jueves, marzo 24, 2022

UCRANIA VS. RUSIA: ¿HITLER CONTRA HITLER?

                                                                                  



Para los charlistas habituales de los medios, Vladimir Putin es el nuevo Adolfo Hitler y Ucrania toma el lugar de los Sudetes en 1938 (Wikipedia está empachada de consultas al respecto). A la vez, Rusia emprende la campaña con la clarinada staliniana de “desnazificar” Ucrania, gobernada por una banda de “drogadictos y nazis”. En el siglo XXI, en las vastas llanuras –las estepas negras- antaño cabalgadas por los cosacos, parece que está peleando Hitler contra Hitler. El buen sentido, cuyo reparto deja mucho que desear, nos susurra que si todos son nazis y Hitler está al frente de ambos lados, nadie es nazi y quizás es hora de caer en la cuenta de que Hitler lleva largos años de finado. Anotemos, pues, en esta guerra, una primera baja importante: la del sobado argumento de la reductio ad hitlerum para sellar cualquier disputa y justificar cualquier condena (“A Hitler le gustaban los ovejeros alemanes; Fulano tiene un ovejero alemán; mmm”), lo que ya provocaba el sarcasmo de Leo Strauss en los años 50 del siglo pasado. Tampoco sirven las categorías de la guerra fría: “Occidente”, el “mundo libre y democrático”, de un lado y, por el otro, las autocracias opresivas y antioccidentales. Caído el imperio soviético en 1991, se produjo lo que Massimo Cacciari llamó la “cópula necrófila” entre un turbocapitalismo aplanador de vocación planetaria con el espectro del marxismo, carente ya este último de su tensión escatológica. Los últimos entramados de la cultura occidental, que alguna vez se llamó Cristiandad, montada a su vez sobre las columnas clásicas grecorromanas, se han ido diluyendo en una resaca monocolor que arrastra un conato de transmutación de la naturaleza del hombre y de las cosas. Las democracias, sujetas a la ley de hierro las oligarquías, se manifiestan en clases políticas autorreferenciales, muchas veces dinásticas y casi incestuosas, a las que se les perdió el pueblo justificante que ya no se sabe dónde está, hasta que lo invoca el populismo reductor que las persigue como su inevitable sombra. Las autocracias –especialmente se apunta hacia la rusa y la china- demuestran, contra la literalidad de la expresión que las identifica, que el soberano solitario es una ficción. Siempre hay una difusión del poder entre un núcleo de poderosos visibles o encubiertos. En la autocracia china, de ese núcleo, que se rige con las normas de integración del viejo mandarinato, surge por cooptación el hombre fuerte de turno, ahora el superpoderoso Xi Jinping. En la autocracia rusa, de luenga tradición, la estructura es semejante para establecer el hegemon, con una titularidad presidencial resultante de parecido proceso de cooptación, sancionado en elecciones canónicas. En el reajuste de imperios a que tiende el actual tablero político mundial (con la China, los EE.UU. y la aspiración rampante de Rusia, así como jugadores menores, como Turquía, Irán, Arabia Saudí, etc.) la autocracia parece más funcional a la continuidad del gran juego que las votaciones cuatrienales de los EE.UU., no exentas de trapisondas como la que encumbró a Joe Biden. Pero no puede plantearse un antagonismo irreductible entre la forma actual de nuestras democracias liberales y las autocracias, porque en ambos casos la oligarquía, para decirlo con el título de un famoso artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, es la “forma trascendental de gobierno”, con reducción a términos simbólicos de la efectiva participación política ciudadana en la toma de decisiones. Democracia liberal írrita y autocracias opresivas se solapan en sus consecuencias sojuzgantes para la gente de a pie. El enfrentamiento de Rusia con Ucrania obedece a otros factores y antecedentes en los que el autor de “Mi Lucha” no cuenta para nada. Tampoco puede interpretarse con el vocabulario del mundo bipolar de la “guerra fría”. Y menos como contienda entre democracia y autocracia. Para situar el conflicto debemos partir de dos afirmaciones. La primera es que Rusia no se comprende sin Ucrania y que Ucrania no se comprende sin Rusia. La segunda, es que Rusia necesita a Europa y Europa necesita a Rusia. En el fino fondo ser ruso, como ser ucraniano, es una forma singular de ser europeo. ¿Es Rusia “asiática”? Un gran pensador