lunes, diciembre 10, 2018

BREVE APUNTE SOBRE LOS CHALECOS AMARILLOS







 

 

 

Chalecos amarillos por París. Los veía en los noticiarios de la televisión y por esos esquinazos de la memoria, que abundan cuando se avanza en la edad, me acordé de una novela que leí de adolescente: “Cirios Amarillos por París”, escrita por Bruce Marshall, un escocés que vivió mucho tiempo en Francia. Hoy olvidado, Marshall perteneció a esa generación de novelistas británicos que, como Waugh, Greene o, más tarde, Burgess, vieron a su país y a Europa  entre las dos guerras bajo la luz de una cultura católica ya desaparecida.  La novela, tal como la recuerdo, se desliza sobre la disolución de la Tercera República, hundida más que por las armas alemanas por su propia  insubstancialidad.  Su autor la subtituló: “un canto fúnebre”. Chalecos amarillos por París, un funeral. Un funeral  de los igualmente insubstanciales ídolos mediáticos de nuestro tiempo:  “democracia”, “consenso”, “globalización”, “multiculturalismo”, “el derecho a tener derechos”,    el indefinido empuje del deseo de que cada individuo lleve al máximo posible su “proyecto biográfico” con prescindencia de todos los demás. La videología posmoderna se manifiesta contra toda noción de pueblo o bien común, exaltando la agitación disociativa  de minorías  reclamantes (sexuales, étnicas, de hábitos alimentarios, etc.)  que dicen obrar en nombre de la Humanidad. Lo que ha salido a la calle en París y en muchas otras ciudades de Francia, sin adscripción ni a partidos políticos ni a sindicatos, sólo bajo la bandera tricolor y con la prenda que es  obligatorio  llevar por todos los conductores franceses, para “llamar la atención” en caso de sufrir averías o accidentes, se recluta en la clase media trabajadora, en el  cruce de lo urbano y lo rural, que no tiene representación política porque se la han birlado tanto las siglas partidarias como las sindicales, y que ha caído en la cuenta que se lo despelleja para pagar las luces de la globalización, la buena conciencia de la acogida inmigratoria sin cortapisas, los negociados de las burocracias gubernamentales y de las dirigencias empresariales compinchadas. Pueblo  que se manifiesta los sábados porque los días de la semana trabaja. Han intuido que, bajo el palabrerío de las continuas jaculatorias a los ídolos seculares pronunciadas por los medios, ellos son la ofrenda  propiciatoria para ser sacrificada en los altares de los dioses de este tiempo, nacidos de “la cópula  necrófila del Capitalismo con el espectro del Marxismo” (Massimo Cacciari). Los dioses del Nuevo Orden Mundial, del capitalismo financiero global posterior a la caída del imperio soviético, que incorpora las larvas del marxismo leninismo en descomposición.  Y así como este culto cuenta con un alto clero que cierra decisiones planetarias que nos afectarán a todos, conchaba también un bajo clero donde el antiguo intelectual orgánico funge ahora como funcionario de la industria cultural.  Una vieja humorada del siglo pasado  fijaba la diferencia entre el capitalismo y el comunismo de este modo: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre y el comunismo todo lo contrario. El turbocapitalismo financiero  actual no explota al hombre: maneja abstractamente la creación continua y acumulativa  del gran dinero, dentro de una burbuja donde ya no se necesita al hombre, un ser anacrónico destinado a ser transhumanísticamente superado.  

Los chalecos amarillos reaccionan a ese estado de cosas  fuera de los partidos políticos y de los sindicatos. Los partidos políticos franceses tradicionales ya se habían manifestado  en crisis cuando las elecciones que llevaron a Macron a la presidencia: la decisión final se tomó entre dos candidatos fuera de aquellos.  Macron ya no puede usar la máscara de outsider y por eso se convierte en blanco de la protesta, que de todos modos va más allá de su persona.  Los chalecos amarillos se sienten objeto de una triple exclusión en su propio país: una exclusión política, una exclusión social, una exclusión cultural ¿Los chalecos amarillos, entonces, son una manifestación populista? Sí, a condición de no entender el “populismo” como lo deforma habitualmente la caja de resonancia mediática. Me he referido otras veces en profundidad al tema, y a eso me remito. Pero basten algunas precisiones. Ningún populista se llama populista a sí mismo. La expresión es un insulto –equivalente a “fascista”-, esto es, un arma arrojadiza contra el enemigo. Lo que llaman “populismo” es una mentalidad y un estilo reactivo frente a la incapacidad de las clases políticas –liberales o socialdemócratas- de gestionar  la brecha entre sus promesas y la “máquina de daños” de la globalización.  Mientras la clase política, que ya no puede administrar el desencanto, presenta los problemas como soluciones y embarulla todas las respuestas, el populismo  -que no es una ideología, y que como mentalidad y estilo puede declinarse en modos muy diversos en ámbitos culturales distintos- plantea las preguntas correctas y precisas. Otra cosa es que en la prueba de gobierno acierte con las respuestas y pueda sortear las trampas que les han dejado tendidas.  Lo que une a los populismos es la reivindicación del pueblo, esto es, del conjunto de hombres y mujeres libres que sienten integrar una unidad, en grado de decidir sobre un destino común. Una unidad, no un conglomerado cuyo solo punto de convergencia es la camiseta de un seleccionado. Esa unidad define al pueblo, en primer lugar como ethnos, esto es, como un conjunto relativamente homogéneo, dentro de diversidades de origen, que guarda referencia una patria común, que mira hacia los muertos y que se proyecta hacia los hijos. En segundo lugar como populus, noción romana del sujeto político, que exige participación de acuerdo con una vieja regla jurídica: quod omnes tangit, ab omnibus approbetur, lo que a todos atañe, por todos debe ser aprobado; para ello, quienes integran el cuerpo político de un pueblo deben estar –no importa si en prosperidad o no- en condiciones de ciudadanía, esto es, no sujetos a la esclavitud  de depender para una subsistencia en el límite de sus necesidades, del favor de un plan asistencial dispensado por burocracias políticas y “sociales” interesadas en mantenerlos como masa de carne en tránsito para fines electorales. Por último, como plebe, aquellos que viven en la pobreza, pero no en la marginalidad, que conservan la condición ciudadana  e impulsan la dinámica social, en el sentido de que siempre estará presente la noción relativa la pobreza, lo que no significa que siempre deban ser los mismos.

