domingo, junio 09, 2019


VOTACIONES…. ¿PORQUÉ  NO SORTEOS?






Aunque todavía no se han abierto legalmente las gateras para soltar los pingos en la campaña política, estamos realmente en carrera. Y es en “modo campaña” como el costado oscuro de nuestro sistema político se muestra más claro. Nada de lo que diremos a continuación es nuevo. Los maestros del realismo político lo vienen afirmando desde largo. Su mensaje, sin embargo, ha ido quedando sepultado bajo un alud declamatorio que en los intervalos de campaña, que son casi la estofa ordinaria de nuestra vida pública, se intensifica hasta el aplastamiento bajo el fastidio y la náusea. Vamos a la cartilla, pues, aunque se deba infligir al lector una entrada algo extensa.



Buscando la forma de gobierno



Fue tradición de la teoría política, en busca de la fórmula para la organización ideal que diese lugar a la “vida buena”, discurrir sobre las formas de gobierno. También tradicional fue su catalogación tripartita (el número tres ejerce un atractivo irresistible para nuestro espíritu): monarquía, aristocracia, democracia obediente a las leyes o república. Las formas degeneradas respectivas se elencan también en tríptico: tiranía, oligarquía y democracia despectiva de las leyes o demagogia.  Surge luego, en la consideración dinámica de aquellos tres formatos básicos, sucedidos en ciclo descendente cuando las formas puras degeneran, la propuesta de combinar adecuadamente, en un sistema mixto o moderado, los elementos básicos de aquellas tres primordiales, esto es, el gobierno de uno, de los pocos y de los muchos, de modo de conjurar  las situaciones críticas que acompañan la degradación de  la rectitud original.  Para completar estas nociones rudimentales, debemos tener en cuenta que este discurrir sobre las “formas de gobierno” se dio originalmente en el marco una “forma política”, la polis, la ciudad. Las formas políticas son las figuras  en que la materia permanente de lo político, en que se expresa la politicidad humana, se ha ido volcando a lo largo de la historia.  En general se identifican tres formas políticas tradicionales: la ciudad, el imperio, el reino y una cuarta forma política, el Estado nación, producto de la racionalidad occidental, que toma impulso a partir del siglo XVI. La globalización o mundialización, con su implícito planteo de gobernanza planetaria,  podría considerarse la última forma política surgente.  En nuestro tiempo,  la discusión sobre las formas de gobierno está clausurada, estableciéndose la democracia como única aceptable, dentro la forma política estatal, teóricamente la única vigente.



La democracia no es solución sino problema



La democracia, como ya hemos anotado en otras entradas, presenta el problema de que el gobierno por el pueblo se ejerce sobre el mismo pueblo, que resulta a la vez, idealmente,  gobernante y gobernado. La democracia directa sólo puede tener andamiento en comunidades muy pequeñas (por eso que aquellos griegos que comenzaron a pensar sobre qué hacían cuando hacían política se plantearon ante todo el problema del tamaño). La representación política se adiciona entonces a la democracia, y desde el momento en que el mandato imperativo a quien lleve la voz de un grupo determinado se convierte en mandato representativo  global, es decir, el representante lo es de la totalidad de la nación y sujeto, en todo caso, a la disciplina partidaria, la expresión “democracia representativa” se convierte en un oxímoron, ya que el elemento representativo consiste en lo no democrático de la democracia. Más tarde, ya en nuestros días, cuando cobra cuerpo la llamada “democracia constitucional”, donde se  continúa proclamando  en las cartas magnas la “soberanía del pueblo” como principio en cuyo nombre los representantes deciden, pero se agrega otro cerrojo no democrático al anterior del sistema representativo. Tal ocurre cuando se deja al criterio de tribunales supremos establecer sobre qué los representantes pueden decidir y sobre qué no, con la facultad contramayoritaria de apartar del ordenamiento normativo aquello en que los órganos electivos se hayan expedido sobre materia establecida como indecidible por el órgano judicial.

