miércoles, diciembre 19, 2018

¿ADÓNDE VA EL BRASIL?

Reproduzco sin comentario alguno este texto del que a partir del 1º de enero próximo será el nuevo canciller del Brasil. Quizás pueda servir para que el lector del blog pueda darse una respuesta a la pregunta del título. Y preguntarse, de paso, hacia adónde vamos nosotros...


Brasil en el barco de Ulises
 
 
 
 


(Preparé este texto hace unos cuatro meses, para una publicación que no se concretó, pero creo que todavía puede ser pertinente al debate sobre los rumbos de Brasil ante los horizontes que se abren con la elección de Jair Bolsonaro.)

En medio de las reflexiones sobre la inserción internacional de Brasil hay una cuestión adormecida, una pregunta incómoda, pero que necesita ser hecha - incluso porque a veces una pregunta puede ser más valiosa que muchas respuestas: ¿Brasil pertenece a Occidente?

En una perspectiva tradicional de los estudios de relaciones internacionales, formar parte de Occidente significaba, hasta hace algún tiempo, formar parte de un bloque geopolítico comandado por Estados Unidos, en una posición un poco clientelista que causaba aversión a un país con vocación de política exterior independiente como el Brasil. Afortunadamente esa perspectiva fue superada gradualmente después del final de la Guerra Fría, pero dejó tras de sí una cierta cautela en relación al concepto de Occidente, como si éste evocase necesariamente una relación centro-periferia incompatible con nuestra autopercepción.

 Más recientemente, sospechábamos que Occidente estuviera en inevitable decadencia, en un escenario donde el futuro pertenecía a Asia, a China, a la India, a los países francamente no occidentales, y así resistíamos decirnos francamente occidentales para no apostar al caballo débil. Hoy no se habla ya tanto de esa emergencia de un mundo post-occidental. Supongo que la razón de ese súbito silencio se encuentra en la reacción exacerbada de los formadores de opinión a la figura de Donald Trump. Continuar propagando la idea de un mundo ya no regido por Occidente alimentaria, en la visión del establishment, las pretensiones de Trump de revertir ese cuadro, de contraponerse al poder de China y restaurar la centralidad de una América great again. El establishment anti-Trump intenta hoy difundir la imagen de que está todo bien, todo normal, de que el único problema de Occidente es el propio Trump, intentando ocultar algo que hasta ayer parecía obvio: la enorme pérdida de poder relativo - económico, diplomático y militar- de los occidentales en favor de los no occidentales a lo largo de las últimas dos décadas, principalmente durante el gobierno de Obama. La elite político-económica internacional -incluso en Estados Unidos- quería que el presidente de Estados Unidos fuera un afable gestor del declive, pues esa declinación está en la esencia del globalismo supranacional al que esa elite se adhiere, y no un restaurador del poderío americano y occidental. Viéndose confrontados por un líder que no está dispuesto a ceder el mando del mundo, procuran ahora mostrar que las amenazas a ese comando son puramente imaginarias.

También se debe recordar que, históricamente, el perfil internacional de Brasil siempre fue bastante dialéctico, el perfil de un país que buscaba formar parte de todo y colocar su traza en todas las geometrías, en un conjunto de pertenencias no excluyentes que, según algunos, representa la esencia de nuestra nacionalidad y de nuestra política exterior. No queremos estar fuera de ningún grupo y por lo tanto no podríamos tener una identidad exclusiva que nos alijara de otros escenarios y de otras áreas de actuación. En esta hipótesis, al admitir ser parte de Occidente, estaríamos automáticamente diciendo que no formamos parte del no-Occidente, y eso nos cerraría ciertas avenidas que queremos mantener abiertas, aunque, por el mismo motivo, no queramos tampoco decir explícitamente que no pertenecemos a Occidente.

