jueves, diciembre 14, 2006

JUICIO AL JUICIO ABSOLUTO
-A propósito de “Juicio al Mal absoluto” de Carlos Nino-

por Luis María Bandieri


¿Se puede llevar ante los tribunales algo que calificamos de “mal absoluto”?

¿Puede haber “un juez o tribunal competente, independiente e imparcial”[1] para juzgar el “mal absoluto”?

El “mal absoluto”, ¿cabe dentro del derecho?

En una guerra civil, ¿uno de los bandos puede encarnar el “mal absoluto”?

Estas preguntas rondan a los argentinos que buscan comprender los caminos sinuosos y cada vez más intrincados que ha ido tomando el juzgamiento de las demasías y atrocidades ocurridas durante nuestra guerra civil de los 70. Resultan interrogantes que no sólo inquietan a los juristas: la judicialización creciente e incontenible de múltiples aspectos de la vida conduce al hombre común a preguntarse sobre el derecho, especialmente ante los crímenes crueles, sin hallar otra cosa que respuestas cada vez más incomprensibles.

Carlos Nino se planteó aquellas preguntas e intentó responderlas en un libro póstumo –“Juicio al Mal Absoluto”- publicado en 1997[2]. Ese mismo año publiqué una serie de cuatro artículos críticos sobre el libro, cuyas tesis consideraba y sigo considerando erróneas[3]. La obra de Nino viene de reeditarse[4]. Y si bien el texto no fue modificado ni corregido, cuenta ahora con un prólogo del ex presidente Raúl Alfonsín, de especial interés. Es tiempo, casi una década después, y ante el giro que han ido tomando las instancias judiciales sobre acontecimientos de aquella guerra, que amenazan con persecuciones masivas, de revisar el libro y su crítica.

Comenzaremos con una semblanza del autor.

Un iusfilósofo analítico

Carlos Santiago Nino fue un distinguido filósofo del derecho y hombre público, fallecido inesperadamente en agosto de 1993 en La Paz, Bolivia, adonde había sido llamado como consultor en materia de reforma constitucional. Había cumplido hasta entonces una brillante carrera, iniciada con el diploma de honor de la Universidad de Buenos Aires, al culminar sus estudios de abogacía. Más tarde, se doctoró en jurisprudencia por Oxford. Fue titular de Filosofía del Derecho en la UBA y enseñó en las universidades de Harvard, Yale, Princeton y Columbia. De 1983 a 1989 se desempeñó como asesor presidencial de Raúl Alfonsín, que lo califica en el prólogo de “querido amigo y exigentísimo colaborador”. Le cupo entonces una destacada actuación, tanto en los prolegómenos del juicio a las juntas militares como en los proyectos de leyes posteriores, destinados a evitar la cascada de juicios a oficiales de rango inferior. Presidió el Consejo para la Consolidación de la Democracia e inspiró allí diversos dictámenes, entre ellos el relativo a la atenuación del presidencialismo clásico por medio de instituciones de cuño parlamentarista, lo que tendría principio de aplicación en la reforma constitucional de 1994, al introducirse la jefatura de gabinete.

Fue Nino uno de los principales animadores de la corriente “analítica” de la filosofía del Derecho, que tiene entre nosotros destacados cultores. Para el lector lego en estas distinciones y matices, debe aclararse que la filosofía analítica no resulta estrictamente una escuela, sino el producto de la delimitación de un campo metodológico dentro de la filosofía o, en otras palabras, un modo de filosofar. Su núcleo es el análisis lógico del lenguaje ordinario y los problemas que allí se plantean con respecto a los significados. Su mayor preocupación consiste en otorgar un fundamento teorético riguroso a las ciencias empíricas. Lo que suelen analizar los analíticos no son cosas, hechos o conductas, sino enunciados, normas, axiomas, cuyo sentido pretende explicarse de un modo unívoco, intersubjetivamente verificable, lógicamente coherente y científicamente objetivo. El conocimiento científico, para los analíticos, es el único modo admisible de saber verdadero. Todo otro tipo de saber, resulta para este enfoque propio de un filosofar “metafísico” en el sentido más intensamente peyorativo que pueda asignarse a este término.

Auque no constituyen en puridad una escuela, los analíticos, que cuentan con diversas, animadas y enfrentadas corrientes internas, proceden escolásticamente respecto de toda forma de pensamiento ajena a su horizonte intelectual. Si la analítica es un modo de hacer filosofía frente a cierto tipo de problemas, sus seguidores reducen la filosofía, precisamente, al examen exclusivo de ese tipo de problemas, afirmando, al mismo tiempo, que la única manera de abordarlos es con el método analítico. Como suele decirse, para quien sólo tiene un martillo en la mano, el mundo entero asume forma de clavo. Este reproche de cierre de perspectivas, por cierto, no le cabe sólo a los analíticos sino, en general, a casi todas las escuelas de pensamiento y, con especial énfasis, a sus agencias epigonales en el país, una vez que se institucionalizan y comienza la producción de fieles discípulos, luego del empuje innovador de los fundadores.

Los iusfilósofos cultores de la analítica se confundieron, durante cierto tiempo, para el espectador del debate intelectual, con los positivistas jurídicos estrictos. En términos sintéticos para el lego, un iuspositivista estricto sostiene que la validez de un orden jurídico depende de haber sido sancionado por el legislador autorizado, según el mecanismo regularmente autorizado. El campo del Derecho es el de la producción y aplicación de la norma. Investiga, en consecuencia, las condiciones de legalidad y validez de los actos jurídicos o, lo que es lo mismo, la conformidad de su producción con las normas que los autorizan. La ciencia jurídica, para asimilarse a las ciencias empíricas, debe depurarse evacuando toda referencia a juicios de valor, a las ideas de justicia y de equidad, a la moral, la política y, en general, a un ajuste a cualquier idea finalista, que resultaría peyorativamente “metafísica”. El iuspositivismo, puesto a punto por el jurista de Praga Hans Kelsen, uno de los más grandes del siglo XX, mantuvo un rol preponderante como base teórica de la práctica jurídica hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Después de Nuremberg

Los tribunales militares de Nuremberg y Tokio, establecidos por potencias vencedoras una vez finalizada la conflagración, se desarrollaron desde un fundamento teórico por fuerza alejado del positivismo. Los principios jurídicos del nullum crimen nulla poena sine lege y de la imposibilidad de la aplicación ex post facto de la norma penal fueron dejados de lado, especialmente al establecerse la categoría de los “crímenes contra la humanidad” desde una perspectiva iusnaturalista. “Iusnaturalismo”, aclaremos también para el lego, indica una posición para la cual existen normas que tienen validez moral y jurídica independientemente de su incorporación a la ley positiva.