La democracia, en su formulación teórica y en tanto única forma de gobierno admisible, se opone a la autocracia en la vulgata constitucionalista. La autocracia es el gobierno absoluto de uno solo cuya voluntad es ley suprema.  La evidencia empírica demuestra que tanto la democracia concebida por la teoría, esto es, la monarquía del pueblo, como la autocracia concebida por la teoría, esto es, el máximo de absolutismo en un poder unipersonal, en la práctica jamás han existido. Existen numerosas democracias en el mundo, y tanto los emperadores bizantinos como los zares de Rusia llevaron el título de “autócratas”, pero en ningún caso la realidad ha correspondido a la teoría. El poder, aún el más absoluto,  tiende a alguna forma de difusión y es compartido por algunos. La experiencia enseña que nunca mandan ni el uno ni los muchos; siempre mandan unos pocos, una minoría más o menos jerarquizada. Es la “ley de hierro de las oligarquías”, entendiendo aquí la expresión oligarquía no  en sentido peyorativo o relacionado exclusivamente con el mando de los pudientes, sino en su acepción etimológica de gobierno de los pocos. Tal es la ley férrea de la política y de cualquier agrupamiento humano: “quien dice organización, dice oligarquía”. La enunció el sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936), pero reconoce sus antecedentes en el también sociólogo ruso Moisés Ostrogorski (1854-1919), que describió  la oligarquización de los partidos políticos al despuntar el siglo XX, en el jurista y teórico político italiano Gaetano Mosca (1858-1941), que acuñó el término “clase política”, y encontró en otro italiano, economista y sociólogo, Vilfredo Pareto (1848-1923) la formulación de la teoría de las élites y su circulación.



La ley de hierro de las oligarquías



En síntesis, estos pensadores señeros del realismo nos dicen que en todas las sociedades humanas aparece una minoría de los que gobiernan y de los que  intentan llegar al gobierno en un próximo turno, y mayorías que son gobernadas. La “clase política” o élite, tanto gobernante como opositora, es la que triunfa en la lucha general por la notoriedad, que en las sociedades humanas tiene un papel más importante que la lucha por la vida. La masa de los hombres resulta persuadida, generalmente, por actitudes primarias, no lógicas, que se presentan bajo la forma de discursos lógicos. Las élites políticas no se cristalizan sino que circulan: la historia política es un cementerio de élites. Las instituciones políticas tienden a ser más duraderas donde este proceso de circulación es más abierto: la élite dominante debe tratar de incorporar a las rivales o está destinada a perder el poder. En cuanto a la mayoría de los hombres, desean ser dirigidos. Las élites políticas, a través de sucesivas incorporaciones de sus grupos rivales, tienden a perpetuarse oligárquicamente en el poder. Una vez llegados a éste, se produce en los dirigentes que ayer fueron opositores una “metamorfosis psicológica”   que asegura aquella perpetuación.

La ley de hierro desenmascara las pretensiones de toda política que no se atenga a la “verdad efectiva” de lo concreto factible y agible en un momento histórico determinado. Lo bueno y lo posible son sinónimos en política. Lo imposible, sea que resulte expuesto en el efímero eslogan del marketing electoral  -“pobreza cero”- o se estructure en la rigidez de un discurso ideológico  -“sociedad sin clases”-, como todo sueño de la razón, conduce al desastre. “Exijamos lo imposible”, el lema de Marcuse que se le cuelga al Che, tiene el paredón a la vuelta de la esquina. La ley de hierro tiene, por lo tanto,  un efecto saneador. Pulveriza  las teorías universales, los “grandes relatos” ideológicos, la conversión de los deseos en efectividades que reclamar como derechos y fuerza a la prudencia política a adecuarse a la realidad monda y lironda. Si la única verdad es la realidad de las cosas, como enseñó San Agustín a Jaime Balmes y este último a Perón, no transige con las ensoñaciones. Hallar la verdad de la materia política puede ser duro, lo que no significa que sea negativo. El inconveniente, señala Dalmacio Negro, es que, si se lleva hasta sus últimas consecuencias,  puede conducir a la conclusión ácrata de que el poder es malo -sobre todo el poder de los que no nos gustan, como ocurre con las conclusiones de Michel Foucault. Esto es peligroso, agrega Negro Pavón, y está en la base de la mayoría de los sistemas liberales que nacieron en el siglo XIX. Supone que, en definitiva, la libertad del hombre es riesgosa porque su poder es malo y porque la razón del hombre es incapaz de conocer el bien y la verdad. Pero la ley de hierro de las oligarquías resulta escéptica sólo en el sentido etimológico del término –“el que mira alrededor”- y se concentra en despabilar la naturaleza de las cosas políticas, única manera válida de actuar en ellas de modo conducente a la finalidad de la vida buena.