Igualmente se podría argumentar que no somos de Occidente porque, en cierta visión, Occidente se confunde con los países ricos, con el "Primer Mundo", y siendo pobres necesariamente no podríamos ser occidentales. Curiosamente, la idea de convertirse en miembro del Primer Mundo nunca ha atraído nuestra política exterior. Este impulso permaneció durante mucho tiempo como un legado maldito de la era Collor, como si fuera un pecado querer convertirse en un país próspero y poderoso, como si fuera un absurdo tener objetivos ambiciosos y voluntariamente debiéramos condenarnos a un eterno "en desarrollo" donde el estado de desarrollo nunca se alcanza, un flagelo de Sísifo auto-impuesto o una suerte de voto de pobreza diplomático. Hoy abandonamos afortunadamente ese voto y pedimos adhesión a la OCDE, tradicional club de Occidente desarrollado (el Occidente en su dimensión económica, que incluye también algunos países asiáticos), una gran e importante innovación de la actual gestión de la política exterior brasileña. Pero la adhesión a la OCDE no significa todavía asumir nuestra alma occidental.

Brasil también resiste calificarse como occidental por el hecho de que nunca quiso asociarse a la llamada "alianza atlántica", ni siquiera explotar esa posibilidad-incluso poseyendo, con sus 7.000 kilómetros de costa, el más largo litoral atlántico. Ante esta concepción militar o securitaria de Occidente, estructurado fundamentalmente como la alianza euroamericana que se oponía al bloque soviético, Brasil siempre prefirió mantenerse distante, admitiendo tener afinidades con el bloque occidental pero sin posicionarse decididamente en el conflicto Este-Oeste, creyendo que eso sería limitante y arriesgado, y que tendríamos más que ganar preservando nuestras ambigüedades.

Por otra parte, tal vez persista en nuestra actitud frente a la idea de Occidente un rancio antimonárquico. En cierto modo, en nuestro inconsciente histórico, Occidente es Europa y Europa es todavía aquel conjunto de casas reales con las que nuestra casa imperial se relacionaba y se correspondía como parte de la misma familia. La instauración de la república en 1889 hizo anatema cualquier tipo de lazos de ese tipo, cortó una línea de identidad auténtica y la sustituyó a la fuerza por una fraternidad americanista un poco artificial. (En esto como en tantas cosas -por ejemplo, al intercambiar la cruz de la Orden de Cristo en el centro de la bandera por el lema que consagra otro orden, en este caso positivista- la proclamación de la república fue un duro golpe simbólico sobre el Brasil profundo. Lo bueno es que, a lo largo del tiempo, el espíritu conciliador brasileño apagó ese trauma y reató algunas antiguas líneas, tanto que hasta hoy, al vestir la camiseta de la selección brasileña, cargamos en el pecho, sin darnos cuenta, la vieja cruz de la bandera imperial, la misma cruz de las carabelas, la misma de los bandeirantes y de los caballeros templarios.)

La suma de esos miedos, rupturas, tergiversaciones y rechazos no nos permite aún una respuesta clara sobre nuestra occidentalidad. Aparentemente, optamos siempre por definiciones de Occidente que nos excluyen, para no tener el trabajo de investigar nuestra propia identidad y a partir de ella -no a partir de criterios ajenos- definir esa pertenencia. Si por varias razones tenemos tanta dificultad en reconocernos como occidentales, tampoco estamos preparados para pronunciar claramente un "no" a Occidente. Nos resistimos a cerrar detrás de nosotros la puerta de la casa occidental y quedarnos fuera de algo que vagamente percibimos como nuestro. Se encuentra tal vez aquí la semilla de otra respuesta, por la intuición de una identidad mucho más profunda que las consideraciones geopolíticas, económicas o étnicas de las que hablamos arriba.

II.