La Argentina ofrece un buen ejemplo de lo que venimos de decir.  Los partidos políticos, entre nosotros están desguazados de sus contenidos particulares y transformados –como en casi todo el resto del mundo- en empresas de captación del voto del consumidor (ciudadano) hacia la imagen de un producto (candidato) cuya venta se promociona por los mensajes del marketing político, que se sirve como principal materia prima de las encuestas y tiene como objetivo maximizar los beneficios a través del acceso al control de la caja de los dineros públicos. La reforma constitucional de 1994, muy influida por la supervivencia partidocrática, estableció la elección presidencial considerándose el territorio nacional como distrito único (art. 94), con lo que el presidente se elige en los grandes centros urbanos. Esto es, en el Gran Buenos Aires, CABA, Rosario y Córdoba. Y especialmente en el primer caso, el  partido de La Matanza, con dos millones de habitantes, cuyo tercer cordón, a  medida que uno se aleja de la ruta 3,  es la zona de mayor vulnerabilidad social, sin agua potable, cloacas, acceso a transporte público, servicios educativos y de salud, etc.  Allí se asienta la mayor marginalidad, dependiente en su subsistencia de los favores clientelares o del mundo vertiginoso del delito.  En mayor o menor medida, en nuestra era democrática, todos los gobiernos han pretendido el  manejo de esa masa  privada de la condición ciudadana,  esclavizada y cristalizada en tal dependencia, con el fin de llegar y mantenerse en el poder. Todos los gobiernos democráticos han sido, pues, “populistas” en el sentido de la vulgata mediática actual (el “populismo” de Juan Domingo Perón o Getulio Vargas en los años 40 ó 50 del siglo pasado, como el de Andrew Jackson en los EE.UU en el primer tercio del siglo XIX, son fenómenos distintos del populismo actual, tanto en las causas que los generaron como en las soluciones que propusieron). Ese seudopopulismo –en realidad democracia liberal mixturada con  recetas socialdemócratas- terminó dando lugar durante el gobierno de Cristina Kirchner y en algunas manifestaciones en el actual, a una reacción populista real en el sentido actual del término que hemos señalado más arriba: clase media tomando la calle silenciosamente, de manera pacífica y casi espontánea, convocada a través de las redes sociales, expresando su fastidio y rechazo a una clase política autorreferencial que se perpetúa por el clientelismo de los marginales,  que la persigue con impuestos y que la desintegra con la “revolución de los deseos” a través de la ideología de los derechos humanos. Cuyo abstracto sujeto es el lejano, cualquiera que integre el género humano: nadie, en suma.  En las elecciones del 2015, esa clase media populista dio vuelta las urnas, y otorgó el triunfo a Mauricio Macri, que ha gobernado contra ella, esto es, contra su base electoral. Como durante el kirchnerato y el cristinato, las dirigencias que manejan las masas esclavizadas suelen desplegarlas en marchas, piquetes, enmascarados con palos, saqueos aquí y allá,  efectos de demostración en los “barrios ricos”, etc. Es un medio de control social que ejercen, bajo la complicidad oficial,  gobernadores, intendentes, dirigentes “sociales”, “piqueteros del Papa”, etc. para evitar un estallido populista de la clase media productiva y trabajadora, sobre la que se ha ejercido mayormente el ajuste y la convocatoria a la austeridad: miren que si protestan de modo egoísta podemos soltar la jauría para que  compense  su  miseria entrando a saco en la “gran noche”.  Es curioso que el peronismo, tanto en su versión “racional” como en la patológica del cristinismo, sea hasta ahora la más eficaz sopapa para evitar la eventual marea populista.

¿Chalecos amarillos por Buenos Aires? Los expertos gargarizan ante los medios que no es posible. El peronismo –este peronismo sin pasado que llena su mochila con los requechos ideológicos del más vacuo progresismo- mide votos conurbanos. Pero, ¿quién sabe cuándo, y por qué motivo aparentemente menor  (un impuesto sobre los combustible en Francia, por ejemplo) la reacción que está recorriendo buena parte del mundo habrá de encarnarse y tomar la calle entre nosotros?

 

 

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