lunes, diciembre 18, 2006

SER DE VUELTA


Ser como se debe ser, de vuelta.
Ser sin renunciar a lo que fue
Pero ganada en vuelta la moneda
Que derrochamos antes de volver.

Ser, en un principio, lo que fuera
Nuestro sueño perdido del ayer;
Pero ser ya en vigilia y sin quimera:
Sin rencor de haber sido, sólo ser.

Ser, no parecerse a lo que vive,
Vivir en plenitud ser recobrado
De la vida vivida por arriba,

Vivir como Dios manda lo que sigue
Y en vez de a un espejismo encadenado
Volver a ser un pozo de agua viva


Luis María Bandieri

Edición limitada para los amigos

jueves, diciembre 14, 2006

JUICIO AL JUICIO ABSOLUTO
-A propósito de “Juicio al Mal absoluto” de Carlos Nino-

por Luis María Bandieri


¿Se puede llevar ante los tribunales algo que calificamos de “mal absoluto”?

¿Puede haber “un juez o tribunal competente, independiente e imparcial”[1] para juzgar el “mal absoluto”?

El “mal absoluto”, ¿cabe dentro del derecho?

En una guerra civil, ¿uno de los bandos puede encarnar el “mal absoluto”?

Estas preguntas rondan a los argentinos que buscan comprender los caminos sinuosos y cada vez más intrincados que ha ido tomando el juzgamiento de las demasías y atrocidades ocurridas durante nuestra guerra civil de los 70. Resultan interrogantes que no sólo inquietan a los juristas: la judicialización creciente e incontenible de múltiples aspectos de la vida conduce al hombre común a preguntarse sobre el derecho, especialmente ante los crímenes crueles, sin hallar otra cosa que respuestas cada vez más incomprensibles.

Carlos Nino se planteó aquellas preguntas e intentó responderlas en un libro póstumo –“Juicio al Mal Absoluto”- publicado en 1997[2]. Ese mismo año publiqué una serie de cuatro artículos críticos sobre el libro, cuyas tesis consideraba y sigo considerando erróneas[3]. La obra de Nino viene de reeditarse[4]. Y si bien el texto no fue modificado ni corregido, cuenta ahora con un prólogo del ex presidente Raúl Alfonsín, de especial interés. Es tiempo, casi una década después, y ante el giro que han ido tomando las instancias judiciales sobre acontecimientos de aquella guerra, que amenazan con persecuciones masivas, de revisar el libro y su crítica.

Comenzaremos con una semblanza del autor.

Un iusfilósofo analítico

Carlos Santiago Nino fue un distinguido filósofo del derecho y hombre público, fallecido inesperadamente en agosto de 1993 en La Paz, Bolivia, adonde había sido llamado como consultor en materia de reforma constitucional. Había cumplido hasta entonces una brillante carrera, iniciada con el diploma de honor de la Universidad de Buenos Aires, al culminar sus estudios de abogacía. Más tarde, se doctoró en jurisprudencia por Oxford. Fue titular de Filosofía del Derecho en la UBA y enseñó en las universidades de Harvard, Yale, Princeton y Columbia. De 1983 a 1989 se desempeñó como asesor presidencial de Raúl Alfonsín, que lo califica en el prólogo de “querido amigo y exigentísimo colaborador”. Le cupo entonces una destacada actuación, tanto en los prolegómenos del juicio a las juntas militares como en los proyectos de leyes posteriores, destinados a evitar la cascada de juicios a oficiales de rango inferior. Presidió el Consejo para la Consolidación de la Democracia e inspiró allí diversos dictámenes, entre ellos el relativo a la atenuación del presidencialismo clásico por medio de instituciones de cuño parlamentarista, lo que tendría principio de aplicación en la reforma constitucional de 1994, al introducirse la jefatura de gabinete.

Fue Nino uno de los principales animadores de la corriente “analítica” de la filosofía del Derecho, que tiene entre nosotros destacados cultores. Para el lector lego en estas distinciones y matices, debe aclararse que la filosofía analítica no resulta estrictamente una escuela, sino el producto de la delimitación de un campo metodológico dentro de la filosofía o, en otras palabras, un modo de filosofar. Su núcleo es el análisis lógico del lenguaje ordinario y los problemas que allí se plantean con respecto a los significados. Su mayor preocupación consiste en otorgar un fundamento teorético riguroso a las ciencias empíricas. Lo que suelen analizar los analíticos no son cosas, hechos o conductas, sino enunciados, normas, axiomas, cuyo sentido pretende explicarse de un modo unívoco, intersubjetivamente verificable, lógicamente coherente y científicamente objetivo. El conocimiento científico, para los analíticos, es el único modo admisible de saber verdadero. Todo otro tipo de saber, resulta para este enfoque propio de un filosofar “metafísico” en el sentido más intensamente peyorativo que pueda asignarse a este término.

Auque no constituyen en puridad una escuela, los analíticos, que cuentan con diversas, animadas y enfrentadas corrientes internas, proceden escolásticamente respecto de toda forma de pensamiento ajena a su horizonte intelectual. Si la analítica es un modo de hacer filosofía frente a cierto tipo de problemas, sus seguidores reducen la filosofía, precisamente, al examen exclusivo de ese tipo de problemas, afirmando, al mismo tiempo, que la única manera de abordarlos es con el método analítico. Como suele decirse, para quien sólo tiene un martillo en la mano, el mundo entero asume forma de clavo. Este reproche de cierre de perspectivas, por cierto, no le cabe sólo a los analíticos sino, en general, a casi todas las escuelas de pensamiento y, con especial énfasis, a sus agencias epigonales en el país, una vez que se institucionalizan y comienza la producción de fieles discípulos, luego del empuje innovador de los fundadores.

Los iusfilósofos cultores de la analítica se confundieron, durante cierto tiempo, para el espectador del debate intelectual, con los positivistas jurídicos estrictos. En términos sintéticos para el lego, un iuspositivista estricto sostiene que la validez de un orden jurídico depende de haber sido sancionado por el legislador autorizado, según el mecanismo regularmente autorizado. El campo del Derecho es el de la producción y aplicación de la norma. Investiga, en consecuencia, las condiciones de legalidad y validez de los actos jurídicos o, lo que es lo mismo, la conformidad de su producción con las normas que los autorizan. La ciencia jurídica, para asimilarse a las ciencias empíricas, debe depurarse evacuando toda referencia a juicios de valor, a las ideas de justicia y de equidad, a la moral, la política y, en general, a un ajuste a cualquier idea finalista, que resultaría peyorativamente “metafísica”. El iuspositivismo, puesto a punto por el jurista de Praga Hans Kelsen, uno de los más grandes del siglo XX, mantuvo un rol preponderante como base teórica de la práctica jurídica hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Después de Nuremberg

Los tribunales militares de Nuremberg y Tokio, establecidos por potencias vencedoras una vez finalizada la conflagración, se desarrollaron desde un fundamento teórico por fuerza alejado del positivismo. Los principios jurídicos del nullum crimen nulla poena sine lege y de la imposibilidad de la aplicación ex post facto de la norma penal fueron dejados de lado, especialmente al establecerse la categoría de los “crímenes contra la humanidad” desde una perspectiva iusnaturalista. “Iusnaturalismo”, aclaremos también para el lego, indica una posición para la cual existen normas que tienen validez moral y jurídica independientemente de su incorporación a la ley positiva.

Como bien dice Agnes Heller[5], la humanidad no tenía en 1945 sistema legal positivo, por lo cual no era posible infringir la ley positiva de la humanidad. Las sentencias de Nuremberg y Tokio se asientan sobre la postulación de un orden jurídico no positivo, ínsito a la especie humana, entendida esta última como un grupo social cuyos miembros poseen derechos innatos, irrestringibles e irrenunciables a la vida y a la libertad, los cuales derechos, si se infringen por quienes, aun siguiendo mandatos jurídicos positivos, se colocan al margen de la misma especie, acarrean una sanción penal. El posterior desarrollo de los derechos humanos marca este renuevo del iusnaturalismo, y por consiguiente, de su polémica con el iuspositivismo. Ya Kelsen no dejó de advertir este problema y, aunque partidario de los tribunales internacionales, criticó los fallos de Nuremberg y Tokio como emanados de una corte de los vencedores y les negó el carácter de precedentes válidos, por su fundamento iusnaturalista.

La corriente iusfilosófica analítica, formada mayoritaria, pero no exclusivamente, por sostenedores del iuspositivismo, se vio también afectada por esta polémica. El pensamiento de Nino, en este punto, resulta decisivamente influido por el de Ronald Dworkin, quien plantea el derecho vigente en una sociedad como un conjunto de estándares que el juez y el funcionario tienen el deber “moral” de reconocer e imponer. Aceptado este matiz, se entiende que el enfrentamiento entre iuspositivistas de estricta observancia e iusnaturalistas de fuente clásica podría quedar disuelto. La cuestión levantó una polémica dentro de la corriente, contraponiéndose a la opinión de Nino la de otro relevante analítico, Genaro R. Carrió.

Las tesis del libro

Nuestra guerra civil con sus crímenes cruzados, la dictadura durante el Proceso de Reorganización Nacional, la vuelta al gobierno de elección popular a partir de 1983, y los juicios posteriores, especialmente el llevado a cabo contra las juntas militares, proporcionaron el marco histórico y la oportunidad práctica no sólo para que Nino pusiera a punto su pensamiento sobre el tema sino para que también aconsejara al presidente Raúl Alfonsín sobre las acciones concretas a seguir. Nuestro autor, como punto de partida, se pregunta: ¿cómo juzgar el “Mal Absoluto”? El “Mal Absoluto” se encarna en las violaciones masivas de derechos humanos efectuadas desde el Estado. Esto es, se manifiesta en lo que suele denominarse “terrorismo de Estado”. Yendo a su raíz filosófica, Nino encuentra que ese “Mal Absoluto” se corresponde con lo que Kant llamó el “mal radical”. Y concluye que el “Mal Absoluto” puede y debe ser juzgado y castigado, desde una perspectiva prevencionista de la pena. En resumen, las tres tesis principales del libro son:

Ø Mal Absoluto = terrorismo de Estado
Ø Mal Absoluto = mal radical kantiano
Ø El Mal Absoluto es juzgable y castigable desde el prevencionismo

Sobre la expresión “terrorismo de Estado”

El giro “terrorismo de Estado”, del que nos hemos servido más arriba, no aparece habitualmente en la obra de Nino de 1996. Su prologuista del 2006, Raúl Alfonsín, en cambio, lo utiliza en varias ocasiones. En una década, la violación generalizada de los derechos fundamentales ha quedado automáticamente asociada al “terrorismo de Estado”. El terrorismo de Estado supone un Estado terrorista, indiferente a toda pretensión de legitimidad de título o ejercicio, cuyo poder se asienta pura y simplemente en la violencia sobre la población, ejercida por medio de secuestros, torturas y asesinatos. Se asocia, normalmente, al ejercicio dictatorial del poder por medio del ejército y demás fuerzas armadas, que se sirven, además, de formaciones paramilitares o parapoliciales. La expresión “terrorismo de Estado”, en puridad, encierra una falacia que vacía de sentido teórico político a la noción de “terrorismo”. El terrorismo es un recurso político que se utiliza contra un gobierno o conjunto de gobiernos, con el propósito de jaquearlos y eventualmente derribarlos, por grupos, generalmente reducidos y de actuación urbana, que producen a designio, por diversos actos de violencia, un estado de terror en la población en general[6]. No interesa, para el caso, el grado de legitimidad del gobierno contra el cual los terroristas combaten. Lo que define al terrorismo es que se dirige contra un gobierno o conjunto de ellos, pero sus blancos son aleatorios y elegidos mayormente entre la población civil, en la que produce sorpresa y abatimiento (la pregunta del “¿por qué?”). Esos actos o amenazas deben crear la impresión de poder reiterarse indefinidamente y, en cada caso, debe haber una reivindicación, una “marca de fábrica”. Los actos de los gobiernos que se califican como “terrorismo de Estado”, esto es, secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones forzadas, etc., son crímenes de Estado, crímenes que se intentará en algún momento cubrir con la “razón de Estado”, pero no terrorismo. Normalmente no se reivindican y hasta se pretende, muchas veces, darles la apariencia de sucesos corrientes. En otras ocasiones, se echa mano de un sello -como el de la “Triple A” de 1973 a 1975-, que encubre a un grupo paraoficial de sicarios. Los blancos de estos crímenes son los enemigos del gobierno, reales o supuestos, pero no aleatorios ni pertenecientes a la población en general. No pretenden crear una sensación de repetición indefinida, sino que persiguen la aniquilación o doblegamiento del bando enemigo, que, en muchos casos, ha recurrido ya al terrorismo y procederá a la retorsión por esa vía.

En ambos casos, en el del terrorismo y en el de los asesinatos de Estado, como en todas las guerras y conflagraciones, se echa mano al terror. Pero el terrorismo resulta un uso particular y específico del terror, como hemos visto. La expresión “terrorismo de Estado” transforma los crímenes de Estado en la única clase de “terrorismo” computable y jurídicamente relevante. Incluso, sólo llegan a considerarse “víctimas” las que han sufrido tales actos o sus deudos, y no las de atentados terroristas. El resultado es que, en situaciones como las de nuestro enfrentamiento intestino de los años 60 y 70, ocurrido bajo el registro de la “guerra revolucionaria” y de su respuesta contrainsurgente, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período de la dictadura militar, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza[7].

Volvamos a las tesis de Nino.

Mal radical y Mal absoluto

La pregunta básica que Nino plantea –recordemos- es: ¿cómo juzgar el Mal Absoluto? Corresponde ahora interrogar al autor sobre los fundamentos filosóficos de tal pregunta, su sentido y alcance. La presencia del mal en el mundo ha preocupado desde siempre a los filósofos, portavoces en esto, más que en otros interrogantes de su disciplina, de los interrogantes de los hombres todos. Porque el hombre, normalmente, hace el mal. A su vez, lo conoce y lo re-conoce sufriéndolo, y sin embargo perdura en él, convirtiéndolo en un dato básico de su existencia. La pregunta sobre el mal se cruza necesariamente con la pregunta sobre la existencia: ¿por qué hay algo y no más bien nada? y, visto que hay algo, ¿por qué hay mal en lugar de bien? Afinando la pregunta: ¿por qué el hombre, en ejercicio presunto de su libertad, provoca a sabiendas en sufrimiento del prójimo?

De este inmemorial ejercicio indagatorio del pensamiento Nino nos reporta, como vimos:

· Que el Mal Absoluto se manifiesta en las violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado.

· Que ese Mal Absoluto es lo que Kant llamó “mal radical”

· Frente a estas ofensas contra la dignidad humana, extendidas, persistentes y organizadas, la reacción de nuestro sentido moral normal y del derecho penal ordinario parece inapropiada. Hannah Arendt señaló que esos agravios resultan, a la vez, imperdonables e incastigables. Trascienden el reino de lo humano y, según la misma autora, resulta hasta inmoral castigarlos.

· Nino asegura, en cambio, que pueden y que deben ser castigados, desde una perspectiva prevencionista de la pena.

Mal radical no es Mal absoluto

A esta altura, al lector le asalta la sospecha de que quizás convenga profundizar un poco el resumen de Kant y Arendt que brinda Nino. (Para todo lo siguiente se asume que el borrador puesto a punto por el profesor Owen Fiss era el definitivo del autor, lo cual, como se verá, no parece tan evidente).

Hannah Arendt, en 1951[i][8], concentra la creencia fundamental del totalitarismo de este siglo en la fórmula “todo es posible”, que abre la puerta a un mal político hasta entonces desconocido, cuya magnitud sobrepasa la iniquidad humana anteriormente manifestada. El mal político se regía hasta entonces por la premisa del “todo está permitido”, donde hay una implícita referencia a la norma y a la prohibición violadas. En el mal absoluto y extremo del totalitarismo moderno el principio, se repite, es el de “todo es posible”, desde el cual, sin sentimiento de infracción a un orden previo, puede decidirse la superfluidad de otros en tanto otros para continuar habitando el mundo. Es un mal hecho a hombres por otros hombres para los cuales lo humano ya no se reconoce. Por eso, resulta imperdonable e incastigable, ya que su máxima fundante va más allá de nuestro sentido común genérico humano. No podemos medirlo con los patrones de culpabilidad, que aprecian grados, cuando se presenta como un absoluto. Es la irrupción de un “mal radical”, que implica, en lo político, colocar todas las cuestiones bajo el absoluto todo o nada (la nada, que se expresa en la anulación del otro en el campo de concentración)

“Mal radical” deriva de una expresión de Kant (“La Religión dentro de los límites de la mera Razón”, 1793)[9]. El mal -la intención de hacerlo- reside en la naturaleza humana y resulta inseparable de ella. Pero el hombre, en su dimensión instintiva, pasional, eudemónica (=que busca la propia felicidad), si comete el mal, lo hace desde la inocencia. Para Kant, el hombre no es bueno por naturaleza, pero tampoco naturalmente malo. La maldad consiste en que el hombre tiene conciencia de la ley moral (del deber) y, a pesar de ello, su conducta asume reglas que desvirtúan aquélla. Esta maldad resultante de malas máximas opuestas al deber moral, se remite a un mal de raíz, un “mal radical”, anterior a cada mala intención, a cada mala acción, y que es como el fundamento de todas las malas máximas. El mal radical, que afecta a todo el género humano, es innato e inextirpable, pero vencible por medio del bien. El mal radical kantiano recuerda al pecado original. El género humano, en sus comienzos y misteriosamente, ha infringido inconscientemente la ley moral; de allí, deriva la conciencia del bien y del mal, la posibilidad de la mala máxima y, también, la de superarla por medio de la ley moral, del deber. Planteado el deber por la razón, cualquier motivación “natural” de la conducta pierde inocencia. Todos los males derivan de ese mal radical, originario, anterior a toda mala intención, a cada mala acción.

