domingo, julio 15, 2007

SOBRE LOS JUECES Y LA DIVISIÓN DE PODERES (RESPUESTA A LEOPOLDO SCHIFFRIN)

Por Luis María Bandieri

En la edición del 1º de junio, Leopoldo Schiffrin reflexiona sobre los jueces y la división de poderes. Sirve de disparador el caso “Bisordi” que, según nuestro autor, dio lugar a una sublevación de la judicatura frente al Ejecutivo. El planteo de Schiffrin tiene el mérito infrecuente de encarar la división de poderes desde su “verdad efectiva”. Nuestro autor parte del examen de la constitución real que, a su juicio, rige en nuestro país. Esto es, la que surge, a horcajadas del texto escrito, de las relaciones reales de poder, como planteaba allá lejos Lasalle, evocado de inicio por nuestro autor. De otro lado, la comunicación del doctor Schiffrin aparece como una suerte de manifiesto por una nueva magistratura, lo que invita a considerarla en profundidad. El texto puede servir de pertinente arranque para una polémica saludable sobre nuestra vida institucional. En esa vía está pensada esta respuesta.

Principio por recordar las tesis principales de Schiffrin:

I. En ningún Estado democrático se da un sistema real de división de poderes al estilo del descripto abstractamente en la Constitución.

II. En nuestro país, el sistema presidencialista real es una monocracia no dictatorial atemperada por el federalismo y la poliarquía donde se expresan numerosas instancias de la sociedad civil.

III. La judicatura es un organismo burocrático, incluido entre los poderes fácticos del grupo dominante.

IV. El grupo dominante, residuo de la antigua república patricia, resulta de pacto laxo entre el capitalismo extranjero, el capitalismo nacional prebendario, la jerarquía de la Iglesia Católica, las fuerzas armadas y de seguridad y el aparato cultural (grandes diarios, radios, televisión, academias y universidades privadas).

V. El presidencialismo monocrático está actualmente en lucha contra el núcleo del poder fáctico, estos es, el bloque dominante ideológica, política, económica y comunicacionalmente.

VI. La afectividad de muchos jueces los liga a la última dictadura.

VII. La forma mentis del grueso de la magistratura es la de una supuesta objetividad desprovista de afecto hacia los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante. Se manejan con abstracciones de un pensamiento jurídico político largamente superado.

VIII. La judicatura sólo podrá redimirse si deja de ser parte del bloque fáctico dominante y se transforma en el campo de contención, promoción y articulación de los intereses y derechos de aquellos grupos sociales ajenos al bloque dominante.

La división de poderes o, si se quiere, la articulación tripartita de las funciones del poder según un principio orgánico de distribución, es objeto de tan continuas tergiversaciones, aquí y en el resto del mundo, que muchos la consideran a esta altura una ficción. Hace unos cuantos años, Alfonso Guerra, cuando acompañaba a Felipe González en el gobierno español, lo puso negro sobre blanco: “Montesquieu ha muerto”. Tanto en el presidencialismo como en el parlamentarismo, el ejecutivo suele gobernar no según la norma sino por medio de la continua creación de normas (delegación legislativa, decretos de necesidad y urgencia, etc.) y el legislativo, abandonada desde hace mucho tiempo su función de control, tiende a transformarse en oficina de certificación de la actividad ejecutiva. El ejecutivo y el legislativo, por otra parte, resultan autorreferenciales, esto es, apuntan a representarse sólo a sí mismos. Se da, pues, en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.