 Hay que recomponer el problema de Occidente. Si la duda existencial en cuanto a ser o no ser Occidente siempre ha sido una cuestión espinosa para los brasileños, hoy lo es también para aquellos que siempre se consideraron indiscutiblemente occidentales, los europeos y los norteamericanos del norte. La pertenencia a Occidente dejó de ser obvia para los occidentales. Reprogramada por el marxismo cultural, la mentalidad de europeos y norteamericanos pasó por rechazar su propia herencia cultural e histórica, identificando a Occidente exclusivamente con los males del colonialismo, del racismo, del imperialismo. La mayoría de los europeos y los "liberales" norteamericanos, incluyendo evidentemente la elite intelectual, pasaron a sentir a Occidente no más como una experiencia multisecular arraigada en las cien mil carreteras de la historia, sino apenas como una opción moderna y aséptica por lo que llaman la "democracia liberal". Entrevén apenas un Occidente caracterizado por “valores” y no por una cultura, no por el gigantesco y magnífico tejido de mitos y sentimientos que comenzó tal vez todavía antes de los griego, tal vez en Creta, a donde Zeus, transformado en Tauro, llevó a la princesa Europa (y es curioso, a propósito, mirar la escuálida representación de Europa montada en Zeus-Tauro en la escultura colocada frente al Consejo de la Unión Europea en Bruselas, obra extremadamente representativa de una civilización que no se aferra a sí misma, una Europa sin rostro y hueca sobre un toro igualmente hueco y esbelto). Nada de mitos, nada de historias, sólo "valores" abstractos, los famosos "valores democráticos" nunca suficientemente definidos (pues examinar valores para intentar definirlos ya es un poco cuestionarlos). Por otra parte, si la búsqueda de definiciones a partir del examen lógico de los conceptos es marca fundamental del pensamiento occidental, la elevación de los "valores" al nivel de lo indiscutible atestigua cuánto el Occidente actual se aparta de sus propias tradiciones intelectuales. Lo cierto es que Occidente no nació con la Guerra Fría. Hay que ir mucho más lejos para poder discutir lo que está en juego. En las antiguas tradiciones paganas de Europa, quedaba siempre en el Oeste la tierra de la felicidad, las islas afortunadas, los Campos Elíseos de donde sopla el viento Zéfiro que alegra a los hombres, el jardín de los pomos de oro (el jardín de las Hespérides, donde el griego hesper corresponde al latin vesper, la tarde, la dirección de la puesta de sol, Occidente, de la misma raíz del germánico west de donde proviene a través de los visigodos el portugués oeste). Aquí se puede señalar una diferencia determinante entre los paganismos europeos (griego, germano, celta) y los del oriente antiguo, pues para estos últimos la dirección más sagrada siempre fue el nacimiento, el Oriente. En cierto modo, el Occidente nació con los griegos no sólo por la fundación de todas las tradiciones culturales que se conocen, sino también por ser el primer pueblo que conscientemente identificó lo sagrado, el numinoso, al menos en parte, con la dirección del sol poniente. Bajo el riesgo de generalizar barbaramente las complejas cuestiones de la arqueoastronomía y de la arquitectura religiosa antigua, se puede decir que los griegos hicieron un giro de 180 en dirección de lo sagrado, y con eso redireccionaron la historia.

