lunes, marzo 30, 2009


SAN OBAMA DE LA COMUNICACIÓN, LEGIT PRO NOBIS




Obama, para mí que lo he visto por la tele y por YouTube, es un gran orador, con una pizca de las habilidades comunicacionales de los pastores evangélicos, género en el cual, aplicado al discurso político, brilló Martin Luther King. Pero Obama tiene un pequeño truco, que se ha convertido, además, en su adicción: el teleprompter. Utiliza el teleapuntador hasta en las conferencias de prensa, lo que no era habitual en sus predecesores. Algún chusco ha dicho que, en lugar de denominarlo POTUS (President of the United States) habría que decirle TOTUS (Teleprompter of the United States).

El día de San Patricio recibió en la Casa Blanca al primer ministro irlandés, Brian Cowen. Un duendecito céltico mezcló las cosas y, cuando le tocó el turno de hablar a Cowen, le pusieron en pantalla el discurso de Obama. El irlandés, que venía de escucharlo en un acto anterior, se dio cuenta inmediatamente y continuó improvisando. Cuando el tocó el turno a Obama, leyó prolija y brillantemente el discurso del irlandés, incluso agradeciendo al presidente Obama el haberlo invitado... Supera en comicidad los tropiezos de Bush el Joven, o casi. Sólo nuestro Carlitos Menem, mal orador pero genio del estrechar vínculos con el público, era capaz de salir de tales gazapos airosamente.


Yo, que nadie soy, me atrevería recomendarle a Obama un cursillo de expansión de verba con tres autoridades de la otra América. El primero, con Fidel, aunque en Buenos Aires, cuando estuvo por última vez y abrumó a los estudiantes hablando cuatro horas desde las escalinatas de la Facultad de Derecho, tenía a su lado un apuntador de carne, hueso y mojito, que le soplaba de a ratos. El segundo con Hugo Chávez, que ese las saca de su cabeza en "Aló, presidente", sin el telepronto de los gringos. El tercero, con Lady Cri-Cri, que la pifia también de vez en cuando, pero es nuestra.


Dónde sí se luce Obama es contestando preguntas desde su sitio. Un cuerpo de asesores las selecciona y otro cuerpo las contesta. Así da gusto


domingo, marzo 22, 2009



AHORA KEYNES









El proteccionismo crece; ¡ay de aquel país que sólo sabe encerrarse en el proteccionismo!, podríamos decir evocando la sombra de Nietzsche. Porque, como traté de señalar en el post anterior, dedicado a Smith, el proteccionismo económico, esto es la doctrina que propicia la penalización de la competencia extranjera en los planos comercial, industrial y financiero, mediante el alza de los derechos de aduana, cupos, contingentes y otra medidas defensivas para favorecer las actividades productivas nacionales y la conservación del empleo, resulta regulado por las conveniencias nacionales, es campo de la prudencia política y no de la teoría económica y requiere, para su efectividad, paradójicamente, el establecimiento de un área limitada de libre comercio en un espacio político confederal. Cité entonces al abate Ferdinando Galiani, que ya leía con provecho nuestro Manuel Belgrano, y a Federico List que, después de denunciar el librecambismo como una "ideología de exportación" de la Gran Bretaña, propiciaba las medidas proteccionistas en forma temporal y limitada a la defensa de las industrias nacientes, que debían ser puestas al cubierto de la competencia salvaje y el dumping de las industrias más desarrolladas de otros países.