Sobre partidos, partidocracia y teatrocracia



Los partidos políticos están sometidos a la ley de oligarquización. La clase política, que surge de la dirigencia de estos partidos, mantiene, por debajo de las rencillas del espectáculo,  una solidaridad en resguardar  y perpetuar su situación oligárquica, que he denominado en otras ocasiones “partido único de los políticos”, para el caso argentino con su acrónimo: PUPA.

Nuestra constitución, a partir de 1994, proclama en su artículo 38: “los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”. La enfática declaración ya era rancia  cuando se sancionó,  más que muchos artículos originarios de 1853.  Porque en el mundo, los partidos políticos se mostraban ya como formatos de organización que no se correspondían con las exigencias del tiempo. El tipo de organización partidaria o, lo que es lo mismo, la oligarquización que ella produjo,  estaba ligada a la fábrica con cadena de montaje y a una burocracia estatal con roles y funciones también estandarizados. El partido de masas con impostación ideológica, que había tomado el lugar del partido parlamentario de notables, encontraba allí su lugar,  que en su lado oscuro lo mostraba como máquina para adquirir y gestionar la renta política, esto es, el botín de cargos y despojos; el reparto de beneficios, prebendas y sinecuras  entre la clientela; el cobro de un “peaje” por el dictado de las normas orientadas al incremento de la renta económico-financiera, etc. La deslocalización industrial, la revolución digital, el individualismo narcisista, el crepúsculo de las ideologías rampantes y su sustitución por una ideología light donde el turbocapitalismo planetario se disimula al presentarse junto a la “revolución de los deseos” de la izquierda caviar –los deseos individuales surgidos de tu proyecto biográfico son realidad y tienes derecho a exigir su concreción a como dé lugar-, subordinan la político al espectáculo de entretenimiento  (entre-tener: tener en suspenso entre dos intervalos, impidiendo toda concentración), de puro esparcimiento (esparcir: derrame constante de minucias). De modo constante, la materia de lo común, el espacio ciudadano, se reduce a la anécdota (¿corresponde a un precandidato presentarse a las fotos vistiendo zoquetes con chancletas? –comidilla de varios días para todas la formas de prensa y redes sociales).  El público –la “gente”- no sólo absorbe sino también “participa”, a su modo (Byung-Chil-Han dice que el sujeto actual no actúa: sólo teclea y se hace la ilusión de participar), dentro del ruido insoportable de las redes sociales.  El mismo autor afirma que el ejercicio despótico del poder no resulta hoy necesario: el hombre de las redes se explota a sí mismo mientras cree “realizarse”. Es –dice- su propio Big Brother.  Y agrega que a estos males se une el de la “transparencia”: bajo el shock de presente, la estrategia política, que requiere tiempo y secreto (los arcana imperii) desaparece, y los políticos, partiquinos del espectáculo, actores antes que autores, se convierten en deficientes administradores del desencanto. Los partidos, ya de antes  convertidos en empresas de maximización del voto del sufragante consumidor hacia la oferta de candidatos producto del marketing, cuyo principal insumo eran las encuestas y su finalidad  maximizar beneficios por la obtención de mecanismos de poder y el manejo de la caja de dineros públicos, se transforman en agrupaciones biodegradables.  La masa a que apuntaban es hoy un ”enjambre digital de individuos aislados” y los “representantes” no se asumen ya como peones del sistema –como era su apariencia anterior- sino directamente como elementos autorreferenciales que se representan a sí mismos en el gran espectáculo de la política, sin sujetarse a ninguna lealtad sino apenas a guiones momentáneos dictados por el marketing de circunstancias. La democracia de partidos, la partidocracia, es hoy la teatrocracia que entrevió Platón hace mucho: una democracia de espectáculo, de público virtual e imágenes de candidatos, de “espacios” cambiantes donde los elencos de personajes se intercambian constantemente sin sonrojarse -¿adónde va Victoria Donda? ¿de dónde viene Sergio Massa? ¿encaja en algún lado Roberto Lavagna?-. Lo mismo ocurre con las dirigencias oligárquicas sindicales,  lobbies empresariales o  mandarinatos culturales progresaurios. Lo único que permanece en este espectáculo cambiante es, entre nosotros, un tercio de la población  reducida a miseria sin retorno –la movilidad social de veinte años atrás hoy es impensable para ese sector reducido a servidumbre- encuadrada en “organizaciones sociales” por punteros de barrio, piqueteros pontificios, clasistas vociferantes cuando han desaparecido las clases, y demás parásitos que administran los masivos subsidios que el  Estado  (el Estado “ellos”, esto es, la oligarquía política que usufructúa su turno) otorga (extrayéndolo del Estado “nosotros”). Como estos grupos fueron asumiendo su propia personalidad presentándose como partidarios de la revolución, según resulta de sus cánticos y banderas, se asiste a un nuevo invento aborigen, parangonable al del dulce de leche y del colectivo: el del revolucionario subsidiado con dineros públicos. En puridad, resultan la masa servil, excluida de la ciudadanía,  que se arrastra a votar en los turnos electorales, para decidir los resultados en los grandes centros urbanos. Cuando se intercambian denuncias sobre ejercicio de “populismo económico” distributista, tanto los críticos como los criticados reiteran sin cesar, cuando el turno les toca, el mismo mecanismo objeto de sus denuestos, como puede ver cualquiera que examine la composición del gasto público de turno a turno. La crisis de la representación ha dejado de ser visible porque los representantes autorreferenciales viven en otro mundo incomunicable con el de sus aparentes representados. La clase política reside en y perora sobre la cosa pública desde otra dimensión, como los dioses de Epicuro, que moraban en los intermundia más allá de nuestro cosmos, sin preocuparse de nuestro mundo y de sus habitantes.  La única representación más o menos eficaz en nuestra política está en las  "organizaciones sociales", correas de transmisión de las demandas del pobrerío marginal reducido a servidumbre clientelar. Los happy few de la clase globalizada no necesitan representantes, o los influyen por los lobbies correspondientes, llegado el caso. La clase media, identificada con la marka del CUIT o CUIL,   residuo del arraigo, es la verdadera gleba de la globalización, a la que se mantiene entretenida con los sex toys de la revolución cultural, mientras se la confina en la absoluta carencia de representación y participación política.  







