domingo, abril 22, 2007

SOBRE EL LIMBO

La Comisión Teológica Internacional ha concluido que debemos enviar el Limbo a la papelera de reciclaje de la teología. La razón aducida es que la gracia tiene prioridad sobre el pecado y, por lo tanto, la misericordia de Dios se supone quiere que todos los seres humanos sean salvos. Hay razonable esperanza, pues, según la Comisión, de que los niños muertos no bautizados gocen de la visión beatífica en el paraíso. Nos dicen que el Limbo fue una hipótesis teológica, no un dogma de fe, que conviene hoy dejar de lado. Entonces, el Limbo fue. Tate, tate, folloncicos, habría dicho el de la Triste Figura. No nos quiten el Limbo así, de apuro, en una especie de arrebato. ¿No estarán arrastrando con él la caída de otras estanterías?

Limbo, viene del latín limbus, que no es frontera, como dicen los diarios (frontera en latín es limes) sino borde u orla de un vestido. Por extensión, la faja del Zodíaco era llamada Limbus. El Limbo no está en la escritura, pero tampoco está el Purgatorio, si vamos al caso. Se relaciona inmediatamente con el pecado original. Allá a lo lejos, los Padres griegos se planteaban qué ocurría con los niños que morían sin bautismo. Establecieron, entonces, una orla confinante con el Infierno[1], donde alojaron a los justos muertos en gracia antes del cristianismo (limbus patrum) y a los infantes no bautizados (limbus parvulorum). Téngase en cuenta, por otra parte, que los Padres occidentales consideraban que el pecado original entraba en nuestra alma con el uso de razón. No alcanzaba a los infantes e, incluso, por eso, no era aconsejable bautizar a los pequeñitos. En los cinco primeros siglos, y salvo peligro de muerte, la Iglesia no bautizaba sino a los adultos, previo catecumenado. Así las cosas, el ex play boy númida Aurelio Agustín irrumpe con su planteo sobre el pecado original. Este pecado reside en la concupiscencia. Hasta ese momento, los Padres consideraban que la concupiscencia producía una inclinación al mal; para el hijo de Santa Mónica, la concupiscencia es intrínsecamente maligna. El infante, engendrado en la concupiscencia, viene al mundo bajo el signo del pecado originario. Diríamos hoy que llevan el pecado original en el ADN. El mismo bautismo no borra la concupiscencia. Tan sólo, por el efecto del agua cesa de ser imputable al bautizado que no cede a sus sugestiones. El niño es pecador desde el instante de su nacimiento. Y Agustín lo demuestra así, en un férreo peripato: el chico sufre; bajo el gobierno de un Dios justo, es imposible que el sufrimiento alcance a un inocente: entonces, el pibe es culpable (cuánto del ex maniqueo hay aquí, don Aurelio: el sufrimiento universal probaría que el Creador no es justo ni bueno). En fin, combatiendo a los pelagianos, afirma que el niño muerto sin bautismo va directamente al infierno. No hay para él lugar intermedio: o bautizado va con pasaje asegurado al reino de los cielos, o no crismado cae en el fuego eterno. El númida no se andaba con chiquitas.

En la Iglesia griega esta noción agustiniana del pecado original no prende hasta muy tarde. Los chicos de aquel lado, si no recibían el bautismo, se acomodaban en un delivery al Limbo. En Occidente, las cosas no cambiarán y Aurelio será hegemón en ese tema, hasta que aparece Anselmo, arzobispo de Canterbury, allá por el siglo XI. El pecado original no reside en la concupiscencia, sino en el consentimiento de la voluntad a ella. El semen spurcissimus, como un escupitajo o un sangradito, no es ni malo ni bueno. Sólo la voluntad peca. Por lo tanto, el bautismo borra los movimientos de la concupiscencia, si ellos han sido pecaminosos. Pero Anselmo no logra poner marcha atrás e igualar Occidente con Oriente sobre el punto. Como el legado agustiniano es tan fuerte, ahora el pecado del infante pasa a ser la privación de justicia, que arrastra desde la desobediencia de Adán. Pecado original = privación de justicia primitiva. Basándose en Anselmo, el grande e infortunado Abelardo se empeñó en sacar a los infantes no bautizados de las llamas del infierno, pero sin poder otorgarles la dicha eterna, esto es, la visión beatífica. Pero Abelardo, ya se sabe, era medio hereje, y castrado por añadidura. El que reconduce el asunto, no sin dificultades, por la senda recta y aceptada, es el gordo Tomás (Summa Theologica, q. 69 a. 44). Y así renace el viejo Limbo. Los niños no gozarán de la visión de Dios, pero ello no significa que sean infelices, ya que esa visión beatífica es un bien sobrenatural, del cual ellos no tienen conciencia. El catecismo de Pío X, de 1905, en consonancia, proclamaba que «los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de Dios pero no sufren, porque teniendo el pecado original, y sólo ése, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio». El inspirador fue el cardenal Billot, su numen teológico, ghost writer de la encíclica Pascendi. El cardenal redujo a nada, prácticamente, no sólo la doctrina agustiniana del pecado original, sino también la idea de la traslación de la voluntades a la del primer padre (pero esto sería materia de otro post). Billot amplió el Limbo de los niños a los adultos anormales e, incluso, al lumpenproletariado de los apenas “civilizados”, comparables a los niños.