Como bien dice Agnes Heller[5], la humanidad no tenía en 1945 sistema legal positivo, por lo cual no era posible infringir la ley positiva de la humanidad. Las sentencias de Nuremberg y Tokio se asientan sobre la postulación de un orden jurídico no positivo, ínsito a la especie humana, entendida esta última como un grupo social cuyos miembros poseen derechos innatos, irrestringibles e irrenunciables a la vida y a la libertad, los cuales derechos, si se infringen por quienes, aun siguiendo mandatos jurídicos positivos, se colocan al margen de la misma especie, acarrean una sanción penal. El posterior desarrollo de los derechos humanos marca este renuevo del iusnaturalismo, y por consiguiente, de su polémica con el iuspositivismo. Ya Kelsen no dejó de advertir este problema y, aunque partidario de los tribunales internacionales, criticó los fallos de Nuremberg y Tokio como emanados de una corte de los vencedores y les negó el carácter de precedentes válidos, por su fundamento iusnaturalista.

La corriente iusfilosófica analítica, formada mayoritaria, pero no exclusivamente, por sostenedores del iuspositivismo, se vio también afectada por esta polémica. El pensamiento de Nino, en este punto, resulta decisivamente influido por el de Ronald Dworkin, quien plantea el derecho vigente en una sociedad como un conjunto de estándares que el juez y el funcionario tienen el deber “moral” de reconocer e imponer. Aceptado este matiz, se entiende que el enfrentamiento entre iuspositivistas de estricta observancia e iusnaturalistas de fuente clásica podría quedar disuelto. La cuestión levantó una polémica dentro de la corriente, contraponiéndose a la opinión de Nino la de otro relevante analítico, Genaro R. Carrió.

Las tesis del libro

Nuestra guerra civil con sus crímenes cruzados, la dictadura durante el Proceso de Reorganización Nacional, la vuelta al gobierno de elección popular a partir de 1983, y los juicios posteriores, especialmente el llevado a cabo contra las juntas militares, proporcionaron el marco histórico y la oportunidad práctica no sólo para que Nino pusiera a punto su pensamiento sobre el tema sino para que también aconsejara al presidente Raúl Alfonsín sobre las acciones concretas a seguir. Nuestro autor, como punto de partida, se pregunta: ¿cómo juzgar el “Mal Absoluto”? El “Mal Absoluto” se encarna en las violaciones masivas de derechos humanos efectuadas desde el Estado. Esto es, se manifiesta en lo que suele denominarse “terrorismo de Estado”. Yendo a su raíz filosófica, Nino encuentra que ese “Mal Absoluto” se corresponde con lo que Kant llamó el “mal radical”. Y concluye que el “Mal Absoluto” puede y debe ser juzgado y castigado, desde una perspectiva prevencionista de la pena. En resumen, las tres tesis principales del libro son:

Ø Mal Absoluto = terrorismo de Estado
Ø Mal Absoluto = mal radical kantiano
Ø El Mal Absoluto es juzgable y castigable desde el prevencionismo

Sobre la expresión “terrorismo de Estado”

El giro “terrorismo de Estado”, del que nos hemos servido más arriba, no aparece habitualmente en la obra de Nino de 1996. Su prologuista del 2006, Raúl Alfonsín, en cambio, lo utiliza en varias ocasiones. En una década, la violación generalizada de los derechos fundamentales ha quedado automáticamente asociada al “terrorismo de Estado”. El terrorismo de Estado supone un Estado terrorista, indiferente a toda pretensión de legitimidad de título o ejercicio, cuyo poder se asienta pura y simplemente en la violencia sobre la población, ejercida por medio de secuestros, torturas y asesinatos. Se asocia, normalmente, al ejercicio dictatorial del poder por medio del ejército y demás fuerzas armadas, que se sirven, además, de formaciones paramilitares o parapoliciales. La expresión “terrorismo de Estado”, en puridad, encierra una falacia que vacía de sentido teórico político a la noción de “terrorismo”. El terrorismo es un recurso político que se utiliza contra un gobierno o conjunto de gobiernos, con el propósito de jaquearlos y eventualmente derribarlos, por grupos, generalmente reducidos y de actuación urbana, que producen a designio, por diversos actos de violencia, un estado de terror en la población en general[6]. No interesa, para el caso, el grado de legitimidad del gobierno contra el cual los terroristas combaten. Lo que define al terrorismo es que se dirige contra un gobierno o conjunto de ellos, pero sus blancos son aleatorios y elegidos mayormente entre la población civil, en la que produce sorpresa y abatimiento (la pregunta del “¿por qué?”). Esos actos o amenazas deben crear la impresión de poder reiterarse indefinidamente y, en cada caso, debe haber una reivindicación, una “marca de fábrica”. Los actos de los gobiernos que se califican como “terrorismo de Estado”, esto es, secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones forzadas, etc., son crímenes de Estado, crímenes que se intentará en algún momento cubrir con la “razón de Estado”, pero no terrorismo. Normalmente no se reivindican y hasta se pretende, muchas veces, darles la apariencia de sucesos corrientes. En otras ocasiones, se echa mano de un sello -como el de la “Triple A” de 1973 a 1975-, que encubre a un grupo paraoficial de sicarios. Los blancos de estos crímenes son los enemigos del gobierno, reales o supuestos, pero no aleatorios ni pertenecientes a la población en general. No pretenden crear una sensación de repetición indefinida, sino que persiguen la aniquilación o doblegamiento del bando enemigo, que, en muchos casos, ha recurrido ya al terrorismo y procederá a la retorsión por esa vía.

En ambos casos, en el del terrorismo y en el de los asesinatos de Estado, como en todas las guerras y conflagraciones, se echa mano al terror. Pero el terrorismo resulta un uso particular y específico del terror, como hemos visto. La expresión “terrorismo de Estado” transforma los crímenes de Estado en la única clase de “terrorismo” computable y jurídicamente relevante. Incluso, sólo llegan a considerarse “víctimas” las que han sufrido tales actos o sus deudos, y no las de atentados terroristas. El resultado es que, en situaciones como las de nuestro enfrentamiento intestino de los años 60 y 70, ocurrido bajo el registro de la “guerra revolucionaria” y de su respuesta contrainsurgente, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período de la dictadura militar, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza[7].

Volvamos a las tesis de Nino.

