jueves, marzo 24, 2022

DE MAXIMA NON CURAT PRAETOR




 El juez federal Daniel Rafecas ordenó la detención de diez militares por su participación en un enfrentamiento que tuvo lugar el 29 de septiembre de 1976, en una casa de Villa Luro, donde se encontraban reunidos miembros de la secretaría política de Montoneros. Sitiados por una importante fuerza de tareas, los ocupantes rompieron el fuego desde la azotea contra los atacantes y se combatió cerca de una hora y media. Al entrar a la casa, se encontró que cinco de los ocupantes habían muerto y se capturó a cuatro sobrevivientes. Trascendió que dos de los caídos, un hombre y una mujer, se habían suicidado –otras versiones aseguran que lo hicieron desde la azotea, a la vista de los sitiadores, cuando ya habían quedado sin municiones. La joven era Victoria “Vicki” Walsh, de nombre de guerra “Hilda”, que contaba veintiséis años de edad, hija mayor de Rodolfo Walsh y reciente madre de una niña de dos años, que fue hallada en la planta baja de la casa y más tarde se entregó a sus familiares. ¿Cómo comprender y hacer comprender que cuarenta y seis años después de aquellos sucesos se reabra una causa con ampliación de sus imputados? ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo acerca de un conflicto intestino tan grave y de efectos tan duraderos como fueron los enfrentamientos entre insurgencia y contrainsurgencia en los ’60 y ’70 del siglo pasado? No es mi intención profundizar los detalles de aquel enfrentamiento, ni reabrir la sobada cuestión acerca de cuántos demonios tomaron partido en aquellos choques e que poblaron la segunda mitad del siglo pasado. Me anima otro sentimiento más profundo; el que los antiguos llamaban pietas, en una acepción más rica que lo que hoy llamamos comúnmente “piedad”. Pietas deriva del adjetivo pius, adicionándole el sufijo –tas. Pius se aplicaba en la Roma clásica a quien era justo y bueno, pero también obediente a los deberes, leal, fiel y concienzudo. Siendo tales deberes los referidos hacia los mayores, hacia las costumbres de los antepasados, la patria y los dioses. La pietas comprendía el deber de ejercicio de virtudes privadas y públicas, hacia el entorno y hacia la comunidad, con un vínculo de religio, de escrupulosa relación con algo más que humano. La pietas nos marca aún hoy como un deber, un deber sacro, construir la concordia y la comunión en la morada común. Insurgencia/Contrainsurgencia Los conflictos, rajaduras y grietas políticas no resultan de la patología de las sociedades, sino de su fisiología según la inconstante condición humana, que nos hace, como decía Maquiavelo, “no saber ser ni honorablemente malos ni perfectamente buenos”. Cuando esos conflictos, a designio o por ineptitud mal gestionados, y a veces desde afuera inducidos, escalan hasta la enemistad absoluta, se puede llegar a la peor forma de guerra: la guerra intestina. Eso nos ocurrió desde fines de los ’60 del siglo pasado, bajo forma de “guerra revolucionaria”, calificada así en la sentencia de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional del 9 de diciembre de 1985, en la “Causa nº 13”, esto es, el “Juicio a las Juntas”. Esta declaración de guerra revolucionaria ocurrió en el mundo bipolar, donde las grandes potencias desarrollaban sus enfrentamientos en escenarios periféricos, como lo fue el nuestro. En nuestra ecúmene, la “guerra revolucionaria continental” fue orientada desde la Habana, a cargo del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, y con cabeza visible en la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad). La respuesta contrainsurgente siguió los lineamientos del concepto de “seguridad hemisférica” según los entrenamientos recibidos en la “Escuela de las Américas” y alguna doctrina francesa. En 1975 las fuerzas armadas de diversos países de la ecúmene establecieron el “Plan Cóndor”, para una acción contrainsurgente coordinada. Así se desarrolló esta guerra revolucionaria declarada en el teatro periférico de nuestro país siendo “suficientemente claro que ni el Estado ni la sociedad provocaron de manera suficiente la agresión subversiva” y que “tales acciones tuvieron lugar tanto en épocas en que los destinos de la Nación eran regidos por gobiernos de jure como de facto” (Causa nº 13 –sentencia, capítulo V, cuestiones de hecho, nros. 8 y 22). A poco de asumir el gobierno Raúl Alfonsín, de acuerdo con sus promesas preelectorales dictó los decretos 157/83, por el que se ordenaba iniciar juicio a la conducción de Montoneros y a algunos dirigentes del ERP y el 158/83, por el que ordenaba igual criterio respecto de las Juntas Militares 1976/1983. El Estado se colocaba sobre los bandos de la guerra intestina, como árbitro para la construcción de la paz doméstica. Para que este loable objetivo pudiera cumplirse, debieron tener lugar ambos enjuiciamientos a un ritmo parejo, pero ello, por diversas razones, no ocurrió. La atención se centró en el “Juicio a las Juntas”. La sentencia allí dictada no echó un cerrojo –como surgía de la promesa preelectoral de los “niveles de responsabilidad”- a citaciones judiciales a niveles inferiores a los de los comandantes en jefe, lo que, luego de planteos de los afectados, acabó en el dictado de las leyes de “Punto Final” (1986) y “Obediencia Debida” (1987). El proceso de clausura de las malhadadas consecuencias del enfrentamiento insurgencia/contrainsurgencia tuvo remate, durante el gobierno de Carlos Menem con los indultos a los participantes de uno y otro bando, todo ello con gran aceptación pública. Las leyes y los indultos fueron declarados constitucionales por la Corte Suprema de Justicia, ya que dictados dentro de las facultades de los poderes Legislativo y Ejecutivo (causa “Campos” y concordantes). Una vuelta de campana La Corte, bajo el gobierno de Néstor Kirchner, con algunos de sus componentes que habían establecido la jurisprudencia a que se ha hecho referencia, dictó varios fallos en una vuelta de campana sobre aquellos criterios, siguiendo una directiva oficial. En 2004 fue en la causa “Arancibia Clavell”, que estableció la imprescriptibilidad de los actos de “terrorismo de Estado” y propició la aplicación retroactiva de la ley penal en virtud del “derecho consuetudinario internacional”. En 2007, en el caso “Lariz Iriondo”, falló –en cambio- la prescriptibilidad de los actos terroristas no estatales. Y en 2005, en la causa “Simón”, anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (que el Congreso ya había “abolido”), haciendo mangas y capirotes con los principios básicos del derecho penal liberal (se destaca la solitaria disidencia de Carlos Fayt). Remató nuestra Corte su tarea de demolición jurídica en 2007 con el fallo “Mazzeo”, donde declaró la inconstitucionalidad de los indultos sancionados en 1989, dejando de lado una resolución de la propia Corte, en esa misma causa, que declaraba su constitucionalidad, respecto del mismo hecho y persona, confirmando un sobreseimiento definitivo. Merece transcribirse un párrafo de la disidencia de Carlos Fayt y Carmen Argibay: ¨la discusión quedó cerrada hace 17 años…ningún tribunal puede eludir los efectos de una decisión judicial firme sin negarse a sí mismo, es decir, sin poner la condiciones para que nuestro propio fallo sea también revocado en el futuro con argumentos contrarios”. Tribunales sin autoridad Volvamos a la citación por parte del juez Rafecas que señalé al principio. Se les imputa a los encartados los delitos de homicidio agravado, tentativa de homicidio en el caso de Victoria Walsh, privación ilegítima de la libertad en el caso de los detenidos, etc. Un dramático episodio de aquella guerra intestina juzgado cuarenta y cinco años después, como si la guerra jamás hubiese tenido lugar ¿Cuál es, o debería ser, la tarea de los jueces? Por un lado, los jueces tienen la facultad de judicare, esto es, de juzgar y adjudicar lo suyo de cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un poder, una potestas, sino que corresponde a la autoridad, a la auctoritas. Los jueces deben tener autoridad para hacerse creíbles a los justiciables. La autoridad no proviene de la “chapa” y del nombramiento. Fluye del saber socialmente reconocido que sus fallos y la coherencia de su conducta demuestran. “Auctoritas” deriva de un verbo latino, augere, que significa crecer, propiamente, hacer crecer. Reconocemos un saber que nos hace crecer, y así nos ocurre desde la primera autoridad que aparece en nuestra vida, la autoridad de los padres. La distinción entre autoridad