¿Y el Limbus Patrum? Habría quedado vacío cuando Jesucristo descendió a los infiernos, antes de ascender a los cielos, ya que se los llevó consigo. De todos modos, eso no resultaba tan claro. El viejo Dante (Infierno, IV, 52 y sgs.), por boca de Virgilio, parece insinuar que el Cristo se hizo acompañar por lo patriarcas bíblicos, solamente. En el Limbo quedaron, junto con niños y minusválidos, tipos tan interesantes como Sócrates, Platón, César, Empédocles, Séneca, Hipócrates, Galeno, Avicena et al., más atractivos, digo yo, que una plática con el Josemaría Escrivá o un ping pong con Dominguito Savio. Algún protestante imaginó que en el Limbo había como unos cursos de catequesis para las animae naturaliter paganae, aprobados los cuales volaban confortablemente al Cielo.

Todas estas atractivas posibilidades han quedado definitivamente archivadas por la Comisión de teólogos. Uno podría pensar que, si los infantes no bautizados también suben al Cielo Empíreo, el bautismo debería volver a suministrarse con el uso de razón, previo estricto catecumenado (“pocos pero buenos”, como quiere el papa Ratzinger). Y basta de padrinos, por lo tanto. Todo seguirá igual, sin embargo, y este tema será prontamente olvidado. Hasta que en unos veinte años, se cuestione radicalmente al Purgatorio (esto da para otro post, sobre la conocida obra de Le Goff), e via dicendo. Yo ya lo extraño al Limbo. Esos cursos límbicos de posgrado me resultaban atractivos.
[1] ) Así la vio Dante (Infierno, IV). En alemán, es un antecielo: Vorhimmel.