Mal radical y Mal absoluto

La pregunta básica que Nino plantea –recordemos- es: ¿cómo juzgar el Mal Absoluto? Corresponde ahora interrogar al autor sobre los fundamentos filosóficos de tal pregunta, su sentido y alcance. La presencia del mal en el mundo ha preocupado desde siempre a los filósofos, portavoces en esto, más que en otros interrogantes de su disciplina, de los interrogantes de los hombres todos. Porque el hombre, normalmente, hace el mal. A su vez, lo conoce y lo re-conoce sufriéndolo, y sin embargo perdura en él, convirtiéndolo en un dato básico de su existencia. La pregunta sobre el mal se cruza necesariamente con la pregunta sobre la existencia: ¿por qué hay algo y no más bien nada? y, visto que hay algo, ¿por qué hay mal en lugar de bien? Afinando la pregunta: ¿por qué el hombre, en ejercicio presunto de su libertad, provoca a sabiendas en sufrimiento del prójimo?

De este inmemorial ejercicio indagatorio del pensamiento Nino nos reporta, como vimos:

· Que el Mal Absoluto se manifiesta en las violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado.

· Que ese Mal Absoluto es lo que Kant llamó “mal radical”

· Frente a estas ofensas contra la dignidad humana, extendidas, persistentes y organizadas, la reacción de nuestro sentido moral normal y del derecho penal ordinario parece inapropiada. Hannah Arendt señaló que esos agravios resultan, a la vez, imperdonables e incastigables. Trascienden el reino de lo humano y, según la misma autora, resulta hasta inmoral castigarlos.

· Nino asegura, en cambio, que pueden y que deben ser castigados, desde una perspectiva prevencionista de la pena.

Mal radical no es Mal absoluto

A esta altura, al lector le asalta la sospecha de que quizás convenga profundizar un poco el resumen de Kant y Arendt que brinda Nino. (Para todo lo siguiente se asume que el borrador puesto a punto por el profesor Owen Fiss era el definitivo del autor, lo cual, como se verá, no parece tan evidente).

Hannah Arendt, en 1951[i][8], concentra la creencia fundamental del totalitarismo de este siglo en la fórmula “todo es posible”, que abre la puerta a un mal político hasta entonces desconocido, cuya magnitud sobrepasa la iniquidad humana anteriormente manifestada. El mal político se regía hasta entonces por la premisa del “todo está permitido”, donde hay una implícita referencia a la norma y a la prohibición violadas. En el mal absoluto y extremo del totalitarismo moderno el principio, se repite, es el de “todo es posible”, desde el cual, sin sentimiento de infracción a un orden previo, puede decidirse la superfluidad de otros en tanto otros para continuar habitando el mundo. Es un mal hecho a hombres por otros hombres para los cuales lo humano ya no se reconoce. Por eso, resulta imperdonable e incastigable, ya que su máxima fundante va más allá de nuestro sentido común genérico humano. No podemos medirlo con los patrones de culpabilidad, que aprecian grados, cuando se presenta como un absoluto. Es la irrupción de un “mal radical”, que implica, en lo político, colocar todas las cuestiones bajo el absoluto todo o nada (la nada, que se expresa en la anulación del otro en el campo de concentración)

“Mal radical” deriva de una expresión de Kant (“La Religión dentro de los límites de la mera Razón”, 1793)[9]. El mal -la intención de hacerlo- reside en la naturaleza humana y resulta inseparable de ella. Pero el hombre, en su dimensión instintiva, pasional, eudemónica (=que busca la propia felicidad), si comete el mal, lo hace desde la inocencia. Para Kant, el hombre no es bueno por naturaleza, pero tampoco naturalmente malo. La maldad consiste en que el hombre tiene conciencia de la ley moral (del deber) y, a pesar de ello, su conducta asume reglas que desvirtúan aquélla. Esta maldad resultante de malas máximas opuestas al deber moral, se remite a un mal de raíz, un “mal radical”, anterior a cada mala intención, a cada mala acción, y que es como el fundamento de todas las malas máximas. El mal radical, que afecta a todo el género humano, es innato e inextirpable, pero vencible por medio del bien. El mal radical kantiano recuerda al pecado original. El género humano, en sus comienzos y misteriosamente, ha infringido inconscientemente la ley moral; de allí, deriva la conciencia del bien y del mal, la posibilidad de la mala máxima y, también, la de superarla por medio de la ley moral, del deber. Planteado el deber por la razón, cualquier motivación “natural” de la conducta pierde inocencia. Todos los males derivan de ese mal radical, originario, anterior a toda mala intención, a cada mala acción.

Desde el enfoque kantiano, el mal radical no resulta ni puede igualarse al mal esencial y absoluto, aunque abre la posibilidad de su manifestación, como producto de un ejercicio perverso de la inteligencia y de la libertad. La lógica del mal absoluto, como la lógica del bien absoluto, son para Kant caminos sin salida. No existe la posibilidad, dentro de ese enfoque, de atribuir las grandes manifestaciones del mal político en nuestro siglo (matanzas sistemáticas, “grandes cementerios bajo la luna”, campos de envilecimiento y exterminio, bombardeos nucleares o con fósforo de población civil) a una suerte de demonios con forma humana, situados voluntariamente al margen de la humanidad corriente. Con el mal radical, puesto en acto por parte de hombres corrientes, hemos visto desaparecer los límites y entrevisto que aquello de lo que por esa vía el hombre es capaz resulta aparentemente insondable.

De allí la pertinencia del pensamiento de Hannah Arendt, al haber colocado esta irrupción del mal radical como eje del análisis político del final de la modernidad.

Para Nino, como se ha visto y resumimos ahora a título recordatorio, el mal absoluto se identifica con el mal radical kantiano, se encarna en las violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado y, disintiendo en ello con Hannah Arendt, resulta castigable desde una perspectiva prevencionista de la pena. Yendo a los textos de Kant[10], observamos que en ellos no se identifica el mal radical con el mal absoluto, aunque aquél posibilite las manifestaciones de éste. El mal radical kantiano apunta al origen del mal y de sus máximas fundantes en nuestra misma naturaleza inteligible. El mal radical, la raíz del mal, reside en un enigmático acto inteligible previo a toda experiencia, en que se antagoniza con la ley moral. Es, siempre según Kant, el mal del género humano, mal de todos aunque no todos incurran en él. Las irrupciones del mal radical en nuestra historia cotidiana no se producen, pues, por la acción de algo así como demonios con forma humana, o de agentes cuya conducta resultase tan incomprensible como la de “gente que no comparta nuestros conceptos de tiempo y de espacio”[11]. Aún aquel mal que sentimos como el eminente y terrible de una época (los campos de concentración o el bombardeo atómico, para nuestro tiempo; los crímenes del Terror jacobino para el de Kant); aún en aquellos casos, para decirlo con frase kantiana, en que se pone al crimen como máxima fundante de la conducta y “la violencia marcha alta la frente, erigida en principio”[12], se trata de obra de hombres como nosotros, no de endemoniados o alienígenos. La irrupción del mal radical echa un destello sobre lo que el hombre es capaz de provocarle a otros semejantes ( capacidad aparentemente sin límites) y, a la vez, recrea en todos nosotros una responsabilidad de pertenencia al género humano la cual, en la medida en que reconoce que el mal no es sólo cuestión de “otros”, permite reinstalar a las víctimas en la condición humana de que han sido momentáneamente destituidas por los actos malvados.