El giro de la dirección sagrada de este a oeste guarda relación con el fundamental cambio en la vivencia del tiempo que diferencia a los griegos de las civilizaciones medio-orientales. La primacía simbólica del este tiende a colocar el centro de gravedad de una cultura en el pasado, en el origen del día eternamente repetido; la primacía del oeste desplaza el centro hacia el futuro, el destino del sol siempre buscado y nunca alcanzado. Con el giro, nace el sentimiento histórico. Al arrojarse al mar los griegos se lanzan también al tiempo. La historia como sensación de estar dentro de una marcha hacia lo desconocido y de poder influenciarla, la expectativa permanente de lo nuevo por oposición al "eterno retorno": se trata aquí también de una invención griega. Los griegos no crearon sólo la palabra "historia" y la narrativa histórica, trajeron al mundo el propio contenido de ese concepto. Como en tantos otros ejemplos, la palabra griega aquí es creadora e instauradora de una realidad, y no simplemente designadora. La historia, por lo tanto, es una idea esencialmente occidental y el Occidente es esencialmente histórico, una milenaria epopeya dialéctica donde se contraponen, conviven y se recombinan el Ser y el Tiempo. No por casualidad los grandes proyectos de aniquilación o superación de Occidente -el marxismo y su actual reconfiguración en el globalismo- predican y desean el fin de la historia.
(El Occidente también es esencialmente histórico gracias a sus raíces bíblicas. La Biblia es básicamente la historia de la salvación, en una estructura dramática donde todo se relaciona con todo y donde la relación del hombre con Dios se ejerce en la historia, en el tiempo: he aquí la gran innovación del judaísmo que transforma la divinidad en algo histórico y la historia en algo divino. Esa concepción se traspone desde el inicio al cristianismo pero viene siendo olvidada en nuestra pobre visión de mundo contemporánea donde todo es compartimentado, donde la política y la fe no se tocan, donde nada se relaciona con nada y donde el tiempo deja de ser la palpitante vivencia del destino para tornarse apenas en conteo de minutos. Como dice san Agustín, prefigurando la moderna cosmología, el mundo fue creado con el tiempo, no había tiempo antes de la creación. En cierta forma, el tiempo-vivido como historia- es la creación misma, por lo que la historia tiene origen divino, y así el proyecto del fin la historia constituye un gran ataque contra la divinidad creadora.)

La fe cristiana da continuidad a esa reorientación de la simbología sagrada hacia el oeste. A diferencia de la mayoría de los templos paganos, orientados hacia el naciente, la mayoría de las iglesias cristianas se construyen frente al poniente. El giro occidental se manifiesta igualmente en el culto a María: a la hora del atardecer los católicos cantan en alabanza a la Virgen, identificada con la estrella vespertina, o sea, el planeta Venus que brilla poco encima del horizonte occidental en la puesta del sol, a Stella Maris que indica a la humanidad navegante el camino de Cristo.

El anhelo inextinguible de los griegos por el mar los conducía necesariamente hacia el oeste a partir de su canto en el mediterráneo oriental. Una leyenda cuenta que Ulises, muchos años después de regresar a Ítaca y reencontrarse con Penélope, decidió lanzarse nuevamente a la pasión del mar, llamó a los amigos y se aventuró hacia el Océano más allá de las columnas de Hércules, llegando a fundar, en el extremo oeste del continente, la ciudad que llamó Ulissipo, nombre que más tarde se convirtió en Ulissipona, Lissipona, Lisboa. Fernando Pessoa recuerda esta leyenda fundacional de la lusitanidad y asevera: "el mito es la nada que es todo". Ulises o no, los portugueses han heredado este deseo Occidental y Brasil es el fruto. Somos el extremo occidente de aquella "occidental playa lusitana". ¿Somos otras cosas también? Ciertamente. Pero sin el origen no somos nada, un ser cortado de su origen no es ser, apenas subsiste. Si el mito es la nada que es todo, los brasileños somos griegos por canon, somos hijos de las Lusíadas y nietos de la Odisea, herederos legítimos del milagro griego, romano, europeo, ibérico, occidental.///////////////////// (Cabe aquí una nota sobre Donald Trump y Europa. No sé si el presidente Trump leyó a Homero, me imagino que sí, pero de todos modos el Occidente que él concibe tiene lugar para Homero, a diferencia del Occidente derivado de la crítica cultural y del marxismo de la escuela de Frankfurt, al contrario también de Occidente de los "valores liberales" de algunos estadistas europeos. La dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horckheimer, texto fundamental del marxismo cultural, en gran parte es un intento de deconstruir y condenar a la Odisea como una celebración del machismo y del colonialismo. Y con la Odisea, tiran todo a la basura, Platón, Aristóteles, San Pablo, San Agustín, toda la cultura y tradición e historia, todos los reyes y hechos y pueblos y batallas, todo para ellos no pasa de un engaño burgués. ¿Cuántas de nuestras instituciones occidentales dichas liberales caen, sin darse cuenta, en esa autoconcepción suicida? ¿Los estadistas europeos leyeron a Adorno y Horckheimer? Aunque no los hayan leído, parecen seguir inconscientemente su camino. Trump desafía a los europeos a reanudar con su historia, sus héroes, sus orígenes, a cerrar los libros de la Escuela de Frankfurt y reabrir las epopeyas - por eso tantos europeos lo detestan, algunos otros lo admiran.)

