sábado, mayo 19, 2012

EL TORTUOSO CAMINO DE LA JUSTICIA



El camino de la justicia –administración de justicia, agencia judicial-, actualmente,  no es derecho, no es recto. Resulta más bien un laberinto meandroso, que en el caso de la justicia federal y de su cabeza, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se está pareciendo al recorrido de un tren fantasma. Y al final de ese trayecto, a la salida del laberinto, en la otra boca del túnel, se encuentra uno con aquello que evocaba Kelsen: el rostro de Gorgona del poder desnudo.

Los jueces –y esta generalización reconoce personales excepciones, pero estamos hablando del efecto de conjunto- han ido perdiendo los dos pilares fundamentales para su recta actuación: autoridad e independencia. La función judicial es, ante todo, una función de autoridad, más que de poder.  Autoridad del juez, como la autoridad de los padres o la autoridad de los maestros, para señalar las clásica –hoy en vías de desaparición. Autoridad significa, literalmente, el reconocimiento en quien la tiene de un valor agregado, reforzado, que exige el saber. No el saber libresco ni el copy and paste que se advierte en tantos autos judiciales. Un saber que es comprensión y, por lo tanto, vivencia, de lo justo. Y una conducta que se ajuste a ese saber: por eso, se le exige en los papeles a un juez cierto comportamiento más riguroso que el común. Eso es lo que vuelve a un juez respetable aunque podamos disentir hasta ásperamente con sus decisiones tomadas a ciencia y conciencia. Mario Oderigo, gran abogado y gran juez, enseñaba que los abogados no debíamos hacernos amigos del juez, como en el consejo del Viejo Vizcacha  -hoy podríamos hacer una versión reloaded, recargada del Marín Fierro: “hacete amigo del juez/mandale unos güenos twitters”. No, decía Oderigo; debemos hacernos respetar por jueces que sean, a su vez, respetables. Los jueces han perdido autoridad porque ya ni siquiera sabemos qué es el saber y lo confundimos con el éxito y el relumbrón mediático.

También han perdido los jueces independencia. Ambos aspectos, autoridad e independencia están unidos, ya que la autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual pueden juzgar y concretar así el derecho en los conflictos acerca de lo suyo de cada uno. La independencia del juez, junto con la objetividad y generalidad  de la ley, sostienen la libertad del ciudadano –esto ya lo sabía Montesquieu. Pero la ley ha perdido objetividad y generalidad y su carácter de fuente del derecho.  Las leyes traducen la presión de  los intereses, especialmente los asociados al grupo gobernante, la fantasía ideológica –el matrimonio llamado “igualitario”- o la violencia de las pasiones momentáneas. Legisla de hecho el Ejecutivo por delegación del Congreso, por los DNU, mediante el veto parcial  o el veto oculto por no reglamentar la ley (hace poco se reglamentó una ley sobre el teatro nacional, sancionada durante el gobierno de Arturo Frondizi).
En cuanto a los jueces, estamos ante la exacerbación de los fenómenos entrelazados de la judicialización de la política y de politización de la justicia. Una rama del Estado, como es la judicial, no puede considerarse “independiente” cuando el nombramiento, la promoción, el monitoreo disciplinario de su ejercicio y la destitución de sus miembros  depende, en  buena parte, de las otra ramas del Estado. Es lo que ocurre con el Consejo de la Magistratura en su actual conformación en cuanto a número de miembros y alcance sus comisiones. Predomina el componente político, en el cual oficialismo y oposición suelen coincidir en criterio mucho más de lo que aparentan. En una Comisión de Disciplina y Acusación se han reunido la posibilidad de sancionar y, a la vez,   de promover el jurado para la destitución, con lo cual el juez, al ser denunciando no sabe si va para una sanción disciplinaria o para una remoción: está siempre bajo la espada de Damocles. Incluso, aunque la ley establece que pasados los tres años sin que esa Comisión de Disciplina y Acusación produzca dictamen, se deben archivar las actuaciones, una reciente interpretación sugerida por un diputado opositor permite al plenario del Consejo seguir las actuaciones contra un juez indefinidamente, sin límite de plazo. Ello sirve, de una parte, para asegurar la impunidad de los jueces dóciles y la persecución y asedio de los que no resultan sumisos. Y aún los dóciles, por las dudas, acostumbran conservar en sus gavetas como “rehenes” algunos expedientes referidos a personajones de renombre, por si las moscas…