y poder es propiamente romana. Y por tal vía llega al Derecho. Por eso, como decía Montesquieu, el poder de la magistratura, tomado desde este ángulo, resulta prácticamente nulo. La autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y concretar así el derecho en los conflictos interpersonales acerca de lo suyo de cada uno. Su juicio requiere libertad íntima e independencia práctica de los poderes en juego, sean estos institucionales o indirectos. La condición y premisa de la independencia del juez, en este caso, deriva de juzgar según la ley, no contra ella. Esta garantía de la independencia del juez sostiene la libertad del ciudadano, que también se asienta en la objetividad y generalidad de la ley, como advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia pública. Las bases de la autoridad de la agencia judicial federal penal fueron minadas, junto con la garantía de la independencia de sus agentes, al destruirse el edificio de las garantías de largo reconocidas y establecer un derecho de dos velocidades, una para el común –con tratamiento VIP para amigos y favorecedores- y otra, despojada de garantías y con condena anticipada, para los delitos de “lesa humanidad”. Esta segunda velocidad de aplicación salvaje, se ha ido paulatinamente extendido a otros casos, fuera de aquellos para los que fuera concebida. Desde este planteo, es para mí evidente que la justicia federal penal en la Argentina, a partir de los retorcimientos tribunalicios que arriba he recordado, y de los escándalos, trapisondas, sometimiento a influencers reconocidos que el periodismo nombra a diario, el cajoneo de expediente con involucrados notorios como “toma de rehenes”, el enriquecimiento súbito de algunos magistrados, ha perdido autoridad –la autoridad se gana pacientemente y se pierde, como decía antaño Niní Marshall, en un “redepente”. Tiene el poder jurisdiccional, pero carece de la autoridad de judicación. Las dramáticas y duraderas consecuencias de los enfrentamientos de los años ’60 y ’70 del siglo pasado, cuyo último acto fue el intento de copamiento del cuartel de La Tablada en 1989, no pueden ser juzgados por jueces sin autoridad. Un brocardo jurídico dice: de minimis non curat praetor: el juez no juzga acerca de lo nimio. Aquí podría decirse: de maxima non curat praetor. De lo grande, de lo que excede el fiel de la balanza de Themis que inhábilmente pretenden manejar, no pueden juzgar nuestros jueces federales penales. Es una cuestión que les queda grande, demasiado grande, aunque sigan ejerciendo el poder jurisdiccional del que están revestidos, repitiendo fallo a fallo, en una suerte de prepizza forense, los artilugios que hace década y media vertieron unos jurisclastas y se vienen reproduciendo desde entonces. Las secuelas de nuestra guerra intestina fueron compuestas, con idas y venidas, en un teje y desteje muchas veces poco prolijo, por las leyes de Alfonsín y los indultos de Menem, con la imperfección de toda obra humana. Se echaron abajo, y esto no ha traído ni justicia ni apaciguamiento. Sólo la vuelta a la solución política, la amnistía –perfectamente viable sin violar obligaciones del derecho internacional, como demostró el profesor Alfredo M. Vítolo en un excelente trabajo - podría sellar las heridas. Por cierto, tal vía es por ahora impensable, teniendo en cuenta que nuestra clase política carece no ya de autoridad, sino de la mínima credibilidad. Estamos condenados a recaer cada tanto en la guerra intestina, librada ante tribunales sin autoridad que mantienen inclinada la cancha. La pietas ¿Y la pietas? Miriam Bregman, abogada de los querellantes en la causa que atiende el juez Rafecas, se regocija de que termine la impunidad para “asesinos” y “genocidas”, autores de una “masacre”. La noticia de “Clarín”, dos días después de ocurridos los hechos de 1976 que he reseñado, hablaba de los “delincuentes subversivos” abatidos ¿Seguiremos identificando con esos rótulos denigrativos de tiempos de guerra a aquellos compatriotas de uno y otro lado, alternativamente según el humor de los tiempos? Puedo afirmar que los que se habían reunido en aquella casa de Villa Luro, y la organización insurgente a la que pertenecían no gozaban ni gozan de mis simpatías. Pero, a la vez, reconozco en su decisión, en su empeño sin cálculo, en su coraje de pelear hasta el fin, una actitud que despierta mi respeto, porque también viví aquellos tiempos y, desde otra ribera del pensamiento, comprendo los extravíos de aquel momento. Los que estaban enfrente, los hombres de uniforme, también eran jóvenes, también tenían familia e ideales, y también, por otra parte, pudieron, siguiendo a sus jefes, caer en extravíos y demasías. La pietas se extiende como un manto que cubre las estridencias de aquellas horas y como un bálsamo que, si no cura las heridas, las convierte en historia y agua pasada. Si se habla de una “masacre” de “genocidas” sobre una reunión pacífica, se convierte en chicana forense el jugarse la propia vida sabiendo desde el principio que ella estaba en juego. La valentía se trasmuta en agachada. Rodolfo Walsh, que habría de morir un año más tarde defendiéndose a tiros, escribió: “el comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente, estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella”. Y en otro lugar, anotó: “su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella”. No se podría decir mejor, y el único crimen contra su hija y él mismo, sería robarle esa afirmación. La “paz de los valientes” Interesa destacar aquí un episodio que Jacques Vergès –el abogado que ensayó la “defensa de choque” sea de terroristas argelinos como del nazi Klaus Barbie- cuenta en su autobiografía ("De mon propre aveu"), aplicable a nuestra guerra civil de los 60/70, y al encuentro que puede darse entre quienes combatieron en uno u otro lado de la trinchera. En un restaurante, Vergès está almorzando con una amiga, cuando advierte la mirada de un hombre que lo escruta fija y obstinadamente hasta la molestia. El hombre se pone de pie, se aproxima a la mesa de Vergès y le pregunta: -¿Conoce el Hotel de Rives? -Sí, es un hotel en Ginebra donde me alojé hace más de cincuenta años -Y el Squale, ¿lo conoce? -Sí, era mi restaurante favorito. Pero, ¿por qué me pregunta todo eso? -Porque yo tenía que matarlo -respondió calmosamente el hombre -¿Y por qué no lo hizo? -Porque nunca lo encontré solo -¿Lamenta no haberlo hecho? -Al contrario -¿Por qué? -Porque la mirada que se echa a un antiguo enemigo es, sin comparación posible, más objetiva que la visión deformante que se tiene de él en el ardor de la acción. Ayer, yo fui de los que gritaban "¡Muerte!" cuando usted salía del tribunal, en Argel. Hoy, mis amigos y yo lo estimamos en mucho. -Han firmado la paz -murmuró irónicamente la amiga -Sí, pero no cualquier paz -¿Cuál, entonces? -preguntó ella, sorprendida. Y Vergès concluyó: -La paz de los valientes La “paz de los valientes” pudo haberse firmado entre nosotros. Las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y los indultos abrieron una ventana para ello. Derogarlas, “abolirlas”, fulminarlas, tuvo un alto costo en eternizar los enconos, perpetuar los silencios y no aliviar los dolores. Muchos de los valientes de un lado terminaron presos, en juicios interminables sobre hechos en los que apenas tangencialmente participaron. Muchos de los valientes del otro lado terminaron rehaciéndose una vida en los negocios o la política. En cuanto a la agencia judicial federal y sus devaneos, hace poco, en la causa “Muiña”, la Corte Suprema, después de fallar la aplicación de la ley 24390 (conocida como “ley del 2x1”) a un condenado por delitos de lesa humanidad, ya que la norma no establecía limitaciones a su respecto, protagonizó un espectáculo de commedia dell’arte, donde intervino en primer lugar el Congreso, dictando una “ley aclaratoria” retroactiva y luego la mayoría del tribunal, reconociéndola como válida. Como ayer Fayt, fue ahora el ministro Rosenkrantz el que estuvo a la altura del Derecho y su tradición más que bimilenaria frente a la arlequinada suprema. Al juez Rafecas el destino le ofrece una oportunidad de reincorporarse a aquella tradición, dando la espalda a los jurisclastas de siempre. Habría que reconocer que hubo una guerra y que lo que refleja el expediente es un combate. Que la Piedad reconozca y cubra con su decoro a los que pelearon y murieron en él ¿Se atreverá? Los romanos decían: “spes ultima dea”, que en criollo reza: “la esperanza es lo último que se pierde”.-