suizo, Gonzague de Reynold, que entre nosotros tradujo con excelencia un argentino olvidado, Alejandro Ruiz Guiñazú, arrancaba en 1949 su vasto ensayo “El Mundo Ruso”, con la afirmación: “Rusia es asiática”. Rusia no pertenece a Europa. "Rusia es Asia", asentado en 1949, quería decir que Stalin y su imperio soviético eran hijos de los mogoles, extraños a Europa, y radicalmente diversos de ella, que debía combatirlos. "Oriental" equivalía, en ese esquema, a "asiático", "antioccidental". Asia es allí y entonces la turba nómada, la Horda de Oro mogolo-tártara con Gengis-Khan a la cabeza. Hoy, cuando nadie se atrevería a clasificar a los pueblos asiáticos como “hordas”, le han salido a de Reynold unos discípulos que nunca en su vida han oído ni oirán hablar de su maestro. La cuestión está planteada entre “Occidente” y Rusia, encarnada en un autócrata cruel, probable enfermo mental, de rasgos vagamente asiáticos. Europa, los EE.UU. y el resto del “mundo libre” -candorosamente resucitado- deben cerrarse ante su amenaza, mientras el Imperio del Medio, la China de Xi Jinping, balconea hábilmente la contienda. Volviendo a la afirmación inicial de Gonzague de Reynold, lo curioso es que ella se desmiente con la propia trayectoria de la historia política rusa que la obra describe admirablemente. Pero desde la Rus’de Kiev (988), cuando el varego Vladímir, luego santo y, al mismo tiempo, fornicator maximus, máximo coleccionista de esposas y concubinas (lo que podría quizás no ser incompatible) se casa con Ana, princesa "porfirogenética" (purpurada) de Bizancio, se incorporan a la cultura bizantina . Ya antes los varegos -vikingos- eran vasallos del emperador romano de Oriente, constituyéndose más tarde la "guardia varega" como la de suma confianza del monarca. La cultura bizantina, formadora de la cristiandad oriental, era esencialmente heleno-cristiana, con gran influencia sobre la Europa occidental durante la Edad Media. Bizancio educó a los pueblos de Europa oriental y, educada por ella, Rusia fue parte de Europa. La lengua literaria de entonces, el eslavón clásico, sobre el que se forma la lengua rusa, y también la ucrania, es más próxima al griego clásico que lo están del latín las lenguas románicas formadas en el Medioevo, como la que nosotros hablamos. Fue un cristianismo matizado con sentimientos e ideas de origen griego, por lo que el Viejo Testamento y su dios celoso no influyeron tanto allí como en Occidente, donde reaparece con el protestantismo. La diferencia entre "orientales y occidentales" fue la diferencia entre una Grecia a través de Roma al Poniente y una Grecia a través de Bizancio al Levante –originándose así el mito de la tercera Roma. De Bizancio, la Moscovia que sucede a la Rus’de Kiev había recibido una teología política que giraba sobre dos ejes: el primero, que el emperador, el basileus, el “zar” (César) a partir de Iván III, estaba revestido de un carácter sacro, con una misión apostólica de defensor de la fe; el segundo, una idea común con la cristiandad medieval, que el imperio romano no podría desaparecer de la historia; a lo sumo, quedar momentáneamente suspendido, en estado larval. El último de los emperadores bizantinos, Constantino XI Paleólogo, que murió con las armas en la mano, no dejó hijos, sino unos sobrinos, recogidos por el papa Pío II. Iván III solicitó al pontífice la mano de la única sobrina mujer, Zoé. Un legado papal condujo la Paleóloga a Moscú, e Iván asumió la sucesión de los emperadores bizantinos y, a través de ellos, de los emperadores romanos. Recapitulado esto, si Rusia es Eurasia antioccidental, entonces España es Euráfrica. La Horda de Oro de Gengis-Khan manejó Rusia desde 1240 hasta 1380 y podemos alargarlo hasta 1480 cuando Iván III los echa definitivamente. Los mogoles dieron a la futura Rusia una escuela de guerra y un espíritu de cruzada, pero su absolutismo oriental sólo reforzó una enseñanza bizantina: el basileus y el autocrator a imagen y semejanza de Dios. España fue árabe durante siete siglos y sólo algún bodoque ochocentista pudo decir aquello de que “Europa acaba en los Pirineos”. Rusia es Europa y Europa necesita a Rusia (¿qué hace la OTAN, el Atlántico Norte, en los confines de Europa? se preguntaba con razón Solyenitzin hace casi cuarenta años) así como Rusia necesita a Europa. Europa necesita a Rusia para recobrar los pilares clásicos de su cultura, que admite