Este sentido prudencial y político, no dogmático, fue señalado por Keynes (otra de las viejas citas subrayadas que extraigo para el debate actual) en estos términos: "como la mayor parte de los ingleses, me he criado en el respeto al liberalismo, no sólo como una doctrina económica que no podía ser puesta en duda por una persona razonable e instruida, sino casi como un capítulo de la ley moral. Dirijo el peso de mi crítica contra lo inadecuado de los fundamentos teóricos del laissez-faire, en la que fui educado y que enseñara durante muchos años, porque nosotros, la escuela de los economistas, hemos sido culpables del presuntuoso error al tratar como una obsesión pueril lo que por centurias ha sido el objeto principal del arte práctico de gobernar". Y después de este poner el problema en su justo quicio, agregaba: "por lo tanto, simpatizo más con quienes quieren reducir al mínimo el intercambio económico entre la naciones, que con los que desean aumentarlo al máximo. Las ideas, los conocimientos, la ciencia, la hospitalidad, el viajar, éstas son cosas que por su naturaleza debieran ser internacionales. Pero dejemos que las mercaderías sean fabricadas en casa, toda vez que sea razonable y prácticamente posible y sobre todo que la finanza sea eminentemente nacional". Esto es, el comercio internacional no resulta por sí mismo fructuoso y pacificador y jamás resulta, como quería la teoría ricardiana de las ventajas comparativas, una especie de perinola que siempre cae en "todos ganan". Escenario de conflictos de intereses, y juegos de dominación, está lejos de ser el curalotodo al que los países deben acudir en masa. Especialmente, nos previene contra los juegos de la finanza internacional, cuyo desmadre tenemos a la vista. Concluía de este modo: "un aislamiento nacional mayor que el existió en 1914, serviría indudablemente a la causa de la paz. Así, desde este punto de vista, la política de una mayor autarquía nacional va considerada, no como un ideal en sí mismo, sino como dirigida a la creación de un ambiente en el cual otros ideales pueden ser perseguidos con mayor seguridad y agilidad" ("Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero", FCE, México, 1943, p. 325 y artículo en la Yale Review, t. V-XXII, p. 758). Esta última cita, proveniente de un artículo titulado "Autosuficiencia Nacional", que publicara en la revista de la Universidad de Yale, difícilmente se encontrará recogida hasta en los mismos keynesianos de pro. La asociación entre autarquía y paz puede resultar discutible, en vista de la historia posterior, pero lo que hoy puede afirmarse es que la vinculación automática entre librecambio y paz tampoco resulta demasiado sostenible. En rigor, la idea keynesiana de la autosuficiencia se parece a la que expuso en los 40 Solano Peña Guzmán en dos libros notables y hoy olvidados ("La Autarquía de la Economía Argentina", 1942 y "La Economía y sus Fundamentos Sociológicos", 1956), esto es, la tendencia a la superposición geográfica del centro productor con el centro de consumo. El comercio internacional se vería así reducido, si no en su volumen, en los bienes intercambiados, que serían aquellos que no se produjesen o lo fuesen insuficientemente en cada espacio confederal. Es posible que en breve resulte absurdo que el Honda japonés se produzca en Ohío y el Ford norteamericano en México, sin perjuicio de que la hiperconectividad que la tecnología desparrama por el planeta, volcada hoy en buena parte a lo trivial y efímero, tenga entonces un lugar para que aquellos ideales que evoca la cita de Keynes, no financieros ni mercantiles, aparezcan allí manifestados con más vastos alcances.



Por cierto, si ante la globalización de la crisis todos los países, invitados repentinamente a desglobalizarse, se encerrasen en un proteccionismo blindado, en un aislamiento económico sin fisuras, tanto en la faceta comercial como en la cambiaria, laboral y financiera, se derrumbaría el comercio internacional arrastrando en su caída varias estanterías más, no sólo finacieras y económicas, sino también políticas. No se trata, pues, de hacer trizas el comercio mundial, sino de que deje de funcionar como un supuesto punto omega hacia el cual debe tender la humanidad, para operar, en cambio, como el complemento necesario del desenvolvimiento de la producción y el consumo, no ya en países encerrados sino en grandes espacios ordenados bajo la forma política de la confederación. Tanto el encierro acorazado bajo el signo de la autosatisfacción como el comercio universalizado bajo la utopía de la pax mercatoria en el planeta resultan sueños de la razón que, como se sabe, originan monstruos.
Subrayo lo de los espacios políticos confederales. La suposición de que puede ordenarse la esfera financiera, para aplicarse a la esfera económica, sin que la crisis afecte el orden político, fundado sobre la democracia liberal, resulta, cuando menos, ingenua. Lo que convencionalmente llamamos "crisis" es, en realidad, una agitación aqueróntica que sacude y seguirá sacudiendo desde su fondo mismo la occidentalidad moderna, que se presentaba como el paradigma final de la historia humana. De ese torbellino, pasado por la prueba de enfrentamientos y sufrimientos, deberá asomar un nuevo Nomos u orden de nuestro planeta, cuyo signo y señales de reconocimiento apenas podemos hoy vislumbrar, pero que comenzará por los fundamentos, esto es, la religión, la cultura y la política, los campos más abarcativos de la vida. Los intentos actuales del tipo G-20 o de escribir un nuevo Bretton Woods dejando lo demás como está resultarán, muy probablemente, "repúblicas de viento", como llamara un poeta. Lo que podemos atisbar del nuevo Nomos es que los grandes actores de la gran política que viene van a resultar, relativamente al número actual de estados naciones (supuestos actores de un juego global que apenas toma en cuenta a unos cuantos) pocos, y agrupados en lo que Carl Schmitt llamó un pluriverso de "grandes espacios", geoestratégicos y culturales. A mi ver, anoto aquí de paso para desarrollarlo en otras entradas, estos grandes espacios, superada ya la forma política moderna por antonomasia, el Estado nación, herido de muerte en su característica esencial, la soberanía política y jurídica, se organizarán bajo formas políticas vinculadas a los clásicos imperios y a la confederación organizada bajo la subsidiariedad de abajo hacia arriba.