UCRANIA VS. RUSIA: ¿HITLER CONTRA HITLER?

                                                                                  



Para los charlistas habituales de los medios, Vladimir Putin es el nuevo Adolfo Hitler y Ucrania toma el lugar de los Sudetes en 1938 (Wikipedia está empachada de consultas al respecto). A la vez, Rusia emprende la campaña con la clarinada staliniana de “desnazificar” Ucrania, gobernada por una banda de “drogadictos y nazis”. En el siglo XXI, en las vastas llanuras –las estepas negras- antaño cabalgadas por los cosacos, parece que está peleando Hitler contra Hitler. El buen sentido, cuyo reparto deja mucho que desear, nos susurra que si todos son nazis y Hitler está al frente de ambos lados, nadie es nazi y quizás es hora de caer en la cuenta de que Hitler lleva largos años de finado. Anotemos, pues, en esta guerra, una primera baja importante: la del sobado argumento de la reductio ad hitlerum para sellar cualquier disputa y justificar cualquier condena (“A Hitler le gustaban los ovejeros alemanes; Fulano tiene un ovejero alemán; mmm”), lo que ya provocaba el sarcasmo de Leo Strauss en los años 50 del siglo pasado. Tampoco sirven las categorías de la guerra fría: “Occidente”, el “mundo libre y democrático”, de un lado y, por el otro, las autocracias opresivas y antioccidentales. Caído el imperio soviético en 1991, se produjo lo que Massimo Cacciari llamó la “cópula necrófila” entre un turbocapitalismo aplanador de vocación planetaria con el espectro del marxismo, carente ya este último de su tensión escatológica. Los últimos entramados de la cultura occidental, que alguna vez se llamó Cristiandad, montada a su vez sobre las columnas clásicas grecorromanas, se han ido diluyendo en una resaca monocolor que arrastra un conato de transmutación de la naturaleza del hombre y de las cosas. Las democracias, sujetas a la ley de hierro las oligarquías, se manifiestan en clases políticas autorreferenciales, muchas veces dinásticas y casi incestuosas, a las que se les perdió el pueblo justificante que ya no se sabe dónde está, hasta que lo invoca el populismo reductor que las persigue como su inevitable sombra. Las autocracias –especialmente se apunta hacia la rusa y la china- demuestran, contra la literalidad de la expresión que las identifica, que el soberano solitario es una ficción. Siempre hay una difusión del poder entre un núcleo de poderosos visibles o encubiertos. En la autocracia china, de ese núcleo, que se rige con las normas de integración del viejo mandarinato, surge por cooptación el hombre fuerte de turno, ahora el superpoderoso Xi Jinping. En la autocracia rusa, de luenga tradición, la estructura es semejante para establecer el hegemon, con una titularidad presidencial resultante de parecido proceso de cooptación, sancionado en elecciones canónicas. En el reajuste de imperios a que tiende el actual tablero político mundial (con la China, los EE.UU. y la aspiración rampante de Rusia, así como jugadores menores, como Turquía, Irán, Arabia Saudí, etc.) la autocracia parece más funcional a la continuidad del gran juego que las votaciones cuatrienales de los EE.UU., no exentas de trapisondas como la que encumbró a Joe Biden. Pero no puede plantearse un antagonismo irreductible entre la forma actual de nuestras democracias liberales y las autocracias, porque en ambos casos la oligarquía, para decirlo con el título de un famoso artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, es la “forma trascendental de gobierno”, con reducción a términos simbólicos de la efectiva participación política ciudadana en la toma de decisiones. Democracia liberal írrita y autocracias opresivas se solapan en sus consecuencias sojuzgantes para la gente de a pie. El enfrentamiento de Rusia con Ucrania obedece a otros factores y antecedentes en los que el autor de “Mi Lucha” no cuenta para nada. Tampoco puede interpretarse con el vocabulario del mundo bipolar de la “guerra fría”. Y menos como contienda entre democracia y autocracia. Para situar el conflicto debemos partir de dos afirmaciones. La primera es que Rusia no se comprende sin Ucrania y que Ucrania no se comprende sin Rusia. La segunda, es que Rusia necesita a Europa y Europa necesita a Rusia. En el fino fondo ser ruso, como ser ucraniano, es una forma singular de ser europeo. ¿Es Rusia “asiática”? Un gran pensador suizo, Gonzague de Reynold, que entre nosotros tradujo con excelencia un argentino olvidado, Alejandro Ruiz Guiñazú, arrancaba en 1949 su vasto ensayo “El Mundo Ruso”, con la afirmación: “Rusia es asiática”. Rusia no pertenece a Europa. "Rusia es Asia", asentado en 1949, quería decir que Stalin y su imperio soviético eran hijos de los mogoles, extraños a Europa, y radicalmente diversos de ella, que debía combatirlos. "Oriental" equivalía, en ese esquema, a "asiático", "antioccidental". Asia es allí y entonces la turba nómada, la Horda de Oro mogolo-tártara con Gengis-Khan a la cabeza. Hoy, cuando nadie se atrevería a clasificar a los pueblos asiáticos como “hordas”, le han salido a de Reynold unos discípulos que nunca en su vida han oído ni oirán hablar de su maestro. La cuestión está planteada entre “Occidente” y Rusia, encarnada en un autócrata cruel, probable enfermo mental, de rasgos vagamente asiáticos. Europa, los EE.UU. y el resto del “mundo libre” -candorosamente resucitado- deben cerrarse ante su amenaza, mientras el Imperio del Medio, la China de Xi Jinping, balconea hábilmente la contienda. Volviendo a la afirmación inicial de Gonzague de Reynold, lo curioso es que ella se desmiente con la propia trayectoria de la historia política rusa que la obra describe admirablemente. Pero desde la Rus’de Kiev (988), cuando el varego Vladímir, luego santo y, al mismo tiempo, fornicator maximus, máximo coleccionista de esposas y concubinas (lo que podría quizás no ser incompatible) se casa con Ana, princesa "porfirogenética" (purpurada) de Bizancio, se incorporan a la cultura bizantina . Ya antes los varegos -vikingos- eran vasallos del emperador romano de Oriente, constituyéndose más tarde la "guardia varega" como la de suma confianza del monarca. La cultura bizantina, formadora de la cristiandad oriental, era esencialmente heleno-cristiana, con gran influencia sobre la Europa occidental durante la Edad Media. Bizancio educó a los pueblos de Europa oriental y, educada por ella, Rusia fue parte de Europa. La lengua literaria de entonces, el eslavón clásico, sobre el que se forma la lengua rusa, y también la ucrania, es más próxima al griego clásico que lo están del latín las lenguas románicas formadas en el Medioevo, como la que nosotros hablamos. Fue un cristianismo matizado con sentimientos e ideas de origen griego, por lo que el Viejo Testamento y su dios celoso no influyeron tanto allí como en Occidente, donde reaparece con el protestantismo. La diferencia entre "orientales y occidentales" fue la diferencia entre una Grecia a través de Roma al Poniente y una Grecia a través de Bizancio al Levante –originándose así el mito de la tercera Roma. De Bizancio, la Moscovia que sucede a la Rus’de Kiev había recibido una teología política que giraba sobre dos ejes: el primero, que el emperador, el basileus, el “zar” (César) a partir de Iván III, estaba revestido de un carácter sacro, con una misión apostólica de defensor de la fe; el segundo, una idea común con la cristiandad medieval, que el imperio romano no podría desaparecer de la historia; a lo sumo, quedar momentáneamente suspendido, en estado larval. El último de los emperadores bizantinos, Constantino XI Paleólogo, que murió con las armas en la mano, no dejó hijos, sino unos sobrinos, recogidos por el papa Pío II. Iván III solicitó al pontífice la mano de la única sobrina mujer, Zoé. Un legado papal condujo la Paleóloga a Moscú, e Iván asumió la sucesión de los emperadores bizantinos y, a través de ellos, de los emperadores romanos. Recapitulado esto, si Rusia es Eurasia antioccidental, entonces España es Euráfrica. La Horda de Oro de Gengis-Khan manejó Rusia desde 1240 hasta 1380 y podemos alargarlo hasta 1480 cuando Iván III los echa definitivamente. Los mogoles dieron a la futura Rusia una escuela de guerra y un espíritu de cruzada, pero su absolutismo oriental sólo reforzó una enseñanza bizantina: el basileus y el autocrator a imagen y semejanza de Dios. España fue árabe durante siete siglos y sólo algún bodoque ochocentista pudo decir aquello de que “Europa acaba en los Pirineos”. Rusia es Europa y Europa necesita a Rusia (¿qué hace la OTAN, el Atlántico Norte, en los confines de Europa? se preguntaba con razón Solyenitzin hace casi cuarenta años) así como Rusia necesita a Europa. Europa necesita a Rusia para recobrar los pilares clásicos de su cultura, que admite y se nutre con las diversas impostaciones nacionales, y hoy está diluida en un “occidentalismo” global y sin raíces, que se expresa en la jerga de lo políticamente correcto. Rusia necesita a Europa para reconocerse, con su componente mítico y milenarista, que el comunismo soviético redujo a escatología carnal fracasada, como parte de una vasta unidad cultural abarcadora, que llamamos “europea”, con la que nuestra ecúmene iberoamericana se encuentra necesariamente emparentada. Ucrania como “límite” Y Rusia precisa de Ucrania así como Ucrania precisa de Rusia para asegurar, ambos, sus identidades. No sólo Ucrania, sino todos los países donde convergen los eslavos occidentales necesitan de Rusia, y ésta de aquéllos, para afirmar su singularidad y conservar la riqueza de su diversidad. “Ucrania” es palabra que significa “límite” y tiene las características y naturaleza del límite: une y separa, mira a ambos lados; pero es necesario para de-finir cada lado –finis, en latín, es límite. Esa característica de límite en el caso ucraniano se manifiesta en su misma diversidad lingüística. Su fatalidad quiso que fuese el límite entre los eslavos occidentales, celosos de sus lenguas, y los eslavos orientales, predominantemente rusófonos, y que esa delimitación atravesase sus tierras. Es un enorme error –que algunos proclaman por ahí- que Ucrania sea apenas una expresión geográfica. Del Rúrik vikingo que en siglo IX establece los primeros alcances de la Rus’ de Kiev, su cuna religiosa, cultural y nacional, hasta Iván IV, el Terrible, se suceden los ruríkidas, en tradición que reúne los destinos de Ucrania y de Rusia, como también los de la “Rusia blanca”, Bielorrusia, pero sin confundirlas. Ucrania estuvo bajo el poder de Lituania, de Polonia y, luego, del imperio austro-húngaro. Integró la URSS y, bajo el dominio stalinista, en 1932/3, fue objeto del Holodomor, una hambruna organizada que derivó en genocidio. En 1991, recobró Ucrania su independencia. Es una etapa marcada por el foso que se va progresivamente agrandando entre el oeste del país, que habla el ucraniano y mira a la integración con la Unión Europea y el este del país, rusófono y rusófilo, que apunta a confluir