Comprobado así el estado real de las cosas, sigue siendo válido el mensaje que, desde infratumba, manda aún el viejo Montesquieu: sólo el poder contiene al poder. Quien tiene algún poder quiere más poder y todo individuo o grupo desarrolla su poder hasta donde lo atajen. En otros términos, desde una crítica que toma razón de la distancia entre el modelo teórico y la realidad empírica, la cuestión no consiste en lamentarse de continuo sobre las infracciones al dogma de la división de poderes, como suele manifestar una actitud repetidora de los clisés del constitucionalismo clásico, sino en hallar los contrapoderes efectivos, y coordinar y distribuir los distintos poderes. De otra manera, la comprobación de la realidad de las cosas no contribuye a mejorarla. El federalismo podría bien funcionar como articulación territorial del poder que lo divide y limita horizontalmente. Pero nuestra práctica es la de un unitarismo de hecho que se afirma, sobre todo, en el resorte fiscal, cuyo manejo a discreción refuerza al hiperpresidencialismo monocrático. ¿El poder judicial? Distingamos en este punto. Por un lado, los jueces tienen la facultad de judicare, esto es, de juzgar y adjudicar lo suyo de cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un poder, una potestas, sino que corresponde a la autoridad, a la auctoritas. Por eso, volviendo al viejo barón de Montesquieu, el poder de la magistratura, tomado desde este ángulo, resulta prácticamente nulo. La autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y concretar así el derecho en los conflictos interpersonales. Su juicio requiere libertad íntima e independencia práctica de los poderes en juego, sean estos institucionales o indirectos. Por eso, si corresponde que los jueces sean perseguidos en caso de inconducta, no deben ser juzgados por los fallos que a ciencia y conciencia han considerado rectos. Esta garantía de la independencia del juez sostiene la libertad del ciudadano, como advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia pública. La actual crisis en la consideración ciudadana de la magistratura, que registran las encuestas[1], reside en una pérdida considerable de autoridad, ya que se la supone muy limitada en cuanto su independencia.

Hasta aquí hemos hablado de autoridad. La judicatura tiene, además, una potestas, por la cual puede considerársela propiamente “poder” judicial. Hay una forma patológica de ejercicio de este poder, que se manifiesta en una también patológica “judicialización de la política”, donde el enemigo debe ser estigmatizado con un procesamiento o una condena, para lo cual debe contarse con jueces proclives a despacharlos. Pero hay también una forma fisiológica de ejercicio del “poder” judicial, y por consiguiente una normal judicialización de la política que, de todos modos, conduce inevitablemente a la politización de la justicia. Es el poder que se ejerce a través del control de constitucionalidad, donde la judicatura, y en especial la Corte Suprema de Justicia, cumple una función intrínsecamente política: establecer en última instancia lo que la Constitución dice. En el desenvolvimiento de su poder, la magistratura ha ido expandiéndose de supremo intérprete a legislador contramayoritario negativo, y de este último carácter a legislador contramayoritario positivo, en especial a través de las sentencias “manipulativas” –como las denomina la doctrina italiana- en las que se amplía y transforma por los tribunales el radio de acción normativa de las disposiciones recurridas. Entonces, con el objetivo de controlar esta función y, también, de inclinar la balanza de la judicialización política, se asiste a la injerencia, entrometimiento y maniobreo en los procesos de selección, designación y remoción de los jueces. En este contexto se produce el “caso Bisordi”. Una mayoría automática conformada en el Consejo de la Magistratura exigió la cabeza del presidente de la Cámara de Casación Penal y de los tres integrantes de la sala IV de dicho tribunal, por presunta lentitud en el tratamiento de las causas a ex represores Lo hizo a pedido del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales). En fin, el presidente de la República, primero en Córdoba ("yo empujo, pero se hacen los distraídos") y luego desde la Casa Rosada se sumó a la partida. El 10 de abril pasado, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Ricardo Lorenzetti, según declaraciones recogidas por el diario "La Nación" del día siguiente, afirmó: "si un juez se siente presionado (por el Poder Ejecutivo) debería renunciar". Posiblemente, el doctor Lorenzetti no pudo rematar su frase[2], como seguramente habría sido su deseo, afirmando en términos republicanos que si un juez se veía presionado por el Poder Ejecutivo, tanto él como el cuerpo que preside le garantizarían poder cumplir con su cometido de establecer lo justo del caso, contra esas presiones y a pesar de ellas[3]. El “caso Bisordi” no produjo una rebelión de la judicatura. En todo caso, se puso de manifiesto a partir de allí el malestar, la intranquilidad y la aprensión que producía en muchos jueces, funcionarios y operadores jurídicos la abierta intromisión en la esfera de la independencia judicial para el juicio en conciencia, tanto del Ejecutivo monocrático, de la mayoría maquinal del Consejo de la Magistratura –obtenida mediante su reforma por la ley 26.080- y del CELS, poder indirecto que podría incluirse, quizás, entre los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante, que menciona el doctor Schiffrin. En esta cancelación a sabiendas de la garantía de la independencia judicial en cuanto a su libertad íntima de juicio, hay un gravísimo menoscabo. Un gobernante legislador puede, excepcionalmente, resultar un Alfonso el Sabio. En un congreso genuflexo o perezoso puede levantarse insólitamente una voz inspirada. Pero que no quepa recurso contra la injusta decisión de un gobernante, porque los jueces han sido doblegados por el temor o elegidos por su sumisión, es declarar al ciudadano impotente ante la arbitrariedad.