Lo cierto es que ahora, por ahora, el proteccionismo se viene, así, a la que te criaste, como la resaca después de una larga borrachera librecambista, con la terrible cara de hereje de la necesidad. Pese a las reservas de los expertos -expertos, recordemos, en equivocarse siempre, que es una forma de ser profetas a la inversa- y de las pláticas en el G-20, donde también estamos nosotros, para colmar la confusión general. La Buy American Act (el "compre norteamericano") es una buena prueba, pese a la tirria que despierta esta medida en la UE, donde, por otro lado, medidas proteccionistas en cada país apuntan día a día (p. ej., orientar a los bancos a que presten con preferencia a las empresas nacionales). Y sin perjuicio de las jaculatorias que todavía se elevan para que el comercio internacional vele por nosotros, lo cierto es que a cada momento se va descortezando un poco más, tanto en las grandes naciones exportadoras (Japón, Alemania, China) como en las pequeñas y, ni qué decir tiene, en el caso argentino donde a la crisis general se le suman los continuos desaguisados anticampo del parapresidente Néstor y su vocera, lady Cri-Cri. El marco convencional de tratados que apuntalan el libre comercio y, desde 1995, a la OMC, pueden revelarse, en la práctica, como papel mojado. En lo interno de cada país -empezando por aquellos donde campean los adalides del libre comercio- a cada momento se le agregan nuevos vagones al tren del proteccionismo, donde se enganchan empresarios que piden tipos de cambio favorables y barreras aduaneras, sindicatos que claman por protección a las fuentes de trabajo y clausura de la inmigración y, en el furgón de cola, subidos de apuro, se arraciman los políticos que ayer gargarizaban sobre los beneficios de la globalización.


No debe causar asombro, por otra parte, que los EE.UU., rompiendo promesas efectuadas ayer nomás en el G-20, deriven unilateralmente hacia el proteccionismo. En otro post hicimos referencia a las medidas proteccionistas anti dumping propiciadas por Hamilton cuando fue secretario del Tesoro durante le presidencia de Jorge Washington. Años más tarde Henry Clay, que propugnaba una home market policy, esto es, una política económica dirigida al mercado interno obtendría del Congreso una panoplia proteccionista, enderezada sobre todo contra los estados del Sur, eminentemente exportadores. Fue influido por el pensamiento de Federico List, amigo de Lafayette que llegó a tierras norteamericanas como refugiado político desde Alemania. Saltando en el tiempo, Hoover, en 1933, obtiene la sanción de la Buy American Act -en cuyo molde se ha vaciado la actual. El proteccionismo fue continuado por Roosevelt cuando ese año asumió la presidencia: el New Deal, en síntesis, es una planificación autárquica de gran envergadura. Al mismo tiempo, la Carta del Atlántico (1941), para el "mejor porvenir del mundo", y el esquema trazado en Bretton Woods en 1944, de donde salieron el Banco Mundial y el FMI, se estableció bajo el dogma librecambista y para reducir barreras al comercio internacional, confirmándose la función de careta ideológica de conveniencia que tiene aquella doctrina para los juegos de dominación.
La crisis del 29, originada en las finanzas, se transmitió de inmediato a la economía y alcanzó casi sin espera a la política, como esfera más abarcadora de las inquietudes del hombre, e incluso a la cultura y a la religión en vastas y sucesivas proyecciones concéntricas. En el mundo actual, con su red de conexiones instantáneas, ello habrá seguramente de producirse de modo más veloz e impresionante. El tránsito acelerado del librecambismo al proteccionismo es apenas un síntoma del crepúsculo de los dioses postizos de la modernidad.




















martes, marzo 10, 2009


SMITH Y LA EXCEPCIÓN


La época cuyo cierre nos toca atravesar exige volver a las fuentes, en medio de las simplificaciones y hasta simplezas intelectuales que se nos infligen cotidianamente.


He vuelto a hojear algunos libros de economía que frecuenté bastantes años atrás y, en los subrayados de antaño, me he encontrado -o recordado- algunas sorpresas. Ahora que se habla de nuevo de proteccionismo, encuentro en Adam Smith, nada menos, este parrafito:


"Pero hay dos casos en que será muy útil, por regla general, imponer alguna carga o contribución importante sobre la introducción del extranjero para fomentar la industria doméstica o nacional. El primero, cuando cierto ramo de la industria es necesario para la defensa del país. En Gran Bretaña procuran las Actas de Navegación, con muy buen acierto, conceder a la Marina el monopolio del comercio nacional, en unos casos por medio de absolutas prohibiciones, en otros por medio de cargas impositivas sobre fletes y bajeles de naciones extranjeras".


Y más adelante, el profesor de Filosofía Moral arriba retratado añade: "dicha Acta de Navegación es la más acertada, acaso, de cuantas ha establecido la nación inglesa" ("Investigación de la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones", Barcelona, 1933, tº II, p. 197 y 200). El escocés no estaba desacertado: aquella brutal medida proteccionista y monopolizadora establecida en tiempos del Lord Protector Cromwell, durante la efímera república puritana, fue el instrumento que permitió hacer realidad aquello de Britannia rule the waves durante doscientos años imperiales. La medida justa, en el momento adecuado, impulsada por un jefe político y militar excepcional. List advertirá, más tarde, que el puro librecambismo de la escuela clásica era un producto solamente de exportación. Hoy resulta oportuna la relectura, cuando el péndulo de la teoría inicia su vuelta.
Claro que esta dialéctica libercambismo/proteccionismo no debe tomarse como un aut/aut ideológico, que exija tomar partido absoluto por una u otra posición, error en que han caído sostenedores de cada una de aquéllas. En 1776, año en que Smith publica su "Investigación...", Arkwight patenta su invento de la hiladora mecánica de algodón, aplicándole la máquina de vapor recientemente inventada por Watt. Diez años después, Cartwright, médico y poeta, inventa el telar mecánico, que aumenta exponencialmente la producción del tejedor. Contando con esta industria textil que no admite competencia, el Board of Trade, la Cámara de Comercio que funcionaba al flanco de la Corona para establecer la política económica, casi siempre con un ministro del gabinete al frente, regula monopólicamente su producción y su exportación. Mientras tanto, hacia el exterior los economistas difunden la atrayente teoría de la libertad de comercio, allanando las aduanas de otros reinos y naciones. Había un imperativo proteccionista y monopolista hacia adentro y un "verso" librecambista para afuera. Así se desarrollaron Manchester y Liverpool como megalópolis industriales, mientras la Gran Bretaña se enriquecía con la exportación de textiles de algodón y con el tráfico de esclavos destinados a las plantaciones del Sur de los EE.UU. Nuestros paisanos usaban ponchos manchesterianos (más baratos que los salidos de los telares salteños) y encababan aceros de Leeds para sus facones. La India vería a su tiempo destruida su industria textil autóctona. Y un subproletariado de desplazados, de mujeres y niños explotados y de obreros cuyo único paraíso era el alcohol, llenó los suburbios de las grandes ciudades, tal como Dickens relató, Eugenio Sue folletineó y Marx (buen lector de este último) habrá de teorizar.