en la Federación Rusa. Discordia que se manifiesta también en el plano religioso, entre la iglesia ortodoxa ucraniana que termina separándose del patriarcado de Moscú y consigue luego ponerse en comunión con el patriarcado de Constantinopla, como también los rutenos –católicos orientales de rito bizantino-, por un lado, y los ortodoxos fieles al patriarcado moscovita. Réplicas y contrarréplicas, caídas y recaídas se suceden: la “revolución naranja” de 2004, apoyada por los EE.UU; agitaciones en Crimea y en Donetsk; en 2014, las manifestaciones a favor para exigir la firma de un acuerdo con la UE, dirigidas contra un presidente considerado prorruso; un referéndum en Crimea la declara autónoma y es aceptada en la Federación Rusa, que la ocupa con sus tropas; en el Dombás mayoritariamente rusófono, se proclaman las repúblicas de Donetsk y Lugansk, sostenidas por milicias con armas rusas. Estalla así una guerra civil, considerada desde Kiev como invasión rusa, entre aquellas milicias y el ejército ucraniano, apoyado también por milicias voluntarias. Las denuncias de excesos y demasías sobre la población civil se cruzan entre ambos bandos; un acuerdo de alto el fuego celebrado en Minsk, Bielorrusia, fracasa a poco de firmado. El 21 de febrero pasado, la Federación Rusa reconoció las repúblicas independientes de Lugansk y Donetsk y el 24 comenzó la invasión de las tropas rusas a Ucrania. “Heterogénesis de los fines” Vladimir Putin no es el orate sádico que pinta buena parte de la prensa. Sus reclamos siguen una línea geopolítica perfectamente reconocible desde que se afirmara el imperio ruso. No hay grandes obstáculos naturales, prácticamente, entre el Vístula y los Urales, que sirvan de grandes obstáculos al paso de un invasor. La inmensidad y el invierno han sido los aliados de las defensas rusas, no las dificultades que el terreno pueda presentar al enemigo. De allí una mentalidad de víctimas de un asedio permanente y la voluntad de interponer antemurales a su territorio. Como todo imperio, debe asegurarse una esfera de influencia, un espacio donde se detenga toda amenaza. Para Putin, Ucrania es uno de esos preciados antemurales, quizás el principal. No sólo para él: Kissinger, en “Diplomacy”, señalaba que “hasta Aleksander Solyenitisin, cuando escribe sobre librar a Rusia de la pesadilla de convertir en súbditos a quienes no la quieren, instó a Moscú a retener un núcleo de Ucrania, Bielorrusia y hasta la mitad de Kazajistán, casi el noventa por ciento del antiguo imperio”. Por eso también el mismo Kissinger, en 2014, sostenía que era necesario defender la integridad territorial de Ucrania, pero sin la OTAN en ella, neutralizada o “finlandizada”. Caído el imperio soviético y disuelto el Pacto de Varsovia, se les prometió a los rusos que la OTAN no estaría desplegada más allá del Elba, que no apuntaba a sus tierras y que hasta podrían participar en ella. Lo que ocurrió fue a la inversa, y he allí el principal factor desencadenante de la reacción rusa. Muchos entendieron que el objetivo de Putin era consolidar la posición en el Dombás y tender un pasillo territorial entre ese enclave y Crimea, que junto con el despliegue de tropas en la frontera con Bielorrusia ejercería sobre el gobierno de Kiev una presión suficiente como para negociar la paralización del proyecto de incorporación a la UE e integración a la OTAN. Pero, como en un juego de espejos, la invasión parece guiada por aquellos procedimientos tan criticados cuando les han echado mano los EE.UU., la OTAN e integrantes de la UE, y que en los hechos han demostrado que conducen al fracaso. Me refiero al regime change, esto es, al derrocamiento de un gobierno por medio de la invasión militar de una gran potencia, para instaurar un régimen complaciente con aquélla y someterlo a su órbita. Irak y Afganistán, así como la tentativa en Siria, son ejemplos en la cuenta de las potencias occidentales, y Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), así como Afganistán, en la de la URSS. El juego de espejos continúa: la intervención de los EE.UU. y la OTAN en la ex Yugoslavia, en 1999, produjo el insistente bombardeo sobre objetivos civiles en Belgrado, con parecidas escena de muertos, heridos, desplazados, niños abandonados, aunque la cobertura mediática no alcanzó la dimensión de la actual. Y más tarde, en el 2008, se alimentó por los EE.UU. y la OTAN la secesión de Kosovo, respecto de Serbia, fundada en la presencia mayoritaria de albaneses islámicos en una zona que era considerada cuna la ortodoxia serbia. Kosovo se constituyó como país independiente, bajo el protectorado de la OTAN, como hoy las repúblicas de Donetsk y de Lugansk pretenden bajo tutela rusa. Se advierte, por otra parte, que Rusia busca presentar su operación militar como una secuela de la “guerra patriótica”: el objetivo es “desnazificar” la Ucrania pro UE, lo que quizás en las grandes ciudades no ha tenido el eco que se esperaba y ha levantado protestas. Quizás el objetivo inicial que los observadores atribuían a Putin, en la dinámica de los acontecimientos políticos, y ante la resistencia ucraniana, mucho más intensa de lo la inteligencia rusa parece haber previsto, lo hayan arrastrado a perseguir el cambio de régimen y consiguiente ocupación para mantener el nuevo gobierno. Hace mucho Juan Bautista Vico advertía sobre lo que se ha llamado “heterogénesis de los fines”, que es la contradicción entre las intenciones y fines perseguidos y los resultados logrados, que pueden ser los opuestos. En las grandes decisiones políticas suele aparecer estas consecuencias insospechadas, donde el giro de la rueda de la fortuna pone a prueba la virtù del decisor. Putin buscaba asegurar un antemural neutralizante al despliegue de la OTAN y puede acabar encallado en la ocupación de un país hostil. Buscaba establecer vínculos entre su revolución conservadora y las similares orientaciones que surgían en el Este europeo, en las naciones vinculadas en el pacto de Visegrado –Eslovaquia, Polonia, Hungría, República Checa-, que representaban una oposición interna a la conducción de Bruselas, y ahora las ha puesto a velar las armas. Los eslavos occidentales han visto siempre con recelo la expansión rusa, que antaño llegó hasta el Vístula, y entienden que cuando desde Moscú se habla de paneslavismo se debe entender panrrusismo. Para la pretensión de ser tercera Roma, se debe antes aprender de la primera las modalidades de la translatio imperii, de cómo federar y definir un modelo identitario fundado en la pluralidad, lo que en Rusia se echa a faltar. Además, al reconocer Putin dos repúblicas declaradas independientes dentro de un país soberano (el antecedente, ya dijimos, está en el invento de Kosovo), introduce un argumento de autodeterminación que puede resultar un bumerán en una federación como la que preside. Desde nuestra perspectiva argentina, debemos, como en el caso de Kosovo, formular nuestras reservas; de otro modo, mañana los falklanders con un referéndum, como vienen amenazando, pueden constituir un estado independiente dentro de la Commonwealth británica, y hasta los mapuches emular a Dombass. En fin, que varias repúblicas de la esfera de influencia rusa, como Moldavia y Georgia, pidan su incorporación a la UE, está mostrando una falla en el manejo imperial, salvo que se les quiera aplicar también a estas postulantes el correctivo ucraniano. Por último, caer en brazos de la China, el Imperio del Medio, que juega un papel cauteloso, para la estrategia rusa no representa más que cierto alivio a corto plazo, y la amenaza de un vasallaje en el porvenir. ¡Qué lejos está aquel 1969 en que, tras varios años de incidentes fronterizos, las fuerzas soviéticas batieron a las tropas chinas que habían entrado en el Kazajistán! Mientras tanto, en el ala “occidental” se percibe el retorcimiento desesperado de los discursos. Después de que la vulgata globalista nos tiene acostumbrados a que el “nacionalismo” es uno de los mayores males a evitar, se exalta el nacionalismo ucraniano, que resiste y cobra luengo saldo de víctimas. Y la vulgata del cambio climatológico y las fuentes limpias de energía se siembra de excepciones. ¿Cómo llegamos a depender del gas ruso sin otra alternativa? ¿A quién se le ocurrió semejante bobada? Ahí está el carbón, también la energía nuclear: pongamos por un rato cabeza abajo la estampita de Greta Thunberg y que se oscurezca momentáneamente la aureola de infalibilidad de Ángela Merkel. Mientras tanto, algunos rogue states, Estados villanos, como Venezuela e Irán, pueden presentarse ahora bajo otra luz, como habiendo atravesado un imaginario Jordán, porque tienen el petróleo del que no se puede prescindir. En tanto, puede plantearse que se forme un tribunal internacional para juzgar a Putin y sus generales por crímenes de guerra. Sin embargo, la condición necesaria para tal juicio es que sea llevado a los estrados un vencido –“Danilo Zolo, “La Justicia de los Vencedores –De Nuremberg a Bagdad”- y ella está por ahora lejos de darse. En donde no caben discrepancias, eso sí, es que se debe luchar contra el poder del mal hasta el último ucraniano. En 2017, apareció una “Historia de Ucrania –el punto de vista ucraniano“, escrito en neerlandés y francés por Luc y Tina Pauwels, con rigor historiográfico y notable objetividad. La obra, recomendable y de gran actualidad, fue excelentemente traducida entre nosotros por Néstor Luis Montezanti. El traductor, en el prólogo, ensaya una comparación entre los destinos de Ucrania y de la Argentina: “ambos ocupan territorios enormes, con dilatadas costas marítimas, feraces llanuras y feroces estepas, gentes de a caballo capaces de las mayores hazañas y de las peores crueldades. Uno se llama el territorio del confín, el otro es el fin del mundo. Ambos han atraído la atención voraz de muchos. Y, sobre todo, ambos van por la historia de frustración en frustración, vaya a saber si por infortunio providencial, vaya a saber si por desajuste perpetuo entre estado y nación…”. El lector podrá aprovechar la riqueza y sugerencias de ese cotejo. Por mi parte, he intentado en estas líneas explicar, contra la marea informativa, las razones de la invasión rusa, sus posibles consecuencias perjudiciales más allá del propósito original y la doblez hipócrita que presentan buena parte de los planteos “occidentales”. Como en toda guerra, cubra la pietas a los caídos de uno y otro bando, el sufrimiento de los bombardeados y desplazados, el llanto de los niños que viene repitiéndose en todos estos enfrentamientos desde largo, sin necesidad de mostrar ahora unas imágenes y ocultar otras pasadas. Ante el denuedo de los cosacos de las estepas negras, que me evoca a los combatientes de Malvinas, recurro a un poeta romano que escribió aquello de “victrix causa diis placuit, sed victa Catoni”: la causa de los vencedores complació a los dioses, pero Catón estuvo por el vencido. Catón: el difícil empeño de ser un hombre recto.-