Continuidad de las oligarquía, pero fin del partido político como “institución fundamental”, etc.  Final de un juego, en puridad. Habrá que pensar en qué campo y con qué jugadores se reanudará el eterno espectáculo de la política. Contribuyo con una propuesta.


Elección, subasta, sorteos

Como hemos visto, bajo una ley inexorable, todas las estructuras políticas existentes (partidos, sindicatos, el Estado) se manejan por oligarquías. La real forma de gobierno, y la forma política real, se manifiestan en el mando de unos pocos. La oligarquía, afirmó Gonzalo Fernández de la Mora, “es la forma trascendental de gobierno”. No se pueden eliminar tales oligarquías; a lo sumo, procurar que no sean siempre las mismas.  Las utopías se han estrellado en vano contra este duro macizo de realidad, y cuando han intentado sortearlo, el precio se ha pagado con sacrificios en los altares del miedo. La democracia representativa permite a las oligarquías operar a voluntad y vampirizar a la sociedad hasta agotarla. La reacción populista (me refiero al populismo político; sobre la fantasía de eliminar el populismo económico ya nos hemos referido más arriba), justificado en su inicio,  termina generando nuevas oligarquías. Entonces, si las oligarquías no pueden eliminarse, hay que encontrar regímenes políticos que permitan atemperarlas y controlarlas mejor que los hasta ahora ensayados.

Nuestras oligarquías se han vuelto autorreferenciales, separadas de la ciudadanía, del pueblo, entendido como quienes no gobiernan ni ejercen funciones orgánicas de autoridad. Una ideología básica y cerrada  une al “partido único de los políticos”, más allá de la dicotomía de antigualla entre izquierda y derecha, y consiste  en asegurar su reproducción y supervivencia.  La instancia electoral, donde normalmente se debe optar entre la oferta monopolizada por cambiantes “espacios” con caducos rótulos partidarios, pocas veces deja lugar a la función que Ostrogorski asignaba al voto, esto es, que sirviera de instrumento del ciudadano para intimidar a la clase política. El sistema político arranca a los ciudadanos el poder de intimidación social y lo vuelve contra ellos: los intimidados son ahora los propios ciudadanos, en nombre de la continuidad del sistema. A veces, esta función intimidatoria se manifiesta y su mensaje no es recogido por sus destinatarios. El 14 de octubre del 2001, en las  elecciones de renovación legislativa durante el gobierno de Fernando de La Rúa, se produjo lo que entonces llamé una “huelga electoral”: votó el 50% del padrón nacional y el otro 50% se abstuvo, votó en blanco o anuló a sabiendas su voto. Fue un primer registro de la aguja del sismógrafo, que las voces oficiosas insistieron en minimizar.  En diciembre de 2001 estalló el grito: “¡que se vayan todos!”. Un grito ingenuo, si se quiere, ya que –y sobre todo en política- nadie se va sin que lo echen. Esta vez, sin embargo, el sismo fue perceptible y se conmovieron las estanterías de la clase política, que hasta ensayó gestos de reforma (pero se sabe, como enseña el refrán,  que el que a sí mismo se capa, buen par de compañones se deja). Los partidos políticos, en su versión habitual, como vimos, quedaron pulverizados.  Podemos  extraer de allí una consecuencia importante: el sistema electoral, cualquiera sea modalidad, tiende a impedir que el ciudadano ejerza su único poder, esto es, intimidación social sobre las oligarquías en riña que conforman la clase política. ¿Hay otra manera de escoger candidatos que dé al ciudadano algo más que optar por el menos malo por temor al  triunfo de alguien peor?