Desde el enfoque kantiano, el mal radical no resulta ni puede igualarse al mal esencial y absoluto, aunque abre la posibilidad de su manifestación, como producto de un ejercicio perverso de la inteligencia y de la libertad. La lógica del mal absoluto, como la lógica del bien absoluto, son para Kant caminos sin salida. No existe la posibilidad, dentro de ese enfoque, de atribuir las grandes manifestaciones del mal político en nuestro siglo (matanzas sistemáticas, “grandes cementerios bajo la luna”, campos de envilecimiento y exterminio, bombardeos nucleares o con fósforo de población civil) a una suerte de demonios con forma humana, situados voluntariamente al margen de la humanidad corriente. Con el mal radical, puesto en acto por parte de hombres corrientes, hemos visto desaparecer los límites y entrevisto que aquello de lo que por esa vía el hombre es capaz resulta aparentemente insondable.

De allí la pertinencia del pensamiento de Hannah Arendt, al haber colocado esta irrupción del mal radical como eje del análisis político del final de la modernidad.

Para Nino, como se ha visto y resumimos ahora a título recordatorio, el mal absoluto se identifica con el mal radical kantiano, se encarna en las violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado y, disintiendo en ello con Hannah Arendt, resulta castigable desde una perspectiva prevencionista de la pena. Yendo a los textos de Kant[10], observamos que en ellos no se identifica el mal radical con el mal absoluto, aunque aquél posibilite las manifestaciones de éste. El mal radical kantiano apunta al origen del mal y de sus máximas fundantes en nuestra misma naturaleza inteligible. El mal radical, la raíz del mal, reside en un enigmático acto inteligible previo a toda experiencia, en que se antagoniza con la ley moral. Es, siempre según Kant, el mal del género humano, mal de todos aunque no todos incurran en él. Las irrupciones del mal radical en nuestra historia cotidiana no se producen, pues, por la acción de algo así como demonios con forma humana, o de agentes cuya conducta resultase tan incomprensible como la de “gente que no comparta nuestros conceptos de tiempo y de espacio”[11]. Aún aquel mal que sentimos como el eminente y terrible de una época (los campos de concentración o el bombardeo atómico, para nuestro tiempo; los crímenes del Terror jacobino para el de Kant); aún en aquellos casos, para decirlo con frase kantiana, en que se pone al crimen como máxima fundante de la conducta y “la violencia marcha alta la frente, erigida en principio”[12], se trata de obra de hombres como nosotros, no de endemoniados o alienígenos. La irrupción del mal radical echa un destello sobre lo que el hombre es capaz de provocarle a otros semejantes ( capacidad aparentemente sin límites) y, a la vez, recrea en todos nosotros una responsabilidad de pertenencia al género humano la cual, en la medida en que reconoce que el mal no es sólo cuestión de “otros”, permite reinstalar a las víctimas en la condición humana de que han sido momentáneamente destituidas por los actos malvados.

Comprender la trivialidad del mal

Aquí es donde se inserta la reflexión de Hannah Arendt sobre la inmensa trivialidad del mal. Los malvados de la realidad no obran como Yago, que se reconoce y regodea como tal y, según Shakespeare y Verdi, llega a decir algo así como “Mal, sé tú mi bien”. En el mundo real, quienes ejecutan magnicidios y genocidios obran conforme a alguna justificación que, a sus ojos, bonifica sus acciones. Los malignos actúan como buenos fracasados y se sirven de un arsenal de argumentos y justificaciones, donde se pone a contribución lo terreno y lo ultraterreno, los libros sagrados y la bandera, así como los falsos universales exigentes de sangre, cual la Raza, el Pueblo, la Revolución, la Seguridad Nacional, etc. Esas justificaciones permitieron los campos de la muerte en serie de Auschwitz, Maidanek, Belsen, Sobidor, Treblinka, los bombardeos de Dresde, Leipzig y Hamburgo, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las tragedias de Oradour, Katyn, My Lay, Sabra y Chatila, las carnicerías entrecruzadas de la limpieza étnica balcánica y de los conflictos intertribales del Africa posmoderna, pasando por la matanza armenia, las de las plazas de Tlatelolco y de Tiananmen, así como las inmolaciones en nombre de la Revolución y de la razón de Estado durante los ‘años de plomo’ latinoamericanos, o los “daños colaterales” en Serbia, Irak o el Líbano.

Hannah Arendt, observando a Eichmann dentro de su jaula de cristal blindado en Jerusalén, acuñó con la agudeza de su talento la fórmula de la “terrible trivialidad del mal”. El mal no resulta de una posesión demoníaca, de una inducción diabólica, de una perversidad innata esencial, o de cualquier móvil anclado en el flanco oscuro del alma; el mal no es como Shakespeare lo dramatizó o como Verdi lo puso en música. El hombre al que allí se juzgaba era mediocre, ordinario, estereotipado. En carta a Gershom Scholem, nuestra autora dice: “tiene razón: he cambiado de opinión y no hablo más de mal radical. Pienso, a esta altura, que el mal jamás es radical, que es solamente extremo, y que no posee profundidad, ni dimensión ni resulta demoníaco. Puede invadir y convulsionar el mundo entero precisamente porque se propaga como un hongo. Desafía al pensamiento, porque el pensamiento busca llegar a lo profundo, tocar las raíces y, cuando se ocupa del mal, se frustra y no encuentra nada. Allí reside la trivialidad del mal. Tan sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical.”[13]

El mal, que se expresa en la ruptura de la comunidad humana básica, donde se reconoce al otro como semejante, es puesto en práctica por agentes ordinarios, funcionarios o cuadros militantes puntillosos, dispuestos a creer sin examen y a obedecer sin pensar, a pervertir la idea de deber y a refugiarse sin sobresaltos en la subordinación. Al enigma del origen del mal radical en Kant, agrega ahora Arendt el escándalo de su trivialidad, que por repetido y permanente tiende a hacerse casi aceptable, a condición de que se ejerza sobre alguna categoría de los ‘otros’ que aún no nos alcance, y a los que corresponde el papel de perdedores.

No obstante la amplitud de los males sucedidos en lo que va del siglo, apenas examinamos el pensamiento de Kant y de Arendt, observamos la actualidad terrible del problema del mal, pero no su renuevo. No podemos consolarnos acudiendo a un pasado donde, en materia de males las cosas hayan sido mejores, ni salvar nuestro deprimido presente acudiendo a un porvenir que lo explique y excuse. Advertimos que la inteligencia técnica para producir el mal ha tenido notable incremento en la centuria que se cierra; en un mundo concebido en términos puramente utilitarios y bajo el enfoque macro de los grandes números estadísticos, como señalara Arendt, la tentación de considerar que algunos ‘otros’ se han convertido en materia superflua y desechable, sigue en pie, pese a nuestro esfuerzo de proclamación de los derechos humanos, ya que estos son más fáciles de afirmar que de respetar.

Hasta la Ilustración, hasta el Cándido de Voltaire, para poner una fecha, el problema del mal giraba alrededor de Dios y de su exculpación en el origen de aquél. En la posmodernidad, el problema del mal está concentrado alrededor del hombre. A través de los grandes sacudimientos del siglo XX, continuados en el actual, desde la revolución bolchevique a la invasión de Irak, pasando en Latinoamérica por las dictaduras de comandantes y generales, hemos entrevisto que si la política no es el mal extremo, puede ser la ocasión de su puesta en acto. La política se transforma en agente del mal epocal cuando pretende cambiar el mundo y nuestra vida, convirtiéndose en realización de cierta idea del bien. Hoy, la racionalidad económica ha arrinconado a la política y, a su turno, pretende presentarse como la única forma correcta de organizar el mundo y la vida en común de los hombres dando lugar así, quizás, a una enésima versión del ‘reino de las tinieblas’ que preocupaba a Hobbes.

Inconmensurabilidad del Derecho y el Mal absoluto

Tales son los temas que deben preocupar a la teología y a la filosofía. Pero el jurista, que no puede enfrentar culpas absolutas, sino medibles y graduables, no está en condiciones de reglar con el Derecho el mal eminente de su tiempo. Porque o cae en la trampa de la trivialidad del mal extendido y permanente que al ser de todos diluye cualquier responsabilidad y concluye siendo de ninguno, o desata el mecanismo del ‘chivo emisario’, con su rodaje sacrificial destinado a purificar el mundo mediante la extinción del malvado de turno, recreando la buena conciencia del resto. Es curioso que esta época en que se ha roto con cualquier sistema referencial significativo, pretenda que aquello que ni la religión ni la filosofía toman a su cargo, deba asumirlo el Derecho, especialmente a través de su rama penal. El mundo se juridiza, al mismo que se priva al Derecho de todo sistema referencial externo.

Frente al mal incesante y proteiforme, el Derecho, y especialmente su rama represiva, no puede cumplir el papel que se le asigna de perseguidor de ciertas formas del “mal absoluto” de la época. Hay una inconmensurabilidad entre el “mal absoluto” y el Derecho que ningún laboreo analítico puede solventar. El proceso penal, donde se juzgan personas, no es -no debe ser- proceso a sistemas de pensamiento y acción, por más repudiables que nos resulten. Hannah Arendt lo expresaba así en su reportaje sobre el proceso de Eichmann:

“La justicia exige que el imputado sea acusado, defendido y juzgado y que se dejen en suspenso todas las cuestiones, aunque parezcan más importantes, del tipo de las siguientes: ¿cómo ha podido ocurrir esto? ¿por qué? ¿por qué los judíos? ¿por qué los alemanes? ¿cuál fue el papel de los otros países? ¿en qué medida los aliados son corresponsables? ¿cómo los judíos pudieron contribuir mediante sus propios jefes a su propio aniquilamiento?...Porque lo que se lleva a cabo es el proceso de sus actos [los de Eichmann] y no el los sufrimientos de los judíos, no el del pueblo alemán o el de la humanidad, menos aún el del antisemitismo y del racismo”[14].

Arendt, que no dejó de ser criticada por esta toma de posición, señalaba así, al mismo tiempo, los límites del Derecho y la dimisión de la religión, la filosofía y la ética de sus propios deberes, que se pretendía y pretende derivar al proceso penal. La vehemencia de la respuesta judicial a cierta figura del mal eminente de una época, el deseo de causarle desde la sentencia todo el mal posible, puede acarrear inesperados efectos perversos. Nuestra acción desde la esfera judicial contra el mal, emprendida con las mejores intenciones, puede abrirle las puertas a otras figuras del mal, y lo benéfico convertirse en maleficio, cuando se intenta por las vías que no son las apropiadas.

Por otra parte, en situaciones de guerra civil, sólo las falacias de la propaganda pueden presentar a un bando como representante del bien y la inocencia y otorgarle al contrario el monopolio de la malignidad y la crueldad. Ya hemos visto cómo, a través de la expresión “terrorismo de Estado”, queda en el campo un solo bando concentrador de la culpa, el bando demoníaco de los malvados. Por otra parte, ¿cómo puede emitirse una juicio de mérito cuando lo que debe juzgarse es el “mal absoluto”? ¿Qué imparcialidad e independencia podrían mantenerse frente a aquél? No hay juicio posible, sino condena anticipada. ¿Qué causas de justificación, qué atenuantes podrían invocarse frente a lo absoluto del mal? ¿Qué clases de juicio, jurídicamente hablando, son entonces aquellos donde se dice juzgar al “mal absoluto”?

La cuestión es vastísima, y un comentario sólo puede insinuar algunas apostillas. Pero sorprende que la obra póstuma de Carlos Nino diga sobre el mal absoluto, y sus fuentes filosóficas explícitas -Kant y Arendt- menos que lo que aquí se expresa, ni tampoco abra demasiado la discusión sobre su proyección jurídica. Se plantea el juicio al mal absoluto sobre una aparente incomprensión de lo que el mal absoluto significa para las fuentes de que echa mano, y sobre otra aparente incomprensión de lo que significa traer el mal absoluto al juicio jurídico. El autor comentado no parece haber releído a Kant en su fuente y mantener un atraso de información en cuanto al pensamiento de Arendt. No es sólo que sea discutible la solución al problema, sino que parece haberse olvidado el arte de plantear debidamente los problemas. Hace ya unos cuantos años, Allan Bloom, comentando la “Teoría de la Justicia”[15], decía que John Rawls era el producto de una escuela que creía haber inventado la filosofía, que utilizaba a su antojo tanto a Aristóteles como a Kant y que, además, tenía -y de ello se lamentaba Bloom- un cuasi monopolio de la enseñanza dela filosofía. El trabajo iusnalítico de Nino -con la salvedad de que su autor, muy probablemente, no alcanzó a redactar una versión definitiva- me trajo a la memoria aquella crítica.

Advertimos, en resumen, cierta inconsistencia en la obra póstuma de Carlos Nino, referida a cómo juzgar el “mal absoluto”, acerca de dos cuestiones fundamentales: a) la caracterización filosófica del “mal absoluto”; b) las posibilidades de la justicia de los tribunales para juzgarlo como tal. Nino diluye la noción kantiana de “mal radical”, refiere superficial y desabridamente el renuevo que de ella realiza Hannah Arendt y trivializa -incluso, por momentos, hasta desconoce- los desenvolvimientos del pensamiento de esta autora, decisivos para su tema. Arendt, aplicando a nuestro tiempo el instrumento de análisis del “mal radical”, concluye que su rostro es “trivial”, representado por funcionarios que quieren cumplir, prolijamente y sin crearse mayores problemas, las directivas emanadas de sistemas que conciben al mundo en términos utilitarios y, por lo tanto, se estiman legitimados para decretar, en nombre de la realización eficaz de cualquier absoluto, la condición de superfluas de enteras categorías de semejantes. Este mal de nuestro tiempo -que no agotó en los dos máximos malignos con patente del siglo XX, Stalin y Hitler- resulta, a la vez, imperdonable e incastigable, esta última circunstancia porque no son los tribunales los llamados a corregirlo. Los tribunales no tienen otro medio y otro remedio que graduar y medir culpas relativas, salvo convertirse ellos mismos en definidores y dispensadores del Bien íntegro y absoluto[16], con lo cual, paradójicamente, caerían en la trampa del “mal radical”. En los tribunales no corresponde juzgar sistemas, regímenes o ideologías, por inicuas que sean, sino personas, a través de un juicio justo. El juicio al gulag. al lager, a las “cuevas” del Proceso, no corresponde a los tribunales de justicia sino a la política, a la filosofía, a la moral e incluso a la religión. El Derecho no está en condiciones de hacer su trabajo; mejor dicho, lo hará inevitablemente mal, aunque con las mejores intenciones. El Derecho, so pena de trivializarse malvadamente, no es el Bien -sólo sabe contestar al mal con otro- ni puede resultar el cruzado ideal contra el Mal absoluto. Por otra parte, estos juicios no dirigidos contra los concretos criminales que han vilipendiado a sus semejantes desde el poder y con el amparo de la simbología del Estado, sino contra sistemas y regímenes entendidos como encarnación del Mal absoluto, crean la ilusión de que el Mal es algo que pasó y que quedó atrás, ya juzgado y sepultado, rehaciendo y reforzando a cada instante nuestra buena conciencia virtuosa. Pero el mal es incesante y proteico; creyéndolo enterrado, sólo conseguimos que pasen inadvertidos sus incesantes avatares. Así, construyendo una débil metafísica del mal donde ciertas formas epocales son tomadas como referentes únicos y supremos, ocurre lo que bien ejemplifica Alain Badiou: “a fuerza de ver a Hitler por todas partes, se olvida que ha muerto -y que bajo nuestros ojos pasa el advenimiento de nuevas singularidades del Mal”[17].

¿Prevencionismo del mal absoluto?