Muchos hoy ven en el nacionalismo, en el sentimiento nacional, peligros horribles y se alejan atemorizados. ¿Hay peligro? Claro que sí. Siempre hay peligro en ser lo que se es. Pero la alternativa es no ser nada, es reducirse a un esquema políticamente correcto, un estado sin nación, un país sin pueblo. Dice Hölderlin: Wo aber Gefahr ist, wächst da Rettiende auch, "Pero allí donde hay peligro, allí también surge lo que salva." ¿Estamos entrando en un mundo más peligroso? Sí, afortunadamente. En Brasil como en todo Occidente, nuestras raíces demandan esa aventura. Abandonemos nuestra zona de confort como Ulises cuando salió de su jubilación en Ítaca para fundar la epopeya atlántica y afrontar nuestra complicada occidentalidad.

Un Brasil desprendido de Occidente es un Brasil artificial, superficial, un Brasil de plástico. Guimarães Rosa, entre otros, cultivó la mística de un Brasil profundo y necesariamente ligado a los manantiales europeos, el gran sertão como una inmensa Iberia, lo cultivó y lo reinventó en su lengua laberíntica y en las extrañas correspondencias que hacen las figuras del viejo mundo resurgir en nuestra vastedad. Ariano Suassuna con su Pedra do Reino buscó el sueño de una monarquía cabocla vinculada a las profundidades del tiempo mítico. A lo largo de la historia brasileña, sólo los nacionalismos más superficiales y caricaturescos (como el de Policarpo Cuaresma en Lima Barreto) rechazaron la herencia occidental./////////////////////////// Las otras herencias, como la amerindia, la africana, la japonesa o la libanesa, no deberían ser vistas como algo que nos desconecta de la herencia occidental, sino como parte de un destino que la potencia. Es preferible hablar de aventura occidental, más que de herencia, pues la "herencia" trae una connotación estática, de algo a ser simplemente gestionado, mientras que la "aventura" nos lanza en el ámbito de la vida en permanente creación, de algo generado, un proceso orgánico en el que confluyen todos los linajes. Brasil y las Américas en general representan, quizás, no un mero accidente, sino la clave esencial de esta aventura.

De hecho, el "proyecto América" del que Brasil forma parte surge en el inicio de la civilización occidental, nuevamente en el canto de Homero, cuando los héroes primero empujaron sus quillas hasta el mar salado y tocaron las olas divinas, néas men pámproton erýssamen eis hayla dian (Odisea, IV, 577). El impulso occidental no nace en la ganancia de riqueza, sino en el deseo de aventura y trascendencia, de la aventura como trascendencia y viceversa, de rumbear hacia lo sagrado a través de lo desconocido que en sí mismo es sagrado, pues el océano que esconde las islas afortunadas es también lo que las proporciona y revela. Por eso el mar y la navegación constituyen uno de los más poderosos símbolos ancestrales de Occidente, una civilización marítima por vocación inextricable.//////////// Decir que Occidente está basado en la democracia hasta puede ser correcto, pero es muy incompleto. El Occidente está basado en Homero y en todo lo que vino después, y un aspecto de esa tradición es la democracia, creación del genio griego no por casualidad, sino como congénere de las otras creaciones. La democracia es esencial para el occidente de hoy porque forma parte de aquella esencia original que irrumpió con los griegos y que produjo, junto a la democracia, también la filosofía, la ciencia, las artes, la teología cristiana, el derecho, la propia lengua griega que todavía hablamos todos los días cuando decimos por ejemplo "lógica" o "misterio" y sin la cual la vida del espíritu sería imposible - todo ello fruto del mismo impulso de asombro y libertad. No podemos, o no debemos, quedarnos sólo con la democracia y tirar todo el resto, toda la cultura occidental íntimamente vivida a través de veinte y tantos siglos, pues el sentimiento democrático es sólo parte de una pasión y de una novela mucho más grande.
(No cabe abordar aquí la apremiante cuestión relativa a la capacidad de otras civilizaciones para la democracia. El orden liberal global presupone, en principio, la capacidad universal para la democracia, y en ese punto yo, personalmente, estoy de acuerdo. El problema es que el mismo orden liberal no vive de acuerdo con ese principio, podemos discutirlo en otro momento.)