Podemos encontrar un antecedente orientador en una vieja institución americana: el cabildo indiano. Los cargos capitulares se escogían por elección, por tirar a suertes –a veces combinando ambas formas y, luego por venta en pública subasta de las funciones concejiles, adjudicadas al mejor postor.   Esta última forma, que procuraba ingresos al erario público, concentró más la oligarquización consecuente, ya que los privilegiados adquirentes solían desvincularse absolutamente de los intereses públicos. De modo clandestino, bajo forma de licitación de candidaturas, también se dio entre nosotros en nuestro tiempo –así se supone que Néstor Kirchner consiguió el favor de Eduardo Duhalde para la carrera presidencial, empinándose sobre otros candidatos más notorios. Dejando de lado esta modalidad más bien espuria de acceder a magistraturas públicas, nos quedan las otras dos: elección y tirar a suertes.  Sobre la elección ya vimos que el sistema de monopolización de la oferta por rótulos partidarios biodegradables la reduce a una opción entre lo malo y lo peor, quitándole al voto la posibilidad de intimidación social sobre la clase política, única herramienta capaz de otorgar un asomo de poder al votante.  La teoría representativa dice que yo, ciudadano elector, decido sobre quién decidirá por mí. La “verdad efectiva” de la representación es que se nos da una opción entre males, para establecer quiénes, dentro del partido único de los políticos, decidirán por sí y ante sí  supuestamente en mi nombre. Queda el tirar a suertes.  Así se elegían las magistraturas ordinarias en la antigua Atenas, poniendo, según Platón, “la elección en manos del divino azar”. Se extraía de una urna la tablilla con el nombre del candidato y de otra un haba; si ésta era blanca, quedaba elegido el individuo cuyo nombre se hubiera sacado al mismo tiempo. En la Florencia de los siglos XIV y XV también se utilizó: los nombres de los candidatos se insaculaban, esto es, se colocaban en una bolsa, de donde se extraían –desinsaculaban, expresión que se utiliza aún hoy en el lenguaje forense-  los electos. Los cargos municipales en la corona de Aragón se elegían por el mismo método, y éste fue trasladado, combinándose con el voto, como hemos visto, a los cabildos de las fundaciones hispánicas en nuestra ecúmene.  La cuestión de la elección por sorteo, una corrección democrática de nuestros usos electorales actuales, vuelve a plantearse hoy y podrá ser objeto de alguna futura entrada. Combinada con los mandatos imperativos, la posibilidad de revocabilidad permanente y discrecional de los mandatos, los referendos de iniciativa ciudadana y los controles tanto previos como pendiente el mandato y cumplido éste, son posibles instrumentos de  mitigación  y más eficaz control de los efectos de la ley de hierro de las oligarquías que los mandatos representativos hoy en crisis.



El espectáculo de desprecio, pitorreo y tomadura de pelo que los cínicos integrantes de nuestra clase política, sin acepción de corrientes o  rótulo partidario vencido  presentan hoy ante nuestra pánfila mirada ciudadana -¡y aún la campaña no se largó!-  es de tal vileza que sólo lo emparejan aquellos recuerdos del 2001 y 2002, cuando surgió lo de “que se vayan todos”. He perdido el rastro de quien, ante este desfile de imposturas, dijo que las ratas habían dejado sus cuevas y se habían puesto a buscar comida campando en las vidrieras. Ratas de la clase política; comida que es nuestro voto. Sin fe y sin respeto, como dijo alguna vez José Antonio, este viejo profesor recordó ciertas cosas que alguna vez enseñara y que, quizás, puedan ser de alguna utilidad para sus compatriotas de a pie, tan chacoteados por la runfla de siempre como él.-