Nuestro autor, por otra parte, se pronuncia por un fundamento prevencionista del castigo penal, y con diversos argumentos asegura que el prevencionismo funciona incluso respecto del castigo en sede tribunalicia del Mal absoluto y de los diversos crímenes en que de preferencia se manifiesta, es decir, violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado y “crímenes contra la humanidad”. Anotemos que el fundamento del castigo penal preocupó desde siempre al profesor Nino, hasta el punto de hacerlo tema de su tesis doctoral. Aunque todos poseemos sobre este asunto de la pena y de su fundamento ciertas nociones intuitivas bastante firmes, ubiquemos al lector sobre los términos del problema. Las teorías justificatorias del castigo penal responden básicamente a dos corrientes: la que sostiene que la pena se aplica a alguien porque ha delinquido; b) la que sostiene que la pena se aplica a alguien para que no delinca o vuelva a delinquir. En un caso, la pena es la retribución impuesta hoy por el delito cometido ayer; en el otro, la pena es la disuasión expresada hoy para que no haya otro delito mañana. El prevencionismo del profesor Nino, que justifica el castigo en tanto sea eficaz (exitoso en la evitación futura de iguales ilícitos) y económico (debe imponer el mal menor), se enrola en la segunda corriente. Mientras el retribucionismo encuentra su justificativo en cierta idea de justicia en el mal infligido a quien ha realizado previamente y a conciencia otro mal, el disuasionismo o prevencionismo halla su basamento en la utilidad de ahorrar a la sociedad males mayores que los empleados en el castigo mismo. En la actualidad, la disputa entre estos dos principios alcanza un pico dramático, ya que el aparente fracaso del prevencionismo y de su posición subsidiaria, el correccionalismo recuperativo, han llevado a un resurgimiento salvaje de las pulsiones hacia la venganza privada (amplificada por los mass media) y la retribución colectiva (“los árabes”, “los judíos”, “los iraníes” deben ser indiscriminadamente castigados por sus supuestas culpas mancomunadas y solidarias). Apartándonos de esta discusión, ajena a este comentario, cabe observar, sin embargo, que el fundamento disuasorio parece no corresponder al castigo en los “crímenes contra la humanidad”, y en cambio sí resultarle más congruente la concepción retributiva, que tuvo en Kant a uno de sus más esclarecidos defensores. Los autores mediatos e inmediatos de violaciones masivas de derechos humanos desde la función estatal, en efecto, se consideran justificados por la ley y las circunstancias, invocan normalmente el deber y la necesidad y, una vez caído el régimen al que han servido y durante el cual han delinquido, suelen comportarse como ciudadanos irreprochables, e incluso parte de ellos se recicla eficazmente en el régimen sucesor del colapsado. Si el castigo se rigiese por el prevencionismo estricto, difícilmente podría punirse a estos criminales, que en la abrumadora mayoría de los casos no volverían a delinquir. Por otra parte, no sale muy airoso de un escrutinio la afirmación de Nino acerca de que el retribucionismo es antiliberal, mientras que el prevencionismo afirma los valores liberales. En efecto, si se permite el pleonasmo, el prevencionismo tiene por efecto determinar sanciones preventivas; pues bien, las sanciones penales preventivas a los grupos considerados riesgosos han sido el manjar de los penalistas al servicio de sistemas totalitarios, expertos en imaginar castigos antes de que haya nada que castigar[18]. Por fin, tampoco la justificación prevencionista se entiende bien en el contexto en que la coloca el profesor Nino, es decir, de juicios retroactivos a los criminales contra la humanidad, en que el viejo y basilar principio del nullum crimen nulla poena sine lege se deja de lado por aplicación de otros principios del derecho considerados superiores. Prevención y retroacción son dos conceptos que no casan en lo absoluto.

En su polémica con la justificación retributiva, que envuelve la noción de castigo al actuar culpable y, por lo tanto, según nuestro autor, lleva al “abismo del puro subjetivismo”, la obra comentada propone superar la noción de culpabilidad y plantear una visión objetiva entendiendo como mal provocado por el delito “la frustración de planes de vida o intereses de la gente”. En otras palabra, pasamos de la culpa al daño. En el derecho penal clásico, la relación entre el acto y el mal provocado era la voluntad criminal. Como hay dificultad en establecer esa voluntad criminal, se trata de partir ahora del daño escandaloso provocado por el acto. Se plantea así un delito objetivo expresado en un daño concreto. El daño califica el mal y la responsabilidad. La responsabilidad subjetiva originada en la culpa es sustituída por una responsabilidad objetiva originada en el daño sufrido por la víctima. Esto puede sonar muy posmoderno -algunos lo dan como fundamentos de ciertas formas de desjudicialización y mediación penal-, pero no es otra cosa que la vieja dialéctica impureza-purificación que se corresponde con el mecanismo sacrificial[19]; en otras palabras, la clausura de la más que bimilenaria tradición del díkaion griego y el jus romano.

Los errores materiales y de traducción

Se reitera que las críticas de este comentario están sujetas a caución, ya que el autor, lamentablemente, murió antes de una lectura definitiva de su manuscrito. Decíamos en nuestro comentario de hace casi una década a la primera edición: “las inconsistencias e incongruencias apuntadas merecerían una revisión más fina, en una próxima edición, de los materiales póstumos del profesor Nino, para homologarlos con el resto de su muy importante obra jurídica”. Sin embargo, esta segunda edición reproduce literalmente la primera. Como se sabe, el manuscrito del profesor Nino fue escrito en inglés, bajo el título “Radical Evil on Trial”. Poco antes de morir, se lo entregó en Buenos Aires al profesor de Yale, Owen Fiss, junto con los originales de otro trabajo “The Constitution of Deliverative Democracy”. Según se informa al final del libro, el profesor Fiss conversó con Nino en Buenos Aires, acerca de revisiones al manuscrito que el autor deseaba realizar. Luego de la muerte de Nino, el profesor Fiss, junto con otros colaboradores de Yale, procedió a preparar los originales para su publicación. Aun así, se notan errores que ya señalábamos en nuestra crítica en “La Nueva Provincia”, confiando en que los discípulos y seguidores del profesor Nino, que son numerosos, tomasen nota para nuevas ediciones.

Se observa, por ejemplo:

En las pags. 53/54 se afirma: “mientras que Pétain fue ejecutado, la sentencia contra Laval fue reducida a prisión perpetua”, cuando las cosas ocurrieron exactamente al revés, ya que Pierre Laval fue ejecutado, todavía bajo los efectos del cianuro con el que había intentado envenenarse, y a Henri Philippe Pétain le fue conmutada la sentencia capital por reclusión perpetua.

Los nombres propios siguen apareciendo muchas veces deformados: p.. 60 “Gaetano” por el político portugués Marcelo Caetano; p. 113 se asienta “Buliging” por el autor analítico local Eugenio Bulygin; p. 115 se escribe “Esquiadone” por Giadone (Dante); p. 140, el notable penalista Aguirre Obarrio es reducido a “Barrio”, etc.

En la página 161, nota 5, se continúa afirmando que “La Gaceta” fue el primer periódico argentino y que Bernardino Rivadavia fundó la Biblioteca Nacional. Resulta casi innecesario rectificar: el primer periódico argentino fue “El Telégrafo Mercantil” y la Biblioteca Nacional fue creada por una orden de la Primera Junta de gobierno, bajo la inspiración de Mariano Moreno.

La traducción tampoco es muy feliz, con empastamiento continuo de la frase y pobreza de sintaxis. Puede criticarse desde la versión del título, ya que el original era “Radical Evil on Trial”, literalmente “juicio al mal radical”, y no “absolute evil”, mal absoluto. Teniendo en cuenta la fiuente kantiana, que hemos recordado más arriba, el matiz tiene su importancia. En la p. 37 se vierte “altos oficiales del gobierno”, cuando allí officers debe traducirse por “funcionarios”. En la p. 144 se habla de “las sanciones penales que fueron reveladas” (se refiere al fallo del juicio a las Juntas de Comandantes); es evidente que ese “revelar” (to reveal) vale por “publicar” o”divulgar”.

A veces, la falta de información es evidente. En las ps. 140/141 se hace referencia al primer estado de sitio decretado durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Dice que “el estado de sitio se limitó a la detención por sesenta días de seis miembros de las Fuerzas Armadas y seis civiles”, el 21 de octubre de 1985. Lo cierto es que fue un dislate jurídico. Con el Congreso en sesiones y sin declarar el estado de sitio, invocando la redacción originaria del inc. 20 del art. 83 de la CN, del texto de 1853, que fue derogado en la reforma de 1860, el presidente ordenó por sí los arrestos. “Yo creía que la generalidad –de la declaración del estado de sitio- era un requisito constitucional implícito”, anota Nino. Y creía bien nuestro jurista –que además escribió sobre los fundamentos del derecho constitucional- ya que el estado de sitio puede estar limitado en el territorio, pero no respecto a determinadas personas. Agrega que “el presidente revocó el estado de sitio unas pocas semanas después”. Lo cierto es que, superada la desprolijidad inicial, el estado de sitio duró desde el 25 de octubre al 9 de diciembre de 1985[20].

Alfonsín y la obediencia debida

La obra contiene valiosa información sobre algunos entretelones del juicio a las Juntas Militares, entre ellos una reunión del entonces presidente Alfonsín con seis jueces de la Cámara Federal, mientras se desenvolvía el juicio, en la casa del autor. Fue secreta, ya que, como anota Nino (p. 163, n. 79), con cierta obviedad: “una reunión pública hubiera sido escandalosa dado que el Tribunal estaba preparando su decisión y el gobierno hubiera sido acusado de orquestar el juicio”. También reviste interés el relato que efectúa Nino acerca de cómo se coordinó la toma de posición del candidato Raúl Alfonsín, en la campaña, respecto de si se aceptaría la amnistía dictada por la última Junta presidida por el gral. Bignone, si se procesaría a militares, con qué alcances y hasta qué nivel de responsabilidad.

El candidato presidencial Raúl Alfonsín asumió el compromiso de juzgar a las cabezas de ambas facciones de la guerra civil y, especialmente en cuanto al bando contrainsurgente, discriminar niveles de responsabilidad, a fin de permitir el saneamiento y continuidad de la institución militar. El abogado Alfonsín expuso esta posición durante su campaña y, en especial, en una conferencia pronunciada en agosto de 1983 -poco antes de los comicios del 30 de octubre de ese año- en la Federación Argentina de Colegios de Abogados, bien resumida por Nino quien informa, además, que por esa época otros analíticos, como Martín Farrell, Jaime Malamud Goti y el autor, mantenían reuniones con el entorno inmediato del candidato para diseñar cómo llevar adelante aquellos propósitos.
En la conferencia se reconocían tres categorías de militares intervinientes en las operaciones de contraguerrilla: a) los que planearon la acción contrainsurgente y emitieron las órdenes correspondientes; b) los que se excedieron de esas órdenes, por crueldad, perversión o codicia; c) quienes cumplieron estrictamente con las órdenes recibidas. Este último grupo quedaría exento de persecución penal. Alfonsín sostenía, junto a este distingo, la inconstitucionalidad de la ley de amnistía postrera del Proceso (Ley 22.294). Italo Luder, el candidato justicialista, si bien en desacuerdo con esa ley, destacaba que su eventual derogación violaría la garantía constitucional que impide la aplicación retroactiva de la ley penal. Sobre este punto giró buena parte de la polémica entre los aspirantes a la Presidencia. Luder se sentía más cerca del triunfo y trataba de evitar que su gobierno comenzara en el fragor de un enfrentamiento con los militares en retirada. La apuesta de Alfonsín, como desafiante del favorito, era más fuerte sobre este punto, aunque amparada en el distingo prudencial antes referido, que debería evitar que el entonces llamado "partido militar" fuese llevado en bloque al banquillo de los acusados, provocándose así una rebelión. Este distingo prudencial giraba sobre la obediencia debida como causa de justificación. La mayoría ciudadana se volcó a este último criterio el 30 de octubre de 1983, incluido quien escribe este artículo.

Es evidente, entonces, que la “obediencia debida” fue un tema de campaña planteado en 1983 por el candidato Raúl Alfonsín, puesto a punto por intachables analíticos y acompañado por el voto mayoritario de la ciudadanía. Lo reconoce el ex presidente en el prólogo, donde afirma que las leyes de punto final y obediencia debida fueron necesarias –aunque no “buenas”, subraya- para circunscribir la persecución penal a “los grandes responsables”. Recuerda, además, lo obvio, esto es, que no fueron dictadas bajo ninguna presión que pudiera acarrear un vicio de voluntad en los legisladores que las votaron y, por lo tanto, volverlas nulas como actos jurídicos. Cuando se examina el esmero con que aquel edificio prudencial fue derribado por legisladores y jueces, con el aplauso y la aceptación del partido del ex presidente Alfonsín, cabe el asombro. Las reservas, resguardos y críticas con que sus propios partidarios acompañan las referencias a esas leyes de amnistía o al manejo de la crisis militar de Semana Santa, por ejemplo, llevan a pensar que a nuestro ex presidente podría serle aplicado algún día, ojalá lejano, aquel epitafio: “en vida hizo mucho bien y poco mal: pero el poco mal lo hizo bien y el mucho bien lo hizo mal”

Conclusiones

Los juicios a militares e incluso a algunos civiles que se desarrollan ante nuestros tribunales penales federales dependen, como fundamento último, de la posibilidad de un “juicio absoluto” de castigo al “mal absoluto”, esto es, lo que hoy se denomina terrorismo de Estado. No me refiero a fundamentos inmediatos, como los que la mayoría de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación expuso en el paradigmático caso “Simón”, fallado el 14 de junio de 2005. Allí se invocaron los tratados internacionales referidos a derechos humanos, y la costumbre internacional, para considerarlos por encima de garantías de legalidad e irretroactividad contenidas en la Constitución Nacional. Conforme con ello, se dejó de lado la doctrina sentada por la misma Corte en el caso “Camps” (1987), sobre la constitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. La posibilidad del juicio absoluto al mal absoluto opera como un “fundamento del fundamento”[21], como su piedra basilar. Carlos Nino lo advirtió en su tiempo y allí dejó su obra (con todos los reparos efectuados respecto de su eventual carencia de una última corrección), a modo de asiento originario de un edificio que se estaba levantando ante su vista. Ahora bien, el escrutinio de ese fundamento del fundamento revela indigencia filosófica e imposibilidad jurídica. Pero es sobre estas bases inconsistentes que se está recreando en los tribunales nuestra guerra civil, ahora convertida en juicio absoluto a quienes de antemano están condenados porque llevan consigo el sello de malvados absolutos. Las consecuencias en cuanto a la destrucción de la concordia resultan inmensurables. La cuestión es salir definitivamente de las ruinas de nuestra guerra intestina, no renovarlas periódicamente, aunque sea con las mejores intenciones.-



[1] ) Garantía judicial contemplada en el art. 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica)
[2] ) Emecé editores
[3] ) En “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca
[4] ) Emecé editores/Ariel
[5] “Más Allá de la Justicia”, Planeta Agostini, Barcelona, 1994, p. 54/55
[6] ) La resolución 51/210, «Medidas para eliminar el terrorismo internacional», adoptada en la 88 Asamblea Plenaria de la ONU, del 17 de diciembre de 1996, proclama en el punto I.2 que dicha Asamblea:«reitera que los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos son injustificables en cualquier circunstancia, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra naturaleza que puedan ser invocadas para justificarlos.»

[7] ) La expresión “terrorismo de Estado” puede servir también para caracterizar el patrocinio que un Estado, real o supuestamente, presta para la realización de actos terroristas fuera de su territorio. Son, en todo caso, crímenes cuyos autores mediatos o instigadores pertenecen al elenco de gobierno de un Estado. No cabe, frente a ellos, establecer condenas colectivas contra un Estado –como ocurre con los llamados rogue States o “Estados villanos”-, lo que convertiría a toda su población, indiscriminadamente, en blanco de las represalias. Son los falsos universales del tipo “los árabes (o los judíos, o los serbios, etc.) deben pagar por esto”, que siempre exigen sangre.
[8] ) “Los Orígenes del Totalitarismo”, tº III, “Totalitarismo”, Alianza Universidad, 1987, ps. 652/6, 660, 678/81
[9] ) Naar informa que Kant, a su vez, tomó esta expresión de una obra de Baumgarten de 1773. “La Religión dans les Limites de la Simple Raison”, trad. de J. Gibelin, introducción y notas de M. Naar, Librairie Philosophique J. Vrin, Paris, 1985, p. 23
[10].) Kant ,Manuel, “La Religión dentro de los límites de la mera Razón”, cit,
[11] ) Nino, op. cit. p. 35
[12]. Kant, Manuel, “Principios Metafísicos de la Doctrina del Derecho”, UNAM, México, 1978, pags. 153- 154. Al comentar los regicidios de Carlos I y Luis XVI, Kant los considera crímenes inmortales e inexpiables.
[13]. Arendt, Hannah, cit. por Revault D’Allonnes, Myriam “Ce que l’homme fait à l’homme”, Seuil , Pris 1995, pág. 24. Negrita del autor.
[14].) Arendt, Hannah, “Eichmann à Jerusalem”, Gallimard. Collection Folio Histoire, ps. 14./15
[15].) Bloom, Allan, The American Political Science Review, june 1975.




[16]) Un Bien que se define a partir del acto malvado, como su contracara virtuosa, y resulta así, como anota certeramente Baudrillard “, “concebido de manera proteccionista, miserable, negativa, reactiva” (“La Transparencia del Mal”, Anagrama, Barcelona, 1991, p. 95
[17]) Tomás Abraham, Alain Badiou, Richard Rorty, “Batallas Eticas”, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires 1995, p. 140.
[18]) Ver Agnes Heller, op. cit. ps. 210/212
[19]) Véase René Girard, “La Violencia y lo Sagrado”, Anagrama, Barcelona, 1983. Sobre dikaion y jus, Michel Villey, “El Derecho en la perspectiva griega, judía y cristiana”, Ghersi editor, Buenos Aires, 1978.
[20] ) El presidente Alfonsín habría de establecer nuevamente el estado de sitio desde el 29 de mayo al 27 de junio de 1989.
[21] ) Para usar la expresión de Heidegger, der Grund des Grundes.

martes, septiembre 26, 2006

El diálogo interreligioso y el ecumenismo son inventos cristianos posconciliares, en los que las otras dos religiones del Libro, más consistentes en ese punto, no creen. Pero lo aprovechan, como haría cualquiera en su lugar. Lo que puede y debe haber entre las religiones, para evitar la guerra a muerte entre ellas, es la mediación política, en el plano del logos, de la razón práctica y política, a través de los gobiernos. Lo otro no cierra porque, por más que se quiera, Yavé, Cristo y Allah no son el mismo Dios. Harold Bloom lo ha reiterado últimamente con gran claridad. Creo el papa Ratzinger apunta para ese lado, pero tropezará con una guerrilla interna de purpurados muy dura de soportar. El odium theologicum es uno de los más cabezudos.
El ser o no católico es una elección individual. La Iglesia es una dimensión institucional. El católico y la Iglesia son, pues, dos realidades diversas que están en tensión -lo que no quiere decir que resulten contradictorias. El Vaticano tiene hoy una gran presencia en los media, pero no tiene igual influencia en la conciencia individual de sus pastoreados ni, tampoco, en el plano del poder. No veo cómo esto pueda resolverse a corto plazo.
La justicia, decía Esquilo y repetía mi querida Simone Weil, es una diosa que rehuye los altares de los vencedores.
Interesante artículo de Gianni Baget Bozzo, personaje algo extraño, cura genovés suspendido a divinis por andar en política, primero con Craxi y luego con Berlusconi.