viernes, octubre 08, 2021

VOTACIONES O LA MÁQUINA DE ASUSTAR

¿Y si por un momento pudiera ser a la inversa? Moisés Ostrogorski (1854-1919) fue uno de los primeros, sino el primero, en realizar un análisis sistemático de la organización y funcionamiento de los partidos políticos, una vez producido el fenómeno del ascenso de las masas y la consiguiente universalización del sufragio, hacia fines del siglo XIX. En su libro “La Democracia y los Partidos Políticos”, aparecido en 1903, describió el funcionamiento de las máquinas electorales en la Gran Bretaña y los EE.UU., detallando características que se han mantenido en el tiempo. Ostrogorski, que se definía a sí mismo como un “pesimista público”, señalaba que la democracia representativa –ya desde la difícil conjunción de ambos términos, “democracia” y “representación”- es más bien un problema que una solución. En el mejor de los casos, una solución problemática. Los partidos políticos, según nuestro autor, necesarios para el funcionamiento de la democracia, tienden a confiscar el poder atribuido teóricamente al cuerpo de la ciudadanía, en beneficio propio. Frente al desencanto de la democracia que recorre nuestro tiempo, y hasta el desencanto de la política en que tal estado de ánimo desemboca, Ostrogorski resulta un autor muy actual, a ciento veinte años de la publicación de su obra. Hasta aquí lo más conocido del pensamiento pionero de Ostrogorski. Pero hay otro aporte de este autor, que suele olvidarse y que también se encuentra a la hora de ahora. La ciudadanía, para ser tenida en cuenta por la clase política, debe usar el voto como un arma de intimidación contra aquélla. El ciudadano expresa en la democracia la única partícula de “soberanía” que los papeles constitucionales atribuyen, intimidando a los gobernantes por el sufragio. Las libertades políticas son, en el fino fondo, formas de ese poder de intimidación: libertad de opinión, de prensa, de reunión, de asociación y –sobre todo- el voto. Cuando el ciudadano advierte que su voto, más que para elegir a Fulano o Zutano que mañana, desde su banca o despacho se olvidará de él, debe servir para amedrentar a la clase política a fin de que lo tenga por un instante en cuenta, cae en la cuenta que así, y sólo así, está añadiendo un porcentual de poder a su voto. Las votaciones, ese esconderse periódicamente por un ratito para depositar un sobre en una ranura, sólo expresan un ejercicio realmente democrático, esto es, un momentáneo acto de gobierno “por” el pueblo, cuando funcionan como una máquina de asustar a la dirigencia política autorreferencial y casi incestuosa en sus mutuas relaciones. Muy claro se vio este ejercicio del poder intimidatorio del voto en las últimas PASO. La respuesta del amontonamiento gobernante fue bajar a algunos ministros de la calesita, cambiar a otros de montar un caballito a sentarse en un autito y hacer subir al disco giratorio a algunos veteranos calesiteros que prometen más premios al que atrape la sortija. El “poner platita en el bolsillo” de la gente, aumentar subsidios sociales, hasta insinuar un levantamiento al cepo a la exportación de carnes, declarar vencida la pandemia, un festival de reparto de fondos públicos y de celebrar hasta la inauguración de una copa de leche, son los síntomas del miedo a que el descalabro electoral se repita o se agrave. En noviembre, pues, la intimidación debe hacerse sentir más fuerte. Esto es, adecuarse a la propia lógica del mal gobierno que padecemos, y de la clase política en general, que sólo te tiene en cuenta cuando se asusta. Quien saque una ventaja, aunque mínima, del escalofrío que recorre el espinazo de los gobernantes, debe aprovecharla, desde luego. Pero debe también seguir y acentuar, si cabe, el efecto intimidatorio de su voto en contra. No compra ni alquila mi voto con su reparto de brillosa baratija; al contrario, me confirma en que debo seguir pegándole en la urna para que recuerde que este ciudadano existe. Podría acabar este suelto con el viejo cuento del emperador y del chico que grita que está desnudo. El grito del chico, en nuestro caso, resulta del urnazo que expide la máquina de asustar y deja en pelo a al dispar elenco gobernante. Pero, desnudo y todo, el del cuento continuaba siendo emperador. Aquí ocurre algo peor: debajo del ropaje del emperador –y la emperatriz- no hay nada, no hay nadie. La perfección del simulacro, que la máquina de asustar pone a la cruda luz.-

domingo, julio 11, 2021

EL DERECHO DE PROPIEDAD COMO “DERECHO NATURAL SECUNDARIO” VISTO POR UN JURISTA


 

El papa Francisco ha hablado otra vez –antes lo había hecho en términos parecidos en “Fratelli tutti”- de la propiedad privada como “derecho natural secundario”. El “derecho natural primario” es la “destinación universal de los bienes”. Consecuencia para la tribuna: lo creado pertenece a todes, todxs, todos y todas. La propiedad privada correspondería a un derecho natural secundario, de segunda; ergo, para la doctrina de tribuna, una justificación descartable en nombre de aquel derecho natural primario, el de la pertenencia colectiva, al que debe sujetarse. Si esto es lo que dijo o quiso decir el papa Bergoglio ya  deja de contar. En todo caso, doctores tiene la Iglesia y ahí están Elisabetta Piqué o Sergio Rubin, vaticanistas domésticos,   para decirnos que lo que dijo no encaja con lo que otros entienden que fue su intención expresar.  En definitiva,  lo que importa son las repercusiones y el mensaje que de sus palabras extraen los sectores próximo al gobierno que más alardean de revolucionarios y los movimientos sociales que les sirven de acompañamiento, especialmente los que actúan en las tomas de terrenos. Ponga usted esas palabras en la cabeza de Juan Grabois, que de paso algún enchufe tiene en cierta oficina vaticana,  y que chive la clase media, cruzada ahora por la pesadilla de que el título en papel sellado que le dio alguna vez aquel amable señor escribano se autodestruya como en “Misión Imposible”. Hasta puede ser que el profesor adjunto interino  que detenta la presidencia produzca algún corolario al mensaje papal, porque le encanta colar comentarios al pie.   Algunos suponen que el papa Bergoglio está atrasado de noticias porque se le confundieron los apuntes que tomó  allá lejos en su noviciado jesuítico, pero otros sostienen que, en realidad, está exponiendo la línea doctrinaria del futuro, porque vamos hacia un mundo en el que la propiedad privada ya no tendrá sentido, reemplazada por un uso temporario de bienes intercambiables, como lo son ya hoy las Ecobicis. Una renta básica universal asegurará, en aquellas zonas del globo que puedan financiarla, un mínimo de subsistencia a toda la masa que ya no sea necesaria,  para asegurar que ese personal  esté calmo y entretenido; mientras tanto,  las libertades políticas desaparecerán porque ya no hará falta teatralizarlas defectuosamente como hasta ahora y lo colectivo de la supervivencia de la especie pasará a ser el único referente universal y regulador del control social, para mantener la  sostenibilidad ambiental del planeta.  El papa, pues, nos estaría haciendo discretos anuncios como un  profeta que desentraña los signos de los tiempos.

Pero hagamos abstracción de esta deriva y conversemos sobre el problema de la propiedad  y el destino universal de los bienes como si del estado del mundo no tuviésemos la menor noticia; esto es, hagamos como si –en metáfora probablemente sin asidero histórico- estuviésemos debatiendo sobre el sexo de los ángeles en Constantinopla, año 1453.