Comprender la trivialidad del mal

Aquí es donde se inserta la reflexión de Hannah Arendt sobre la inmensa trivialidad del mal. Los malvados de la realidad no obran como Yago, que se reconoce y regodea como tal y, según Shakespeare y Verdi, llega a decir algo así como “Mal, sé tú mi bien”. En el mundo real, quienes ejecutan magnicidios y genocidios obran conforme a alguna justificación que, a sus ojos, bonifica sus acciones. Los malignos actúan como buenos fracasados y se sirven de un arsenal de argumentos y justificaciones, donde se pone a contribución lo terreno y lo ultraterreno, los libros sagrados y la bandera, así como los falsos universales exigentes de sangre, cual la Raza, el Pueblo, la Revolución, la Seguridad Nacional, etc. Esas justificaciones permitieron los campos de la muerte en serie de Auschwitz, Maidanek, Belsen, Sobidor, Treblinka, los bombardeos de Dresde, Leipzig y Hamburgo, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las tragedias de Oradour, Katyn, My Lay, Sabra y Chatila, las carnicerías entrecruzadas de la limpieza étnica balcánica y de los conflictos intertribales del Africa posmoderna, pasando por la matanza armenia, las de las plazas de Tlatelolco y de Tiananmen, así como las inmolaciones en nombre de la Revolución y de la razón de Estado durante los ‘años de plomo’ latinoamericanos, o los “daños colaterales” en Serbia, Irak o el Líbano.

Hannah Arendt, observando a Eichmann dentro de su jaula de cristal blindado en Jerusalén, acuñó con la agudeza de su talento la fórmula de la “terrible trivialidad del mal”. El mal no resulta de una posesión demoníaca, de una inducción diabólica, de una perversidad innata esencial, o de cualquier móvil anclado en el flanco oscuro del alma; el mal no es como Shakespeare lo dramatizó o como Verdi lo puso en música. El hombre al que allí se juzgaba era mediocre, ordinario, estereotipado. En carta a Gershom Scholem, nuestra autora dice: “tiene razón: he cambiado de opinión y no hablo más de mal radical. Pienso, a esta altura, que el mal jamás es radical, que es solamente extremo, y que no posee profundidad, ni dimensión ni resulta demoníaco. Puede invadir y convulsionar el mundo entero precisamente porque se propaga como un hongo. Desafía al pensamiento, porque el pensamiento busca llegar a lo profundo, tocar las raíces y, cuando se ocupa del mal, se frustra y no encuentra nada. Allí reside la trivialidad del mal. Tan sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical.”[13]

El mal, que se expresa en la ruptura de la comunidad humana básica, donde se reconoce al otro como semejante, es puesto en práctica por agentes ordinarios, funcionarios o cuadros militantes puntillosos, dispuestos a creer sin examen y a obedecer sin pensar, a pervertir la idea de deber y a refugiarse sin sobresaltos en la subordinación. Al enigma del origen del mal radical en Kant, agrega ahora Arendt el escándalo de su trivialidad, que por repetido y permanente tiende a hacerse casi aceptable, a condición de que se ejerza sobre alguna categoría de los ‘otros’ que aún no nos alcance, y a los que corresponde el papel de perdedores.

No obstante la amplitud de los males sucedidos en lo que va del siglo, apenas examinamos el pensamiento de Kant y de Arendt, observamos la actualidad terrible del problema del mal, pero no su renuevo. No podemos consolarnos acudiendo a un pasado donde, en materia de males las cosas hayan sido mejores, ni salvar nuestro deprimido presente acudiendo a un porvenir que lo explique y excuse. Advertimos que la inteligencia técnica para producir el mal ha tenido notable incremento en la centuria que se cierra; en un mundo concebido en términos puramente utilitarios y bajo el enfoque macro de los grandes números estadísticos, como señalara Arendt, la tentación de considerar que algunos ‘otros’ se han convertido en materia superflua y desechable, sigue en pie, pese a nuestro esfuerzo de proclamación de los derechos humanos, ya que estos son más fáciles de afirmar que de respetar.

Hasta la Ilustración, hasta el Cándido de Voltaire, para poner una fecha, el problema del mal giraba alrededor de Dios y de su exculpación en el origen de aquél. En la posmodernidad, el problema del mal está concentrado alrededor del hombre. A través de los grandes sacudimientos del siglo XX, continuados en el actual, desde la revolución bolchevique a la invasión de Irak, pasando en Latinoamérica por las dictaduras de comandantes y generales, hemos entrevisto que si la política no es el mal extremo, puede ser la ocasión de su puesta en acto. La política se transforma en agente del mal epocal cuando pretende cambiar el mundo y nuestra vida, convirtiéndose en realización de cierta idea del bien. Hoy, la racionalidad económica ha arrinconado a la política y, a su turno, pretende presentarse como la única forma correcta de organizar el mundo y la vida en común de los hombres dando lugar así, quizás, a una enésima versión del ‘reino de las tinieblas’ que preocupaba a Hobbes.

Inconmensurabilidad del Derecho y el Mal absoluto

Tales son los temas que deben preocupar a la teología y a la filosofía. Pero el jurista, que no puede enfrentar culpas absolutas, sino medibles y graduables, no está en condiciones de reglar con el Derecho el mal eminente de su tiempo. Porque o cae en la trampa de la trivialidad del mal extendido y permanente que al ser de todos diluye cualquier responsabilidad y concluye siendo de ninguno, o desata el mecanismo del ‘chivo emisario’, con su rodaje sacrificial destinado a purificar el mundo mediante la extinción del malvado de turno, recreando la buena conciencia del resto. Es curioso que esta época en que se ha roto con cualquier sistema referencial significativo, pretenda que aquello que ni la religión ni la filosofía toman a su cargo, deba asumirlo el Derecho, especialmente a través de su rama penal. El mundo se juridiza, al mismo que se priva al Derecho de todo sistema referencial externo.