y se nutre con las diversas impostaciones nacionales, y hoy está diluida en un “occidentalismo” global y sin raíces, que se expresa en la jerga de lo políticamente correcto. Rusia necesita a Europa para reconocerse, con su componente mítico y milenarista, que el comunismo soviético redujo a escatología carnal fracasada, como parte de una vasta unidad cultural abarcadora, que llamamos “europea”, con la que nuestra ecúmene iberoamericana se encuentra necesariamente emparentada. Ucrania como “límite” Y Rusia precisa de Ucrania así como Ucrania precisa de Rusia para asegurar, ambos, sus identidades. No sólo Ucrania, sino todos los países donde convergen los eslavos occidentales necesitan de Rusia, y ésta de aquéllos, para afirmar su singularidad y conservar la riqueza de su diversidad. “Ucrania” es palabra que significa “límite” y tiene las características y naturaleza del límite: une y separa, mira a ambos lados; pero es necesario para de-finir cada lado –finis, en latín, es límite. Esa característica de límite en el caso ucraniano se manifiesta en su misma diversidad lingüística. Su fatalidad quiso que fuese el límite entre los eslavos occidentales, celosos de sus lenguas, y los eslavos orientales, predominantemente rusófonos, y que esa delimitación atravesase sus tierras. Es un enorme error –que algunos proclaman por ahí- que Ucrania sea apenas una expresión geográfica. Del Rúrik vikingo que en siglo IX establece los primeros alcances de la Rus’ de Kiev, su cuna religiosa, cultural y nacional, hasta Iván IV, el Terrible, se suceden los ruríkidas, en tradición que reúne los destinos de Ucrania y de Rusia, como también los de la “Rusia blanca”, Bielorrusia, pero sin confundirlas. Ucrania estuvo bajo el poder de Lituania, de Polonia y, luego, del imperio austro-húngaro. Integró la URSS y, bajo el dominio stalinista, en 1932/3, fue objeto del Holodomor, una hambruna organizada que derivó en genocidio. En 1991, recobró Ucrania su independencia. Es una etapa marcada por el foso que se va progresivamente agrandando entre el oeste del país, que habla el ucraniano y mira a la integración con la Unión Europea y el este del país, rusófono y rusófilo, que apunta a confluir en la Federación Rusa. Discordia que se manifiesta también en el plano religioso, entre la iglesia ortodoxa ucraniana que termina separándose del patriarcado de Moscú y consigue luego ponerse en comunión con el patriarcado de Constantinopla, como también los rutenos –católicos orientales de rito bizantino-, por un lado, y los ortodoxos fieles al patriarcado moscovita. Réplicas y contrarréplicas, caídas y recaídas se suceden: la “revolución naranja” de 2004, apoyada por los EE.UU; agitaciones en Crimea y en Donetsk; en 2014, las manifestaciones a favor para exigir la firma de un acuerdo con la UE, dirigidas contra un presidente considerado prorruso; un referéndum en Crimea la declara autónoma y es aceptada en la Federación Rusa, que la ocupa con sus tropas; en el Dombás mayoritariamente rusófono, se proclaman las repúblicas de Donetsk y Lugansk, sostenidas por milicias con armas rusas. Estalla así una guerra civil, considerada desde Kiev como invasión rusa, entre aquellas milicias y el ejército ucraniano, apoyado también por milicias voluntarias. Las denuncias de excesos y demasías sobre la población civil se cruzan entre ambos bandos; un acuerdo de alto el fuego celebrado en Minsk, Bielorrusia, fracasa a poco de firmado. El 21 de febrero pasado, la Federación Rusa reconoció las repúblicas independientes de Lugansk y Donetsk y el 24 comenzó la invasión de las tropas rusas a Ucrania. “Heterogénesis de los fines” Vladimir Putin no es el orate sádico que pinta buena parte de la prensa. Sus reclamos siguen una línea geopolítica perfectamente reconocible desde que se afirmara el imperio ruso. No hay grandes obstáculos naturales, prácticamente, entre el Vístula y los Urales, que sirvan de grandes obstáculos al paso de un invasor. La inmensidad y el invierno han sido los aliados de las defensas rusas, no las dificultades que el terreno pueda presentar al enemigo. De allí una mentalidad de víctimas de un asedio permanente y la voluntad de interponer antemurales a su territorio. Como todo imperio, debe asegurarse una esfera de influencia, un espacio donde se detenga toda amenaza. Para Putin, Ucrania es uno de esos preciados antemurales, quizás el principal. No sólo