sábado, abril 14, 2007

SOBRE LA INDEPENDENCIA JUDICIAL, EL PESEBRE Y LA CIEGUITA DE PLAZA LAVALLE


El presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Ricardo Lorenzetti, suele filosofar a grandes rasgos sobre los temas propios de su gestión. Se ha pronunciado últimamente, por ejemplo, lamentándose de que nuestra administración judicial resulte lenta o de que no atienda debidamente los reclamos sociales. Todo ello es muy loable en líneas generales y válido a título de comentario. Pero, como decía Edmund Burke, el ejemplo es el único argumento efectivo en la vida cívica. Y creo que nuestra actual Corte Suprema de Justicia no resulta ejemplarizadora. Veamos, con un solo caso, por qué. El 10 de abril pasado, el doctor Lorenzetti, según declaraciones recogidas por radio Continental y el diario "La Nación" del día siguiente, afirmó: "si un juez se siente presionado (por el Poder Ejecutivo) debería renunciar". El pronunciamiento del doctor Lorenzetti no descendió del cielo de las abstracciones ni estaba refiriéndose a un caso hipotético. Lo afirmó cuando un grupo ideológicamente definido, como el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), piloteado por Horacio Verbitsky, estaba pidiendo ante el Consejo de la Magistratura la cabeza del presidente de la Cámara de Casación Penal y de los tres integrantes de la sala IV de dicho tribunal, por presunta lentitud en el tratamiento de las causas a ex represores. Y las palabras del doctor Lorenzetti sucedieron a las diatribas que, contra estos mismos jueces, y también contra fiscales, enderezara el presidente de la República, primero en Córdoba ("yo empujo, pero se hacen los distraídos") y luego en el púlpito de la Casa Rosada (donde autoelogió su "desmesura"). Entonces, el lobby de ultraizquierda ataca a unos jueces, el presidente se suma gustoso a la cacería, uno de los perseguidos afirma que el Ejecutivo lo presiona y el titular del más alto Tribunal les aconseja a todos los involucrados que renuncien. Renunciar ¿para qué? ¿Para que ocupen esas vacantes algunos más flexibles a las presiones del Ejecutivo, talvez? Creo que el presidente de la Corte Suprema debió decir, en términos republicanos, que si un juez se veía presionado por el Poder Ejecutivo, tanto él como el cuerpo que preside le garantizarían poder cumplir con su cometido de establecer lo justo del caso, contra esas presiones y a pesar de ellas. Y que, si esa suprema protección se revelaba insuficiente, entonces los que renunciarían en masa, con su presidente al frente, serían los miembros de la Corte. Pero no dijo nada de esto, se contagió, al parecer, del conformismo que suelen transmitir las poltronas y se redujo a un rol de comentarista. Al mismo tiempo, el Índice de Confianza en la Justicia elaborado por el FORES marcaba que el 83% de la población tiene poca o ninguna confianza en la imparcialidad de la administración de justicia. Las palabras de doctor Lorenzetti no sirven, precisamente, para revertir ese más que justificado descrédito público de la agencia judicial, que alcanza a todos los operadores jurídicos. A un destacado constitucionalista peruano, el doctor César García Belaúnde, le oí decir que a los integrantes del Tribunal Constitucional de su país suele aquejarlos el complejo del pesebre. Estos es, se sienten como el Niñito Dios en su cunita, esperando que reyes, pastores y la sociedad toda acudan a ellos en adoración muda y genuflexión cumplida. Y así viven como en un mundo aparte, fuera del ruido y la furia. Me resisto a pensar que el presidente de nuestra Corte Suprema, hombre de sólida cultura jurídica y de cuya integridad no dudo, haya caído en tal complejo. Debe hacer un esfuerzo de introspección, evitar el despilfarro de buenas intenciones y transmitir a los ciudadanos la convicción de que preside un supremo tribunal independiente, salvaguarda de los derechos de todos, y no un furgón de cola del Ejecutivo, decorado con estampitas de la vendada deidad de la Justicia, que un juez poeta[1] llamó "la cieguita de Plaza Lavalle".-


[1] ) Ignacio B. Anzoátegui

lunes, abril 02, 2007

MALVINAS, MALVINAS... (II)
Los errores estratégicos antes señalados se amplificaron por numerosos y concomitantes errores tácticos políticos y militares. Había, en líneas generales, una suerte de sobrevaloración del puesto de la Argentina en el mundo, en el llamado Occidente e, incluso, en Latinoamérica. No éramos tan importantes como suponíamos, ni el "Occidente cristiano" nos consideraba imprescindibles hasta el punto de perdonarnos una salida de tono. Y utilizo a designio el plural, porque esta creencia de nuestras clases dirigentes permeaba, volens nolens, nuestras reacciones colectivas. No habíamos tenido en cuenta, al parecer, que al enfrentar a la Gran Bretaña emprendíamos una confrontación con la OTAN y, de reflejo, con la UE. Por otra parte, en plena guerra fría, cuál sería el alineamiento final de los EE.UU. podía descontarse. Por unos servicios "por izquierda" prestados en los conflictos intestinos centroamericanos, no iban a malquistarse con su principal aliado atlantista, en plena guerra fría. Y la idea de que este marco podía abstraerse resultaba absurda. Por otra parte, los hombres que se suponía más lúcidos entonces en materia de política exterior, como Costa Méndez o Camilión, descontaban que no iba a producirse una réplica armada de la Gran Bretaña. Error casi infantil. Sobre todo, se desconocía la energía decisionista del líder político que se tenía enfrente: Margaret Thatcher. Por otra parte, el desguace de la Royal Navy o de buena parte de ella, con el que contaron algunos de nuestros seudo estrategas, era todavía proyecto, y no realidad.
Echarle la culpa de todo a la dictadura militar y a la temulencia de Galtieri resulta bueno para aliviar de culpa el ego nacional, pero no resulta del todo justo, aun con razones a favor. La guerra no es un invento de las dictaduras, sino un recurso político extremo al que puede echar mano cualquier régimen, incluidas las democracias, que nunca lo excluyeron e, incluso, como en el caso de la Grecia clásica, abusaron de él. Que aquí se erró en utilizarlo y que, claramente, no era ultima ratio, me parece evidente. Además, le dio a la Gran Bretaña y a los EE.UU. un plus argumental: de últimas, luchaban contra militares torvos que violaban masivamente los derechos humanos. Los comandantes de la dictadura que entonces gobernaban con Galtieri a la cabeza nunca pudieron explicar la elección de la oportunidad, el kairos, que presidió la elección del momento para la recuperación de las islas. De hecho, desde el mes de enero de 1982 trascendían versiones sobre una eventual acción militar que perforase aquel "manto de neblina". Jesús Iglesias Rouco publicó en "La Prensa", por entonces, algunos artículos al respecto, bastante explícitos, como me enteré luego (estaba en ese momento en Europa). A poco de llegar, presencié -y debí darle corriendo el esquinazo a la policía y a los gases- la movilización de la CGT del 30 de marzo a Plaza de Mayo. la creencia de que la "Operación Santísimo Rosario" del 2 de abril fue una respuesta a aquella protesta resulta errónea, ya que un ataque de esa envergadura no se improvisa y tres días antes ya debía estar en fase de no retorno. Por otra parte, ya se había producido el incidente de las Georgias del Sur -el izamiento en el terreno de una bandera nacional por parte de presuntos operarios de un tal Davidoff que procedían al retiro de materiales en desuso de una base científica, episodio calculado que llamé más tarde "el caso del chatarrero patriota", que fue el punto inicial del proceso que culminaría con la rendición del 14 de junio.
MALVINAS, MALVINAS...