Lo grave en este “caso Bisordi” es que lo que se lleva a juicio no resulta un presunto mal desempeño, sino la supuesta orientación ideológica de los jueces, que los conduciría a fallar en un sentido no deseado en los procesos a ex represores. En otras palabras, y para usar las del doctor Schiffrin, lo que se les imputa es la afectividad conjetural que los ligaría a la última dictadura. En un caso anterior, promovido también por el CELS, contra los camaristas federales de Resistencia Tomás Inda y María Beatriz Fernández, se les imputó lo mismo, respecto de una decisión sobre competencia, no sobre el fondo del asunto –la llamada “masacre de Margarita Belén”. En ese caso, ambos acusados salieron librados de los cargos pese al voto adverso de los jurados políticos, cuando aún no regía la ley 26.080. Debe tenerse en cuenta que, a partir de la ley mencionada, los jurados políticos poseen quórum propio en el jury de enjuiciamiento. A mi juicio, se trata de otra manifestación del obligar a los jueces no a juzgar conductas y personas, como es su deber, sino a juzgar la historia desde una determinada versión establecida de antemano como la “verdad”, que debe como tal ser sancionada por los tribunales[4]. Aquí no se trata de polemizar sobre nuestro pasado, para lo cual conviene otra sede. Surge, en cambio, que la judicatura, a la que se le adjudica una afectividad “procesista”, debe ser domesticada para dirigir el procedimiento y fallar uniformemente en un sentido, bajo pena de perder su puesto y ser sometida al “escrache” de los conocidos “grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante”, a que se refiere el doctor Schiffrin, donde descuella el CELS. Aclaro que no he sido partidario del Proceso, que no he desempeñado puestos bajo ese régimen ni jurado su Estatuto y que, como abogado, he asumido defensas de perseguidos durante dictaduras militares. Esta aclaración, normalmente innecesaria, se vuelve imperiosa por la atmósfera de sospecha y descalificación que cubre el tema.

Podría argumentarse que, aparte del núcleo referido a ese doloroso pasado que se empeña en no pasar, en lo demás la independencia judicial se mantiene. Simplemente, nos encontraríamos ante una independencia de la agencia judicial marchando a dos velocidades: una, muy limitada, para el pasado político 1976-1983 (con tendencia a una extensión aún más atrás) y otra, plena, para la masa de los demás conflictos. Difícilmente habríamos podido convencer al viejo Montesquieu de la viabilidad de este doble tratamiento. El poder que sirve para obtener resultados favorables en un campo se intentaría extenderlo también al otro, en principio inmune. Así esta inscripto en la “naturaleza de las cosas” políticas. Y el barón se despacharía con alguna de sus sentencias, del tipo: “no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y con los colores de la justicia”[5]. No está de más recordar al respecto la historia judicial del “corralito” y la pesificación, conflicto ajeno a nuestra guerra civil. Allí hubo una verdadera rebelión judicial, que se manifestó en los casos “Smith” y “Provincia de San Luis”; luego, un llamado al orden por parte del Ejecutivo y un Legislativo presuroso en ponerlo en práctica, volteando una Corte Suprema; a ello siguió un acto fallido en “Bustos” y una solución de compromiso en “Mazza”.