Por otra parte, la rama judicial, como decía Alexander Bickel, es  ínfima pero peligrosa en términos de poder: carece de la bolsa o de la espada, pero tiene la facultad de de invalidar leyes o actos de los otros poderes mediante el ejercicio del control de constitucionalidad fuerte. Ahora bien, la sentencia de un tribunal no se cumple por sí misma: los jueces no desalojan ni encarcelan por su propio brazo. Requiere, para hacerse efectiva, que el  Ejecutivo ponga para su cumplimiento la fuerza pública. Las sentencias que no pueden ser cumplidas son puras ficciones y echan por tierra la autoridad. Así le ocurrió a nuestra Corte Suprema cuando, no teniendo un vigilante a su disposición, no pudo hacer efectivo su fallo de reponer en sus funciones al procurador ante el Tribunal Superior de la Provincia de Santa Cruz, cesanteado en 1995, cuando era gobernador Néstor Kirchner. La Corte se contentó entonces con enviar los antecedentes al Congreso federal, donde está prolijamente cajoneado.
Uno de los primeros actos del gobierno del presidente Néstor Kirchner, a principios de julio de 2003,  fue anunciar por cadena oficial que se iniciaría juicio político a la mayoría de los miembros de la Corte Suprema entonces existente. Los ministros Nazareno, López y Vázquez renunciaron y los ministros Moliné O´Connor y Boggiano –pese al intenso esfuerzo de este último por resultar grato a las nuevas autoridades- fueron destituidos mediante el juicio político. La Corte Suprema actual asumió con el encargo político de dar una vuelta de campana a dos cuestiones.

La primera misión era dejar de lado la doctrina sentada por la Corte anterior en los casos “Smith” y “Provincia de San Luis” en donde se había establecido que superaban el límite de razonabilidad en una emergencia los decretos de necesidad y urgencia con los que se había establecido el “corralito” bancario, primero,  y luego la “pesificación” de los depósitos, configurándose una confiscación de la propiedad privada.  Esto se cumplió, primero, con el fallo “Bustos”, donde se declaró la constitucionalidad del D. 214/02 de pesificación y de la normativa concordante. Sin embargo, como el voto del dr. Zaffaroni estableció tres tramos para la devolución de los depósitos, según el monto, y hasta setenta mil dólares había que devolver dólares, se produjo una rebelión inédita en los tribunales inferiores que consideraron que no se había formado la mayoría de cinco votos y continuaron aplicando la jurisprudencia anterior. Entonces, en 2006, se dictó el fallo “Massa”, donde por medio de un artilugio la Corte llega a establecer  que por cada dólar se reintegren tres pesos, que era por entonces la cotización de la divisa. Un final amorfo, de cura por el tiempo, “cronoterapia” como dijo el doctor Fayt en su voto, pero que resucitaba la doctrina del fallo del Plan Bonex, la doctrina del caso “Peralta”, según la cual invocando la emergencia, por decreto, se podía privar de la propiedad.

A tener en cuenta para el futuro.

Primera misión cumplida.

La segunda misión consistía en poner de cabeza el proceso de composición política de las profundas heridas que dejara nuestra guerra intestina entre 1964 y 1982, librada bajo la forma de guerra revolucionaria, como se la calificara en la causa 13, el proceso a las Juntas, entre insurgencia y contrainsurgencia, con terrorismo de un lado y clandestinidad del otro.  En un camino vacilante y que no estuvo exento de críticas, se habían dictado las leyes de “Punto Final” y de “Obediencia Debida”, que fueron declaradas constitucionales y equiparadas a leyes de amnistía por la Corte en los casos “Camps”, “Suárez Mason” y otros y, en 1989, una serie de decretos de indulto, tanto a militares y fuerzas de seguridad como a guerrilleros, por parte del entonces presidente Carlos Menem, que también habían sido declarados constitucionales –causa “Riveros”. De un modo imperfecto en un mundo imperfecto poblado por gente imperfecta, se habían echado bases propicias para recomenzar la amistad política. Y entonces se sucedieron los fallos: “Arancibia Clavell”, imprescriptibilidad de los crímenes de la “represión”; “Lariz Iriondo”, prescriptibilidad de los crímenes cometidos por el terrorismo subversivo; “Simón”, inconstitucionalidad de las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”, “Mazzeo”, inconstitucionalidad de los indultos.

Segunda misión cumplida. 