En suma, por más que se debata si Brasil pertenece plenamente a Occidente en una concepción político-diplomática, es innegable que pertenece a Occidente, de manera íntima e ineludible, en el plano cultural-simbólico. La concepción de Occidente como un conjunto de "valores" debería estar incrustada en la concepción cultural-simbólica, porque no se sostiene sola. Hay que reasignar a Occidente en el terreno cultural-simbólico, fertilizando el terreno político-diplomático, cuya actual aridez, al lado de una confianza excesiva en "valores" asépticos, no permite sostenernos en el curso de esta aventura ancestral.

El Occidente es como un barco de Ulises abandonado en la playa (o, para nosotros brasileños, una balsa de Ulises, retomando el título de la novela de Viana Moog), un barco que tal vez todavía podamos empujar de vuelta al divino mar salado, eis hála dían.

Ernesto Araújo, Canciller de Brasil desde el 1 - 1 -2019.

 

lunes, diciembre 10, 2018

BREVE APUNTE SOBRE LOS CHALECOS AMARILLOS







 

 

 

Chalecos amarillos por París. Los veía en los noticiarios de la televisión y por esos esquinazos de la memoria, que abundan cuando se avanza en la edad, me acordé de una novela que leí de adolescente: “Cirios Amarillos por París”, escrita por Bruce Marshall, un escocés que vivió mucho tiempo en Francia. Hoy olvidado, Marshall perteneció a esa generación de novelistas británicos que, como Waugh, Greene o, más tarde, Burgess, vieron a su país y a Europa  entre las dos guerras bajo la luz de una cultura católica ya desaparecida.  La novela, tal como la recuerdo, se desliza sobre la disolución de la Tercera República, hundida más que por las armas alemanas por su propia  insubstancialidad.  Su autor la subtituló: “un canto fúnebre”. Chalecos amarillos por París, un funeral. Un funeral  de los igualmente insubstanciales ídolos mediáticos de nuestro tiempo:  “democracia”, “consenso”, “globalización”, “multiculturalismo”, “el derecho a tener derechos”,    el indefinido empuje del deseo de que cada individuo lleve al máximo posible su “proyecto biográfico” con prescindencia de todos los demás. La videología posmoderna se manifiesta contra toda noción de pueblo o bien común, exaltando la agitación disociativa  de minorías  reclamantes (sexuales, étnicas, de hábitos alimentarios, etc.)  que dicen obrar en nombre de la Humanidad. Lo que ha salido a la calle en París y en muchas otras ciudades de Francia, sin adscripción ni a partidos políticos ni a sindicatos, sólo bajo la bandera tricolor y con la prenda que es  obligatorio  llevar por todos los conductores franceses, para “llamar la atención” en caso de sufrir averías o accidentes, se recluta en la clase media trabajadora, en el  cruce de lo urbano y lo rural, que no tiene representación política porque se la han birlado tanto las siglas partidarias como las sindicales, y que ha caído en la cuenta que se lo despelleja para pagar las luces de la globalización, la buena conciencia de la acogida inmigratoria sin cortapisas, los negociados de las burocracias gubernamentales y de las dirigencias empresariales compinchadas. Pueblo  que se manifiesta los sábados porque los días de la semana trabaja. Han intuido que, bajo el palabrerío de las continuas jaculatorias a los ídolos seculares pronunciadas por los medios, ellos son la ofrenda  propiciatoria para ser sacrificada en los altares de los dioses de este tiempo, nacidos de “la cópula  necrófila del Capitalismo con el espectro del Marxismo” (Massimo Cacciari). Los dioses del Nuevo Orden Mundial, del capitalismo financiero global posterior a la caída del imperio soviético, que incorpora las larvas del marxismo leninismo en descomposición.  Y así como este culto cuenta con un alto clero que cierra decisiones planetarias que nos afectarán a todos, conchaba también un bajo clero donde el antiguo intelectual orgánico funge ahora como funcionario de la industria cultural.  Una vieja humorada del siglo pasado  fijaba la diferencia entre el capitalismo y el comunismo de este modo: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre y el comunismo todo lo contrario. El turbocapitalismo financiero  actual no explota al hombre: maneja abstractamente la creación continua y acumulativa  del gran dinero, dentro de una burbuja donde ya no se necesita al hombre, un ser anacrónico destinado a ser transhumanísticamente superado.  