Frente al mal incesante y proteiforme, el Derecho, y especialmente su rama represiva, no puede cumplir el papel que se le asigna de perseguidor de ciertas formas del “mal absoluto” de la época. Hay una inconmensurabilidad entre el “mal absoluto” y el Derecho que ningún laboreo analítico puede solventar. El proceso penal, donde se juzgan personas, no es -no debe ser- proceso a sistemas de pensamiento y acción, por más repudiables que nos resulten. Hannah Arendt lo expresaba así en su reportaje sobre el proceso de Eichmann:

“La justicia exige que el imputado sea acusado, defendido y juzgado y que se dejen en suspenso todas las cuestiones, aunque parezcan más importantes, del tipo de las siguientes: ¿cómo ha podido ocurrir esto? ¿por qué? ¿por qué los judíos? ¿por qué los alemanes? ¿cuál fue el papel de los otros países? ¿en qué medida los aliados son corresponsables? ¿cómo los judíos pudieron contribuir mediante sus propios jefes a su propio aniquilamiento?...Porque lo que se lleva a cabo es el proceso de sus actos [los de Eichmann] y no el los sufrimientos de los judíos, no el del pueblo alemán o el de la humanidad, menos aún el del antisemitismo y del racismo”[14].

Arendt, que no dejó de ser criticada por esta toma de posición, señalaba así, al mismo tiempo, los límites del Derecho y la dimisión de la religión, la filosofía y la ética de sus propios deberes, que se pretendía y pretende derivar al proceso penal. La vehemencia de la respuesta judicial a cierta figura del mal eminente de una época, el deseo de causarle desde la sentencia todo el mal posible, puede acarrear inesperados efectos perversos. Nuestra acción desde la esfera judicial contra el mal, emprendida con las mejores intenciones, puede abrirle las puertas a otras figuras del mal, y lo benéfico convertirse en maleficio, cuando se intenta por las vías que no son las apropiadas.

Por otra parte, en situaciones de guerra civil, sólo las falacias de la propaganda pueden presentar a un bando como representante del bien y la inocencia y otorgarle al contrario el monopolio de la malignidad y la crueldad. Ya hemos visto cómo, a través de la expresión “terrorismo de Estado”, queda en el campo un solo bando concentrador de la culpa, el bando demoníaco de los malvados. Por otra parte, ¿cómo puede emitirse una juicio de mérito cuando lo que debe juzgarse es el “mal absoluto”? ¿Qué imparcialidad e independencia podrían mantenerse frente a aquél? No hay juicio posible, sino condena anticipada. ¿Qué causas de justificación, qué atenuantes podrían invocarse frente a lo absoluto del mal? ¿Qué clases de juicio, jurídicamente hablando, son entonces aquellos donde se dice juzgar al “mal absoluto”?

La cuestión es vastísima, y un comentario sólo puede insinuar algunas apostillas. Pero sorprende que la obra póstuma de Carlos Nino diga sobre el mal absoluto, y sus fuentes filosóficas explícitas -Kant y Arendt- menos que lo que aquí se expresa, ni tampoco abra demasiado la discusión sobre su proyección jurídica. Se plantea el juicio al mal absoluto sobre una aparente incomprensión de lo que el mal absoluto significa para las fuentes de que echa mano, y sobre otra aparente incomprensión de lo que significa traer el mal absoluto al juicio jurídico. El autor comentado no parece haber releído a Kant en su fuente y mantener un atraso de información en cuanto al pensamiento de Arendt. No es sólo que sea discutible la solución al problema, sino que parece haberse olvidado el arte de plantear debidamente los problemas. Hace ya unos cuantos años, Allan Bloom, comentando la “Teoría de la Justicia”[15], decía que John Rawls era el producto de una escuela que creía haber inventado la filosofía, que utilizaba a su antojo tanto a Aristóteles como a Kant y que, además, tenía -y de ello se lamentaba Bloom- un cuasi monopolio de la enseñanza dela filosofía. El trabajo iusnalítico de Nino -con la salvedad de que su autor, muy probablemente, no alcanzó a redactar una versión definitiva- me trajo a la memoria aquella crítica.

Advertimos, en resumen, cierta inconsistencia en la obra póstuma de Carlos Nino, referida a cómo juzgar el “mal absoluto”, acerca de dos cuestiones fundamentales: a) la caracterización filosófica del “mal absoluto”; b) las posibilidades de la justicia de los tribunales para juzgarlo como tal. Nino diluye la noción kantiana de “mal radical”, refiere superficial y desabridamente el renuevo que de ella realiza Hannah Arendt y trivializa -incluso, por momentos, hasta desconoce- los desenvolvimientos del pensamiento de esta autora, decisivos para su tema. Arendt, aplicando a nuestro tiempo el instrumento de análisis del “mal radical”, concluye que su rostro es “trivial”, representado por funcionarios que quieren cumplir, prolijamente y sin crearse mayores problemas, las directivas emanadas de sistemas que conciben al mundo en términos utilitarios y, por lo tanto, se estiman legitimados para decretar, en nombre de la realización eficaz de cualquier absoluto, la condición de superfluas de enteras categorías de semejantes. Este mal de nuestro tiempo -que no agotó en los dos máximos malignos con patente del siglo XX, Stalin y Hitler- resulta, a la vez, imperdonable e incastigable, esta última circunstancia porque no son los tribunales los llamados a corregirlo. Los tribunales no tienen otro medio y otro remedio que graduar y medir culpas relativas, salvo convertirse ellos mismos en definidores y dispensadores del Bien íntegro y absoluto[16], con lo cual, paradójicamente, caerían en la trampa del “mal radical”. En los tribunales no corresponde juzgar sistemas, regímenes o ideologías, por inicuas que sean, sino personas, a través de un juicio justo. El juicio al gulag. al lager, a las “cuevas” del Proceso, no corresponde a los tribunales de justicia sino a la política, a la filosofía, a la moral e incluso a la religión. El Derecho no está en condiciones de hacer su trabajo; mejor dicho, lo hará inevitablemente mal, aunque con las mejores intenciones. El Derecho, so pena de trivializarse malvadamente, no es el Bien -sólo sabe contestar al mal con otro- ni puede resultar el cruzado ideal contra el Mal absoluto. Por otra parte, estos juicios no dirigidos contra los concretos criminales que han vilipendiado a sus semejantes desde el poder y con el amparo de la simbología del Estado, sino contra sistemas y regímenes entendidos como encarnación del Mal absoluto, crean la ilusión de que el Mal es algo que pasó y que quedó atrás, ya juzgado y sepultado, rehaciendo y reforzando a cada instante nuestra buena conciencia virtuosa. Pero el mal es incesante y proteico; creyéndolo enterrado, sólo conseguimos que pasen inadvertidos sus incesantes avatares. Así, construyendo una débil metafísica del mal donde ciertas formas epocales son tomadas como referentes únicos y supremos, ocurre lo que bien ejemplifica Alain Badiou: “a fuerza de ver a Hitler por todas partes, se olvida que ha muerto -y que bajo nuestros ojos pasa el advenimiento de nuevas singularidades del Mal”[17].