SÍ AL DIÁLOGO ENTRE ESTADOS, NO ENTRE RELIGIONES

Gianni Baget Bozzo, “La Stampa”, Turín, 25 de septiembre de 2006.

La reacción islámica a las declaraciones del papa Benedicto parecía un tsunami. Alí Jamenei, el faqih[1] de la República Islámica de Irán, había declarado que el Papa era el último eslabón de la cruzada contra el Islam. Y había recordado un hadiz[2] de Mahoma que aseguraba a los fieles musulmanes: a la conquista de la segunda Roma, Constantinopla, sucedería la caída, también, de la primera. La conducción religiosa, pero de hecho también estatal, de los musulmanes turcos había condenado al papa Benedicto, como también lo había condenado el rector de al-Azhar[3]. Pero, los que más cuentan y se movilizaron fueron los gobiernos, esto es, el nexo entre el mundo islámico y las estructuras occidentales. Sobre todo, se movilizaron los más moderados, como el rey de Marruecos o el rey de Jordania. Lo que se llama el Islam moderado, en realidad los Estados de los países islámicos, fueron casi más severos que los mismos musulmanes creyentes, que sin embargo había condenado puntualmente a Benedicto. Parecía un conflicto mucho más grave que el de las caricaturas de Mahoma , en tanto el Papado resulta más relevante que un semanario danés. El mundo islámico siempre ha reconocido al Papado como el centro espiritual de la cultura occidental.

Lo que estas movilizaciones pretendían era que el papa se retractase de las palabras de un emperador bizantino, que había citado. Pretendían la sumisión del Papa a la comunidad islámica. Tampoco era favorables las reacciones occidentales, que acusaban al papa de haber creado un conflicto religioso. Lo “políticamente correcto” en la política y en la cultura occidental es que de Mahoma y del Corán no se puede, en los medios de comunicación, sino hablar bien. O, mejor, que en esa materia el silencio es oro.

También estaban las interpretaciones católicas sutilmente críticas. Afirmaban, y lo hizo por ejemplo el cardenal Martini, según la prensa, que Benedicto se había creído todavía un profesor de teología en Ratisbona y olvidado que había ascendido a la más alta autoridad del magisterio católico. El profesor había pasado por alto que era el Papa y había hablado en Ratisbona con la libertad y el espíritu crítico del universitario. El papa Benedicto ha contradicho a sus intérpretes católicos. Ha demostrado ser muy conciente de haber hablado como Papa y no como profesor. Ha afirmado que no hacía propias las palabras de la cita del Paleólogo y que los islámicos lo habían malinterpretado. Frente a esta firmeza el tsunami se ha desvanecido, las aguas se han aquietado. Con los Estados todo se resuelve en un incidente diplomático. El Papa lo explicará a los representantes de los Estados ante la Santa Sede, la semana próxima, en Castel Gandolfo. El mundo islámico no ha asumido la idea de un conflicto directo con el Papado, porque conoce muy bien la relación entre el Papado y Occidente.

El Papa, empero, ha cumplido un acto doctrinalmente relevante. Ha corregido dos puntos del pontificado de Juan Pablo II. Ha clarificado que el diálogo con el Islam no tiene por objeto la religión sino el status político y civil de la religión; esto es, el tema de la libertad. El diálogo apunta a la libertad religiosa en los países musulmanes, no a las diversas doctrinas del cristianismo y el Islam. La idea de un diálogo de las religiones en el plano de las doctrinas es una empresa imposible, así como resulta desviada la idea de una plataforma doctrinal panrreligiosa o panmoral como la intentada por Hans Küng. En definitiva, ha puesto en claro que no es el tema de la paz sino el de la libertad el verdadero punto de discordia entre Islam y cristianismo sobre el plano civil y político. El papa Benedicto deja a la Comunidad de Sant’Egidio[4] el espíritu de Asís. El diálogo de la Iglesia con el mundo musulmán se mantiene con los Estados y no con las autoridades religiosas. Es el único diálogo posible. Y el mundo musulmán lo ha comprendido. .

Traducción y notas, Luis María Bandieri

[1] ) El “justo faqih” o “justo jurista” es la autoridad máxima de la República de Irán. Este guía supremo –ayer el ayatolá Jomeini; hoy el ayatolá Jamenei-, que preside un Consejo de Guardianes, está encargado de la vigilancia aprobatoria de las leyes y actos de gobierno, a fin de que se ajusten a los mandatos islámicos. Originariamente, el faqih era un defensor de niños y desvalidos. Su importantísimo papel actual es una creación de Jomeini (n. del t.).
[2] ) Un hadiz o jadiz es un dicho atribuido al profeta Mahoma, atestiguado por una cadena de autoridades, al que se le otorga el mismo valor que a la escritura coránica (n. del t.).
[3] ) La universidad , con su escuela de teología, más antigua y prestigiosa del mundo islámico (n. del t.).
[4] ) Comunidad de laicos nacida en Roma en 1968, al calor del Vaticano II, cuyos pilares son el ecumenismo y el diálogo interreligioso.

miércoles, septiembre 20, 2006

CUANDO EL DIÁLOGO ES PURO “VERSO”

Por Luis María Bandieri

Estamos en el invierno de 1390 ó 1391, en el cuartel que el ejército bizantino había establecido en Ankara. El basileus -emperador- Manuel II Paleólogo había emprendido una campaña contra el sultán turco, Bayaceto, antes de que éste atacara Constantinopla. El imperio turco había conquistado ya el imperio de los serbios y sometido luego a Bulgaria. Amenazaba con reducir Bizancio a su sola capital. Manuel II, un hábil político, emprendió ese ataque “preventivo” luego de laboriosas gestiones diplomáticas ante las cortes de los estados italianos, Francia e Inglaterra. Sólo le prestó apoyo efectivo el rey Segismundo de Hungría. Manuel II debió replegarse y, a la larga, el impero quedó reducido tan sólo a su capital, que resistiría hasta 1453.

En aquellos cuarteles de invierno, el basileus, un cristiano ortodoxo, mantiene un diálogo con un sabio –un eugnomon, un hombre de buen consejo- de origen persa, llamado Mouterises, de confesión islámica. Los dos hombres, el emperador cristiano y el sabio musulmán, platican libremente acerca de sus respectivas religiones. Manuel sostiene que no es posible lograr la conversión a filo de espada –así se habían convertido los bosnios-, sino que debe obtenerse mediante la persuasión. Añade que el profeta Muhammad, en un principio, cuando militarmente más débil, había seguido este parecer, para cambiarlo luego, cuando estuvo en condiciones de poder imponer su credo. El Dios cristiano, conforme la enseñanza griega, es Logos. Actuar contra el logos, contra la razón, es renegar de la naturaleza divina. En cambio, el Dios islámico es puro arbitrio, voluntad pura. Son, pues, sustancialmente distintos. Mouterises, que también domina su Aristóteles, replica que, al contrario, es el Islam, y no el cristianismo, el que procede según medida –métron- y busca el justo medio. El cristianismo, añade, según la enseñanza de Jesús, cae en la desmesura: hay que amar al enemigo, poner la otra mejilla, abandonar a padres y hermanos (Lucas 14,26), etc. El Dios cristiano, a juicio del sabio persa, no resulta aquí muy lógico. El emperador y el sabio se separan y, años más tarde, encerrado tras las murallas de Constantinopla, el basileus habría de anotar lo que recordaba de este diálogo, para él tan importante como las más importantes cuestiones de su gobierno.

Estamos en el año 2006. La palabra “diálogo” campea por todas partes. La incitación a comunicarnos es continua. Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, en Ratisbona, situada en su Baviera natal, y desde la cátedra universitaria donde gustaba enseñar, recuerda aquella antigua plática. La trae a colación para reforzar su enseñanza de que la religión no debe imponerse por la violencia –pecado, si se quiere, en que han incurrido en algún momento todas las confesiones religiosas. Utiliza un texto abreviado de los recuerdos del Paleólogo, donde las respuestas del sabio persa no constan. Y señala, como teólogo que es, que el Dios cristiano es distinto del Dios islámico, tal como había sostenido Manuel II.

¿Qué podía esperarse, razonablemente? Un hombre culto del siglo XIV, oyéndonos hablar todo el tiempo de diálogo y comunicación, y observando nuestras librerías atosigadas de libros sobre el tema, habría supuesto que un sabio persa –o egipcio o saudí- se habría levantado, como Mouterises, para oponer de su lado sus razones. Incluso habría conjeturado que estos occidentales tan sabios y tan eruditos, con la inmensa memoria de su computadoras, hubieran podido terciar en el debate, echando mutua luz. Nada de esto pasó en la era del diálogo. Tiene que rectificar, que pedir perdón, que golpearse el pecho y, quizás, arrastrarse por el piso entre lágrimas de arrepentimiento. Los periodistas, que son los sabios instantáneos de este tiempo, aseguran que el papa Ratzinger fue impolítico e inoportuno. Puede ser, pero, ¿de qué quieren que hable un teólogo? ¿Del renunciamiento de Riquelme?. ¿De los epigrams de D’Elía? ¿De los antecedentes de Juanjo Älvarez? Cuando visito a mi hermana en su monasterio carmelita leo un cartelito que dice: “En la casa de Teresa/Esta ciencia se profesa/O no hablar/O hablar de Dios”. Esta cuarteta de la fundadora es dura para mí, que no soy teólogo (Dios no lo permita), ni siquiera mal cristiano, y que preferiría charlar de recuerdos familiares y bueyes perdidos. Pero debo aceptar que, si ella ingresó en esa casa, es fundamentalmente para orar y no para otra cosa. Supongo, también, que un papa teólogo debe hablar fundamentalmente de Dios, aunque nos parezca raro al común de los mortales. Y que, hablando de Dios, puede efectuar un distingo entre el Dios de su credo y el de otros credos. En realidad, el papa Ratzinger convocó a un diálogo, tal como el sucedido entre el basileus y el sabio. Un diálogo –esto es, a través del logos- supone que los dialogantes tienen una identidad, que no ocultan. Y esa identidad tiene que estar en claro, porque, si no, ¿con quién estoy hablando? ¿Con un agente encubierto? La clarificación de la identidad permite el respeto mutuo. De otro modo hay ocultamiento y simulación. Cada uno dice lo que el otro quiere oir, pero en lo que el que habla no cree. Cada uno, pues, se reserva, más allá y en contra de sus palabras, la facultad de actuar como le plazca. Parece que dialogamos, pero, en realidad, estamos afilando en secreto las armas, mientras tiramos buenos propósitos de la boca para afuera. En esta era de la comunicación rampante, nos dice este episodio, el diálogo es puro “verso”.

miércoles, septiembre 06, 2006

LUCHANDO HASTA EL ÚLTIMO LIBANÉS....

Por Luis María Bandieri

La llamada“guerra del Líbano” o, mejor, “guerra en el Líbano”, abre interrogantes y crea perplejidades. No me he de concentrar en los antecedentes, circunstancias y desenvolvimiento de la lucha que tiene por escenario principal, más que como protagonista, al país de los cedros. Como el trabajo está dirigido al público en general, principia –de todos modos- por una síntesis de los hechos y sus protagonistas, a los fines de situar al lector. Pero las preguntas intentan ir un poco más allá. La conflagración a que asistimos ¿puede llamarse guerra? ¿Quiénes son los actores de esta forma de lucha? ¿Qué se disputa y cómo, en consecuencia, se transforma la configuración del mundo? ¿Cuáles son los dínamos que impulsan a los bandos en pugna? ¿Hay alguna manera de componer este conflicto?


El escenario

En el Líbano convivieron islámicos sunitas y chiítas, drusos, cristianos maronitas, melquitas, caldeos y ortodoxos. En las tierras de la antigua Fenicia, al borde del Mediterráneo oriental, se estableció un punto de equiproximidad, podría decirse, entre ambas orillas de la cuenca, entre Oriente y Occidente. También fue el Líbano, la tierra del cedro, campo habitual de batallas más ajenas que propias. Allí transcurrió, cuando el territorio estaba bajo dominio del imperio otomano, uno de los teatros de operaciones de la Primera Guerra Mundial. Como protectorado francés, durante la Segunda Guerra Mundial, soportó el enfrentamiento de los bandos de la metrópoli -la Francia degaullista contra el gobierno de Vichy- apoyados, a su vez, por ingleses y alemanes. Desde la segunda posguerra hasta 1970, aproximadamente, gozó de sus años bellos, postulándose para el rango de Suiza levantina. Era una vidriera cosmopolita del mundo árabe, famosa por sus oportunidades de negocio y la convivencia de etnias y religiones. Lo que le otorgaba ese carácter singular de gozne entre las orillas orientales y las occidentales del Mediterráneo era la preponderancia de las colectividades cristianas. En la década del 70 del siglo pasado comenzaron los problemas que hoy estallan en bombardeos, destrucción, muerte y expulsión de pobladores.

De una diáspora a la otra

En 1948, para clausurar la diáspora judía, se estableció el Estado de Israel, al precio de inaugurar la diáspora palestina. Como había ocurrido ya en la primera posguerra, y se reiteraba ahora en la segunda, se trazaron mapas desde gabinetes, sin cuidarse de quiénes quedaban a la intemperie. Lo que para los judíos es el aniversario de su independencia, resulta para los palestinos el recuerdo de la Naqba, del gran desastre: vencidos por las armas, desalojados de su tierra. El grueso de la diáspora palestina se instaló en campamentos de refugiados en territorio jordano. Y allí comenzó otra relación difícil. La Organización para la Liberación Palestina, que agrupaba a estos expulsados trashumantes, estaba dirigida, a principios de la década del 70, por un movimiento clandestino, al-Fatah, cuyo líder era Yasser Arafat. Había otros movimientos menores, aún más radicalizados. El método elegido para combatir a lo que consideraban el usurpador israelí fue el arma más eficaz y barata al alcance del débil: el terrorismo. No era, por otra parte, algo novedoso en la región. Los palestinos, antes de que las Naciones Unidas decidieran el reparto de sus tierras entre dos Estados, árabe e israelí, habían combatido a británicos y colonos judíos mediante bandas de guerrilleros, los fedayines[1], que bajaban de las montañas para atacar los kibutzim o tender emboscadas en los caminos. En 1929, se registra una masacre de judíos en Hebrón, por parte de turbas fanatizadas. Del lado judío, cuyos militantes traían consigo la experiencia europea sobre guerra partisana y revolucionaria, se cuentan las bandas terroristas Irgun (liderada por el futuro primer ministro de Israel, Menahem Begin) y Stern, conocida en hebreo como Lekhi[2]. En 1946, volaron el hotel “Rey David”, en Jerusalén, cuartel general británico, dejando doscientos cadáveres entre los escombros. El mismo año, protagonizaron la matanza de árabes en la aldea de Deir Yassin. En 1948, asesinaron al conde Folke Bernadotte, mediador de las Naciones Unidas, y al coronel francés Sérot, que lo acompañaba. Sobre las crueldades de la época se pueden confeccionar sendas “tablas de sangre”, para uno y otro bando, que despiertan a quien pretenda un examen desapasionado, respecto de estas víctimas cruzadas, lo que Cioran llamó una “piedad sin ilusiones”.

El principio del fin del Líbano

En 1970, luego de una serie de ataques terroristas palestinos, especialmente de piratería aérea, de gran repercusión mundial, y de un intento de asesinar al rey Hussein, atribuido a las mismas organizaciones, el ejército jordano, tras combates que dejaron miles de víctimas –el “septiembre negro” palestino- arrasó los campos de refugiados y los expulsó. Su nueva peregrinación terminó en el sur del Líbano. Allí se clausuró el brillante provenir libanés y quedó roto su precario equilibrio político entre los miembros de las diversas confesiones religiosas. Las milicias de los cristianos maronitas –especialmente la Falange[3]- comenzaron a tener continuos choques con los fedayines. Estos, a la vez, atacaban con cohetes el norte de Israel y, al mismo tiempo, se desplegaban las tropas sirias con el pretexto de defender a los creyentes islámicos. Con el pretexto de la seguridad de sus fronteras y de represalias a los ataques, Israel alimentaba su sueño expansivo de “Gran Israel” avanzando desde el sur sobre los valles libaneses y, simétricamente, los sirios se entusiasmaban desde el norte con bajar hacia una “Gran Siria”. En el medio, fedayines, falangistas y drusos coexistían entre continuas escaramuzas.

En 1972, una subsidiaria clandestina de la OLP –“Septiembre Negro”- ocupa la villa olímpica de Munich y asesina a deportistas israelíes en un operativo destinado originariamente a canjear rehenes por prisioneros palestinos. Las represalias militares no se hicieron esperar, así como los “asesinatos selectivos” por mano del Mossad, en Europa y en Asia. El ataque terrorista había sido extremo y la represión talional no se fijó límite alguno, eligiendo entre sus objetivos también la población civil. A su vez, los fedayines lanzaron, en respuesta, cohetes sobre poblaciones israelíes. Nada de lo que hoy vive el desdichado Líbano es nuevo.

En 1978, mediante la “Operación Litani”[4], el ejército israelí (llamado en su país Tsahal[5]), siempre en nombre de la seguridad de sus ciudadanos, invadió el sur del Líbano, encontrando apoyo en las milicias cristianas y drusas. Una resolución de la ONU ordenó a Israel retirar su tropas y estableció la Fuerza de Interposición de las Naciones Unidas en el Líbano (FINUL), para custodiar una “línea azul” entre ambos países[6]. Cuatro de sus miembros murieron hace poco en un bombardeo del invasor israelí.

En 1982, “Operación Paz en Galilea”. Cien mil soldados al mando de Ariel Árik Sharon, un general con grandes condiciones de liderazgo, cruzan la frontera en una blitzkrieg que los llevaría hasta Beirut. En los bombardeos sobre los campos de adiestramiento palestinos se utilizaron el fósforo y el napalm, que no ahorraron víctimas civiles. Árik –hoy simbólicamente mantenido en vida vegetativa, superando ya las sobrevidas artificiales de Franco o Tito- se acreditó allí como especialmente feroz. Un notable reportaje de la época, firmado por Oriana Fallaci, lo ponía de manifiesto. El presidente electo del Líbano, el falangista Bashir Gemayel[7], fue asesinado, al parecer por un agente sirio. Las milicias cristianas, flanqueadas por las fuerzas israelíes, atacaron dos campos de refugiados –Sabra y Chatila- dejando un saldo que, según las fuentes, varía entre los 400 y los 4000 civiles palestinos sacrificados. En diciembre de 1982, la Asamblea de la ONU declaró que allí se produjo un genocidio. Debe destacarse que, a diferencia del momento actual, los EE.UU., entonces bajo la presidencia de Reagan, pese a la influencia predominante del lobby proisraelí[8], ejercieron una presión ponderable sobre el primer ministro Begin y sobre Árik para que se replegaran desde Beirut y permitieran la evacuación de esa ciudad por parte de Arafat y las fuerzas de al-Fatah.

En los años posteriores, el Líbano debió aceptar la ocupación siria del norte del país y la similar del sur por parte del ejército israelí, ambos justificando su despliegue por razones de seguridad. Continuaron las acciones terroristas y de guerrilla como respuesta, registrándose, asimismo, varios intercambios de prisioneros.

El chiísmo entra en escena

Mientras tanto, había aparecido otro actor importante del lado islámico: el Irán chiíta[9] de Jomeini. Bajo su influencia, y con directa participación en su entrenamiento de los pasradan, los guardias de la revolución, se conformó en el sur del Líbano Hizbalá o el “Partido de Dios”. Como demuestra la actual ofensiva israelí y sus dificultades, de lejos el ejército irregular mejor preparado del ámbito islámico. Por otra parte, a diferencia del grupo palestino Hamas, por ejemplo, el “partido de Dios” ha apuntado casi siempre a objetivos militares. Una resonante inauguración en ese derrotero fueron los atentados contra los cuarteles de los marines norteamericanos y de los paras franceses, allá por 1983, que dejaron centenares de muertos y que obligaron al repliegue de estas fuerzas. En varias ocasiones, también, se han producido canjes de prisioneros con el ejército israelí –el último de ellos, el año pasado- por lo cual la propuesta de intercambio por presos libaneses, a partir de la captura de dos soldados israelíes, a principios de julio pasado, que gatillara la actual conflagración, no sonaba demasiado absurda. Por otra parte, el “partido de Dios”, junto a su brazo armado, comenzó a tejer una vasta red de ayuda social en la zona. Fue, por esa vía, incorporándose a la vida política del Líbano y, actualmente, mantiene un alto número de diputados y dos ministros en el gobierno de Beirut. Su jefe, Hasán Nasralá, afirma que están arraigados en el Líbano y combaten por los intereses de este país. Sunitas, cristianos y drusos, en cambio, entienden que un partido armado tiene como rehén a su país y toma decisiones –como la captura de los dos soldados israelíes, que aparece como disparador de la lucha actual- en vista de sus objetivos particulares y de su relación privilegiada con Irán.

En 1993 y 1996, el ejército israelí realizó profundas incursiones en el Líbano, como represalia contra ataques por medio de cohetes a ciudades norteñas de Israel, realizados por Hizbalá. En el 2000, durante el gobierno de Barak, las tropas israelíes estacionadas al sur del Líbano se replegaron detrás de la frontera –la “línea azul”. Hizbalá, como es obvio, lo presentó como un triunfo de su guerra de zapa. Hasta la presente invasión israelí, se registraron una serie de incursiones, especialmente por aire, a través de la “línea azul”, como retorsión a ataques localizados de Hizbalá.

La breve “Revolución de los Cedros”

En fin, para redondear esta reseña de las circunstancias previas al asalto israelí, debe anotarse el otro hecho relevante registrado en el norte del Líbano, esto es, la retirada de las tropas sirias. A principios del 2005, fue asesinado, junto a otras trece personas, Rafiq El Hariri, un sunita multimillonario, que fue primer ministro del Líbano y estaba enfrentado con el presidente prosirio Lahoud y el régimen de Damasco. Ello produjo una fuerte presión internacional, en la que se conjugaron los EE.UU., Inglaterra y Francia, para exigir el retiro de las tropas sirias del Líbano. (Fue, quizás, el único curso de acción exitoso de la diplomacia norteamericana actual en el Mediterráneo oriental). En la Plaza de los Mártires o Plaza de la Independencia de Beirut se congregó una multitud, en lo que se llamó “Revolución de los Cedros”, para reclamar el fin de la tutela armada de Damasco. Se conformó una suerte de alianza a ese fin entre sectores sunitas, cristianos y drusos. La ONU, a impulso de las potencias occidentales, dictó la Resolución 1559, donde se establecía que Siria retiraría sus efectivos, que se desarmaría a los milicianos del sur –esto es, a Hizbalá- y que allí debería desplegarse el ejército libanés.

A fines de abril de 2005, los últimos batallones sirios dejaron atrás las tierras del Líbano. El país de los cedros fue envuelto brevemente por una atmósfera de independencia. Quedaba por resolver la situación de Hizbalá. Un desarme, según la exigencia de la ONU, resultaba impensable. Se propuso una incorporación al ejército regular, así como se había integrado el grupo a la política libanesa. En medio de ese proceso de laboriosa negociación, se produjo la captura de los dos soldados israelíes, y la muerte de otros ocho, más allá de la “línea azul”. Nasralá afirma haber anticipado a los demás dirigentes libaneses que esto podría producirse. Aquellos lo niegan. El resto es conocido.

¿Hay una guerra?

Los noticiarios repiten sin pausa que estamos ante una “guerra” ¿Es una guerra entre Israel y el Líbano? La respuesta, evidentemente, es no. El ejército israelí penetró en territorio libanés: la marina bloqueó su litoral marítimo y sus aviones derramaron toneladas de bombas. El ejército libanés, por su parte, apenas si intervino en algunos incidentes aislados. Ahora, el ejército israelí principia su repliegue y en su lugar, teóricamente, se están desplegando los efectivos libaneses, sin que haya hostilidad entre unos y otros. Principia a llegar, por otra parte, en cumplimiento de la resolución 1701 de cese del fuego, el contingente de la ONU, formado principalmente por tropas italianas y francesas, en una misión cuyos alcances resultan aún imprecisos.

Es difícil, en este caso, hablar de “guerra” entre fuerzas armadas de dos Estados. El enfrentamiento sobre el terreno se desarrolló entre los batallones israelíes y Hizbalá, una organización armada que apeló a los recursos de desgaste de la guerrilla partisana[10]. Hizbalá no es un Estado, aunque para muchos funcione como un Estado dentro del Estado libanés, especialmente en el sur del país, donde cuenta con una red asistencial muy extendida y un apoyo creciente de los pobladores. Por otra parte, el “partido de Dios” es también una fuerza política con representantes parlamentarios y ministros en el gabinete. A fin de caracterizar esta forma de enfrentamiento, se habla de “guerra asimétrica” o “guerra de cuarta generación”.

En cierto modo, toda guerra, aun la librada entre ejércitos regulares, es asimétrica, aunque más no sea porque uno de los contendientes toma la iniciativa y el otro responde. Cuando se trata de guerrilla partisana, o de ataque terrorista, la iniciativa siempre parte del guerrillero, que por definición es el contendiente más débil, medido en términos de potencia de los ejércitos regulares[11]. Se trata de compensar esa asimetría por medio de la sorpresa, la movilidad, el terror sobre los no combatientes, etc. También por la aplicación de tecnologías de punta, relativamente simples y baratas, adaptadas a ese tipo de lucha. Las fuerzas regulares actúan, entonces, a título de “reacción” o “represalia” en un ciclo de violencia iniciado, desde la perspectiva del que replica, por la primera movida partisana.

La expresión “guerras de cuarta generación”, requiere un pequeño repaso histórico. Guerras de primera generación fueron las libradas por ejércitos integrados por masas de soldados que se enfrentaban a la vera de los campos cultivados, como en las guerras napoleónicas o en las de la independencia hispanoamericana. En las de segunda generación, ya adentrados en la era industrial, la potencia de fuego de la artillería, la capacidad de destrucción de los bombardeos aéreos y la penetración de los cuerpos blindados juegan un papel decisivo. La “movilización total” comienza a borrar la distinción entre combatientes y no combatientes y los objetivos civiles se colocan en la mira de las máquinas de guerra. En las de tercera generación, propias del estadio posindustrial, las redes de vigilancia satelital, los misiles teleguiados o de interceptación tienen la primacía, aportándose información a un centro desde donde se disponen las acciones, pudiéndose concentrar el efecto de armas altamente destructivas sobre objetivos puntiformes. Se persigue y proclama la “precisión”, la “limpieza” de los daños puntuales inferidos, aunque no puedan evitarse los “colaterales”, eufemismo que esconde la elección deliberada de blancos inocentes, pero que al ser alcanzados crean desmoralización colectiva. Las batallas de contacto se dan por penetraciones en profundidad de cuerpos especiales, una vez barridas las zonas por bombardeos aéreos intensamente destructivos. Desaparece la distinción entre frente y retaguardia, confundiéndose ambos como escenario de lucha. La tercera guerra del Golfo, librada por Bush padre, es un ejemplo. La guerra de cuarta generación es una “guerrilla después de la guerra”, como ocurre hoy en Irak, o una “guerrilla sin guerra”, como actualmente en el Líbano. Ante todo, hay una "privatización" de los bandos combatientes, o por lo menos de alguno de ellos. Existen grupos armados con un proceso de autofinanciación a partir de actividades ilegales -secuestros extorsivos, impuestos revolucionarios, narcotráfico-, y hasta algunas legales, como empresas pantalla, etc[12]. Las organizaciones armadas se apoderan de la infraestructura socioeconómica de un territorio (sistema hospitalario y educativo, puestos de trabajo, cobertura social, sistema fiscal, etc.). Son un Estado de hecho, mientras el Estado de jure pueden quedar reducidos a una caparazón (los shell states). Estas organizaciones, a su vez, pueden estar relacionadas con otros Estados de la región, en una coordinación estratégica que no excluye autonomía. Incluso, como Hamas o Hizbalá, pueden intervenir activamente en la política del Estado, en donde dominan en ciertas zonas y hasta llegan, incluso, a gobernarlos. En tanto estas organizaciones armadas consigan convertirse en símbolo y escudo de la resistencia a un invasor, en resistentes “telúricos”, su derrota definitiva se vuelve prácticamente imposible. Su desaparición coincidiría con su triunfo, de convertirse en las definitivas gobernantes de los Estados caparazón donde se desenvuelven. Mientras tanto, la victoria militar contra ellas por parte de un ejército invasor, como el Tsahal en el Líbano, nunca podría acompañarse de una victoria política, ya que de haber ocurrido tal circunstancia –se produjo por ahora lo contrario- retornarían al tempo desde sus cenizas, como el ave Fénix[13], impidiendo indefinidamente el objetivo de estabilidad y seguridad perseguido por el invasor. Sólo el rechazo de la población civil podría conducirlos a la derrota, como demuestra el ejemplo latinoamericano[14]. De allí que la opinión pública, y su manipulador. el sistema mediático, que desde siempre han tenido importancia en las guerras, cobren hoy relevancia mayúscula.


Pero estas luchas no caben ya en el concepto de guerra. Este último ha quedado pulverizado en el siglo XX. El siglo XXI no lo conoce y, probablemente, no lo conocerá ya. Sabe nuestro siglo, en cambio, y lamentablemente sabrá mucho más, de lucha, de conflagración (en el sentido literal de incendio devastador), de exterminio, de aniquilamiento. “Porque no hay guerra pero sigue la lucha”, como anunciaba certeramente la canción de María Elena Walsh.

El posmoderno, habituado al maridaje de discurso pacifista y de violencia brutal, no está en condiciones de comprender que la guerra es una expresión de la civilización. Cuando hubo guerras, se pasó de un derecho de la paz a un derecho de la guerra. El estado de guerra era un estado de derecho bajo reglas propias de esa situación excepcional. La famosa frase de Clausewitz que tanto se repite irreflexivamente –“la guerra es la continuación de la política por otros medios”- indica que tanto la guerra como la paz son cuestiones inmediatamente políticas y, subsecuentemente, jurídicas.

Las guerras se libraban entre ejércitos regulares, de modo limitado en el tiempo y circunscripto territorialmente, sin afectar, en principio, a la población civil. Existe, por otra parte, y aun perdura con cada vez menor efectividad, un derecho internacional humanitario, para limitar los efectos de los combates, cristalizado en las Convenciones de Ginebra (1864-1949).

El bellum romano

Las guerras clásicas tomaban su modelo del bellum romano. Un colegio de sacerdotes, los feciales, tenían a su cargo los ritos sacros para la declaración de la guerra y para los tratados de paz, que eran llamados foedus, pactos de alianza. El objetivo de la guerra era, pues, concluir una alianza con el enemigo. Esta idea de que las guerras deben ser regidas por el derecho y los ritos feciales, de que se tienen obligaciones ineludibles para con el enemigo y de que la finalidad de la guerra, esto es, la finalidad de la victoria, debe ser un tratado de paz incluyente (un foedus) es la más alta que se haya alcanzado en la experiencia acerca de conflictos armados. Es el pináculo de lo que Cicerón llamaba la humanitas, y mucho más factible y prudencial que ideologías como las del pacifismo a ultranza o la de los human rights que, pese a la nobleza de sus aspiraciones y enunciados, se han revelado en la práctica como sumamente conflictógenas.

El tema exige, para la ubicación del posmoderno, una digresión sobre la guerra, la crueldad y la humanidad. Por cierto que los romanos, sea bajo la República o el Imperio, libraron guerras por la supremacía que siempre presentaron como defensivas. Por cierto que en esas guerras hubo crueldad. “Crueldad” tiene el mismo origen etimológico que “crudo”. Si la verdad es la realidad de las cosas, como decían Balmes[15] y Perón, la cruda verdad es que la realidad es cruda, esto es, cruel. La naturaleza intrínsecamente cruel y trágica de la realidad y de la condición humana en ella metida, no nos exime de reflexionar acerca de cómo mitigar y refrenar la crudeza de la guerra, una de sus manifestaciones más intensas. No sirve declarar “inhumana” la guerra misma o determinadas conductas durante ella. Todo lo que el hombre es capaz de hacer resulta humano (perogrullada que siempre conviene recordar), incluso los crímenes y las atrocidades. Disfrazar estos últimos de “inhumanidad” puede ser tan falso como tranquilizante, ya que la verdad, en este campo, suena turbadora. Más aún, como vio muy claramente Carl Schmitt, la discriminación como inhumanos de ciertos seres humanos es la justificación de un redoblamiento de la crueldad por parte de quienes invocan la representación exclusiva de la Humanidad o del Bien, a fin de exterminar la Inhumanidad y el Mal. Los “buenos” se indignan moralmente contra los crímenes de los “malos”, que suelen ser, a su vez, personas aún más moralistas que los primeros. La humanitas no consiste en disfrazarse de Humanidad y Eje del Bien, sino en aceptar lo trágico de la realidad y del hombre en ella, y levantar contra la cruel condición –hablando en el plano estrictamente político- las amortiguaciones de lo amical, hospitalario y noble que en el hombre también residen.

Desde este punto de vista, la noción romana de bellum, de donde fluye cuanto de efectivo subsiste hoy del derecho internacional humanitario, es culminación jurídico-política y es también guía práctica y actual.

