lunes, marzo 26, 2018

¿EL EMBRIÓN ES PERSONA?


 
 
 

 
 
 
 
Un organismo vivo es aquel que nace, crece, se reproduce y muere.  El fenómeno de la  vida distingue los reinos animal y vegetal de los demás elementos naturales. Vida humana es la que arranca en el momento del sintagma, cuando el gameto femenino es fecundado por el gameto masculino. En esa célula originaria, el huevo o cigoto, ya se han cruzado la información genética del padre con la  de la madre, dando lugar a un genoma único e irrepetible. El cigoto no es una preforma, un antes al que sigue un distinto después, ya que no existe ninguna transformación esencial por la cual el embrión o el feto se convierta en algo que no fue desde el momento de su concepción, salvo factores externos o un proceso patológico. Se es ser humano desde la concepción hasta la muerte. 

Hasta aquí, el dato biológico. Ahora bien, ¿ese embrión es persona? Aclaremos: el ser humano es el individuo de la especie: concepto atemporal de base biológica. En cambio, “persona” es un concepto no atemporal, con una historia sobreañadida al concepto de ser humano. Sabemos que “persona” se origina en la máscara del actor (per-sonare: resonar la voz en la actuación), en acepción extendida luego del objeto al actor que la portaba y al rol por él desempeñado, al  “personaje”.  De allí pasa al jus, que Gayo dividió según se refiriera a las personas, cosas o acciones. Originariamente, en derecho se usaba la expresión caput, relativa a la capacidad, que más tarde se convierte en atributo de las personas.  Siendo el derecho una disciplina relacional, la noción de persona en consecuencia lo es (no puede concebirse la persona sin relacionarla con otra, mientras que el ser humano puede ser considerado, en algunas situaciones, robisonianamente aislado). Persona, jurídicamente hablando, es todo ente capaz de adquirir derechos y contraer obligaciones. Al nascituro, esto es, el  concebido, se le reconocían ya en el jus clásico derechos para todos los efectos que le fueran favorables, entendido como favorable todo aquello que comportase una adquisición, como por ejemplo la institución de heredero   o la designación de un tutor, a condición de luego naciese con vida. Esta noción jurídica, depurada en el curso del tiempo, y tomando en cuenta el dato natural arriba apuntado,  dará lugar a las definiciones legales del comienzo de la existencia  de las personas al momento de la concepción, como asentó Vélez Sarsfield  al redactar el Código Civil, y repite el actual.                

La teología cristiana (siglos IV-V)  toma la noción de “persona” para expresar conceptualmente el misterio de la Trinidad, y de allí las versiones del griego al latín (prósopon y persona, hypostasis  y sustantia, ousia y esentia) en cuyo tránsito se va gestando la grieta entre la rama católica y la ortodoxa, aparece la definición de persona de Boecio (“sustancia individual de naturaleza racional”) y la expresión pasa al lenguaje filosófico y común. Pero el primer desarrollo del concepto es jurídico y en esa esfera permanece y se desenvuelve (por ejemplo, con las personas jurídicas).  “Homo plures personas sustinet” es un brocardo jurídico, ya que la persona, jurídicamente considerada como sujeto de derecho, puede actuar  en diversas cualidades, y se trata de establecer en cuál de ellas está obrando.   En nuestro tiempo,  por un lado, se pretende negar la personalidad jurídica del embrión, del feto, del comatoso profundo, etc.; por otro, se intenta extender la noción de sujeto de “derechos” (esto es, pura subjetividad sin obligaciones) a los animales no humanos (grandes simios, p. ej. según Peter Singer et. al.)  y a la misma Naturaleza  (deep ecology, constitución del Ecuador, Pachamama, etc.)  en una extensión tal que la misma noción jurídica de persona se diluiría, volviéndose biodegradable. Desde el animalismo o “antiespecieísmo” se llega a sostener que la noción de “persona” debe desaparecer, sustituida por la de “ser humano”, “ser vivo”, “ser animado”. “Ser humano” y “persona” no son la misma cosa, aunque tendamos, y tendamos bien, a identificarlos en el sentido de considerar a todo ser humano, también como persona. Los esclavos no eran personas, en tanto sujetos de derecho, res mancipi,  aunque para Gayo la summa divisio de las personas era entre seres libres y esclavos. Los embriones, para mucho opinólogo actual, no son personas; los fetos no son personas; los comatosos profundos no son personas, etc. 