¿Prevencionismo del mal absoluto?

Nuestro autor, por otra parte, se pronuncia por un fundamento prevencionista del castigo penal, y con diversos argumentos asegura que el prevencionismo funciona incluso respecto del castigo en sede tribunalicia del Mal absoluto y de los diversos crímenes en que de preferencia se manifiesta, es decir, violaciones masivas de derechos humanos desde el Estado y “crímenes contra la humanidad”. Anotemos que el fundamento del castigo penal preocupó desde siempre al profesor Nino, hasta el punto de hacerlo tema de su tesis doctoral. Aunque todos poseemos sobre este asunto de la pena y de su fundamento ciertas nociones intuitivas bastante firmes, ubiquemos al lector sobre los términos del problema. Las teorías justificatorias del castigo penal responden básicamente a dos corrientes: la que sostiene que la pena se aplica a alguien porque ha delinquido; b) la que sostiene que la pena se aplica a alguien para que no delinca o vuelva a delinquir. En un caso, la pena es la retribución impuesta hoy por el delito cometido ayer; en el otro, la pena es la disuasión expresada hoy para que no haya otro delito mañana. El prevencionismo del profesor Nino, que justifica el castigo en tanto sea eficaz (exitoso en la evitación futura de iguales ilícitos) y económico (debe imponer el mal menor), se enrola en la segunda corriente. Mientras el retribucionismo encuentra su justificativo en cierta idea de justicia en el mal infligido a quien ha realizado previamente y a conciencia otro mal, el disuasionismo o prevencionismo halla su basamento en la utilidad de ahorrar a la sociedad males mayores que los empleados en el castigo mismo. En la actualidad, la disputa entre estos dos principios alcanza un pico dramático, ya que el aparente fracaso del prevencionismo y de su posición subsidiaria, el correccionalismo recuperativo, han llevado a un resurgimiento salvaje de las pulsiones hacia la venganza privada (amplificada por los mass media) y la retribución colectiva (“los árabes”, “los judíos”, “los iraníes” deben ser indiscriminadamente castigados por sus supuestas culpas mancomunadas y solidarias). Apartándonos de esta discusión, ajena a este comentario, cabe observar, sin embargo, que el fundamento disuasorio parece no corresponder al castigo en los “crímenes contra la humanidad”, y en cambio sí resultarle más congruente la concepción retributiva, que tuvo en Kant a uno de sus más esclarecidos defensores. Los autores mediatos e inmediatos de violaciones masivas de derechos humanos desde la función estatal, en efecto, se consideran justificados por la ley y las circunstancias, invocan normalmente el deber y la necesidad y, una vez caído el régimen al que han servido y durante el cual han delinquido, suelen comportarse como ciudadanos irreprochables, e incluso parte de ellos se recicla eficazmente en el régimen sucesor del colapsado. Si el castigo se rigiese por el prevencionismo estricto, difícilmente podría punirse a estos criminales, que en la abrumadora mayoría de los casos no volverían a delinquir. Por otra parte, no sale muy airoso de un escrutinio la afirmación de Nino acerca de que el retribucionismo es antiliberal, mientras que el prevencionismo afirma los valores liberales. En efecto, si se permite el pleonasmo, el prevencionismo tiene por efecto determinar sanciones preventivas; pues bien, las sanciones penales preventivas a los grupos considerados riesgosos han sido el manjar de los penalistas al servicio de sistemas totalitarios, expertos en imaginar castigos antes de que haya nada que castigar[18]. Por fin, tampoco la justificación prevencionista se entiende bien en el contexto en que la coloca el profesor Nino, es decir, de juicios retroactivos a los criminales contra la humanidad, en que el viejo y basilar principio del nullum crimen nulla poena sine lege se deja de lado por aplicación de otros principios del derecho considerados superiores. Prevención y retroacción son dos conceptos que no casan en lo absoluto.

En su polémica con la justificación retributiva, que envuelve la noción de castigo al actuar culpable y, por lo tanto, según nuestro autor, lleva al “abismo del puro subjetivismo”, la obra comentada propone superar la noción de culpabilidad y plantear una visión objetiva entendiendo como mal provocado por el delito “la frustración de planes de vida o intereses de la gente”. En otras palabra, pasamos de la culpa al daño. En el derecho penal clásico, la relación entre el acto y el mal provocado era la voluntad criminal. Como hay dificultad en establecer esa voluntad criminal, se trata de partir ahora del daño escandaloso provocado por el acto. Se plantea así un delito objetivo expresado en un daño concreto. El daño califica el mal y la responsabilidad. La responsabilidad subjetiva originada en la culpa es sustituída por una responsabilidad objetiva originada en el daño sufrido por la víctima. Esto puede sonar muy posmoderno -algunos lo dan como fundamentos de ciertas formas de desjudicialización y mediación penal-, pero no es otra cosa que la vieja dialéctica impureza-purificación que se corresponde con el mecanismo sacrificial[19]; en otras palabras, la clausura de la más que bimilenaria tradición del díkaion griego y el jus romano.

Los errores materiales y de traducción

Se reitera que las críticas de este comentario están sujetas a caución, ya que el autor, lamentablemente, murió antes de una lectura definitiva de su manuscrito. Decíamos en nuestro comentario de hace casi una década a la primera edición: “las inconsistencias e incongruencias apuntadas merecerían una revisión más fina, en una próxima edición, de los materiales póstumos del profesor Nino, para homologarlos con el resto de su muy importante obra jurídica”. Sin embargo, esta segunda edición reproduce literalmente la primera. Como se sabe, el manuscrito del profesor Nino fue escrito en inglés, bajo el título “Radical Evil on Trial”. Poco antes de morir, se lo entregó en Buenos Aires al profesor de Yale, Owen Fiss, junto con los originales de otro trabajo “The Constitution of Deliverative Democracy”. Según se informa al final del libro, el profesor Fiss conversó con Nino en Buenos Aires, acerca de revisiones al manuscrito que el autor deseaba realizar. Luego de la muerte de Nino, el profesor Fiss, junto con otros colaboradores de Yale, procedió a preparar los originales para su publicación. Aun así, se notan errores que ya señalábamos en nuestra crítica en “La Nueva Provincia”, confiando en que los discípulos y seguidores del profesor Nino, que son numerosos, tomasen nota para nuevas ediciones.