Presupuestos del bellum romano

Alvaro d’Ors[16] señalaba que las ciudades griegas antiguas partían de una concepción territorial y etnocéntrica. La ciudadanía sólo cobraba dimensión y sentido dentro de los límites de la propia ciudad. La concepción romana, en cambio, era personal, como extensión del nomen romanus. De allí resultó una identidad fundada sobre lo plural, incluida la pluralidad étnica y cultural. Se integraba progresivamente al extranjero, sin la exigencia de que renunciara a sus tradiciones. Este fue el primer presupuesto para la extensión de la ecumene romana, que de otro modo habría quedado reducida a los límites de la urbs. Cicerón[17] lo explicaba diciendo que el ciudadano romano tenía dos patrias. Una era su patria natural, su lugar natal, la tierra de sus antepasados y de sus tradiciones particulares. La otra era su patria jurídica, la condición de civis romanus, superpuesta y superior a la primera, pero que la comprendía y conservaba. El cemento de la ecumene romana era el jus; sus conquistas las consideraron extensiones de ese jus y consiguiente alianza con el vencido que se integraba así a la pax romana, sin renunciar a las particularidades de su patria de origen. Los romanos no se asignaron una misión sobrenatural; reconocieron las patrias naturales, las unidades étnicas, culturales y religiosas preexistentes; establecieron una unidad superior, jurídica y política, a partir del jus, entre individuos de orígenes plurales, conformando así una ecumene extensible, en teoría, de modo ilimitado.

El segundo presupuesto de este peculiar sistema es el politeísmo propio del paganismo[18], con todas las reservas con que cabe servirse de estas expresiones. El “paganismo” se caracteriza por la diversidad de cultos y la particularidad traslaticia de las divinidades objeto de esos cultos. Lo importante para nosotros es que, en el “paganismo” romano, que no posee un concepto unitario de Dios, las diversas divinidades y cultos no entran en competencia entre sí y pueden convivir e, incluso, asimilarse[19]. De allí que los romanos, no destruían las divinidades de sus enemigos vencidos, sino que las asimilaban y podían ingresarlos al Panteón. Más aún, entre sus ritos figuraba el de invocar a la divinidades del enemigo, pidiéndoles que protegieran las armas romanas, bajo promesa de acoger aquéllas en el Panteón. En cada culto, el romano reconocía la adscripción a la familia y a la patria natural. Ese era el sentido de la pietas y la impiedad, que era repudiada, consistía en el apartamiento de la reverencia familiar y de las tradiciones particulares. Para comprender esta perspectiva, debe tenerse en cuenta que la religión, para el romano, no era cuestión de creencia, sino de culto.

En estas condiciones, pudo darse la particular concepción de la guerra y del enemigo de la guerra antigua. Existía un solo caso discriminatorio, y era el de los piratas y bandoleros. No se los consideraba enemigos de guerra, sino enemigos del género humano, y se luchaba contra ellos, fuera de los límites del bellum, con el fin de aniquilarlos.

La “guerra santa”

La expresión “guerra santa” parece referida exclusivamente al mundo del Islam, como versión de la palabra jihad, que significa, literalmente, “esfuerzo”, y resulta una de las obligaciones del creyente. No existe una expresión en el árabe clásico que equivalga exactamente a “guerra santa”. Se habla de una gran jihad, que es la lucha interior del individuo por su perfección, y de una pequeña jihad, que es la defensa armada del Islam contra los infieles y los apóstatas. El mundo se divide entre la casa del Islam y el resto, con el que se está en guerra hasta que haya aceptado integrarse a la morada de los creyentes. La noción de “guerra santa”, y su expresión en esos términos, es rastreable en el Antiguo Testamento. Es la guerra inspirada por la divinidad a un pueblo al que ha revelado su predilección, para aniquilar a los enemigos de ese mismo Dios.

Se la ha vinculado así al monoteísmo[20], como su propia forma de hacer la guerra, diferente al bellum romano. En la guerra santa bíblica, el mandato divino a su pueblo se manifiesta en un jérem o anatema contra el enemigo, que lo condena al aniquilamiento de sus vidas y bienes[21]. En cuanto cumplimiento de una orden divina, la guerra santa de matriz bíblica no admite límites ni reconoce en el enemigo otra entidad que la de objeto del anatema, destinado por lo tanto a ser destruido. Es absolutamente discriminatoria. Allí reside su diferencia con otras guerras antiguas, sea el bellum romano, que venimos de ver, como, p. ej., los remotos combates que narra la Ilíada. En los versos de esta última abundan las matanzas y las crueldades –Aquiles pasa a cuchillo doce adolescentes troyanos sobre la pira de su amigo Patroclo, etc. Pero la diferencia es que los dioses se pasean y alternan entre los bandos; que, por eso, los enemigos aparecen mutuamente retratados y respetados; que es el destino el que reparte de modo impenetrable la suerte y la desdicha de los combatientes, según la inclinación de la balanza de oro donde Zeus ha cargado partes iguales de muerte para griegos y troyanos; que, en fin, la desmesura encuentra, en algún momento, su geométrico castigo. La guerra, entre los helenos, será por mucho tiempo un ejercicio agonístico, no polémico: no se mata al enemigo que se rinde, no se destruyen ciudades, los combates tienden a ser frontales, de hombre a hombre, etc.

La “guerra justa”


De San Agustín en adelante, la teología cristiana se encontró ante la necesidad de elaborar una doctrina de la guerra, a cuyo fin trató de reubicar la “guerra santa” de matriz bíblica dentro de los lineamientos del bellum romano. Fue la doctrina de la “guerra justa”. En esta guerra no se sigue un mandato directo de la voluntad divina. La guerra es justa porque no la hace simplemente quien quiere y como quiere. Hay un modo justo de comenzarla y un modo justo de conducirla: un jus ad bellum y un jus in bello. En cuanto al jus ad bellum, la guerra ofensiva justa debe ser decidida por autoridad legítima, por una causa justa –el restablecimiento de un derecho- y con recta intención, teniendo por finalidad la paz. La guerra defensiva es de por sí justa. Sobre el ius in bello, debe respetarse la vida y bienes de los no combatientes y establecerse una proporción entre la fuerza utilizada y los objetivos propuestos.

La doctrina de la guerra justa tenía un ámbito estricto de aplicación, que era el de la respublica christiana, donde había un reconocimiento de la autoridad de la Iglesia como suprema potestas spiritualis[22]. La discriminación operaba inmediatamente respecto de quienes, como islámicos o hebreos, p. ej., no reconocían esa potestad. Los enfrentamientos contra ellos no podían llamarse guerras y, paralelamente, llevarles la guerra era una causa automáticamente justa. Francisco de Vitoria, haciéndose cargo de las dificultades del concepto, habrá de limitar los alcances de la guerra justa, enfocando el caso de los nativos del Nuevo Mundo, a través de las afirmaciones de la libertad de conciencia y del bien de la comunidad de pueblos repartidos por el planeta. De todos modos, a través de esta última noción, introducirá una justificación para la expansión de la corona española en América, fundada en que los indios no podían oponerse al derecho natural del paso y del comercio pacífico, que es una de las características esenciales de la comunidad de los pueblos del mundo. Si uno de ellos lo impide sin causa legítima, los demás tienen derecho a imponérselo. Los recursos del planeta son de todos los miembros de la comunidad internacional y quien no los explote debe dejar que otros, supuestamente más capacitados, lo hagan, e incluso reconocer como justa causa bélica que lo afirmen por las armas.

A través de este repaso, se observa, como señala Zolo, que la doctrina veterotestamentaria de la “guerra santa” permanece en los postulados de la “guerra justa” cristiana y de la “pequeña jihad” islámica. Esa permanencia se advierte en la discriminación espacial respecto del enemigo que en ambos casos se produce, y que puede cohabitar incluso con la afirmación de la unidad moral del género humano y el reconocimiento de dignidad a sus miembros por el sólo hecho de pertenecer a aquélla. Se trata de espacios “civilizados”, que coinciden con el territorio donde prevalece la propia creencia, y espacios “salvajes” donde no se da esa prevalencia. En los primeros, el enemigo recibe el trato de justus hostis. En los segundos, el enemigo es colocado fuera de la humana convivencia y de la protección jurídica, condenándoselo a la inhumanidad y el aniquilamiento. Estos espacios discriminatorios de raíz religiosa se han perpetuado, incluso, luego del siglo de las Luces, ahora preferentemente como espacios trazados por las ideologías, en tanto religiones seculares.

Las guerras no discriminatorias

Los enfrentamientos entre las confesiones cristianas a partir de la Reforma, introdujeron en Europa la crueldad ilimitada de la guerra santa de matriz bíblica. Como reacción a esta última, se levanta un concepto de guerra humanizada, no discriminatoria, a partir de una nueva ordenación del derecho de gentes, que tiene por actores a los Estados. Ante todo, la única guerra posible es la que se libra entre Estados. El Estado, como describirá más adelante Max Weber, posee el monopolio de la fuerza, hacia lo interno y frente a otros actores estatales. El enfrentamiento con una agrupación no estatal no es guerra sino persecución de insumisos, piratas o bandidos, que no poseen ningún derecho. Toda guerra librada entre Estados es mutuamente justa, en cuanto que librada ente iguales poseedores del jus ad bellum, esto es, de la facultad de declarar la contienda bélica. No se plantea materialmente la cuestión de la “justicia” de la guerra. Basta la formalidad de que sea declarada por un Estado. Mientras dura, la guerra se rige por un jus in bello. El enemigo no se discrimina, en cuanto pertenezca a un Estado europeo; en ese caso, es siempre un enemigo justo (justus hostis). Nace así, a partir de la Paz de Westfalia (1648), que pone fin a la guerra intercristiana, un nuevo jus publicum europaeum, que establece una situación de relativo equilibrio entere las monarquías nacionales. Habrá de durar cuatro siglos. Fuera de Europa, todo suelo es zona de conquista y colonización, conforme los títulos jurídicos de ocupación, fundados, primero, en que se trataba de pueblos no cristianos y, más tarde, en que se trataba de pueblos no civilizados. La guerra discriminatoria sólo regía, pues, fuera de Europa.

El (supuesto) fin de las guerras

La experiencia terrible de la Segunda Guerra Mundial clausuró definitivamente el jus publicum europaeum interestatal, culminando un proceso de desgaste manifestado mediante la paz impuesta o diktat de Versalles con el que se cerró la Primera Guerra. Se supuso, por un momento, sobre las ruinas de Europa y las cenizas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la posibilidad de limitar los conflictos bélicos tan estrechamente que pudieran, al fin, desaparecer. A partir de la Carta de las Naciones Unidas (1945), la guerra fue declarada un crimen internacional, del que surgen responsabilidades no sólo para los Estados sino también para los individuos. La guerra no pertenece ya al ámbito de la civilización ni pone en marcha un derecho que propiamente la comprende. La guerra, ahora, es un crimen y el derecho internacional debe contemplar castigos para quienes incurran en el crimen de hacer la guerra, ya sean Estados o individuos[23]. Toman cuerpo así los tribunales penales internacionales, desde Nuremberg y demás tribunales para conflictos particulares, establecidos ad hoc, hasta los tribunales penales internacionales permanentes instaurados por el Tratado de Roma de 1998. La única excepción teórica a la posibilidad de hacer la guerra surge del art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas, que establece el derecho de los país miembros a la autodefensa, en caso de ataque armado, hasta que el Consejo de Seguridad tome intervención. Salvo este caso, sólo el Consejo de Seguridad puede legítimamente hacer la guerra. Los cinco países vencedores de la Segunda Guerra –EE.UU., Rusia, China, Gran Bretaña y Francia- son miembros permanentes del Consejo de Seguridad, con derecho a veto[24] –en notoria excepción al principio de “igualdad soberana” de los miembros de la ONU.

Lo cierto es que es esta malla de seguridad que envolvería las guerras hasta hacerlas desaparecer casi nunca funcionó. Matanzas, persecuciones, grandes cementerios bajo la luna se sucedieron en Camboya, Ruanda, la antigua Yugoslavia. Irak, etc., sin que la ONU pudiera, no ya impedir sino siquiera paliar estos desastres, de los cuales resulta ineludiblemente cómplice. Sobre todo, se observa en estos enfrentamientos que la distinción entre civiles no combatientes y soldados combatientes tiende progresivamente a desaparecer. El objetivo de los ataques cada vez más destructivos se concentra, con progresiva intensidad, en la población civil[25]. En la época en que la guerra es un crimen, y en que la ONU resulta garante de la paz mundial, se plantean enfrentamientos bélicos paradójicos, donde se ahorra la sangre del soldado regular y se derrocha la del civil desarmado.

La estrella fulgente que corona la inutilidad del arbolito ONU podría ser, en fin, la corrupción en Oil for Food, un sistema instaurado para paliar el bloqueo económico a Irak, consistente en que los hambrientos iraquíes recibían alimentos de caridad pagándolos con su propio petróleo, mientras que los burócratas se dedicaban a robar, seguramente inspirados por los dichos del filósofo nativo José Luis Barrionuevo[26]. Las guerras –en fin- no murieron. Murió el mundo bipolar, se convirtió la ONU en una cueva burocrática relativamente corrupta, y vino al mundo un nuevo tipo de “guerra”.

La nueva guerra que ya no es guerra

La “nueva guerra” es simplemente lucha sin reglas o con reglas falseadas. Lo que era situación excepcional de apartamiento momentáneo del jus ad bellum y del jus un bello, se ha convertido en estado permanente y ordinario. Por consiguiente, los ejércitos regulares se han transformado en contingentes irregulares como los grupos partisanos con los que se enfrentan. Aterrorizar a un país eligiendo como blanco preferente a la población civil, convertir en objetivo central los “daños colaterales”, o recurrir al “asesinato selectivo” resulta habitual en unos y otros. La lucha ya no se libra entre Estados. No tiene, en principio, ni territorio ni tiempo ni límite. El derecho internacional perfeccionado en tiempo del jus publicum europaeum es sistemáticamente dejado de lado o invocado de modo faccioso. Los tribunales penales internacionales, por ejemplo, se han convertido en altares de un rito sacrificial por medio del que, al denigrarse a los vencidos, se proclama la superioridad moral de los vencedores[27]. Las limitaciones a la lucha descripta no surgen, principalmente, del derecho, sino de la relevancia política y estratégica de los media globales y en tiempo real, Internet incluida. Tanto o más manipulados que los tribunales internacionales, envueltos ellos mismos en una enredada madeja de intereses, conspiraciones y golpes de efecto, los media resultan, sin embargo, el único resquicio por donde se puede conmover a la opinión con el morboso atractivo de la violencia, la sangre y la destrucción y obtener, así, la puesta en marcha de algunos contrapesos.

En definitiva, estas luchas despiadadas e inagotables que nos obstinamos en seguir llamando “guerras” resultan episodios o escaramuzas de una contienda a nivel planetario por la instauración de un nuevo Nomos global. Esto es, según Carl Schmitt, de una nueva ordenación, asignación y distribución de los espacios del planeta y, por consiguiente, del universo simbólico en que se mueven sus habitantes. Según el autor que hemos venido siguiendo en este punto, todo Nomos es instaurador y no derivado de un principio de orden anterior, propio del Nomos que está en vías de desaparecer. Todo Nomos, en fin, implica un poder que decide como tomador, partidos y apacentador de los espacios planetarios. En otras palabras, un nuevo Nomos exige un nomoteto, un poder que lo rija. Como el espacio a reconfigurar resulta, esta vez, el planeta todo, se plantea, de modo inédito, la posibilidad que Schmitt entrevió, de un “uni-verso” político, de una concentración de poder que pretenda regir una ecumene global.

Jihad vs. McWorld

El hombre, que no puede vivir sin con-vivir con el otro, resulta el arma más peligrosa que se haya inventado contra el hombre mismo. Cuando decimos “Humanidad”, suponemos referirnos a la personificación de todo lo bueno y elevado de nuestra condición humana. Y fulminamos, por eso, como los peores crímenes, aquellos cometidos contra la “Humanidad”. Las matanzas, torturas, desapariciones, son repugnantes sin duda. Pero, cuando los juristas las encuadran como “crímenes de lesa humanidad” y, por lo tanto, califican la conducta de sus autores como “inhumana”, yerran del todo. Puesto que la componemos todos, nadie es la Humanidad, podríamos decir parodiando un verso de Borges, porque humano es todo lo que hacemos y ninguno, ni aún aquel mister Hyde en que imaginemos concentrar toda la maldad posible, podría ser dado de baja de aquélla. Aquí reside la clave de la crueldad de las luchas y persecuciones declaradas en nombre de la Humanidad, ya que implican despojar al enemigo de la condición humana y convertirlo en un desperdicio que puede sin reparo echarse a la papelera de reciclaje de la historia. El terrorista, o el torturador que busca aterrorizarlo cuando aquél cae en sus manos, encuentran en esa deshumanización del otro una absolución automática para sus actos. El odio engendra crueldad que se supone intachable y el odio al odio conduce a torturas que se suponen justificadas. Carl Schmitt, que puso de manifiesto este punto, recordaba al respecto una frase de Proudhon: “quien dice Humanidad quiere engañar”. Tanto las cabezas visibles y protagónicas de la occidentalidad oficial, como el terrorismo milenarista que lo enfrenta, se proclaman, engañosamente, únicos y exclusivos representantes de la Humanidad y del Bien. Este planteo de enemistad absoluta convierte al planeta en el campo de una guerra civil permanente, lo cual conduce, como señala Giorgio Agambeni[28], a un estado de excepción perpetuo, donde cesa el derecho o –peor- sus instrumentos son utilizados sesgadamente para perseguir exclusivamente a un grupo al que se califica como paria jurídico. La disolución del concepto clásico de la guerra, en el crepúsculo de la modernidad, lleva consigo la imposibilidad de que la política pueda establecer la paz y el derecho –simplificado a máscara normativista del más fuerte- dirimir lo justo. La cuestión, a escala mundial, queda reducida a quién puede imponer violentamente su poder y quién puede cuestionárselo, asimétricamente, por medio del terrorismo, sin cabida, por ahora, para matices ni terceros neutrales. Los términos del conflicto parece simplificarse, pues, en Jihad vs. McWorld[29]. El premio para el vencedor sería la regencia del nuevo Nomos global.

Ni guerra, ni Estados ni naciones

No hay, pues, propiamente hablando, guerra. El bellum ha sido destruido en sus fundamentos y nos hemos condenado a la lucha absoluta. Tampoco hay, en propiedad, Estados en pugna,
como ocurrió en Europa al despuntar el siglo XX. El Líbano, para ir a lo más próximo, nunca alcanzó la plena forma estatal. Con límites trazados en gabinete, entre pulseadas diplomáticas, la apelación estatal funcionaba como una caparazón bajo la cual confesiones y etnias, como identidades primordiales, mantenían un frágil status quo, con una relación privilegiada respecto del Mediterráneo occidental determinada por la predominancia de los cristianos maronitas. Por otra parte, en el mundo árabe la noción de “Estado” –producto puro de la racionalidad de Occidente- resulta artificial, hasta el punto que el árabe clásico no registra ningún vocablo que lo vierta adecuadamente. Tampoco Israel, como veremos un poco más adelante en detalle, pese a su estructura política tomada por sus fundadores de la estatalidad europea, puede considerarse un Estado propiamente dicho, sino un agente mesiánico. En el hebreo, por otra parte, surge la misma dificultad para hallar una palabra que rinda plenamente la expresión “Estado”[30]. En fin, tampoco la idea de “nación” encuentra aplicación adecuada en el mundo islámico, y especialmente en el árabe; por lo menos, cuando se habla de una “nación” libanesa o de un “nacionalismo” kuwaití, se están trasponiendo inadecuadamente los términos. Puede hablarse, en cambio, de una “nación” árabe, de la cual se sienten partícipes tanto el beduino del desierto como el comerciante del zoco, porque allí se hace una referencia a la umma, a la comunidad de los creyentes. Por otra parte, la expresión “nación” referida a Israel, también requiere matizaciones. En la Biblia, “nación” es etnia, ethnos en griego, goy en hebreo, equivalente a pueblo[31]. Nación señala, en ese contexto, una identidad religiosa según el origen físico de un individuo, en comparación con los orígenes y creencias de otros individuos. Hay una nación santa, que es el pueblo de Dios, los hebreos, y los nativos de las demás naciones constituyen las gentes, goyim, los gentiles según la Vulgata. Es una nación distinta y separada de las demás naciones.

Debe aclararse que esta relativización de las expresiones “Estado” o “nación” cuando se refieren al Mediterráneo oriental no implican afirmar que estamos, allí, ante una “guerra de civilizaciones”, según la conocida fórmula de Samuel Huntington. En otro lugar ya la he discutido[32] esta afirmación, y él me remito. Subrayo, simplemente, que las civilizaciones –que expresan una cierta forma de relación del hombre con el mundo- no guerrean ni luchan entre ellas. Las que se enfrentan son entidades políticas (aunque no revistan la forma específica de “Estado”), que combatirán, en buena medida, conforme la impronta de las civilizaciones dentro de las cuales se han desenvuelto.

Fundamentalismos frente a frente

El lenguaje periodístico ha terminado por relacionar inmediatamente “fundamentalista” con “islámico”. A costa de repetirme[33], he de recordar que la expresión “fundamentalismo” aparece en los EE.UU. Alude a la actitud de quien afirma su propia creencia (religiosa, política, etc.) como la única válida, con exclusión intolerante de todas las demás, y está dispuesto a ejercer violencia, que supone justificada, sobre quienes no la comparten o aún sobre los indiferentes a ella[34]. La expresión tiene su origen en un movimiento religioso protestante surgido en los EE.UU. en 1910, que exponía como doctrinas fundamentales del cristianismo la creencia en la interpretación literal de la Biblia y en el fijismo de las especies. El juicio desarrollado en Dayton, Tennessee, EE.UU., en julio de 1925, donde se condenó a un maestro que enseñaba la teoría de la evolución, y que inspirara las diversas versiones de "Heredarás el Viento", fue promovido por grupos fundamentalistas. Hacia los 80, la expresión, aplicada ahora a los movimientos terroristas de inspiración islámica, pasó a designar, por extensión, toda forma de fanatismo militante, sea religioso, político, etc.

No es fortuito aquel origen del vocablo. El grueso del pueblo norteamericano es profundamente religioso. Más aún, podríamos decir que está obsesionado por la religión, a la inversa del grueso de los europeos occidentales y del grueso de los argentinos, por ejemplo. Nueve de cada diez norteamericanos afirman amar a Dios y, a su vez, ser amados por Él. La misma proporción cree en el Paraíso y una tercera parte de la población asegura haber tenido una experiencia personal con Jesús. Ahondando el examen, surge al observador una religiosidad nacional estadounidense, con características propias e intransferibles, más allá de la pertenencia a confesiones específicas, sean ellas cualesquiera de las protestantes, el catolicismo, el judaísmo, los mormones, los testigos de Jehová o incluso la New Age. Harold Bloom[35] habla del surgimiento de una nación “poscristiana”-, afirmación que, en otro lugar, el autor matiza diciendo que “somos posprotestantes y vivimos una contundente redefinición del cristianismo”. En la “tierra del anochecer”, como nuestro autor llama a los EE.UU, resaltando así su carácter de “Extremo Occidente”[36], está definiéndose así una nueva religiosidad. ¿Cuáles son sus rasgos? Los estadounidenses aman a Dios y Dios los ama, El norteamericano entiende la salvación como un acto de libertad, que sólo a él le es concedido, surgido del confronte individual con Dios. Ser libre es unirse con el Dios o el Jesús estadounidense; fuera de allí, nulla salus, no hay otra forma de salvación posible. Otro elemento motorizador de la religión nacional estadounidense, según nuestro autor, resulta el “entusiasmo”. La palabra entusiasmo deriva de una expresión griega que significa., literalmente, “inspirado por los dioses”. La Ilustración observó con recelo a los “entusiastas”, entendidos como fanáticos El entusiasmo propiamente estadounidense, visible más intensamente en los componentes afronorteamericanos, se refleja, justamente, en la actitud fundamentalista y en la esperanza milenarista. Con los rasgos muy apretadamente resumidos, se dibuja una religiosidad especial, convencida de su misión y de su superioridad, que intenta aproximar a los descarriados del resto del mundo a su verdad y si no, con la Biblia en la mano va a la cruzada contra los negadores (y aquí la afiliación demócrata o republicana es indiferente). El milenarismo resulta el broche de oro: el anuncio de un Nuevo Orden Mundial (de Woodrow Wilson a George W. Bush) o la profecía de un Armagedon y la Segunda Venida (coincidencias de Billy Graham, Ronald Reagan y los Testigos de Jehová). Esto explica, además, la particular relación de los EE.UU. con el Estado de Israel, que va muchas veces más allá de la conveniencia e interés concreto norteamericano y que no puede explicarse, tan sólo, por la acción de un fuerte lobby proisraelí. El reino milenario verá la restauración nacional y espiritual de Israel. Jerusalén será la ciudad santa, cabeza de una nación santa[37]. El Israel de la promesa –identificado con el actual Estado de Israel- es el sueño y el modelo milenario de los EE.UU. y su “destino manifiesto”.

Debe destacarse –a propósito del Estado de Israel- que la exaltación de la nación (cualquiera ella sea) a valor absoluto puede considerarse idolatría. Simone Weil, la "Virgen Roja", mística y pensadora francesa de origen judío, denunció –aun antes de la instauración del Estado de Israel- esa idolatría, que convierte a un territorio y a quienes lo habitan en santos y electos por ese solo motivo, y les otorga un derecho de propiedad sobre esas tierras inalienable, indiscutible e imprescriptible. Decía Simone Weil[38] que los romanos tuvieron la idolatría de su ciudad y de su imperio, pero -al menos- no la trasladaban también al más allá, como esa lectura fundamentalista de la religión hebrea, que coincide con la corriente nacionalista y colonial de la que arranca el sionismo de Teodoro Herzl y la refuerza con un subsuelo teológico[39]. Un pueblo formado por gente de diverso origen (ashkenazim, jázaros, sephardim, falashas o etíopes, etc.) unificada por un culto y una tradición comunes, podía reivindicar a fines del XIX el deseo de tener un Estado, ya que la ideología de la modernidad, después de 1789, proclamaba que toda nación -y ellos podían considerarse tal- debía organizarse como Estado. Otra muy distinta es que ese Estado. Medinat Israel, sea, según la Torá, a la vez la nación santa y la tierra prometida (con añadidos a reivindicar) de todo el pueblo judío desparramado por la tierra, es decir, de quienes profesan la religión hebrea. Es la deificación de un Estado, la idolatría de un aparato de poder. Ningún hebreo sinceramente creyente (y no fundamentalista tallado en la madera de los fanáticos, que los hay en todas las religiones) puede comulgar con tal cosa. Tampoco un judío no creyente, como Arthur Koestler, podía sostenerlo. Habiendo sido sionista en su juventud y vivido en los kibutzim de Palestina, cuando se crea el Estado de Israel afirmó que se abría la alternativa de o convertirse en ciudadano del nuevo Estado o, abandonando el concepto de “nación judía” como sinónimo de pueblo electo, “dejarse asimilar,, cultural y socialmente, por su medio ambiente”, Decía Koestler: “me comprometí moralmente a identificarme con el movimiento sionista, mientras no hubiera asilo para los perseguidos y sin hogar. En el momento en que Israel se convirtió en una realidad me sentí liberado de este compromiso y libre de elegir entre vivir como israelí en Israel o como europeo en Europa. Toda mi formación cultural hizo que Europa fuera mi elección natural”[40].

Ahora bien, aquel componente fundamentalista y milenarista arriba señalado, conspira, paradójicamente, contra la afirmación y expansión imperial de los EE.UU. En efecto, como vieron los juristas medievales a partir de la recepción del derecho romano, los imperios se desenvuelven conforme la translatio imperii, la traslación del poder. Los romanos realizaron conquistas, pero la mayor parte de su imperio se desarrolló a partir de las nociones de translatio imperii y confederatio (confederación). A los pueblos no se les aplicaba un derecho de conquista, por el que podía hacerse tabla rasa de las instituciones y prácticas de los conquistados. Los pueblos, en cambio, aceptaban la autoridad del emperador y mantenían, en forma de confederación que, andando el tiempo, podía convertirse en integración plena al imperio, sus instituciones, leyes y costumbres, codo a codo con las romanas, en especial el jus. En el Medioevo, la noción de translatio imperii cobró, además, la calidad de legitimación de las nuevas formas imperiales (Carlomagno, el Sacro Imperio Romano Germánico, etc.), consideradas “translaciones” de la forma romana originaria.

En cambio, el núcleo simbólico a que aspiran los EE.UU. gira sobre la idea de “nación santa”, electa. Su universalismo resulta un etnocentrismo conquistador. Encarna, sobre fundamentos de la Biblia, no del jus, como el caso romano-, un nacionalismo global en el que una sola nación –los EE,UU,- es la que cuenta, y es la que aparece como la única forma de sociedad aceptable, destinada expandirse a escala mundial, como exportación de su forma peculiar de democracia.

En cuanto a la lectura fundamentalista del Islam, el curso de los enfrentamientos que han tenido por escenario el Líbano parecen mostrar la prevalencia del registro chiíta, en su versión iraní, intensamente apocalíptica: el séptimo o el duodécimo imán, según las versiones existentes, que hasta el momento permanece oculto, regresará como el Mahdí[41] para dominar el mundo y ponerlo bajo el Islam. Ello no implica desconocer la existencia de otras versiones de dicho fundamentalismo. Por ejemplo, el salafismo[42], surgido de la rama sunnita, que se expresa a través de la Hermandad Musulmana con centro en Egipto, que plantea la lucha armada –uno de cuyos actos fue el asesinato de Anuar El Sadat- para alcanzar una comunidad planetaria monolítica regida por el Islam. O el wahabismo, que nutre a la monarquía saudí, con rigidez puritana y afirmaciones no muy disímiles a las de los salafitas, aunque no lleguen a plantear la lucha armada. Ni fin, sin que esta enumeración agote el elenco, el alqaidismo, relacionado en su origen con el discurso wahabí, que propugna también un califato planetario, y en cuyas afirmaciones dogmáticas puede rastrearse una confusa amalgama de apelaciones ya sunnitas, ya chiítas. Todos ellos plantean la jihad, en su acepción de “guerra santa” y no de lucha interior, contra el Gran Enemigo, que es Israel, el Gran Satán norteamericano que la secunda y los “cruzados”, esto es, el resto europeo y occidental. Desde luego que sería injusto reducir la riqueza conceptual y religiosa del mundo islámico a estas manifestaciones simplificadoras, pero ellas resultan las que se perciben más notoriamente desde Occidente y las que resaltan en los media del mundo islámico.

El rasgo saliente de este fundamentalismo es la utilización de las “bombas humanas” y su justificación teológica. Por cierto, allí se ha encontrado un arma notoriamente “asimétrica”. “Un ejército dispuesto a morir por obedecer a Dios es invencible”, dice Joseph de Maistre, repitiendo una frase de Voltaire[43]. El buen marqués quizás no se hubiese sorprendido demasiado de que su cita habría de servir, dos siglos después, para señalar una subversión de la idea de martirio. “Mártir” proviene de una palabra griega que significa testigo. En el Antiguo Testamento no hay referencias a mártires, aunque el judaísmo conozca al que se santifica por no renegar del nombre del Altísimo[44]. En el Nuevo Testamento, la palabra se utiliza como sinónimo de testigo[45] y, en algún pasaje[46], en alusión a quien ha perdido la vida por su fe. En el Islam, el mártir -shahid- es también el testigo, teniendo esa calidad, por ejemplo, quien halla la muerte combatiendo en la guerra santa contra el infiel. En todos los casos, mártir es el que da testimonio ofrendando su vida por su fe. Lo mismo en otras tradiciones religiosas. Así, por ejemplo, en 1963, el monje budista Quang Duc, luego de rociarse con nafta se prendió fuego en una plaza de Saigon, como protesta por la persecución de que su culto era objeto por el gobierno vietnamita de entonces. No inmola a otros, sino que se inmola a sí mismo en defensa de su fe, y merece a pleno título la denominación de mártir, como los monjes que a partir de allí siguieron su ejemplo[47] En cuanto al kamikaze japonés, con el que se ha comparado al terrorista suicida, se trata de un soldado que, por lealtad al Emperador, sacrifica su vida sobre un objetivo militar enemigo: no un mártir, sino alguien fiel a su código de honor.

El suicida que se convierte en bomba humana, procurando al saltar por los aires llevarse consigo el mayor número de víctimas, preferentemente civiles e inocentes, no es un mártir sino el producto de un desquiciamiento teológico. La perversión de la voluntad por medio de la cual se producen terroristas suicidas no tiene ninguna relación con el sacrificio, que es volver sagrado un acto[48] con una finalidad de salvación para sí y los otros. Los textos coránicos tampoco lo autorizan ni promueven, y así han sido dictadas en el mundo islámico diversas fataua[49] que lo condenan. Junto a ellas, muchas otras, especialmente en el área chiíta iraní, la proclaman como la más alta nota del sacrificio[50].


De un lado, pues, tenemos un Israel que no duda acerca de la exclusividad de su alianza con Yavé y reivindica el derecho a redondear la tierra prometida, finalidad de su organización política, que se sirve para ello de la Tsahal, rodeada, hasta hace poco, de un aura de invencibilidad. El lobby proisraelí norteamericano hace cabalgar al costado la caballería de la república imperial, comandada por un núcleo religioso básicamente evangelista, que espera la venida del Mesías, la batalla final y el reino milenario que ha de sucederle, una teocracia con sede en Jerusalén. Del otro lado tenemos una predominancia del milenarismo chiíta de impronta iraní, que espera al imán oculto que vendrá como Mahdi para hacer del planeta entero Dar al- Islam, la casa del Islam, previa rebelión de la media luna que corre del Afganistán hasta Beirut, pasando por Damasco. Todo ello en una atmósfera enrarecida, donde los israelíes y las comunidades judías esparcidas por el mundo, formadas en una pedagogía del asedio constante, entrevén con temor la eventual vulnerabilidad de su ejército. Hizbalá, los iraníes y las masas islámicas en general, cansadas de la humillación y la derrota, advierten, por su parte, la probabilidad de un desquite histórico y que un eje Teherán-Damasco-Irak chiíta pueda realmente afrontar al eje Jerusalén- Washington. Correlativos ejes del bien y del mal, que se cruzan recíprocamente anatemas y condenaciones sin fronteras. No hay neutrales: quien lo pretenda ser llevará puesta al hierro candente la marca de antisemita y terrorista, o de siervo del Gran Satán. Están frente a frente, como resume certeramente Denes Martos[51], el pueblo de Dios y el partido de Dios, Yavé vs. Allah. Y tiene razón este autor cuando afirma que, en estos términos, no hay composición posible del conflicto, que nos arrastra a todos en un patético empuje hacia los extremos. La cuestión, claro está, no consiste en examinar la teología judía y evangelista o islámica en sus distintas variantes. Lo terrible es su absolutización imaginaria y su reducción simplista aplicada en bruto a los acontecimientos. Se destruye así la autonomía de lo político y se colma de execraciones y maldiciones, de “prodigios feroces y júbilos atroces”, el único campo en que la cuestión, con las limitaciones y relatividad de la obra humana, podría encauzarse y lograr avenimientos. Mientras tanto, lamentablemente, lo más probable es que pronto se reinicie el tam-tam de los tambores de guerra y que ambos ejes recíprocos del Bien y del Mal continúen luchando hasta el último libanés...