La propiedad, como la familia, existe antes de que se pensase en definirla y de fijarla como “derecho”. En todos los momentos de la historia, los hombres (y, claro,  las mujeres, las niñas  y los niños) han tenido cosas que han llamado “suyas”.  El cazador y el guerrero han poseído sus propias armas, y cada ama de casa neolítica ha creído que el cuenco de barro que ponía al fuego era suyo. Antes de que se pensase en el concepto de “derecho”, o que una inspiración superior soplase aquello del “destino universal de los bienes creados”, en todas partes los individuos y las individuas se arrogaban sobre algunos objetos la facultad de servirse de ellos y de impedir a los otros que se sirviesen de los mismos en las circunstancias habituales de su vida, sin darse cuenta de que ejercitaban un “derecho” ni suponer que así dejaban de lado un destino universal de sus cacharros y demás posesiones. Desde luego que  había objetos que su utilidad aconsejaba apropiarse y otros que no, porque existían en abundancia y podía disponerse libremente de ellos, como el aire y el agua.   La expresión “propiedad”, “apropiarse” de una cosa, hacerla propia, hacer de ella algo de uno mismo, proyección de uno mismo, expresa una tendencia profunda de la naturaleza del hombre; así como reivindica una facultad de disponer libremente de su persona, afirma la facultad de disponer de la cosa apropiada. Desde este punto de vista, la propiedad individual es tan natural como comer o reproducirse. Esto fue recogido en la definición romana de la propiedad como ius fruendi, utendi, y abutendi: derecho de disfrute, de uso y de consumo (abutendi, aclaro para la tribuna,   no tenía el sentido de mal uso de nuestro “abusar”, sino de usar de algo hasta el fin, hasta consumirlo).  Si lo propio del ius es la adjudicación de lo suyo de cada uno (ius suum cuique tribuere), ese “suyo” que alguien reivindica es algo “natural”; otra cuestión, que viene a continuación, es saber en qué circunstancias ese “suyo de cada uno” puede considerarse legítimo y, en consecuencia, adjudicable al reclamante. Y tras ese paso, queda a considerar el alcance del ejercicio de ese derecho legítimo.

Veamos lo de la “destinación universal de los bienes”.  Aclaro, de movida, que               quien esto escribe es un mero jurista. No teólogo, filósofo, sociólogo o politólogo: mero jurista que  se cree convocado porque se está hablando de un “derecho”, el “derecho de propiedad”. “Merus legista, purus asinus” asentaba en un latín macarrónico Nicolás Ramiro Rico[1].  Y este firmante asinus –“burro”, para la tribuna-, aguzando sus orejas correspondientes, quiere avanzar en este escabroso terreno con  paso tan lento como firme.

Para eso, muchachxs, debemos partir del ius, el derecho romano. Tranqui la tribuna, que lo ponemos fácil. Piensen en un pequeño pueblo fortificado, una comunidad de chacareros, bautizada Roma. El toro de Petrus en un trotecito entra en el predio de Paulus y siguiendo su natural impulso cubre a la vaca del susodicho. Cuestión: ¿de quién es el ternero? La respuesta no iba a provenir de una revelación de lo alto. Sin desconocer la presencia y persistencia de lo sacro en este mundo, estos chacareros pensaron el ius, centrado en un precepto: el adjudicar lo suyo de cada uno. Dejemos a los juris-prudentes elaborando la respuesta que hará jurisprudencia sobre el ternero.  Allí se define la propiedad chacareramente como hemos visto: derecho de disfrute, uso y consumo. ¿Entonces –dirá el pequeño Grabois que todos llevamos adentro- esos romanos eran unos repugnantes individualistas? No, porque tanto el derecho romano público como el privado estaban empapados  de un intenso sentido comunitario, orgánico, que convivía con una también fuerte afirmación del ciudadano, del civis.  La comunidad se conformaba a partir del ciudadano, no el ciudadano a partir de la comunidad, como en la antigua Grecia.  Para mayor paradoja, los juristas romanos aludían a que la humanidad partió de un  estadio primario –aquí aparece la palabreja-, que llamaban indistintamente ius naturale o status naturae. Una primera constitución del mundo en que todo era común y donde no había sometimiento de unos por los otros. ¡Entonces todo era de todos y “naides más que naides”! grita el pibx de la Cámpora saltando sobre sus Legends of Summer de Air Jordan, versión La Saladita, y agitando su brazo izquierdo  con muñeca que luce junto a varias cintitas el Patek Philippe Grand Master Chime imitación Ciudad del Este y culmina en mano que enarbola un smartphone legítimo. No, porque aquellos chacareros  destinados a dominar el mundo de entonces pensaban que ese ius naturale era el que la naturaleza había enseñado a todos los animales, a todos los seres vivientes, en cierto modo prejurídico. Pero en la conformación de las comunidades políticas había surgido un “derecho de gentes”, un jus gentium, que justificaba tanto la propiedad como el dominio de unos sobre otros. Éste era secundario, cronológicamente, pero prevalecía sobre el primario porque aquél era el que, conforme la naturaleza de las cosas, se hallaba establecido en el mundo histórico y civil. Para comprender la importancia y expansión de este derecho de gentes, “el que usan todos los pueblos humanos”, el común a todas las gentes, hay que tener en cuenta lo que pasó con ese pequeño pueblo fortificado que llamamos Roma. Dos siglos después de su fundación controlaba las costas del Mediterráneo y una gran parte del antiguo imperio de Alejandro; sus siete colinas insignificantes habían logrado tanta fama como la Acrópolis o las Pirámides; el torrente montañoso que bañaba sus muros, el Tíber, era tan famoso como el Nilo y su expansión comercial se había mantenido a tono con sus conquistas. Roma tenía que manejar la pluralidad. Haciendo entrar bajo su constitución a diversos pueblos, no les  pedía abandonar sus tradiciones. Cicerón teorizaba que todo ciudadano romano tenía dos patrias: de un lado, la natural, su ciudad natal, la de sus ancestros y tradiciones; por otro lado, de derecho, la ciudad romana, que se superponía a la anterior, como el orden jurídico se superpone al orden histórico. Así se establecía un universalismo “concreto”, donde la unidad implicaba la diversidad, que culminó en el 212 de nuestra era, al extenderse la ciudadanía a todos los hombres libres del imperio  El derecho de gentes se aplicaba a este vasto universo, de acuerdo con  la utilitas, la conveniencia y adecuación a la naturaleza de las cosas, punto de partida de la concreción del  ius al caso.  La utilitas funcionaba como causa, razón de existir del  ius gentium, y procuraba como consecuencia concretar lo justo del caso, esto es, poner en orden, poner “derecho”, lo torcido  por el entuerto.

Este derecho romano recogido por los glosadores y canonistas fue de conocimiento de los teólogos y moralistas medievales. Santo Tomás de  Aquino leyó finamente a los juristas, pero era teólogo, no jurista. Cuando expone sus principios sobre la propiedad en dos artículo de la Summa (II-II. Q. 66, a. 1-2) lo hace a propósito del hurto y de los deberes del rico con respecto a la limosna. Tampoco es un economista ni se plantea como aumentar la producción de bienes: estos últimos los toma, según los pensadores de su tiempo, como un dato estable y la cuestión es cómo administrarlos con el mayor provecho para el bien común. Tiene muy en claro que el derecho natural “primero” es el que la naturaleza enseñó a todo bicho viviente y allí (fuera de la cuestión previa que resulta de  distinguir la situación antes o después de la caída original) no hay lugar a la propiedad, porque en ese punto estamos situados  antes de todo “derecho”. Pero en el mundo social y humano, la existencia de la propiedad es de toda conveniencia para el orden de las comunidades ya que permite alcanzar la vida buena. Si para los teólogos y moralistas medievales el ius gentium de los romanos era un derecho positivo, o un derecho natural secundario, esto es, derivado, o el derecho natural propio del hombre, es una empresa insoluble, porque hubo opiniones para todos los paladares, donde se inscribe también la del papa Bergoglio y la que de allí descule la escuela graboisiana. Para dar una idea de lo complejo del asunto,  y de lo difícil, digamos en defensa de Francisco, que es ser papa en medio de estos líos –más aún cuando se incita a hacerlos- le cuento a la tribuna una historia –a todos nos gusta un cuentito. Allá por el siglo XIV (año 1322) el Capítulo General de los franciscanos declaró que Jesús y los apóstoles no habían tenido ninguna posesión natural. Los franciscanos, afirmados en su voto de pobreza,  repudiaban la propiedad y se sentían ajenos al derecho. El papa francés Juan XXII, que había hojeado a los canonistas,  encontró esta chicana para responderles: renunció a la titularidad de los bienes de los franciscanos –provenientes de limosnas, donaciones y legados- que estaban en manos de la orden pero formalmente pertenecían al pontífice, y a continuación procedió a declarar como herejía la decisión del Capítulo. La reacción de los franciscanos  consistió en acusar a su vez de hereje al papa. Se fundaban en que en 1279 el papa Nicolás III, un Orsini que Dante va a colocar en el octavo círculo del infierno, había señalado que la renuncia a los bienes en comunidad podía ser un camino de salvación. Para fundamentar la irrevocabilidad de este decisorio, se redactó desde la orden la primera defensa teológica de la infalibilidad papal en materia de fe y costumbres. Juan XXII, a su turno, condenó en una bula esa doctrina como “obra del diablo”, declaró que la propiedad privada existía desde antes de la Caída y que los apóstoles tenían posesiones. Grabois podría por aquí encontrar un camino para convertir su organización  en columna de fraticelli, enfrente de un Macri al que se revistiera  con los oropeles de un Orsini  anatematizador.