Los chalecos amarillos reaccionan a ese estado de cosas  fuera de los partidos políticos y de los sindicatos. Los partidos políticos franceses tradicionales ya se habían manifestado  en crisis cuando las elecciones que llevaron a Macron a la presidencia: la decisión final se tomó entre dos candidatos fuera de aquellos.  Macron ya no puede usar la máscara de outsider y por eso se convierte en blanco de la protesta, que de todos modos va más allá de su persona.  Los chalecos amarillos se sienten objeto de una triple exclusión en su propio país: una exclusión política, una exclusión social, una exclusión cultural ¿Los chalecos amarillos, entonces, son una manifestación populista? Sí, a condición de no entender el “populismo” como lo deforma habitualmente la caja de resonancia mediática. Me he referido otras veces en profundidad al tema, y a eso me remito. Pero basten algunas precisiones. Ningún populista se llama populista a sí mismo. La expresión es un insulto –equivalente a “fascista”-, esto es, un arma arrojadiza contra el enemigo. Lo que llaman “populismo” es una mentalidad y un estilo reactivo frente a la incapacidad de las clases políticas –liberales o socialdemócratas- de gestionar  la brecha entre sus promesas y la “máquina de daños” de la globalización.  Mientras la clase política, que ya no puede administrar el desencanto, presenta los problemas como soluciones y embarulla todas las respuestas, el populismo  -que no es una ideología, y que como mentalidad y estilo puede declinarse en modos muy diversos en ámbitos culturales distintos- plantea las preguntas correctas y precisas. Otra cosa es que en la prueba de gobierno acierte con las respuestas y pueda sortear las trampas que les han dejado tendidas.  Lo que une a los populismos es la reivindicación del pueblo, esto es, del conjunto de hombres y mujeres libres que sienten integrar una unidad, en grado de decidir sobre un destino común. Una unidad, no un conglomerado cuyo solo punto de convergencia es la camiseta de un seleccionado. Esa unidad define al pueblo, en primer lugar como ethnos, esto es, como un conjunto relativamente homogéneo, dentro de diversidades de origen, que guarda referencia una patria común, que mira hacia los muertos y que se proyecta hacia los hijos. En segundo lugar como populus, noción romana del sujeto político, que exige participación de acuerdo con una vieja regla jurídica: quod omnes tangit, ab omnibus approbetur, lo que a todos atañe, por todos debe ser aprobado; para ello, quienes integran el cuerpo político de un pueblo deben estar –no importa si en prosperidad o no- en condiciones de ciudadanía, esto es, no sujetos a la esclavitud  de depender para una subsistencia en el límite de sus necesidades, del favor de un plan asistencial dispensado por burocracias políticas y “sociales” interesadas en mantenerlos como masa de carne en tránsito para fines electorales. Por último, como plebe, aquellos que viven en la pobreza, pero no en la marginalidad, que conservan la condición ciudadana  e impulsan la dinámica social, en el sentido de que siempre estará presente la noción relativa la pobreza, lo que no significa que siempre deban ser los mismos.