Bien está que el concepto de persona se debata hoy en las esferas  moral, filosófica y teológica. Me permito recordar, como jurista, el plano más rudimental y antiguo, pero no menos eficaz, del desarrollo jurídico de esta noción fundamental. En cuya virtud, zoé, el horizonte de necesidad que une al hombre a las exigencias de la supervivencia, poder de autoconservación y actitud de resistencia ante la muerte puede elevarse a bíos, la vida que tiene forma, que es específicamente humana y que tiene en la polis su campo propicio de realización.

 

domingo, marzo 25, 2018

"LA MUJER ES DUEÑA DE SU CUERPO"


“LA MUJER ES DUEÑA DE SU CUERPO”




El Club Político –cenáculo de intelectuales y algunos  no tanto, próximos al gobierno- pontificó que no corresponde al Estado coartar el derecho de cada mujer a la libre elección en una cuestión que pone en juego su propio cuerpo y atañe exclusivamente al ámbito de su intimidad. La frase condensa un idiotismo que llevo oído infinidad de  veces. Hasta los escalones ínfimos de los amasadores de opinión toman esta prepizza conceptual y la hornean  para el gran público consumidor.  Integra la “videología” rudimental  que matraquean los media. Que ahora se multiplica hasta el agobio ante  el planteo en el Congreso  de la despenalización del aborto, volviéndose  la comidilla de todo el que habla o escribe desde o sobre cualquier soporte.  La mujer –según este artículo de fe mediático-  es dueña y señora de su propio cuerpo, disponiendo de él  con  jus utendi et abutendi. Puede, por lo tanto, “interrumpir su embarazo”, es decir, abortar, como propietaria de esa vida que lleva en su seno y que no sería otra cosa que una extensión de su dominio corporal.   

Desde muy atrás, en la cultura que llamamos occidental, el aborto provocado, esto es, la muerte del feto, fue objeto de sanción penal, con diversos matices respecto a cuándo considerar el punto de partida de la animación del nascituro, de acuerdo con el  nivel de los conocimientos biológicos en cada tiempo alcanzados. En otras palabras, la muerte del otro en el estado fetal se consideraba  vulneración del bien primario de la integridad de la vida; un mal, en suma.  La diferencia con nuestros tiempos, es que ahora el aborto provocado se considera un bien deseable y, de acuerdo con la presente “revolución del deseo”, un derecho fundamental. Invocable, justamente, a partir del  señorío absoluto sobre su propio cuerpo atribuido a la mujer: aborto legal, seguro y gratuito fue una de las proclamas de la marcha del 8M.

A poco que se examine aquella consigna, se revela su carencia de fundamentos. Cuestión previa: la afirmación, ¿podría comprender también implícitamente al macho de la especie, es decir el varón, que resultaría así, por accesión, enseñoreado de su devaluada  corporalidad?   La pregunta ni siquiera se plantea: asumamos que al hablar de la propiedad del propio cuerpo  nos referimos exclusivamente de  la mujer. Vamos, pues, al grano.

