jueves, octubre 11, 2012


SOBRE CHÁVEZ ETERNO Y OTROS DESBARROS EN NUESTRA ECÚMENE HISPANOAMERICANA



Consideremos, más allá de la anécdota y de la coyuntura, el significado de este suplemento de seis años a los catorce que ya sumaba, que los venezolanos parecen haber otorgado al comandante Hugo Chávez Frías, cuyo único límite todo indica va a ser  el biológico, común a todos los mortales, providenciales incluidos.

En los comienzos de este blog, allá por el 2004, hice esta anotación:

"Nuestro único régimen politico subcontinentalmente aceptable resulta, despues de todo, puramente europeo y mediterráneo: el despotismo ilustrado. Populismo con caudillo, cesarismo democrático. Con su vieja oferta de festa, farina e forca, como anota Roberto Aizcorbe. Fidel Castro y José Vicente Gómez. Mejor, Fidel Castro y Trujillo. Herederos, todos, del muy racional Carlos III, ex virrey de Nápoles. Por siempre Borbones".

El populismo latinoamericano, es decir, caudillos que concentran en su persona todos los poderes en nombre del pueblo, al que sienten representar de modo unipersonal y absoluto, es la forma de democracia propia de nuestra ecúmene hispanoamericana, que otros llaman América Románica.  La democracia liberal, con la matriz constitucional del Estado de Derecho, nunca llegó a cuajar del todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y países en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz de cuño británico del constitucionalismo clásico. Pero la "intrahistoria", el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios del Estado de Derecho liberal burgués.

Bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. Y la institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. Pero no de cualquier monarquía. Es curioso que en América Hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto a la autoridad del monarca -como Marius André señalaba hace mucho- comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan -peleando- al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando".  El principio monárquico, como Schmitt señala, es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión  corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía.

En la segunda mitad de siglo XVIII, los ilustrados habían descubierto el pueblo como público de sus ideas y de la vida política. Un público virtual, auditorio ideal, al que se dirigían con una mezcla de afecto y desprecio.  Las damas de alcurnia y los señoritingos podían disfrazarse de majas y majos, como un "ir al pueblo" que no pasaba de la imitación distante y risueña, como surge de las pinturas de Goya.  El "filosofismo" debía educar al pueblo ignorante, al "vulgo idiota" que decía Jovellanos, sacándolo de la "noche de ignorancia", aunque en sus escritos y en sus cartas aparece también un intercambio entre iniciados y esclarecidos, como signos secretos de reconocimiento. Ese "todo por el pueblo, sin el pueblo" requería un fortísimo poder real, propicio a sus iniciativas. Un texto de la época -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta postura:

"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".

Ernesto Laclau podría suscribir el párrafo.  Los ilustrados, los esclarecidos, el grupo revolucionario, saben muy qué es lo que necesita el pueblo, al que hay que liberar de las fuerzas del oscurantismo y el retraso. Pero el pueblo sólo sirve como número electoral: sabe lo que quiere si no se le pregunta, pero no lo sabe si le preguntamos directamente. Al servicio del pueblo, sin el pueblo, ponemos el poder real y la sabiduría del grupo ilustrado.