El doctor Schiffrin, por su parte, descree de la forma mentis actual de los jueces. No sólo, según nuestro autor, tienden afectivamente hacia el Proceso, sino que manifiestan –bajo un manto de objetividad- desafecto hacia los grupos desprotegidos de la sociedad civil, enfrentados al bloque dominante, al cual reverenciaría la judicatura. Trataremos luego de apreciar la fisonomía de estos “grupos desprotegidos”. Por ahora, examinemos un poco más de cerca la cuestión de la independencia y de la objetividad judiciales.

La independencia de la administración judicial se entiende, según vimos, referida a la libertad que debe asegurarse a sus miembros para juzgar en ciencia y conciencia, libres de la influencia de otros poderes, institucionales o indirectos, que exijan lealtad, provoquen miedo o procuren la prevaricación por medio de sobornos. Se trata de una independencia subjetiva, en ejercicio de la cual el magistrado forma su juicio. En la formación de su juicio el juez debe procurar la neutralidad y la imparcialidad, esto es, no inclinarse de antemano por uno u por otro de los litigantes y resultar ajeno al objeto disputado en el litigio. La imparcialidad en sentido amplio, que recoge ambos aspectos señalados, es un deber para el juez y una garantía para el justiciable, implícitamente recogida en la constitución, explícitamente en el Pacto de San José de Costa Rica y sintéticamente expuesta en el brocardo nemo iudex in causa propria. Pero juzgar no es un acto mecánico de subsunción de los hechos admitidos en la norma previa. En el juicio, el juzgador concreta y declara desde los hechos el derecho, lo justo del caso, sirviéndose de la norma como tópico principal e ineludible de su argumentación. Ahora bien, los hechos y la norma, el juzgador y su expediente están inmersos en el mundo. Lo que no está en los autos no está en el mundo, pero los autos no se han confeccionado desentendiéndose del mundo.. Y este mundo, enfocado desde su conformación social y política, aparece como la tensión de las fuerzas efectivas en un momento dado. Todo esto es muy viejo y aparece ya en Aristóteles. La independencia subjetiva del juzgador y su esfuerzo de imparcialidad no implican desconexión con el mundo ni desconocimiento de las relaciones de fuerza en la sociedad. También el juzgador sabe que su fallo no puede cambiar el mundo, porque ése no es su empeño. Su tarea es concretar lo justo posible en un tiempo y en lugar determinados. Para ello, su independencia subjetiva, generadora de autoridad social, resulta imprescindible.

Para una corriente de pensamiento jurídico, como por ejemplo la del “uso alternativo del derecho”, nacida en Italia hacia los años 70 del siglo pasado, el derecho –especialmente el de creación judicial- debe desempeñar una función “progresista” en el cambio social, revirtiendo los contenidos conservadores de su uso tradicional. Para esta corriente, las instituciones jurídicas, considerados en su conjunto, forman parte de las superestructuras de una formación económico-social determinada, que expresa las relaciones reales de dominio. El “derecho progresista”, de matriz judicial, debe convertirse en vehículo de la transformación social, mediante la afectividad de los jueces hacia los sectores oprimidos y desprotegidos. Como se ve, vino pasado en odres vencidos. Ocurre que el derecho –todo derecho- es siempre conservador o conservativo, si se quiere ser menos equívoco. Ripert decía que todo jurista es conservador, no en la acepción política del término, sino en el sentido de que uno de los objetivos del derecho consiste, precisamente, en “conservar” algo que se establece. Todas las revoluciones han intentado conservar la nueva relación de fuerzas establecida por medio de un nuevo orden jurídico destinado idealmente a perdurar. Si el acta de bautismo de ese nuevo orden jurídico proclamara que está destinado inmediatamente a transformarse, sería declararlo obsoleto no bien nacido. Para establecer un nuevo derecho, esto es, un nuevo orden jurídico conservativo, es necesario que, antes, se haya producido una transformación en la relación de fuerzas en juego. En otras palabras, que haya tenido lugar una transformación política. Un jurista puede plantear, idealmente y de lege ferenda, la transformación del orden jurídico existente y cómo sería el ius condendum deseable. Pero si quiere verlo efectivamente creado debe bajar a la arena política o, cuando menos, esperar a que en la arena política se den las modificaciones previas necesarias para crearlo. Las transformaciones políticas que se quieren realizar a través del “uso alternativo” del derecho o de la trasmutación de la afectividad de los jueces, desde el punto de vista de la “verdad efectiva” en que nos hemos colocado a instancias del texto del doctor Schiffrin, manifiestan una negación simultánea del derecho y de la política. Negación de la política, a la que se pretende neutralizar sacándola de su campo propio y trasladándola al estrado judicial y a las decisiones técnicas de jueces convertidos en agentes del cambio social, de origen contramayoritario, pero actuando en nombre del pueblo o de los desprotegidos. Negación del derecho, ya que este incesante avance o huída hacia adelante del “derecho progresista”, para el que lo bastante es siempre demasiado poco, conduce a la eliminación de las restricciones y a un desdibujamiento de la relación entre lo permitido y lo prohibido, que es uno de los presupuestos de lo jurídico. La esencia del “derecho progresista” no es el “buen orden”, la eutaxia, sino el nihilismo.