La Argentina ofrece un buen ejemplo de lo que venimos de decir.  Los partidos políticos, entre nosotros están desguazados de sus contenidos particulares y transformados –como en casi todo el resto del mundo- en empresas de captación del voto del consumidor (ciudadano) hacia la imagen de un producto (candidato) cuya venta se promociona por los mensajes del marketing político, que se sirve como principal materia prima de las encuestas y tiene como objetivo maximizar los beneficios a través del acceso al control de la caja de los dineros públicos. La reforma constitucional de 1994, muy influida por la supervivencia partidocrática, estableció la elección presidencial considerándose el territorio nacional como distrito único (art. 94), con lo que el presidente se elige en los grandes centros urbanos. Esto es, en el Gran Buenos Aires, CABA, Rosario y Córdoba. Y especialmente en el primer caso, el  partido de La Matanza, con dos millones de habitantes, cuyo tercer cordón, a  medida que uno se aleja de la ruta 3,  es la zona de mayor vulnerabilidad social, sin agua potable, cloacas, acceso a transporte público, servicios educativos y de salud, etc.  Allí se asienta la mayor marginalidad, dependiente en su subsistencia de los favores clientelares o del mundo vertiginoso del delito.  En mayor o menor medida, en nuestra era democrática, todos los gobiernos han pretendido el  manejo de esa masa  privada de la condición ciudadana,  esclavizada y cristalizada en tal dependencia, con el fin de llegar y mantenerse en el poder. Todos los gobiernos democráticos han sido, pues, “populistas” en el sentido de la vulgata mediática actual (el “populismo” de Juan Domingo Perón o Getulio Vargas en los años 40 ó 50 del siglo pasado, como el de Andrew Jackson en los EE.UU en el primer tercio del siglo XIX, son fenómenos distintos del populismo actual, tanto en las causas que los generaron como en las soluciones que propusieron). Ese seudopopulismo –en realidad democracia liberal mixturada con  recetas socialdemócratas- terminó dando lugar durante el gobierno de Cristina Kirchner y en algunas manifestaciones en el actual, a una reacción populista real en el sentido actual del término que hemos señalado más arriba: clase media tomando la calle silenciosamente, de manera pacífica y casi espontánea, convocada a través de las redes sociales, expresando su fastidio y rechazo a una clase política autorreferencial que se perpetúa por el clientelismo de los marginales,  que la persigue con impuestos y que la desintegra con la “revolución de los deseos” a través de la ideología de los derechos humanos. Cuyo abstracto sujeto es el lejano, cualquiera que integre el género humano: nadie, en suma.  En las elecciones del 2015, esa clase media populista dio vuelta las urnas, y otorgó el triunfo a Mauricio Macri, que ha gobernado contra ella, esto es, contra su base electoral. Como durante el kirchnerato y el cristinato, las dirigencias que manejan las masas esclavizadas suelen desplegarlas en marchas, piquetes, enmascarados con palos, saqueos aquí y allá,  efectos de demostración en los “barrios ricos”, etc. Es un medio de control social que ejercen, bajo la complicidad oficial,  gobernadores, intendentes, dirigentes “sociales”, “piqueteros del Papa”, etc. para evitar un estallido populista de la clase media productiva y trabajadora, sobre la que se ha ejercido mayormente el ajuste y la convocatoria a la austeridad: miren que si protestan de modo egoísta podemos soltar la jauría para que  compense  su  miseria entrando a saco en la “gran noche”.  Es curioso que el peronismo, tanto en su versión “racional” como en la patológica del cristinismo, sea hasta ahora la más eficaz sopapa para evitar la eventual marea populista.

¿Chalecos amarillos por Buenos Aires? Los expertos gargarizan ante los medios que no es posible. El peronismo –este peronismo sin pasado que llena su mochila con los requechos ideológicos del más vacuo progresismo- mide votos conurbanos. Pero, ¿quién sabe cuándo, y por qué motivo aparentemente menor  (un impuesto sobre los combustible en Francia, por ejemplo) la reacción que está recorriendo buena parte del mundo habrá de encarnarse y tomar la calle entre nosotros?