Por otra parte, los monarcas ilustrados borbónicos, especialmente los que, como Carlos III, había pasado la experiencia napolitana, sabían hacerse amar, sabían ser "populares". El hijo de Carlos III, Ferdinando de Borbón, fue rey de Nápoles y de Sicilia: il re Nasone, il re Lazzarone, que se mezclaba con pescadores y mendigos, capaz de ganarles una competencia de remo o de competir en La N'Segna, un palo enjabonado  metido en el puerto de Santa Lucía, donde todos, y el rey primero, terminaban cayendo al agua. Ya recordamos la "triple F": festa, la diversión, el fútbol para todos -y todas-; farina, el pan/pizza/pasta; forca, el espectáculo de la obra del  verdugo en la plaza pública, que expresa el núcleo del poder -dar muerte legalmente-, que hoy más hipócritamente se expresa a través del linchamiento mediáticos y de los encarcelamientos ejemplares por aplicación del "derecho penal del enemigo". Roberto Aizcorbe, en "La Crisis Argentina", es quien mejor ha retratado este trasfondo del despotismo ilustrado, que ha dejado un sedimento de súbdito en  el ciudadano, y su permanencia bicentenaria. Por esa ecúmene borbónica, que abarcaba América, España, el sur de Italia, las islas griegas, factorías africanas y en la India, circulaban franceses, como Jacques de Liniers, italianos, como los Castelli y los Belgrano, las principales comunidades -genoveses, napolitanos, catalanes, bearneses, griegos, la grey judía- que vendrían a reencontarse en la inmigración argentina siglo y nedio después. El poder omnímodo del monarca aquí se fractuaraba en una serie de lealtades intermedias, verticales y horizontales, cada cual con su antiguo privilegio, su exención o derecho. Y una suerte de alianza del trono, la ilustración y el altar, con la religión que más que como dogma y martillo de herejes aparece como pompa y como rito. La plaza, un espacio cerrado dentro de otro espacio cerrado de la ciudad, era un foro que vivía en continuado las veinticuatro horas del día, bajo los edificios cívicos con su balcón destinado a la arenga. Allí se desenvolvían la mùsica, los bailes, el reparto de la harina, la emoción del cadalso. Allí se hacían visibles los vaivenes del poder, el ascenso y caída de ministros y poderosos. En esta matriz latina de la vida institucional, el contacto del pueblo con sus gobernantes es bivalente: amor u odio. Quien manda seducir: el "saber" sólo no basta. Sin amor no hay "contacto", no pasa la corriente. En la matriz anglosajona el elemento básico es la utilidad. El político tiene que interesar al otro.

Chávez es casi una caricatura del déspota ilustrado, con  antecedentes como Juan Vicente Gómez (1910-1936), ese "dictador necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular, con agudeza, el "gendarme necesario" bajo un "cesarismo democrático" como forma polìtica básica continental. Responde a lo que Spengler llamaba "seudomorfias", expresión tomada de la mineralogía, donde se aplica a formas que adoptan apariencias ajenas. Formas, en general, sin contenido auténticos, pero con la apariencia de lo que intentan manifestar. Martínez Estrada hablaba de "sustitutos ortopédicos".  Aquella matriz latina y borbónica resultó aplastada en el proceso histórico hispanoamericano, que tomó la forma aparente, la seudomórfosis, del Estado de Derecho liberal. Pero su fracaso, en el caso venezolano, reflejado en la corrupción del pacto bipartidista adeco-copeyano, llevó a Chávez al poder, como el déspota gárrulo y colorinche cual guacamayo, más allá de todo sentido del ridículo, que siente, entiende y, en definitiva, es el pueblo. Todo en nombre de un Bolívar también él caricaturizado, ya que cruza con Marx, el que en su entrada referida al venezolano en la New American Cyclopaedia lo calificó de cobarde, brutal y miserable canalla, además de enemigo de cualquir esfuerzo prolongado. Precisaba allí el Moro  que el deseo secreto de don Simón fue erigirse en el dictador de toda América del Sur, aunque tal designio se le escapó de las manos. Como ya señalé en otro post  referido a Chávez, en nombre de Bolívar y Marx está  inaugurando,  quizás,  la fase superior del subdesarrollo político para el siglo XXI.

Los líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.

Los problemas nodales del derecho político actual pasan por el reinvento de la democracia ante la crisis de la representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer contrapoderes al poder, visto el fracaso de la "separación de poderes" y del "contrapoder antimayoritario" de la justicia constitucional.

El problema político hispanoamericano inmediato es cómo limitar y recortar este poder activo  que tiende a ser omímodo, del cabecilla populista. No es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la mediación de los partidos políticos, sólo aparecen las grandes movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación que no encuentra otros canales expresivos.

Dejemos aquí la ardua cuestión, por ahora.

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