En puridad, no somos dueños de nuestro propio cuerpo. La propiedad es una noción relacional, como todo lo concerniente a la esfera jurídica, entre un sujeto y un bien cuyo dominio se dispone. No puede haber identidad entre sujeto propietario y bien propio de aquél; entre dominium y dominus. En el caso de la propiedad del propio cuerpo, ¿quién ejerce el dominio sobre éste? La única manera de romper la identidad entre ambos términos sería adoptar un dualismo animista extremo. Una entidad extracorpórea, la “mente”,  el “alma” o  el “yo”, serían titulares del cuerpo, que tendría el lugar de un instrumento apropiado por  aquélla. Este dualismo va más allá que la distinción del viejo Descartes entre res extensa (cuerpo) y res cogitans (espíritu), porque allí se planteaba un paralelismo, mientras que ahora se supone una supremacía de éste sobre aquél. Wittgenstein afirmaba que la dualidad mente-cuerpo es un error conceptual; según él, “el cuerpo humano es el mejor retrato del alma humana”.  Y el alma, si hemos de  atenernos a lo que dijeron Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, es la forma sustancial del cuerpo,  no una sustancia por si sola subsistente y que por sí sola  obra sobre la sustancia corporal. No he visto en la argumentación animista que dice que la mujer, el “yo” de la mujer, es dueña de su cuerpo una respuesta a estos planteos.  Terry Eagleton, que no es precisamente un pro life frecuentador de sacristías, dice:  “la creencia de que el cuerpo de cada uno es nuestra propiedad privada de la que podemos deshacernos a nuestro antojo”, no es argumento invocable a favor del aborto.

La jurisprudencia  se ha sumido no pocas veces  en este infausto error del señorío sobre el propio cuerpo, invocado a modo de fundamento.  En  el fanoso “Roe vs. Wade” (1973), la Corte Suprema de los EE.UU. estableció  que una ley –como la Texas en ese caso en examen- que considerase delito el aborto, con la sola excepción de que estuviese en peligro la vida de la madre, quedaba fulminada de inconstitucionalidad porque invadía el derecho a la privacidad  de la madre, y por consiguiente  su libre elección en cuanto a la continuidad del embarazo, resultante de la 14ª enmienda de la constitución norteamericana.

Nuestra Corte ha incurrido en el mismo dislate, invocando el art. 19 de nuestra constitución. Así, en “Bahamondez” (1993), se afirmó:

"Cuando el art. 19 de la Constitución Nacional dice que "las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados", concede a todos los hombres una prerrogativa según la cual pueden disponer de sus actos, de su obrar, de su propio cuerpo, de su propia vida, de cuanto les es propio". La conclusión de “Bahamondez” –reconocimiento de la objeción de conciencia de base religiosa a la transfusión sanguínea- puede aceptarse, pero el obiter dictum abría el paso a  pronunciamientos semejantes a los del Supremo norteamericano.

Y remachó en “Albarracini” (2012), también referido a la objeción de conciencia:

“En el caso, se trata del señorío sobre su propio cuerpo y, en consecuencia, un bien reconocido como de su pertenencia, garantizado por la declaración que contiene el art. 19 de la CN”

El 13 de marzo de 2012, la Corte Suprema de Justicia expidió el fallo en el “F.A.L. s/medida autosatisfactiva”.  Se trataba del planteo de la madre de una adolescente de quince años, en Chubut,  que solicitaba se practicara un aborto a su hija, presuntamente violada.  Lo hizo a través de una “medida autosatisfactiva”. Una medida autosatisfactiva  es el requerimiento de una respuesta judicial urgente a una situación que reclama una expedita intervención del órgano jurisdiccional.  Se trata de un proceso  autónomo que se agota con su despacho favorable por el tribunal, con una satisfacción definitiva de la pretensión deducida, dictada casi siempre inaudita et altera pars, es decir, sin intervención de la parte contraía afectada. Resulta el instrumento, de dudoso óleo constitucional, preferido de los jueces activistas, proclive a la arbitrariedad y que se lleva puesta, en la mayoría de los casos, tanto la inviolabilidad de la defensa en juicio como la certeza jurídica. La medida solicitada por la madre de la menor fue rechazada en primera y segunda instancia en Chubut, pero el Superior Tribunal de Justicia provincial revocó los anteriores pronunciamientos y admitió lo solicitado por aquélla. Ello llevó a que se practicara el aborto en el Hospital Zonal de Trelew. Mientras tanto, el Asesor General de la provincia, como tutor ad litem de menores e incapaces había deducido un recurso extraordinario para ante la Corte Suprema de Justicia federal, que fue concedido cuando ya la práctica abortiva había sido consumada. La argumentación del asesor se fundaba en que la decisión del Supremo chubutense no había tenido en cuenta el  conjunto de normas constitucionales y de convenciones internacionales con jerarquía  constitucional por las cuales el país está obligado a proteger la vida desde la concepción.