De todos modos, aún el “derecho progresista” depende de la previa correlación de las fuerzas efectivas en la arena política. Quizás la descripción del bloque dominante que efectúa el doctor Schiffrin merezca algunas matizaciones. Por lo pronto, nuestra monótona monocracia no se encuentra, al parecer, empeñada en una épica lucha contra aquél sino que, como suele suceder, ha establecido una provisoria trama de pactos y alianzas que le permiten sustentar su poder en consonancia con la potencia económica. Cuando, a través de la judicatura en ejercicio de su potestas derivada de la lectura en última instancia de la Constitución, se intentó plantear un cierto equilibrio entre ganadores y perdedores en la pesificación asimétrica, a partir del caso “Smith” –aunque no fue a empuje siempre de jueces “progresistas”- aún repercute el correctivo talional aplicado. Por eso, nuestro derecho progresista discurre por otras vías, periféricas aunque no nimias, alejadas por cierto del sufrimiento de los desposeídos: el matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo. Entonces, los “grupos sociales ajenos al bloque dominante”, a que se refiere el doctor Schiffrin, y hacia los cuales debería inclinarse la afectividad de los jueces, resultan, como el CELS, HIJOS, asociaciones reivindicativas de alguna elección sexual particular, entre otros, grupos de presión que actúan como “fabricantes de consenso” para imponer vistas determinadas allí donde no hay aún el terreno fértil para cualquier acuerdo, que es el de la concordia y la amistad política.

Muchas otras consideraciones podrían efectuarse alrededor de un texto tan sugerente como el del doctor Schiffrin. Dejo planteadas las reflexiones anteriores como simple material para el debate.-
[1] ) El Índice de Confianza en la Justicia elaborado por el FORES marca que el 83% de la población tiene poca o ninguna confianza en la imparcialidad de la administración de justicia
[2] ) En declaraciones posteriores (“La Nación”, 17/06/07), el presidente de la Corte Suprema exigió un poder judicial “fuerte e independiente”. Obtenerlo, según el doctor Lorenzetti, recae en los hombros de la ciudadanía, que debe ser “menos tolerante” ante el avasallamiento de los tribunales.
[3] ) Sobre estas declaraciones me he extendido en “Sobre la independencia judicial, el pesebre y la cieguita de Plaza Lavalle”, “La Nueva Provincia”, 2/IV/07
[4] ) Me remito a mis trabajos “Sobre la Verdad en el derecho y en el Estado Constitucional”, E.D. 15/IX/06, año XLIV nº 11,594 y “Juicio al Juicio Absoluto”, E.D. 24/V/07, año XLV, nº 11.765
[5] ) En “Consideraciones sobre las Causas de la Grandeza de los Romanos y de su Decadencia”, XIV.

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