para él: Kissinger, en “Diplomacy”, señalaba que “hasta Aleksander Solyenitisin, cuando escribe sobre librar a Rusia de la pesadilla de convertir en súbditos a quienes no la quieren, instó a Moscú a retener un núcleo de Ucrania, Bielorrusia y hasta la mitad de Kazajistán, casi el noventa por ciento del antiguo imperio”. Por eso también el mismo Kissinger, en 2014, sostenía que era necesario defender la integridad territorial de Ucrania, pero sin la OTAN en ella, neutralizada o “finlandizada”. Caído el imperio soviético y disuelto el Pacto de Varsovia, se les prometió a los rusos que la OTAN no estaría desplegada más allá del Elba, que no apuntaba a sus tierras y que hasta podrían participar en ella. Lo que ocurrió fue a la inversa, y he allí el principal factor desencadenante de la reacción rusa. Muchos entendieron que el objetivo de Putin era consolidar la posición en el Dombás y tender un pasillo territorial entre ese enclave y Crimea, que junto con el despliegue de tropas en la frontera con Bielorrusia ejercería sobre el gobierno de Kiev una presión suficiente como para negociar la paralización del proyecto de incorporación a la UE e integración a la OTAN. Pero, como en un juego de espejos, la invasión parece guiada por aquellos procedimientos tan criticados cuando les han echado mano los EE.UU., la OTAN e integrantes de la UE, y que en los hechos han demostrado que conducen al fracaso. Me refiero al regime change, esto es, al derrocamiento de un gobierno por medio de la invasión militar de una gran potencia, para instaurar un régimen complaciente con aquélla y someterlo a su órbita. Irak y Afganistán, así como la tentativa en Siria, son ejemplos en la cuenta de las potencias occidentales, y Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), así como Afganistán, en la de la URSS. El juego de espejos continúa: la intervención de los EE.UU. y la OTAN en la ex Yugoslavia, en 1999, produjo el insistente bombardeo sobre objetivos civiles en Belgrado, con parecidas escena de muertos, heridos, desplazados, niños abandonados, aunque la cobertura mediática no alcanzó la dimensión de la actual. Y más tarde, en el 2008, se alimentó por los EE.UU. y la OTAN la secesión de Kosovo, respecto de Serbia, fundada en la presencia mayoritaria de albaneses islámicos en una zona que era considerada cuna la ortodoxia serbia. Kosovo se constituyó como país independiente, bajo el protectorado de la OTAN, como hoy las repúblicas de Donetsk y de Lugansk pretenden bajo tutela rusa. Se advierte, por otra parte, que Rusia busca presentar su operación militar como una secuela de la “guerra patriótica”: el objetivo es “desnazificar” la Ucrania pro UE, lo que quizás en las grandes ciudades no ha tenido el eco que se esperaba y ha levantado protestas. Quizás el objetivo inicial que los observadores atribuían a Putin, en la dinámica de los acontecimientos políticos, y ante la resistencia ucraniana, mucho más intensa de lo la inteligencia rusa parece haber previsto, lo hayan arrastrado a perseguir el cambio de régimen y consiguiente ocupación para mantener el nuevo gobierno. Hace mucho Juan Bautista Vico advertía sobre lo que se ha llamado “heterogénesis de los fines”, que es la contradicción entre las intenciones y fines perseguidos y los resultados logrados, que pueden ser los opuestos. En las grandes decisiones políticas suele aparecer estas consecuencias insospechadas, donde el giro de la rueda de la fortuna pone a prueba la virtù del decisor. Putin buscaba asegurar un antemural neutralizante al despliegue de la OTAN y puede acabar encallado en la ocupación de un país hostil. Buscaba establecer vínculos entre su revolución conservadora y las similares orientaciones que surgían en el Este europeo, en las naciones vinculadas en el pacto de Visegrado –Eslovaquia, Polonia, Hungría, República Checa-, que representaban una oposición interna a la conducción de Bruselas, y ahora las ha puesto a velar las armas. Los eslavos occidentales han visto siempre con recelo la expansión rusa, que antaño llegó hasta el Vístula, y entienden que cuando desde Moscú se habla de paneslavismo se debe entender panrrusismo. Para la pretensión de ser tercera Roma, se debe antes aprender de la primera las modalidades de la translatio imperii, de cómo federar y definir un modelo identitario fundado en la pluralidad, lo que en Rusia se echa a faltar. Además, al