Con estas breves anotaciones pretendo, desde el  enfoque de un jurista, esto es, de alguien que reivindica la tradición más que bimilenaria del ius,  intervenir en el alboroto desatado a partir de las expresiones pontificias, donde aturden políticos, comentaristas y jurisclastas de todo pelaje, para que, al menos, antes que las respuestas de confección puedan plantearse mejor las preguntas.

 

 

 

 

 

 



[1] ) En “El animal ladino y otros estudios políticos”, Alianza Universidad, Madrid, 1980, p. 103. El epígrafe se halla a la cabeza de “Breves Apuntes Críticos para un Futuro Programa Moderadamente Heterodoxo de Derecho Político y de su muy Azorante Enseñanza”. Fue un grande y original estudioso del Derecho Político, hoy desaparecido de los programas de estudio universitarios, y que el que el que escribe por largos años profesó. 

sábado, febrero 27, 2021

LA LUCHA POR EL PODER JUDICIAL

 

Una instantánea del sistema que enfrentamos

 

 

Cada día podemos tomar una instantánea de la lucha en torno al dominio del poder judicial. Ellas muestran sucesivos avances, retrocesos para tomar nuevo impulso hacia adelante, escaramuzas constantes. No es un conglomerado de demasías y corruptelas aisladas entre sí. Tenemos enfrente una acción sistemática de adquisición y concentración de poder sobre la rama judicial, a partir de circuitos de retroacción que se van potenciando entre sí, con manifestaciones normativas, políticas, mediáticas, económicas, financieras y de adoctrinamiento.  En este campo, el de la justicia, nos enfrentamos y nos enfrenta un sistema.

El primer e inmediato objetivo de esta acción sistemática es obtener indemnidad para la ex presidente y sus acólitos. El objetivo mediato es el establecimiento de un régimen político hegemónico, que asegure la continuidad, preferentemente dinástica. Para eso se requiere que la rama judicial, el ministerio público y los mecanismos de designación y remoción de los magistrados y funcionarios estén bien disciplinados y respondan a las directivas del poder.

Veamos cuáles los senderos que van convergiendo para facilitar aquella acción sistemática.  A comienzos de los años 70 surge en Italia un movimiento del “uso alternativo del derecho”. Mientras el ejecutivo y el legislativo permanecían loteados entre la vieja clase política, la rama judicial debía asumir, por la vía creativa del derecho,  la función  transformadora y revolucionaria. Esa actitud  creativa de la judicatura, desligándose de la norma existente,  debía concentrarse en la dialéctica reaccionario (el derecho recibido)/progresista (el derecho creado).  La administración de justicia se politiza así, más allá de lo que toda formulación jurídica implica de politicidad, hasta convertirse en parcial, ideológica, tronantemente partidista. Surge la sindicación de los magistrados en “Magistratura Democrática”, que será “Justicia Democrática” en España y, más tarde, “Justicia Legítima” entre nosotros. Llegamos así a mediados de los 80. Los antiguos revolucionarios se han hecho pragmáticos, algo descreídos acerca de cambiar la historia, tentados por el mundo de los negocios. El conflicto principal conservador/progresista sigue manejando el lenguaje forense, pero ahora no al servicio del proletariado sino de la propia promoción del grupo. La militancia es puerta de acceso a la magistratura y vía regia para los ascensos. Por otra parte, el agrietamiento de las instituciones ejecutiva y legislativa  lleva a un aumento de la judicialización de la política, lo que aumenta la cuota de poder de la magistratura militante. Y sobre la dialéctica reacción/progreso se monta  una corriente  de ultragarantismo y cuasi abolicionismo penal, donde destaca Luigi Ferrajoli y, entre nosotros Eugenio Zaffaroni. Por otra parte, en esta apretadísima síntesis, los 90 muestran el desarrollo de una corriente, el neoconstitucionalismo,  que señala el fin del Estado de derecho clásico, centrado en la figura del legislador, a ser sustituido por el Estado constitucional, cuyo protagonista es el  juez. El juzgador debe apoyar su sentencia en principios, muchos de ellos postulados “ad hoc”, que extrae de la constitución, no de la local, sino de lo que Kant llamó la “constitución cosmopolítica”, conformada por los tratados posmodernos sobre derechos humanos. De esta fuente  surgen valores y, en una sociedad pluralista y multicultural como la actual, debe el juez dirimir conflictos de principios y valores ponderando, esto es, pesando, en un ejercicio subjetivo, cuál de esos principios y valores prepondera.

La ley es dejada de lado.  El desprecio a la ley puede provenir de dos fuentes. Una es cuando los destinatarios advierten que no se trata de una ordenación de la sociedad en vistas al bien común, sino de un artilugio hecho a medida de un grupo de presión e influencias. Muchas veces, el desprecio resulta del espectáculo de cómo los cuerpos legislativos despachan las leyes, o más bien las reciben hechas,  como ha ocurrido entre nosotros al registrar nuestro Congreso, al barrer y sin discrimen, los DNU del Ejecutivo dictados durante la emergencia de la pandemia, con poderes extraordinarios no autorizados por ley alguna.  Pero otra fuente de desprecio a la objetividad de la ley, esa “razón sin pasión” que decía Aristóteles, proviene de las corrientes jurídicas que muy rápidamente he sintetizado y, en especial, de las que confluyen bajo el rótulo de neoconstitucionalismo.  Tuvimos un ejemplo muy claro de este menosprecio de la ley y de los fundamentos  clásicos del derecho cuando, a partir de la asunción de la presidencia por Néstor Kirchner,  volviendo nuestra Corte Suprema sobre sus propios pronunciamientos, y dejando de lado las leyes, la Constitución y las convenciones internacionales con jerarquía constitucional se estableció, con la solitaria disidencia del doctor Carlos Fayt, una justicia de dos velocidades, una para las causas comunes y otra para aquellas causas de “lesa humanidad” donde no rigen las garantías fundamentales, según ha venido señalando desde hace mucho la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, a la que pertenezco. Y no sólo con aquella composición de la Corte Suprema tuvimos estas demasías. Nuestro alto tribunal actual había decidido que correspondía aplicar  el llamado “2 x 1”, la ley penal más benigna,  en un caso de “lesa humanidad”, como la ley autorizaba. Pergeñó entonces el Congreso una extravagante “ley interpretativa” que abolía tal aplicación, pero que jamás podía obrar con efecto retroactivo. Entonces nuestra Corte, con la ahora solitaria disidencia de su presidente, el doctor Carlos Rosenkrantz, dio vuelta su fallo anterior, en el sentido de inaplicar el beneficio.  Un jurista, el doctor Andrés Rosler, se sintió obligado a publicar un libro cuyo título expresa una verdad del doctor Perogrullo, tan obvia como imprescindible para que la tuvieran presente nuestros ministros del  supremo tribunal: “La Ley es la ley”.

Imaginemos ahora un desguace total del poder judicial y del ministerio público, así como el manejo a voluntad del Consejo de la Magistratura, bajo un gobierno que ya sin tapujos pretenda moldear la vida política y social con una ideología “progresista” y neblinosamente “revolucionaria” –“socialismo siglo XXI, Foro de San Pablo, Grupo de Puebla, etc.- , sobre un entramado político y financiero de influencias y negocios que aseguren el dominio de una nueva clase privilegiada sobre la masa de población reducida a la subsistencia y la subciudadanía.  Tal sería la culminación de la acción sistemática señalada al principio. Los integrantes  del “poder judicial”, del ministerio público, del Consejo de la Magistratura estarían reducidos a marionetas del círculo de poder.  Recordemos que cuando se habla de independencia judicial –para la que nuestra Constitución ofrece algunos resguardos- nos referimos ante todo a la integridad, independencia práctica y libertad de espíritu de los que integran el cuerpo.  Y estos atributos no pertenecen propiamente a la esfera del “poder” sino, de acuerdo con la antigua distinción romana, a la esfera de la “autoridad”, al saber jurídico y la voluntad de búsqueda de lo justo del caso, socialmente reconocido y refrendado por el ejemplo, el único argumento efectivo en la vida civil. Que hay aún jueces así en nuestros cuerpos tribunalicios, es muy cierto. Que su excelencia está opacada por la sombra del sistema que pretende su sujeción, es muy cierto también. Que se ha logrado echar sobre nuestra agencia judicial un manto de descrédito, lo dicen los sondeos de opinión. Aún estamos a tiempo de remontar la lucha por el poder judicial a que nos enfrenta la acción sistemática  que busca anularlo, a condición de tener en claro cuáles son las causas de que el mal avance, y que no se trata de descontentos aislados gestionables con cambalacheos de pequeña política. Un sistema se hunde por inadaptación a las circunstancias o bajo el peso de sus contradicciones internas. Allí están los puntos donde debemos actuar de consuno.-