Pero ese mismo proteccionismo brutal, aplicado a las colonias de ultramar, produjo la revolución norteamericana. Las colonias debían seguir las conveniencias de la metrópoli, que exigía materias primas baratas y prohibía las industrias locales. Por ello se denegó a las trece colonias exportar tejidos de lana, sombreros o destilar la melaza de la caña de azúcar para producir ron (que era la mercadería que se entregaba a los jefes tribales africanos o mercaderes árabes a cambio de muchachas y muchachos negros destinados a la esclavitud) y hasta producir el azúcar mismo. Pitt el viejo pontificaba en 1770 que en las colonias no podía producirse ni el clavo de una herradura. Estas demasías, cuando llegaron a la ley de sellado y al impuesto sobre el té, gatillaron, xomo es sabido, la rebelión. El monopolio extremo llevó al alzamiento, primero contra el Parlamento y acto seguido contra el monarca.
En 1789, cuando Washington asume la presidencia conforme la Constitución de Filadelfia, nombra secretario del Tesoro a Alexander Hamilton, que establece una ley de protección industrial, con aranceles ad valorem. Toda industria que comienza debe ser protegida. Hamilton sabía su lección, y que ahora debían echar mano al proteccionismo para defenderse del dumping del imperio (en algunos estados norteamericanos podían conseguirse artículos de fabricación inglesa más baratos que en Londres).
El péndulo librecambista/proteccionista se mueve en función de la gran política, no de las ideologías preconfeccionadas. El abate Galiani, en su "Discurso sobre el Comercio del Trigo" había dicho ya que lo regulaba la conveniencia nacional. Hoy, en los EE.UU., los demócratas se orientan hacia el proteccionismo (cuando los demócratas del Sur fueron tradicionalmente librecambistas, para favorecer la exportación de sus productos de agricultura extensiva) y los republicanos, proteccionistas de vieja cepa, gruñen y meten arena en los cojinetes de la maquinaria obamaniana. Pero el péndulo ha iniciado inexorablemente su retorno.
He citado al abate Ferdinando Galiani, un contemporáneo de Adam Smith, y corresponde añadir algunas notas sobre su figura. Le hizo frente en su tiempo a la “secta de los economistas”, como llamó a los fisiócratas, antepasados de nuestros tecnócratas financieros actuales. A los veintiún años escribió en italiano “De la moneda” (1750), donde desarrolla una teoría del valor a partir de un análisis psicológico de las nociones de utilidad (lo que produce un placer) y rareza (cantidad limitada de cosas que nos sirven), planteando así las bases de lo que luego sería la escuela marginalista, hoy unánimemente aceptada por la "secta de los economistas". A poco, sin embargo, se manifiesta partidario de dejar de lado la rareza para concentrarse en el trabajo (fatica), que otorgaría el valor a todas las cosas. Marx no pasaría por alto este aporte. Más tarde, radicado en Francia, escribiría, en un francés terso y elegante que admiró Voltaire[i], su “Diálogos sobre el comercio de trigo”, reflexión acerca del proteccionismo, los controles y la libertad comercial. Galiani criticó de modo incisivo a los fisiócratas (la “secta”), que creían haber descubierto la inmutable lógica de una física económica, cuyas leyes “naturales” ofrecerían un modelo de necesidad a toda actividad humana. Uno de los sectarios, Mercier de la Rivière, nos ha dejado páginas que se parecen mucho a los de los gurúes actuales de la new economy. Las leyes naturales económicas producirían la eterna armonía entre el interés particular y el general, llevando a la humanidad a la dicha. Hasta ayer nomás se nos decía que los ciclos económicos, donde los períodos de recesión se alternaban con los de expansión, habían muerto (fin de los ciclos, fin de la historia...) y la humanidad tenía por delante la prosperidad por tiempo indefinido. Del mismo modo que los sectarios de ayer creían que la Naturaleza les dictaba leyes económicas infalibles, los sectarios de hoy creen (o creían hasta este año 2009) que la Razón se encarna únicamente en el proceso de formación de precios en el mercado. Si los de ayer dogmatizaban que sólo la agricultura era capaz de dar un producto neto, los de hoy creen -peor aún- que la única fuente de verdadera riqueza reside en el crecimiento bursátil de los mutual funds y los hedge funds (luego llegó Bernard Madoff y ya se sabe). Galiani señaló la relatividad histórica y política de toda orientación económica. Partidario de la libertad comercial, enseñaba que los principios debían aplicarse a los tiempos, lugares y circunstancias particulares, y teniendo siempre en cuenta la “convivencia civil”. En definitiva, encuadraba la economía como una ciencia tópica, al igual que el derecho o la política y demás disciplinas pertenecientes a lo que otra gran mente dieciochesca, Juan Bautista Vico, llamara el “mundo político y civil”, irreductible a los modelos de necesidad. No hay que abdicar la responsabilidad humana en manos de la Naturaleza, una gran dama -decía el abate- que no puede ocuparse en zurcir nuestros descosidos.
El péndulo retorna.

[i]) Casanova lo encontrará en París, donde el abate, brillante causeur en los salones, le dijo que le gustaría traducir la Biblia al napolitano, para volverla simpática a todo el mundo.