[1] ) Fedayin equivale, en árabe, al “que se sacrifica”, combatiendo por una causa justa. La palabra no tiene connotación religiosa y corresponde al carácter “laico” –en el sentido limitado que puede aplicarse a esta expresión en el mundo islámico- de la OLP. El miliciano que combate por la fe islámica es llamado, en cambio, muyaidín.
[2] ) Fueron desprendimientos de grupos extremos que integraban la Haganá, la milicia de los asentamientos judíos.
[3] ) La Falange –Kataeb- fue creada en 1936 por la familia Gemayel, inspirándose en gran parte en la Falange Española fundada por José Antonio Primo de Rivera.
[4] ) El río Litani, que baja de las montañas y desemboca en el Mediterráneo cerca de Tiro, cobra una gran importancia en atención a la falta de recursos hídricos de la región. Ben Gurion, en los tiempos fundadores, pretendía que la frontera de Israel con el Líbano corriera al norte del citado río, para aprovechar sus aguas.
[5] ) Tsahal es una sigla correspondiente a las palabras que pueden traducirse del hebreo como “fuerza de autodefensa israelí ”. En el lenguaje político, es habitual y muy antiguo calificar al ejército propio de “autodefensivo” y de “ofensivos” a todos los demás. La “h” de la sigla corresponde a la palabra hebrea haganá, que equivale a “defensa”. Haganá fue el nombre de la milicia judía alistada desde 1935 en los asentamientos en Palestina. Al crearse en 1948 el Estado de Israel, pasó a ser llamada , Tsahal.
[6] ) Israel no se retira de un sector llamado de las granjas de Cheba, reivindicado por el Líbano. Hizbalá ha encontrado allí la justificación para no replegarse luego de la Resolución 1559 d ela ONU.
[7] ) De acuerdo con la constitución libanesa, el presidente debía ser cristiano, el primer ministro sunita y el presidente del Senado de confesión chiíta.
[8] ) Sobre la relevancia actual del lobby pro-israelí en los EE,UU., y su “relación carnal” con el evangelismo cristiano, resulta recomendable la lectura del trabajo de John Mearsheimer, profesor emérito de ciencia política de la Universidad de Chicago, y Stepehn Walt, profesor emérito de relaciones internacionales en la Kennedy School of Government de Harvard , titulado “The Israel Lobby”, London Review of Books, vol 28, nº 6, 23/3/06. Versión castellana en www.laeditorialvirtual.com.ar
[9] ) Chiita, chiísmo: De shi’a, la secta: denominación, con cierta carga despectiva, que se da a una rama menor del Islam. La mayoritaria es llamada sunnita, de sunna, costumbre. Para los chiitas el primer califa debió ser Alí, primo del profeta Muhammad (Mahoma) y casado con su hija Fátima. En su lugar, asumió el primer califato Abú Bakr, con una de cuyas hijas se casó Muhammad. El mártir por antonomasia del chiísmo es Husayn, hijo de Fátima y Alí, el tercer imán chiita, muerto en la batalla de Kerbala (680) librada contra el califa omeya Yazid. El chiísmo desarrolla una teología de fuerte orientación apocalíptica, a la espera del Mahdi, que regresará para vigorizar el Islam y dominar el mundo, convirtiéndolo definitivamente en la casa de los creyentes..

[10] ) La guerrilla nace en España a partir de los levantamientos populares contra la ocupación francesa por parte de las tropas de Napoleón Bonaparte, a principios del siglo XIX. Allí fue, como dice Schmitt, práctica sin teoría. En Prusia, al mismo tiempo, Karl von Clausewitz (1780-1831), en un memorándum dirigido al rey Federico Guillermo III expuso, por primera vez, la teoría de este nuevo tipo de guerra. El guerrillero partisano invoca la defensa de un territorio que, por otra parte, conoce a la perfección, practica acciones de desgaste para fatigar y desmoralizar al ejército regular enemigo y debe gozar, para su éxito, del apoyo de un sector amplio de la población. Los “focos” guevaristas en la selva boliviana o en el monte tucumano, por ejemplo, no contaron con este apoyo ni su causa fue considerada legítima por el grueso de los pobladores alcanzados por su acción y la opinión pública en general. Ver Carl Schmitt, “Teoría del Partisano” (texto en www.laeditorialvirtual.com.ar) y “Clausewitz como Pensador Político”, ed. Struhart y Cía., s/f, con introducción del autor. Esta guerrilla partisana puede combinarse o no con acciones terroristas o de “guerrilla urbana”, según el término puesto en circulación por Carlos Marighella a fines de los 60 del siglo pasado.
[11] ) Aunque la asimetría relativa de la fuerzas enfrentadas correspondería medirla más en términos de vulnerabilidad que de potencia, como surge de los acontecimientos transcurridos entre la invasión y el cese del fuego. .
[12] ) Ver “Yihad: cómo se financia el terrorismo en la nueva economía”, Loretta Napoleón, Urano, Barcelona, 2004
[13] ) Que las antiguas leyendas situaban muriendo y renovándose a sí mismo en las arenas de Arabia.
[14] ) Como afirma Gérard Chaliand (“L’Arme du Terrorisnme”,ed. Louis Audibert, Paris, 2002), en el caso del terrorismo global y sin asiento territorial de al-Qaida se ha producido un fenómeno semejante al del foquismo guevarista de los 60: las masas llamadas a encolumnarse detrás del movimiento apenas han respondido.
[15] ) Jaime Balmes, “El Criterio” (1845). Juan Domingo Perón, passim.
[16] ) “Ensayos de Teoría Política”, EUNSA, Pamplona. 1979, p. 57 y sgs.
[17] ) Las Leyes, Lº II, cap. II
[18] ) “Pagano”era el habitante del campo, del pagus. Subsiste en la palabra “paisano” y en el “pago”, la patria chica. Nunca hubo una religión “pagana” ni nadie que siguiera los antiguos cultos se llamó a sí mismo “pagano”. En este sentido, la expresión nace en los polemistas cristianos, con una connotación peyorativa. En cuanto a “politeísmo”, es también una expresión polémica introducida por los no politeístas para combatir el politeísmo –parece que el primero en usarla fue Filón de Alejandría en el s. I- y ningún “politeísta” se ha llamado a sí mismo de semejante modo. En el Antiguo Testamento no se duda de la existencia de otros dioses y la función de los profetas es burlarse de ellos y desafiarlos a disputar el poder de Yavé. Este último no es el Uno, sino, más bien, una divinidad que ha triunfado sobre las otras.
[19] ) Así el Zeus griego puede asimilarse al Júpiter latino, y Yavé al mismo Júpiter o a Saturno.
[20] ) ver Danilo Zolo, “Una Guerra Globale Monoteistica”, en “Transgressioni”, nº 42, Florencia, enero-abril 2006, p. 17 y sgs..
[21] ) Cuando Josué va a tomar Jericó, anuncia a su pueblo: “Yavé os entrega la ciudad. La ciudad será dada a Yavé en anatema con todo cuanto hay en ella (...) Apoderáronse de la ciudad, dieron al anatema cuanto en ella había, y al filo de la espada a hombres y mujeres, niños y viejos, bueyes, ovejas y asnos” (Jos. 6, 17-22). Si los jefes o el pueblo quedaran para sí con algo de lo dado en anatema, es decir, no lo destruyeran, deberían ser castigados. Así le ocurrió a Saúl, porque, después de pasar por el filo de la espada a todos los amalecitas, a pedido de su tropa, dejó con vida al rey Agag y, sacrificando sólo el ganado malo, se quedó con las mejores ovejas, corderos y bueyes (Samuel 15, 1-35). En el Nuevo Testamento, el anatema consistirá en la exclusión de la comunidad o excomunión (Gal. 1,8). La expresión “guerra santa” aparece en el Antiguo Testamento sólo una vez, en Joel 4,9..
[22] ) Carl Schmitt, “El Nomos de la Tierra”, ed. Struhart, introducción del autor, Bs. As., 2005, p.109
[23] ) Según la Convención de Londres del 8 de agosto de 1945, que estableció el Tribunal de Nuremberg, es un delito “contra la paz y la humanidad” la “sola preparación de una guerra total”. Aplicándola literalmente, ningún gobernante de las grandes potencias de la posguerra, que formaron inmensos arsenales de medios de destrucción masiva, quedaría libre de persecución penal. No deja de ser relevante que la bomba atómica sobre Nagasaki fue arrojada el 9 de agosto de 1945, esto es, un día después de definir los crímenes de guerra y contra la humanidad, en que la acción descripta quedaba claramente atrapada.
[24] ) Basta que uno de ellos vote en contra para que una propuesta sea rechazada.
[25] ) Los bombardeos aéreos de Coventry, Hamburgo, Dresde, Hiroshima, Nagasaki, en la Segunda Guerra Mundial, fueron jalones decisivos en esta estrategia, de todos los bandos, de apuntar a la moral del civil antes que a la del soldado enemigo.
[26] ) Para no incurrir en chismografía, me abstengo de referirme a los negocios de Kojo Anam, el hijo de Kofi, que cobraba los cheques de Oil for Food cuando el programa ya se había terminado y los invertía, p. ej., en autos de lujo...
[27] ) Ver Danilo Zolo, “La giustizia dei vincitori –De Norimberga a Bagdad”, Laterza, Roma, 2006.
[28] ) Ver Giogio Agambeni,, “Estado de Excepción –Homo Sacer, II, I”,Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2004.
[29] ) Título de un libro del norteamericano Benjamin Barber, publicado a principios de los años 90, donde se condensa el conflicto global como el librado entre el nuevo McWorld, expresado por las comidas rápidas (McDonald), la música vertiginosa (MTV) y las computadoras veloces (Mcintosh), de una parte, y el viejo mundo tribal de la Jihad, por otra.
[30] ) El vocablo hebreo es mediná. Medinat Israel es la trasliteración del nombre oficial del Estado de Israel. Madiná es la voz que utilizarpon los traductores árabes para verter polis, denotando ya la dificultad que apuntábamos. Ver Lázaro Schallman, “Diccionario de Hebraísmos y Voces Afines”, ed. Israel, Bs. As., 1952 y Bernard Lewis, “Le Langage Politique de l’Islam”, Gallimard, Paris, 1988.
[31] ) Goy, en hebreo, es “pueblo” y, también, “no judío”. Ver Lázaro Schallman (1952), voz “goy”.
[32] ) Ver Luis María Bandieri, “Siete Reflexiones sobre el 7J”
[33] ) Ver artículo cit. en la nota anterior
[34] ) Un sinónimo, hoy abandonado, muy en boga en los años 60 del siglo pasado, fue “integrismo”, expresión por la cual se alude a quienes quieren mantener la inalterabilidad de una doctrina.
[35] ) Harold Bloom, “La religion en los EE.UU –El Surgimiento de una Nación Poscristiana””, Fondo de Cultura Económica, México, 1994,
[36] ) Una reminiscencia del alemán Abendland=occidente=tierra del crepúsculo.
[37] ) Ezequiel, 37, 21/22.
[38] ) “Espera de Dios”, ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1954, p. 167 y “Pensamientos Desordenados Acerca del Amor a Dios”, ed. Sudamericana, 1964, p. 39.
[39] ) En su origen, el sionismo carece de ese subsuelo teológico. Incluso encuentra la oposición de los creyentes ortodoxos, que advertían allí una especie de suplencia profana de la tarea propia del Mesías por venir, y rechazaban toda idea de capturar la tierra prometida por la fuerza. Jacob Israel de Haan, poeta y jurista ultraortodoxo de origen holandés, opuesto al sionismo, habrá de morir en 1924 a mano de la Haganá, en lo que se considera el primer asesinato político en la región.
[40] ) Arthur Koestler, “En Busca de la Utopía”, Kairós, Barcelona, 1983, p. 377.
[41] ) “El guiado”, nombre del mesías islámico-
[42] ) Salaf, en árabe, es “lo antiguo”, el mensaje primigenio del Profeta y de los tres califas sucesores, que, con el Corán y la Sunna -“la costumbre”- constituyen las únicas referencias válidas del buen musulmán.
[43] ) En “LasVeladas de San Petersburgo”, velada VII, “Oeuvres Completes de Joseph de Maistre”, Lyon, Livrerie Genérale Catholique et Classique, 1892, tº V, p. 15. La frase de Voltaire se encuentra en su “Histoire de Louis XV”, tº I, cap. 18
[44] ) Es el kidush hashem, de kidush, santificación y Shem, nombre y, por extensión, nombre inefable de Yavé.
[45] ) Por ejemplo, Hechos, 1,8 y 20.
[46] ) Apocalipsis, 17,6
[47] ) En 1969, el estudiante checo Jan Palach, de veintiún años, se inmoló del mismo modo en la plaza de San Wenceslao, en Praga, como protesta ante la invasión soviética a su país.
[48] ) Así lo explica su etimología, del latín sacrum facere.
[49] ) Fataua es el plural de fatua, o respuesta dada por persona autorizada del islam (un mufti) a consulta de un fiel, con fuerza obligatoria para el consultante. Aunque se han dictado fataua donde se declara que no es un shahid, un mártir, el terrorista suicida, se carece hasta ahora de pronunciamientos de centros destacados de la fiqh, o jurisprudencia islámica, como, por ejemplo, la Universidad de al-Azhar, de El Cairo, para zanjar la cuestión. por un argumento de autoridad.
[50] ) (Fuente: MEMRI-The Middle East Media Research Institute- com. 1276, 1/09/06)En su edición del 18 de agosto, 2006, el semanario egipcio Roz Al-Yusuf destacó un artículo investigativo de Mirfat Al-Hakim titulado "Los Milicias de Niños del Hizbullah". El artículo revela que el Hizbullah ha reclutado a más de 2,000 niños de edades entre 10-15 años para servir en las milicias armadas, y que la organización juvenil de Exploradores Mahdi afiliada al Hizbullah los está entrenando para convertirse en mártires. [1]
Extractos del artículo:
Hizbullah recluta a niños de apenas 10 años de edad
Según Roz Al-Yusuf, "El Hizbullah ha reclutado a más de 2,000 niños inocentes de edades entre 10-15 años para formar milicias armadas. Antes de la reciente guerra con Israel, estos niños aparecían sólo en las celebraciones anuales del Día de Jerusalén, y se les refería como las 'Unidades del 14 de Diciembre', pero hoy son llamados istishhadiyun ['mártires']..."
"Hizbullah ha habitualmente reclutado a jóvenes y niños y los han entrenado para combatir desde una edad muy temprana. Éstos son apenas niños de 10 años, quiénes llevan uniformes de camuflaje, cubren sus caras con pintura de [camuflaje] negra, juran emprender el jihad, y unirse a [la organización juvenil] de los Exploradores Mahdi...
"Los niños son seleccionados por los [funcionarios] de reclutamiento del Hizbullah basados en un sólo criterio: Deben poseer la voluntad de convertirse en mártires".
Los niños entrenan para convertirse en mártires
"Los niños son educados desde una edad temprana para convertirse en mártires en su juventud, al igual que sus padres, y su entrenamiento es llevado a cabo por la organización juvenil Exploradores Mahdi... [Esta organización], la cual está asociada al Hizbullah les enseña a los niños los principios básicos de la ideología chi'ita y de la ideología del Hizbullah... La primera lección que el Hizbullah le enseña a los niños es 'La Desaparición de Israel', y siempre es una parte importante del [entrenamiento] del programa...
"La organización Exploradores Mahdi fue fundada en el Líbano el 5 de mayo de 1985... Según el portal de la organización, el número de [exploradores] quiénes había pasado el entrenamiento a finales del 2004 eran de 1,491, y el número de grupos exploradores que se habían unido a [la organización] era de 449, con un número de miembros de 41,960. Según la organización las recientes estadísticas, desde el 2004, 120 de sus miembros han estado listos para convertirse en mártires.
"La meta de la organización es entrenar a una generación ejemplar de musulmanes basada en el [el principio del] 'mandato del jurisprudente' [un principio fundador de la Revolución Islámica en Irán], y de prepararse para la llegada del Imán Mahdi [el Mesías chi'ita]. Sus miembros, incluyendo a los niños, emprenden el obedecer a sus comandantes, para traer el honor a la nación [musulmana], y prepararse a si mismos para ayudar al Mahdi [cuando llegue]".
"Una nación con niños mártires será victoriosa"
Según el artículo, Na'im Qasim, diputado al Secretario General del Hizbullah Hassan Nasrallah, dicho en una entrevista en Radio Canadá, "Una nación con niños mártires será victoriosa, no importa qué dificultades quedan en su camino. Israel no puede conquistarnos o violar nuestros territorios, porque tenemos hijos mártires que purgarán la tierra de la suciedad sionista... Esto se hará a través de la sangre de los mártires, hasta que eventualmente logremos nuestras metas".

[1] Roz Al-Yusuf (Egipto), 18 de agosto

[51] ) Denes Martos “Jehová vs. Allah”, en www.laedirtorialvirtual.com.ar