reconocer Putin dos repúblicas declaradas independientes dentro de un país soberano (el antecedente, ya dijimos, está en el invento de Kosovo), introduce un argumento de autodeterminación que puede resultar un bumerán en una federación como la que preside. Desde nuestra perspectiva argentina, debemos, como en el caso de Kosovo, formular nuestras reservas; de otro modo, mañana los falklanders con un referéndum, como vienen amenazando, pueden constituir un estado independiente dentro de la Commonwealth británica, y hasta los mapuches emular a Dombass. En fin, que varias repúblicas de la esfera de influencia rusa, como Moldavia y Georgia, pidan su incorporación a la UE, está mostrando una falla en el manejo imperial, salvo que se les quiera aplicar también a estas postulantes el correctivo ucraniano. Por último, caer en brazos de la China, el Imperio del Medio, que juega un papel cauteloso, para la estrategia rusa no representa más que cierto alivio a corto plazo, y la amenaza de un vasallaje en el porvenir. ¡Qué lejos está aquel 1969 en que, tras varios años de incidentes fronterizos, las fuerzas soviéticas batieron a las tropas chinas que habían entrado en el Kazajistán! Mientras tanto, en el ala “occidental” se percibe el retorcimiento desesperado de los discursos. Después de que la vulgata globalista nos tiene acostumbrados a que el “nacionalismo” es uno de los mayores males a evitar, se exalta el nacionalismo ucraniano, que resiste y cobra luengo saldo de víctimas. Y la vulgata del cambio climatológico y las fuentes limpias de energía se siembra de excepciones. ¿Cómo llegamos a depender del gas ruso sin otra alternativa? ¿A quién se le ocurrió semejante bobada? Ahí está el carbón, también la energía nuclear: pongamos por un rato cabeza abajo la estampita de Greta Thunberg y que se oscurezca momentáneamente la aureola de infalibilidad de Ángela Merkel. Mientras tanto, algunos rogue states, Estados villanos, como Venezuela e Irán, pueden presentarse ahora bajo otra luz, como habiendo atravesado un imaginario Jordán, porque tienen el petróleo del que no se puede prescindir. En tanto, puede plantearse que se forme un tribunal internacional para juzgar a Putin y sus generales por crímenes de guerra. Sin embargo, la condición necesaria para tal juicio es que sea llevado a los estrados un vencido –“Danilo Zolo, “La Justicia de los Vencedores –De Nuremberg a Bagdad”- y ella está por ahora lejos de darse. En donde no caben discrepancias, eso sí, es que se debe luchar contra el poder del mal hasta el último ucraniano. En 2017, apareció una “Historia de Ucrania –el punto de vista ucraniano“, escrito en neerlandés y francés por Luc y Tina Pauwels, con rigor historiográfico y notable objetividad. La obra, recomendable y de gran actualidad, fue excelentemente traducida entre nosotros por Néstor Luis Montezanti. El traductor, en el prólogo, ensaya una comparación entre los destinos de Ucrania y de la Argentina: “ambos ocupan territorios enormes, con dilatadas costas marítimas, feraces llanuras y feroces estepas, gentes de a caballo capaces de las mayores hazañas y de las peores crueldades. Uno se llama el territorio del confín, el otro es el fin del mundo. Ambos han atraído la atención voraz de muchos. Y, sobre todo, ambos van por la historia de frustración en frustración, vaya a saber si por infortunio providencial, vaya a saber si por desajuste perpetuo entre estado y nación…”. El lector podrá aprovechar la riqueza y sugerencias de ese cotejo. Por mi parte, he intentado en estas líneas explicar, contra la marea informativa, las razones de la invasión rusa, sus posibles consecuencias perjudiciales más allá del propósito original y la doblez hipócrita que presentan buena parte de los planteos “occidentales”. Como en toda guerra, cubra la pietas a los caídos de uno y otro bando, el sufrimiento de los bombardeados y desplazados, el llanto de los niños que viene repitiéndose en todos estos enfrentamientos desde largo, sin necesidad de mostrar ahora unas imágenes y ocultar otras pasadas. Ante el denuedo de los cosacos de las estepas negras, que me evoca a los combatientes de Malvinas, recurro a un poeta romano que escribió aquello de “victrix causa diis placuit, sed victa Catoni”: la causa de los vencedores complació a los dioses, pero Catón estuvo por el vencido. Catón: el difícil empeño de ser un hombre recto.-

No hay comentarios.: