas con el único fin de constituir un distrito federal. Se citaba la opinión de Segundo V. Linares Quintana, en el sentido apuntado de restitución inmediata. Al conservar las provincias los poderes no delegados a la nación, de acuerdo con nuestro régimen federal, conservan también –se argumentaba- los derechos soberanos, irrenunciables e imprescriptibles sobre su territorio. Se traía en apoyo el antecedente de la ley entrerriana del 1/XII/61, por la cual la provincia de Entre Ríos reasumió su soberanía sobre la ciudad de Paraná, que había sido federalizada luego de la secesión de Buenos Aires.

Dictada la ley nacional de capitalización de la ciudad de Buenos Aires, a fines de 1880, como se recordara más arriba, la legislatura provincial aprobó, para residencia de las autoridades nacionales, la cesión territorial de la ciudad (menos los municipios de San José de Flores y de Belgrano que, como también se recordara, fueron cedidos en 1887 para “ensanchar” la capital). Obsérvese, de paso, que mientras el art. 3º de la CN establecía que la cesión provincial debía ser “previa”, en el caso se sancionó primero la ley nacional y, luego, se convocó a la Legislatura provincial. Esta desprolijidad, según se revela en el debate en el Senado federal, se justificó en que el candidato a presidente, el general Julio A. Roca, triunfador militar sobre la resistencia porteña, había obtenido la “media palabra” de los hombres más eminentes del autonomismo de que no habría problemas en la Legislatura local[7]. Ello ocasionó un memorable debate en el cuerpo legislativo local (entonces situado en la hoy Manzana de las Luces) donde intervinieron Leandro N. Alem, José Hernández y el ministro de Gobierno provisorio, Carlos D’Amico, entre otros. Alem destacó que la ley de federalización venía de un Congreso cuya Cámara de Diputados sesionaba sin quórum, faltándole los diputados por Buenos Aires, actuando como combatiente y legislando en medio del combate. Y que la Legislatura había sido elegida en una provincia bajo intervención federal y con listas confeccionadas por el vencedor[8]. Estos apuntes invitan a recordar cómo nuestras grandes decisiones institucionales suelen ser hijas de la emergencia y redactadas sobre el tambor, lo que vuelve aconsejable que las venideras hagan tiempo a la reflexión. Sea como fuere, la ley de cesión se aprobó con sólo cuatro votos en contra. Fue una cesión territorial, la de 1880 tanto como la de 1887, sin reserva alguna que pueda dar lugar actualmente a un derecho de reversión, cumpliéndose con el art. V del Pacto de San José de Flores, según el cual la integridad territorial de la provincia de Buenos Aires sólo podía afectarse con el consentimiento de su Legislatura. Las provincias, anteriores a la nación en cuanto sus fundadoras en el pacto federal son entidades no soberanas (la soberanía es concepto indivisible) pero sí autónomas, con plena jurisdicción (este sí concepto fraccionable) dentro de su territorio. Con la cesión irrevocable de una porción territorial para sede de las autoridades federales, se creó otra entidad jurídica, con plena jurisdicción interior, otorgada entonces al presidente de la República, “jefe inmediato y local”, y al Congreso, “legislatura local”, por la propia Constitución Nacional, en cuyo desenvolvimiento posterior la provincia de Buenos Aires ya no es parte. Hay que tener en cuenta el dato histórico de que la provincia nació a partir de la ciudad, y no a la inversa. Los “bonaerenses” son un desprendimiento de los porteños (eran los porteños del interior, de los “campos porteños”) nacido con el cañón cuando, para citar el brillante resumen de Juan Alvarez[9], el huésped (el gobierno federal) echó de la casa al dueño (el gobierno local) y le obligó a fabricarse otra vivienda (La Plata).

A la autorizada opinión de Linares Quintana cabe oponerle la, cuando menos, no menor en importancia de Juan Alvarez. El gran jurista entrerriano, que fuera procurador de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y profundo estudioso de nuestra historia, al proponer un nuevo distrito federal, decía en 1918: “nada se opone a la existencia de un nuevo estado federal compuesto de pocas hectáreas, y en ningún caso la provincia de Buenos Aires podría reclamar derechos sobre ese territorio, cuya riqueza, producto del esfuerzo común, dista mucho de lo que fue en 1880”[10]. Y Quiroga Lavié aporta un interesante argumento cuando recuerda que la Corte Suprema de Justicia tiene dicho que "los acuerdos celebrados entre la provincia de Buenos Aires y la Nación con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos Aires como capital de la República, fueron definitivos e inhabilitan a dicha provincia para iniciar acciones a título de antigua propietaria del municipio y con motivo de la cesión que de él se hizo" ("Fallos", 114-315)[11].

Por último, el ejemplo de la ciudad de Paraná, traído por la crítica de la Procuración bonaerense, no resulta pertinente. La constitución de 1853, en su texto original, art. 3º, establecía que “las autoridades que ejercen el gobierno federal residen en la ciudad de Buenos Aires, que se declara capital de la Confederación por una ley especial”. La ley se dictó poco después. Producida la secesión de Buenos Aires, se designó a Paraná “capital provisoria”, pero al mismo tiempo se federalizó todo el territorio de la provincia de Entre Ríos, para evitar toda cohabitación jurisdiccional y otorgar un óleo legal a una situación de hecho: don Justo José de Urquiza, además de presidente de la Confederación, era el gobernador nato de su provincia. En 1860, todavía separado el Estado de Buenos Aires, otra ley devolvió a Entre Ríos su condición de provincia, designándose de vuelta a Paraná como “capital provisoria” nacional. Ese carácter de provisoriedad permitió que, a fines de 1861, la provincia reasumiera sin dificultad alguna su jurisdicción sobre Paraná. Pero la ciudad de Buenos Aires no fue, huelga decirlo, distrito federal “provisorio”.

Una segunda objeción me la planteó allá por 1991 Marco Denevi, gran escritor, abogado y hombre de profundas preocupaciones cívicas. El art. 3º de la CN, me oponía Denevi, exige una “ciudad” para declararla capital de la república. Un burgo vacío y unos edificios públicos desparramados no conforman una ciudad. La respuesta que le di fue la que sigue: “ciudad”, en el art. 3º y en el contexto constitucional, significa simplemente porción de territorio que sirve de asiento a las supremas autoridades federales. Joaquín V. González da la siguiente definición, que concuerda con este planteo: “se llama capital de una nación la parte de territorio que sirve de asiento a los poderes superiores de su gobierno”[12]. En otros términos, la constitución no establece ninguna condición específica para considerar “ciudad” al distrito federal, salvo ésta: que allí residan las superiores autoridades federales.

Por otra parte, la solución "vaticana" toma en cuenta el dato politológico actual y evidente de que el poder federal no requiere, para ejercerse en plenitud, un territorio más allá del asiento físico de sus autoridades, siendo el domicilio constituido de ellas. El poder, al contrario de lo que postulaba la antigua concepción patrimonialista, opera hoy por más bien por redes y no predominantemente sobre territorios. Por lo tanto, el distrito federal, domicilio legal de las autoridades nacionales, no requiere tanto espacios reales como virtuales, sin perder por ello eficacia.

Tampoco es posible afirmar, en fin, como surgía de alguna opinión aislada, que el territorio de la ciudad de Buenos Aires, como distrito federal, pertenecía irrevocablemente a la federación y debía permanecer sujeto a ella. El territorio federal de toda federación está constituido, exclusivamente, por los territorios de las unidades políticas federadas. Puede existir, además, un territorio dominado por la federación como tal, pero no le pertenece necesariamente a ella[13]. Así lo fue el territorio de la ciudad de Buenos Aires, distrito federal, hasta la reforma constitucional de 1994. Lo que se persigue con la “solución vaticana” es, precisamente, que la ciudad, como provincia, se incorpore plenamente a la federación e integre así su territorio.

Síntesis final

En síntesis, la “solución vaticana” consiste en miniaturizar el distrito federal a un núcleo básico sin población propia que reproduce la planta fundacional de 1580 y a una serie de edificios públicos desparramados por la ciudad e incluso fuera de ella. El resto de la ciudad, hoy bajo un régimen de autonomía otorgada por la CN y delegada por ella, bajo tutela del Congreso federal, debe convertirse, previa reforma constitucional, en la vigésimo cuarta provincia de nuestra federación.-


[1] ) Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor titular con dedicación especial de Derecho Constitucional y Derecho Político en la UCA. Profesor visitante de la Faculté de Droit, d’Économie et de Gestion de la Universidad de Orleáns (Francia) y de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de San Pablo (Arequipa).
[2] ) Más exactamente, “Ley de Garantía de los intereses del Estado nacional en la Ciudad de Buenos Aires”. Fue sancionada el 8 de noviembre de 1995 y promulgada el 27 de noviembre de dicho año.
[3] ) La ley nacional fue dictada el 1º de octubre de 1862 y establecía su revisión transcurridos cinco años. Ello no fue posible por la guerra del Paraguay y otras emergencias de las que suelen jalonar nuestro acaecer institucional. La cohabitación se manifestó en choques como los protagonizados por el presidente Sarmiento y el gobernador Castro por la butaca principal en el palco de honor del teatro Colón, que entonces estaba en la esquina de Reconquista y Rivadavia, donde hoy se levanta el Banco de la Nación Argentina.
[4] ) Ver de este último autor “Federalismo, Autonomía Municipal y Ciudad de Buenos Aires en la reforma Constitucional de 1994”, Bs. As., ed. Depalma, 1997
[5] ) En alemán “Estado”, en el sentido de Estado nacional, es Staat. Nuestras provincias se traducen como Bunderländer o, más coloquialmente, Länder. Ciudad-Estado se vierte como Landstadt. Entre nosotros, en cambio, hablamos de Estados naciones o Estados provinciales y de ciudad-Estado; por ello, inevitablemente, se producen confusiones alrededor del término “Estado” que no se dan en lengua alemana, donde se distingue claramente entre Staat, Land y Stadt, cuando entre nosotros se utiliza en los tres casos un solo vocablo. Debe tenerse en cuenta que las “ciudades libres” mantienen, en el centro de Europa, un arraigo tradicional que se remonta al Sacro Imperio y a la Liga Hanseática. En nuestro país y Latinoamérica las ciudades han tenido una importancia histórica notable (fue en ellas, por ejemplo, donde se inició el proceso de la independencia y fue a partir de ellas, de su vida municipal, que se conformaron las provincias), pero, en lo referido a “ciudades libres”, estamos dando los primeros pasos. Sin poder extenderme más, señalo que –a mi juicio- la expresión “Estado federal” (y, subsecuentemente, la de “Estado provincial”) resulta un oxímoron. La forma política estatal nace en la modernidad bajo el signo de la centralización; tiende a ser “una e indivisible”. Lo correcto, a mi entender, es hablar de “federación” o, con la expresión tradicional y aún oficial (art. 35 CN), de “Provincias Unidas”.
[6] )Ver “La Nación” del 8/XII/93, “Inquietud por el destino de la Capital”
[7] ) Ver Enrique Bonomi, “La Federalización de Buenos Aires”, en Luis Cersósimo, “Buenos Aires, el nuevo Estado Argentino”, Bs. As., 1994, p. 52
[8] ) A las justas observaciones de Alem, diputado provincial por la Balvanera, cabe añadir que, salvando las formas, los ciudadanos de la ciudad y provincia estaban, al menos, nominalmente representados. Al debatirse en 1995 el traslado de la capital a Viedma-Carmen de Patagones y la cesión consiguiente de la Legislatura bonaerense, los únicos que no tuvieron arte ni parte fueron los habitantes de la ciudad de Buenos Aires.
[9] ) “Las Guerras Civiles Argentinas y El problema de Buenos Aires en la República”, Biblioteca de la Sociedad de Historia Argentina, Bs. As. 1936, p. 243
[10] ) Idem, p. 296
[11] ) “Constitución de la Nación Argentina comentada”, ed. Zavalía, 2000, ps. 725/7
[12] ) “Manual de la Constitución Argentina”, Bs. As. 24. ed. , nº 264, p. 275
[13] ) Ver Carl Schmitt, “Teoría de la Constitución”, Alianza Universidad, Madrid,1982, p. 363.

domingo, julio 01, 2007



NO QUEDAN SANTOS


Ha venido a la luz, con la desclasificación de archivos norteamericanos, que la CIA intentó asesinar a Fidel Castro. Por cierto, si alguien ha ocupado el poder por casi medio siglo, que se hayan urdido contra él tramas de magnicidio eventual no resulta sorprendente. Lo sorprendente sería, al contrario, que a un ocupante vitalicio del poder nadie haya intentado nunca sacarlo del medio, ya que esta indemnidad indicaría que el poderoso resulta, en realidad, insignificante. No rasgo mis vestiduras, pues, ni derramo indignación contra estos complots en contra del tiranosaurio hoy medio venido a menos, Fidel Castro Ruz. Me interesa señalar, en cambio, algo en lo que nadie parece haber reparado. Esto es, que el instigador del asesinato de Fidel fue Bob Kennedy, antes de que un asesino supuestamente solitario lo mandara al otro barrio en vivo y en directo, allá en Los Angeles en 1968. Con los muchachos Kennedy y su mítico Camelot nos han vendido los yanquis un embeleco que no resiste ni una pasada de uña.


El más serio y coherente, aunque el más objetable de la sagrada familia kennediana, me resulta el patriarca, Joseph, que hacía negocios con los nazis (con quienes estaba en los mejores términos desde su puesto de embajador en Londres), despreciaba a los judíos y da muy bien el perfil de un irlandés simpáticamente mafioso que manda a los nenes a las mejores escuelas mientras arrambla dólares a como dé lugar. En cuanto a John, que les dejó a sus compatriotas el regalito de Vietnam y el fracaso de Bahía Cochinos, además de putañero de ley -calidad que este blogger no discute ni ataca y, en todo caso, puede apenas originar cierta envidieta-, de compartir una amante con un boss de la mafia (de lo que me enteré por una serie de la tele, buena fuente si las hay) y mandarle por izquierda pócimas a la pobre Marylin, no lo encuentro para nada un político fuera de serie. El político de fuste era Nixon, con su jeta de asesino serial y su falta evidente de carisma, que neutralizó a la URSS cortándole la posibilidad de avanzar sobre China y poniéndose a esta última de su lado. John era un inmaduro, pendejón, con mucha cháchara de Alianza para el Progreso, Nueva Frontera, hombre en la Luna y esas cosas, pero que resulta exaltado por lo que habría podido hacer si no lo mataban más que por lo que hizo estando vivo. Lo mejor que le ocurrió en la vida es haber tenido como ladero para organizar el costado festivo a que todo hombre aspira, a un tipo como Frank Sinatra, que ese sí se las sabía todas, abría mágicamente las puertas, vulneraba todo Arco de Triunfo y, en fin, encontró cierto placer maligno en enseñar a compadrear por la calle a estos cachorritos de bacán. Ahora Noam Chomsky, uno de los pilares del templo de la progresía, ha escrito un libro, “Rethinking Camelot”, la contrahistoria kennediana. John y Bob han encontrado en Chomsky su Felipe Pigna -porque en la vida todo llega. Bob el Bueno, por su lado, en 1952 era asesor del senador republicano Joe McCarthy (¿les suena?), justo en los tiempos de la Comisión contra las Actividades Antinorteamericanas que la progresía ha estigmatizado como centro de la "caza de brujas". McCarthy era un amigo de la familia, lo financiaban los Kennedy e intercambiaba con ellos favores políticos, empezando por el de abrirle el camino del Senado a John. McCarthy, un pupilo del patriarca Joe, anduvo noviando con las dos hermanas de John e Bob, primero con Eunice (hoy suegra de Schwarzenegger), después con Pat que casóse luego con Peter Lawford. El 10 de octubre de 1963, Bob autorizó al FBI de Edgar Hoover a interceptar los teléfonos de Martin Luther King y de sus familiares y allegados, por sospecharlo comunista. Desde la Casa Blanca organizó tramas ineptas para matar a Castro. Y los entrenamientos de fuerzas armadas y de seguridad latinoamericanas para formarlas en la contrainsurgencia (palabra surgida entonces), vienen de su inspiración. No va quedando nada de la rosada leyenda política de Camelot, para uso de subdesarrollados.

Blumberg no es ingeniero, ni Telerman ni Scioli pueden llamarse licenciados y se nos cayeron Santos John y Bob Kennedy. La vida es dura, compadre. Pero that's life.