Se observa, por ejemplo:

En las pags. 53/54 se afirma: “mientras que Pétain fue ejecutado, la sentencia contra Laval fue reducida a prisión perpetua”, cuando las cosas ocurrieron exactamente al revés, ya que Pierre Laval fue ejecutado, todavía bajo los efectos del cianuro con el que había intentado envenenarse, y a Henri Philippe Pétain le fue conmutada la sentencia capital por reclusión perpetua.

Los nombres propios siguen apareciendo muchas veces deformados: p.. 60 “Gaetano” por el político portugués Marcelo Caetano; p. 113 se asienta “Buliging” por el autor analítico local Eugenio Bulygin; p. 115 se escribe “Esquiadone” por Giadone (Dante); p. 140, el notable penalista Aguirre Obarrio es reducido a “Barrio”, etc.

En la página 161, nota 5, se continúa afirmando que “La Gaceta” fue el primer periódico argentino y que Bernardino Rivadavia fundó la Biblioteca Nacional. Resulta casi innecesario rectificar: el primer periódico argentino fue “El Telégrafo Mercantil” y la Biblioteca Nacional fue creada por una orden de la Primera Junta de gobierno, bajo la inspiración de Mariano Moreno.

La traducción tampoco es muy feliz, con empastamiento continuo de la frase y pobreza de sintaxis. Puede criticarse desde la versión del título, ya que el original era “Radical Evil on Trial”, literalmente “juicio al mal radical”, y no “absolute evil”, mal absoluto. Teniendo en cuenta la fiuente kantiana, que hemos recordado más arriba, el matiz tiene su importancia. En la p. 37 se vierte “altos oficiales del gobierno”, cuando allí officers debe traducirse por “funcionarios”. En la p. 144 se habla de “las sanciones penales que fueron reveladas” (se refiere al fallo del juicio a las Juntas de Comandantes); es evidente que ese “revelar” (to reveal) vale por “publicar” o”divulgar”.

A veces, la falta de información es evidente. En las ps. 140/141 se hace referencia al primer estado de sitio decretado durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Dice que “el estado de sitio se limitó a la detención por sesenta días de seis miembros de las Fuerzas Armadas y seis civiles”, el 21 de octubre de 1985. Lo cierto es que fue un dislate jurídico. Con el Congreso en sesiones y sin declarar el estado de sitio, invocando la redacción originaria del inc. 20 del art. 83 de la CN, del texto de 1853, que fue derogado en la reforma de 1860, el presidente ordenó por sí los arrestos. “Yo creía que la generalidad –de la declaración del estado de sitio- era un requisito constitucional implícito”, anota Nino. Y creía bien nuestro jurista –que además escribió sobre los fundamentos del derecho constitucional- ya que el estado de sitio puede estar limitado en el territorio, pero no respecto a determinadas personas. Agrega que “el presidente revocó el estado de sitio unas pocas semanas después”. Lo cierto es que, superada la desprolijidad inicial, el estado de sitio duró desde el 25 de octubre al 9 de diciembre de 1985[20].

Alfonsín y la obediencia debida

La obra contiene valiosa información sobre algunos entretelones del juicio a las Juntas Militares, entre ellos una reunión del entonces presidente Alfonsín con seis jueces de la Cámara Federal, mientras se desenvolvía el juicio, en la casa del autor. Fue secreta, ya que, como anota Nino (p. 163, n. 79), con cierta obviedad: “una reunión pública hubiera sido escandalosa dado que el Tribunal estaba preparando su decisión y el gobierno hubiera sido acusado de orquestar el juicio”. También reviste interés el relato que efectúa Nino acerca de cómo se coordinó la toma de posición del candidato Raúl Alfonsín, en la campaña, respecto de si se aceptaría la amnistía dictada por la última Junta presidida por el gral. Bignone, si se procesaría a militares, con qué alcances y hasta qué nivel de responsabilidad.

El candidato presidencial Raúl Alfonsín asumió el compromiso de juzgar a las cabezas de ambas facciones de la guerra civil y, especialmente en cuanto al bando contrainsurgente, discriminar niveles de responsabilidad, a fin de permitir el saneamiento y continuidad de la institución militar. El abogado Alfonsín expuso esta posición durante su campaña y, en especial, en una conferencia pronunciada en agosto de 1983 -poco antes de los comicios del 30 de octubre de ese año- en la Federación Argentina de Colegios de Abogados, bien resumida por Nino quien informa, además, que por esa época otros analíticos, como Martín Farrell, Jaime Malamud Goti y el autor, mantenían reuniones con el entorno inmediato del candidato para diseñar cómo llevar adelante aquellos propósitos.
En la conferencia se reconocían tres categorías de militares intervinientes en las operaciones de contraguerrilla: a) los que planearon la acción contrainsurgente y emitieron las órdenes correspondientes; b) los que se excedieron de esas órdenes, por crueldad, perversión o codicia; c) quienes cumplieron estrictamente con las órdenes recibidas. Este último grupo quedaría exento de persecución penal. Alfonsín sostenía, junto a este distingo, la inconstitucionalidad de la ley de amnistía postrera del Proceso (Ley 22.294). Italo Luder, el candidato justicialista, si bien en desacuerdo con esa ley, destacaba que su eventual derogación violaría la garantía constitucional que impide la aplicación retroactiva de la ley penal. Sobre este punto giró buena parte de la polémica entre los aspirantes a la Presidencia. Luder se sentía más cerca del triunfo y trataba de evitar que su gobierno comenzara en el fragor de un enfrentamiento con los militares en retirada. La apuesta de Alfonsín, como desafiante del favorito, era más fuerte sobre este punto, aunque amparada en el distingo prudencial antes referido, que debería evitar que el entonces llamado "partido militar" fuese llevado en bloque al banquillo de los acusados, provocándose así una rebelión. Este distingo prudencial giraba sobre la obediencia debida como causa de justificación. La mayoría ciudadana se volcó a este último criterio el 30 de octubre de 1983, incluido quien escribe este artículo.