Cuando el   asunto llegó a la Corte, pues, no había propiamente caso, ya el aborto ya había sido practicado. Sin embargo el tribunal, que como todo supremo gusta de las sentencias oraculares, desde donde organizar el mundo como en  la cima de un metafórico Olimpo o Sinaí, se pronunció “sin utilidad para el caso…con la finalidad de que el criterio del tribunal sea expresado y conocido para la solución de casos análogos que puedan presentarse en el futuro”.   Decidió, entonces, en primer lugar, que la interpretación del art. 86, inc. 2º del código penal debía ser en el sentido disyuntivo[i]. Por lo tanto, estableció, una intervención como la solicitada no estaba supeditada a ninguna autorización judicial previa.  La pregunta pendiente era, para el establecimiento y el médico interviniente: ¿cuándo debía considerarse que medió una violación y, por lo tanto, la práctica abortiva quedaría impune? Toda demora en esta consideración, a juicio de nuestro máximo tribunal, podría configurar “un acto de violencia institucional”. Por lo tanto, basta la mera invocación que la mujer o su representante efectúe ante el profesional tratante, “declaración jurada mediante, que aquel ilícito es la causa de su embarazo”.  Y aquí los jueces oraculares exhortan a las autoridades nacionales y provinciales “a implementar y hacer operativos, mediante normas del más alto nivel, protocolos hospìtalarios para la concreta atención de los abortos no punibles”.  De allí surgieron, en diversas jurisdicciones, como la CABA, por ejemplo, estos protocolos, según los cuales basta la invocación de que el embarazo proviene de una violación, efectuada por representante legal hasta los dieciséis años y a partir de allí por la presunta víctima (“a partir de los 16 años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo”, CCyC, art. 26, in fine) para que la práctica sea efectuada.

Este es el marco legal con el que se llega a los debates en el Congreso. No se trata de fijar los alcances de la exención de pena en el aborto considerado como un delito, sino más bien establecer la legalidad del aborto como método anticonceptivo, en función del deseo personal de la mujer, ser autosuficiente y autónomo, dueña de su propio cuerpo, incluidas las extensiones producto de un embarazo. Los tres primeros artículos  del principal proyecto en danza dicen:

 Artículo 1°: En ejercicio del derecho humano a la salud, toda mujer tiene derecho a decidir voluntariamente la interrupción de su embarazo durante las primeras catorce semanas del proceso gestacional.

Artículo 2º: Toda mujer tiene derecho a acceder a la realización de la práctica del aborto en los servicios del sistema de salud, en un plazo máximo de 5 (cinco) días desde su requerimiento y en las condiciones que determina la presente ley, la ley Nº 26.529 y concordantes.

Artículo 3º: Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo primero, y más allá del plazo establecido, toda mujer tiene derecho a interrumpir su embarazo en los siguientes casos:

 

1. Si el embarazo fuera producto de una violación, con el sólo requerimiento y la declaración jurada de la persona ante el profesional de salud interviniente.

2. Si estuviera en riesgo la vida o la salud física, psíquica o social de la mujer, considerada en los términos de salud integral como derecho humano.

3. Si existieren malformaciones fetales graves.

El señorío sobre el propio cuerpo supone que uno ha creado su propio cuerpo. Pero nuestro genoma particular y nuestra propia carne derivan de otros. La mujer requiere el concurso del varón. La fecundación, sea corpórea o extracorpórea, requiere dos gametos (masculino y femenino) del que resulta un nuevo y particular genoma de la especie derivado de ambos progenitores, eslabón previo de la larga cadena de antecedentes que desembocan en el nuevo ser humano, todo ello en el contexto de de una familia, de una sociedad  y, en términos más amplios, de la continuidad de la especie. Es tan obvio que el ser humano en gestación a partir de la fecundación del óvulo por el espermatozoide no resulta extensión del cuerpo de la mujer, que  el embrión obtenido en fecundación extracorpórea puede ser implantado en el útero de una portadora, siendo objeto de un contrato en toda regla donde se establecen los derechos y obligaciones de las partes, “progenitores” y portadora del individuo en desarrollo, con su genoma particular e irrepetible.      