SCOTUS YA TOMÓ POR HÁBITO ESCURRIR EL BULTO


 

Este artículo es un post scriptum a una colaboración anterior titulada “SCOTUS ESQUIVA EL  BULTO”. Es que el alto tribunal norteamericano reincide en  hurtarle el cuerpo a una cuestión de la mayor importancia institucional: cómo asegurar la confianza ciudadana en su sistema electoral, que es el zócalo de su régimen político.  No es cuestión baladí, porque más de setenta millones de norteamericanos piensan que en las elecciones de noviembre del año pasado un amaño permitió que su voto fuera escamoteado y surgiera un ganador fraudulento. No se trata de establecer aquí si hubo o no, efectivamente, trampa electoral. Lo que interesa del punto de vista jurídico político, es que  esa difundida creencia no tuvo una respuesta de autoridad, de saber socialmente reconocido y ampliamente respetado, que tomara el toro por las astas y  decidiera de un modo u otro sobre la cuestión. Esa autoridad residía en la Corte Suprema, en SCOTUS[1], y SCOTUS se contorsiona cuanto puede, esquiva el compromiso y calla. Como veremos, sigue callando.  A nadie se le escapa que tales decisiones cruciales son muy difíciles y no aseguran a sus firmantes, precisamente, ulterioridades  calmosas. Pero eso debieron tenerlo en cuenta antes de jurar sus cargos en un órgano de tal proyección jurídica y política.

Como señalé en el artículo anterior, la primera oportunidad que tuvo SCOTUS para pronunciar su palabra de autoridad fue en diciembre pasado, en el caso “Texas vs. Pennsylvania”. ¿Qué se discutía allí? Texas argumentó que, de acuerdo con la constitución (art. I, sección 4; art. II, sección 1), las modalidades de la elección  para representantes y senadores federales, así como compromisarios para la elección presidencial,  deben ser establecidas por la legislatura de cada estado. Pero –proseguía el accionante- en varios estados, a comenzar por Pennsylvania, se habían reformado esas leyes electorales por actos de funcionarios  ejecutivos, en algunos casos, o tribunales superiores de tales estados, sin intervención legislativa.  Se destacaban, sobre todo, las reformas acerca de las condiciones de validez del voto por correspondencia. En consecuencia, proseguía Texas, dichas reformas resultaban inconstitucionales y viciaban el resultado electoral obtenido –apuntándose, ante todo, a los electores para presidente obtenidos en los estados accionados. Para justificar la legitimación de que un estado –al que acompañaron otros y el titular del ejecutivo, como amici curiae-   pudiese impugnar la constitucionalidad  de actos realizados en otros estados, se invocó que, por dichos actos, se había perjudicado a Texas, ya que  los electores surgidos de los comicios federales allí realizados correctamente, debían enfrentar compromisarios inconstitucionalmente elegidos, que falsearían el resultado. Por tratarse de una controversia entre estados de la Unión, correspondía la competencia originaria de SCOTUS (art. III, sección 1, semejante al art. 117 de nuestra constitución).  Y aquí SCOTUS calló por primera vez. La competencia originaria impedía que denegase sin más la cuestión por vía del certiorari negativo[2], pero así lo hizo, señalando que no se había acreditado el interés legítimo de Texas para accionar –lo que habría debido ser materia de decisión  fundada con el recurso abierto, no simple denegatoria cerrándole la puerta. Sólo los jueces Thompson y Alito manifestaron en disidencia que el tribunal carecía de discrecionalidad para “planchar” el caso y que debía haberse pronunciado, en un sentido o en otro. Retenga el lector que, para abrir un recurso, se requiere por lo menos el voto favorable de cuatro de los nueve miembros del cuerpo.  En el  artículo que sirve de antecedente a éste, manifesté que, a mi juicio, la defección de SCOTUS en pronunciarse de un modo u otro acerca de una cuestión decisiva que afectaba las bases del sistema político, asentado en la confianza en el resultado electoral,  en medio de una tensión extrema,  afectaba en lo profundo la autoridad del cuerpo.

Podía pensarse que, una vez asumida la presidencia por Joe Biden, la cuestión planteada por Texas quedaría sepultada como un recuerdo remoto de un conflicto superado. Sin embargo, el 22 de febrero pasado, SCOTUS debió pronunciarse en “Republican Party of Pennsylvania vs. Veronica Degraffenreid, acting secretary of Pennsylvania et. al”, 592 US 2021[3]. Aquí el reclamo fue efectuado por el Great Old Party de Pennsylvania, el partido del elefante, por la modificación de la ley electoral que regía en el estado, relativa a votos por correspondencia,  realizada por la corte suprema estatal, esto es, no por acto legislativo, por la que se extendió el límite de validez de los  votos enviados por correo, que era por ley hasta las 20 del día de las elecciones, a un plazo de hasta tres días después de clausurado el comicio,  invocándose el colapso del correo y los problemas  que provocaba el Covid-19.    La cuestión planteada, pues, era qué competencia tenían funcionarios no legislativos para reescribir las reglas electorales fijadas por ley. Y prestemos atención a que el alcance de una decisión en el caso no afectaría el pasado –la elección de noviembre de 2020- sino los futuros actos electorales en cuanto a su justificación constitucional. SCOTUS esta vez apretó aún más los dientes y puso directamente el sello de “denegado” al recurso. Tres jueces expresaron su disidencia: Thomas y Alito, otra vez, y ahora se sumó Gorsuch. No se alcanzó el mínimo de cuatro necesario para abrir el recurso, resaltándose el silencio de Barrett[4] y  Kavanaugh. Algunos párrafos de la disidencia de  Clarence Thomas, más potente, si cabe, que la firmada en conjunto por sus colegas Alito y Gorsuch, merecen destacarse:

·        Las elecciones son de fundamental importancia en nuestra estructura constitucional.

·        A través de ellas se ejerce el autogobierno (el “gobierno por el pueblo”)

·        Pero sólo hay tal ejercicio cuando incluyen procesos “que dan a los ciudadanos (incluso los candidatos perdedores y sus partidarios) confianza en la imparcialidad de las elecciones”

·        Las reglas poco claras amenazan con socavar este sistema. Siembran confusión y, en última instancia, reducen la confianza en la integridad y la imparcialidad de las elecciones.

·        Un sistema electoral carece de reglas claras cuando, como aquí, diferentes funcionarios disputan quién tiene autoridad para establecer o cambiar esas reglas. Este tipo de disputa genera confusión porque es posible que los votantes no sepan qué reglas seguir. Peor aún, con más de un sistema de reglas establecido, los candidatos en competencia podrían declarar la victoria bajo diferentes conjuntos de reglas.    

·        Cambiar las reglas en medio del juego ya es bastante malo. Tales cambios de reglas efectuados por funcionarios que pueden carecer de autoridad para hacerlo es aún peor. Cuando esos cambios alteran resultados comiciales pueden dañar gravemente el sistema electoral, del  que la gobernabilidad de la disidencia tanto depende.

·        Una elección libre de pruebas contundentes de fraude sistemático no es suficiente por sí sola para generar confianza en las elecciones. También es necesario tener la seguridad de que el fraude no pasará inadvertido.

·        Es difícil la revisión judicial de un proceso electoral. Aprovechemos ahora que tenemos la oportunidad.

·        “Uno se pregunta qué espera este tribunal (para pronunciarse). No logramos resolver esta disputa antes de las elecciones y, por lo tanto, proporcionar reglas claras para futuras elecciones. La decisión de dejar la ley electoral envuelta bajo un manto de dudas es desconcertante. Al no hacer nada, invitamos a una mayor confusión y erosión de la confianza de los votantes. Nuestros conciudadanos merecen algo mejor y esperan más de nosotros”.

 

 

El silencio de SCOTUS, nos está diciendo Thomas, afecta la creencia en la limpieza de las elecciones, base del sistema político; en la eficacia de la constitución, tradicionalmente presentada como un pacto entre el Supremo Hacedor y los convencionales de Filadelfia y su posteridad; y en la autoridad de SCOTUS como guardián del “arca sagrada  de todas las libertades”  ciudadanas, para emplear una frase emblemática de nuestra propia Corte. Y esto lo observamos desde una latitud en que desde el gobierno se avanza cada día en una guerra contra aquellos elementos del poder judicial y del ministerio público que se presumen no adictos; en que la autoridad de ese mismo  poder judicial y de su cabeza, la Corte Suprema, ha ido perdiendo a girones prestigio y autoridad, pero que ahora, haciendo de la cola pecho y del espinazo cadera, como enseñaba el “Martín Fierro”, cierra filas cuando se oye tocar a degüello.  El silencio, en estos casos, no es virtud.-



[1] ) Por su acrónimo en inglés, “Supreme Court of the United States”

[2] ) Semejante al art. 280 de nuestro Código Procesal Civil y Comercial

[3] ) Decidido en conjunto con su similar “Jake Corman v.Pennsylvania Democratic Party”

[4] ) En las audiencias ante el Senado, para la prestación del acuerdo, la hoy justice se había comprometido a excusarse en las causas electorales que pudieran suscitarse por las elecciones presidenciales de noviembre del año pasado.  Su silencio puede interpretarse como una excusación tácita.