Es evidente, entonces, que la “obediencia debida” fue un tema de campaña planteado en 1983 por el candidato Raúl Alfonsín, puesto a punto por intachables analíticos y acompañado por el voto mayoritario de la ciudadanía. Lo reconoce el ex presidente en el prólogo, donde afirma que las leyes de punto final y obediencia debida fueron necesarias –aunque no “buenas”, subraya- para circunscribir la persecución penal a “los grandes responsables”. Recuerda, además, lo obvio, esto es, que no fueron dictadas bajo ninguna presión que pudiera acarrear un vicio de voluntad en los legisladores que las votaron y, por lo tanto, volverlas nulas como actos jurídicos. Cuando se examina el esmero con que aquel edificio prudencial fue derribado por legisladores y jueces, con el aplauso y la aceptación del partido del ex presidente Alfonsín, cabe el asombro. Las reservas, resguardos y críticas con que sus propios partidarios acompañan las referencias a esas leyes de amnistía o al manejo de la crisis militar de Semana Santa, por ejemplo, llevan a pensar que a nuestro ex presidente podría serle aplicado algún día, ojalá lejano, aquel epitafio: “en vida hizo mucho bien y poco mal: pero el poco mal lo hizo bien y el mucho bien lo hizo mal”

Conclusiones

Los juicios a militares e incluso a algunos civiles que se desarrollan ante nuestros tribunales penales federales dependen, como fundamento último, de la posibilidad de un “juicio absoluto” de castigo al “mal absoluto”, esto es, lo que hoy se denomina terrorismo de Estado. No me refiero a fundamentos inmediatos, como los que la mayoría de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación expuso en el paradigmático caso “Simón”, fallado el 14 de junio de 2005. Allí se invocaron los tratados internacionales referidos a derechos humanos, y la costumbre internacional, para considerarlos por encima de garantías de legalidad e irretroactividad contenidas en la Constitución Nacional. Conforme con ello, se dejó de lado la doctrina sentada por la misma Corte en el caso “Camps” (1987), sobre la constitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. La posibilidad del juicio absoluto al mal absoluto opera como un “fundamento del fundamento”[21], como su piedra basilar. Carlos Nino lo advirtió en su tiempo y allí dejó su obra (con todos los reparos efectuados respecto de su eventual carencia de una última corrección), a modo de asiento originario de un edificio que se estaba levantando ante su vista. Ahora bien, el escrutinio de ese fundamento del fundamento revela indigencia filosófica e imposibilidad jurídica. Pero es sobre estas bases inconsistentes que se está recreando en los tribunales nuestra guerra civil, ahora convertida en juicio absoluto a quienes de antemano están condenados porque llevan consigo el sello de malvados absolutos. Las consecuencias en cuanto a la destrucción de la concordia resultan inmensurables. La cuestión es salir definitivamente de las ruinas de nuestra guerra intestina, no renovarlas periódicamente, aunque sea con las mejores intenciones.-



[1] ) Garantía judicial contemplada en el art. 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica)
[2] ) Emecé editores
[3] ) En “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca
[4] ) Emecé editores/Ariel
[5] “Más Allá de la Justicia”, Planeta Agostini, Barcelona, 1994, p. 54/55
[6] ) La resolución 51/210, «Medidas para eliminar el terrorismo internacional», adoptada en la 88 Asamblea Plenaria de la ONU, del 17 de diciembre de 1996, proclama en el punto I.2 que dicha Asamblea:«reitera que los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos son injustificables en cualquier circunstancia, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra naturaleza que puedan ser invocadas para justificarlos.»

[7] ) La expresión “terrorismo de Estado” puede servir también para caracterizar el patrocinio que un Estado, real o supuestamente, presta para la realización de actos terroristas fuera de su territorio. Son, en todo caso, crímenes cuyos autores mediatos o instigadores pertenecen al elenco de gobierno de un Estado. No cabe, frente a ellos, establecer condenas colectivas contra un Estado –como ocurre con los llamados rogue States o “Estados villanos”-, lo que convertiría a toda su población, indiscriminadamente, en blanco de las represalias. Son los falsos universales del tipo “los árabes (o los judíos, o los serbios, etc.) deben pagar por esto”, que siempre exigen sangre.
[8] ) “Los Orígenes del Totalitarismo”, tº III, “Totalitarismo”, Alianza Universidad, 1987, ps. 652/6, 660, 678/81
[9] ) Naar informa que Kant, a su vez, tomó esta expresión de una obra de Baumgarten de 1773. “La Religión dans les Limites de la Simple Raison”, trad. de J. Gibelin, introducción y notas de M. Naar, Librairie Philosophique J. Vrin, Paris, 1985, p. 23
[10].) Kant ,Manuel, “La Religión dentro de los límites de la mera Razón”, cit,
[11] ) Nino, op. cit. p. 35
[12]. Kant, Manuel, “Principios Metafísicos de la Doctrina del Derecho”, UNAM, México, 1978, pags. 153- 154. Al comentar los regicidios de Carlos I y Luis XVI, Kant los considera crímenes inmortales e inexpiables.
[13]. Arendt, Hannah, cit. por Revault D’Allonnes, Myriam “Ce que l’homme fait à l’homme”, Seuil , Pris 1995, pág. 24. Negrita del autor.
[14].) Arendt, Hannah, “Eichmann à Jerusalem”, Gallimard. Collection Folio Histoire, ps. 14./15
[15].) Bloom, Allan, The American Political Science Review, june 1975.




[16]) Un Bien que se define a partir del acto malvado, como su contracara virtuosa, y resulta así, como anota certeramente Baudrillard “, “concebido de manera proteccionista, miserable, negativa, reactiva” (“La Transparencia del Mal”, Anagrama, Barcelona, 1991, p. 95
[17]) Tomás Abraham, Alain Badiou, Richard Rorty, “Batallas Eticas”, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires 1995, p. 140.
[18]) Ver Agnes Heller, op. cit. ps. 210/212
[19]) Véase René Girard, “La Violencia y lo Sagrado”, Anagrama, Barcelona, 1983. Sobre dikaion y jus, Michel Villey, “El Derecho en la perspectiva griega, judía y cristiana”, Ghersi editor, Buenos Aires, 1978.
[20] ) El presidente Alfonsín habría de establecer nuevamente el estado de sitio desde el 29 de mayo al 27 de junio de 1989.
[21] ) Para usar la expresión de Heidegger, der Grund des Grundes.

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