La guerra pertenece a la política, y desde ella debe ser ineludiblemente juzgada, por lo menos en una primera aproximación. Desde ese punto de vista, la guerra por las Malvinas, hace veinticinco años, estuvo mal planteada desde el vamos. Su marco fue la fase final de la guerra fría. Para emprenderla, había que contar con la anuencia, con la "media palabra", de alguno de los poderes imperiales del tiempo. En aquel duopolio, contaban ante todo los EE.UU., porque se libraba dentro de su zona de influencia. Este aspecto de la cuestión fue manejado, por lo menos mientras no surjan evidencias en contrario, con meros supuestos que no tenían en cuenta los compromisos globales de la república imperial. Existe, desde luego, la versión de la "trampa" tendida por los yanquis. Siempre me ha parecido, desde el punto de vista del cui prodest, insostenible. Al contrario: los nortemericanos no ganaron con la guerra, sobre todo en su relación con los países de Latinoamérica. ¿Para qué iban a querer ese barullo en el patio del fondo? En cuanto al otro poder imperial, la URSS, con el cual el Proceso se había llevado bastante bien a partir de su negativa a participar en el boycott "humanitario" de Carter-produciendo así numerosas "crisis de consciencia" en el PC-, la aproximación tardía para pedir un apoyo estratégico tampoco podía resultar exitosa. Los soviéticos, directamente, podrían haber suministrado bien poco -alguna inteligencia satelital, pongo por caso-, pero nada más. Por otra parte, ellos habían actuado siempre en este patio trasero por procura cubana, conforme las reglas no escritas de la guerra fría. Esta intervención -OLAS, Tricontinental- había sido nefasta para nuestra región. La última justificación del Proceso, ya desteñida en 1982, pero a la que el "partido militar" no podía renunciar porque era su fundamento, consistía en la necesidad de una respuesta blindada y fulminante a esa amenaza. La visita de Canoro Costa Méndez a La Habana, dentro de aquel intento, sólo admite el registro de lo patético. En fin, el Vaticano, el otro poder internacional al cual podíamos acudir, había cerrado un compromiso con los EE.UU para socavar a los soviéticos en Europa del Este -mientras Bin Laden hacía lo propio en Afganistán-, y poco podía agradarle, pues, al papa Wojtila, que los argentinos le complicasen esta vía regia hacia el desgaste del enemigo con una oscura cuestión acerca de dos peñones en el Atlántico Sur. Esos mismos argentinos que ya habían protagonizado un incidente de recreo largo con sus vecinos chilenos, unos años atrás, dejándole, eso sí, un triunfo diplomático -por mano del cardenal Samoré- a la curia vaticana. Pero en una pelea de fondo, tal intervención era impensable, más cuando se estaba jugando a favor de uno de los contendientes. Por lo demás, el papa Wojtila tenía en curso, por ese tiempo, una movida dentro del diálogo ecuménico: un preacuerdo con la High Church anglicana -presidida por la reina británica-, que sí habría representado un trofeo visible para su reinado. No podíamos haber actuado, para el Papa, en peor momento, y eso se reflejó en sus viaje forzado a estas tierras, luego de visitar Londres, que cualquier mirada objetiva advierte que fue pasar una mano compasiva sobre un lomo en el que ya se dibujaba la matadura de la derrota.