El fundamento filosófico de esta “autonomía” del ser humano, proviene del máximo filósofo de la Ilustración, Manuel Kant. “Sapere aude!”, proclamaba: atrévete a saber y saldrás de tu autoculpable minoría de edad, alzándote emancipado y autónomo. Don Manolo estaba entusiasmado con la trias política, la voluntad  universalmente conjunta en una triple persona: el poder soberano, en la persona del legislador, el poder ejecutivo, según la ley, en la persona del gobierno y el poder judicial (reconocimiento de lo mío de cada cual, según la ley) en  la persona del juez. Así la ciudad tenía su autonomía, formándose y conservándose según las leyes de la libertad. Del mismo modo, el individuo decide  por sí la ley a que debe someterse, excluyéndose de ese modo la posibilidad de injusticia. La libertad y la ley coinciden: la voluntad de cada individuo es la misma voluntad que se ha realizado en la ley. A través de este “fraude intelectual inconsciente”, como decía Bertrand de Jouvenel, el individuo soberano se convierte en titular de una trias política individual, dándose su propia ley, ejecutándola y sentenciándola por sí y ante sí, como huérfano sin ombligo que se siente causa sui dentro del imperativo categórico. Pero el dato irrefutable, en este caso, es que tenemos ombligo, que nos recuerda que somos eslabones de una cadena de generaciones, que nacemos dependientes y haremos nacer a otros dependiendo de nosotros. Que nuestra “autonomía” en realidad es autolimitación y que, a lo sumo poseemos un cierto y recortado poder ejecutivo en nuestras decisiones.  Buena parte de nuestros jueces, legisladores, opinadores y agitadores varios, como Monsieur Jourdain, hacen kantismo trasnochado sin saberlo.

 

 

 

 




[i] ) En nuestro país, el Código Penal prevé en su art. 85, con distinta penalidad,  dos tipos de aborto doloso, según se realice sin el consentimiento de la mujer o con él.  En ambos supuestos, la pena se agrava si se produce la muerte de la mujer. El art. 87 considera el aborto preterintencional, cuando la muerte del feto se produce sin intención de provocarla. En el art. 88  se prevé la pena –uno a cuatro años- para la mujer que cause su aborto o lo consienta. El problema se ha planteado en el art. 86, segunda parte. En su primera parte,  se establecen penas para los profesionales –médicos, parteras, enfermeros o farmacéuticos- que colaboran en  el aborto. En la segunda parte, se establece la posibilidad de no punibilidad del aborto practicado por médico diplomado, cuando haya peligro para la vida o salud de la madre (aborto terapéutico)  y luego, con deficiente redacción, se establece también para el caso de violación o atentado al pudor sobre mujer idiota o demente.  El punto debatible fincaba en si debía leerse disyuntivamente o no la frase: “violación /o/ atentado al pudor sobre mujer idiota o demente” o “violación /y/ atentado al pudor sobre mujer idiota o demente”. El primer caso configura el llamado aborto sentimental o humanitario, proveniente de un delito (violación); el segundo, conforme a la mentalidad de la época de dictado del código, configura el llamado aborto eugenésico. La lectura no disyuntiva conducía a concentrarse en la impunibilidad del aborto eugenésico solamente. La otra, a extender la impunibilidad también a los casos de violación de cualquier mujer.  Obsérvese, en fin que no se excluía, en ningún caso, el carácter delictuoso del aborto. Se establecían hipótesis en que el delito estaba exento de pena, sin privar por ello a la conducta de su carácter antijurídico.