Para cumplir esta segunda misión,  la Corte Suprema de Justicia de la Nación, salvo las disidencias de Carlos Fayt en todos ellos, y las de Augusto César Belluscio en “Arancibia Clavell” y Carmen Argibay en “Mazzeo”, se llevó por delante las claves de bóveda de las garantías constitucionales: principio de legalidad, con la exigencia de ley previa y escrita, irretroactividad de la ley penal, ultraactividad de la ley más benigna, prescripción como integrante del principio de ley penal, cosa juzgada  revocada en la misma causa donde se había declarado la constitucionalidad, etc. Se estableció, a partir de allí, una especie de derecho de dos velocidades, o de doble estándar, donde en los juicios por delitos comunes rigen en principio las garantías constitucionales, que no rigen en absoluto en los juicios por delitos de “lesa humanidad”.  Aunque esta tendencia podría estar cambiando a partir del fallo “René Jesús Derecho” de noviembre del año pasado. La Corte había establecido, en esa causa, que se trataba de un delito común y no de lesa humanidad, como sostenía la querella y, por lo tanto, confirmó la aplicación de la prescripción extintiva de la acción penal. Pero luego, el querellante presentó una aclaratoria ante el mismo Alto Tribunal, cuyo criterio es no admitirlas, citando un fallo de la Corte Interamericana de DH. La Corte aceptó como revocatoria esa presentación (aceptar revocatorias no es tampoco criterio de la Corte) y dejó sin efecto por contrario imperio su propio fallo, devolviendo el expediente a la Cámara para que reanudara el curso del proceso.  En este doble estándar, en estas dos velocidades, juega un papel importante la reaparición, a partir de los trabajos de Gunther Jakobs, del “derecho penal del enemigo”, donde se construye un enemigo considerado como una “no persona”, se asignan al derecho penal funciones pedagógicas y se propicia la eliminación de distinciones como las de delito consumado y tentativa, autor y cómplice, asimilación de delitos dolosos y culposos y en general se produce una expansión indefinida del derecho penal y del allanamiento de las garantías clásicas del debido proceso, porque, en definitiva, cualquiera puede ser atrapado en las  fórmulas difusa de caracterización del enemigo.
Destaco dos aspectos, para ir cerrando esta exposición.

El primero, es que esta derogación de los pilares del debido proceso penal, del proceso justo, lo han realizado ministros de la Corte en contra de sus afirmaciones en los libros que escriben para la enseñanza de nuestra disciplina. Carlos Manfroni ha estudiado prolijamente las contradicciones entre el  doctor Zaffaroni tratadista y el doctor Zaffaroni pronunciándose como ministro de la Corte. En cuanto al derecho penal del enemigo y el pensamiento de Jakobs, ha encontrado un crítico muy fuerte en el mismo doctor Zaffaroni,  autor de una obra “El enemigo en el derecho penal”, publicada en 2006. Por lo que hace  al doctor Lorenzetti, en su obra “Las normas fundamentales del derecho privado”, se permite una cierta dosis de poesía y afirma que se trata de navegar pero conservando el mar, el cielo y las estrellas que nos guían, que no son otros que la ley y los principios constitucionales del debido proceso  y la defensa en juicio. Esto decía el presidente de la Corte en una obra publicada en 1995. Ahora bien, en los fallos a que nos referimos, parece que el mar, el cielo y las estrellas que nos guían han sido dejadas de lado a favor de otro instrumental que no considera  nuestra carta de navegación constitucional. En la obra que el doctor  Lorenzetti escribe con Alfredo Jorge Kraut, con prólogo de Baltasar Garzón, “Derechos Humanos: Justicia y reparación”  y en el discurso de inauguración del año judicial en 2011 se habla de que “no hay marcha atrás en los juicios”, que su impulso constituye una política de Estado y un contrato social de los argentinos.
¿De dónde surge esta impulso hacia una justicia de dos velocidades, una de las cuales consiste en laminar y aplastar las garantías clásicas del debido proceso, recogidas en nuestra Constitución, en nombre de la humanidad ? ¿Se trata de una creación local o está inducida desde afuera?
Una pista nos la brinda un Seminario sobre Derechos Humanos organizado  en septiembre de 2009 en la Universidad de Palermo bajo los auspicios del CELS y del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por sus siglas en inglés) donde el doctor Lorenzetti dijo: “nuestro país avanzó mucho en temas de derechos humanos por la Justicia Transicional (…) este aporte es fundamental para el juzgamiento. De esta manera podremos arribar a una sociedad más organizada”.
En el sitio de la ICTJ se define a la justicia transicional como “una  respuesta a las violaciones sistemáticas generalizadas a los derechos humanos (…)  La justicia transicional no es una forma especial de justicia, sino una justicia adaptada a sociedades que se transforman a sí mismas después de un período de violación generalizada de los derechos humanos”. La historia de la justicia transicional, llamada también justicia reparadora o restaurativa,  se ubica de unos veintitantos años a la fecha, hacia 1985, con los trabajos de Luis Joinet, un relator vinculado al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En marzo de 2001 se crea en Nueva York la ICTJ con el aporte de la Fundación Ford, el Fondo Rockefeller y la Corporación Carnegie, entre otras.  En fin, el 25 de abril de 2003 con la resolución 2003/72  fue puesta en la órbita del Alto Comisionado.   Baltasar Garzón, ex magistrado español y asesor de nuestro Congreso y del presidente Santos de Colombia,  es uno de los adalides de esta justicia transicional. Ruffin Viclère Mabiala, jurista congolés radicado en los EE.UU. y enviado de la ONU a Burundi y actualmente a Haití, en su libro “La Justicia en los países de post-conflicto –la justicia transicional” señala “un país que ha conocido en su territorio violaciones extremas de los derechos humanos debe pasar por todas las etapas de una justicia transicional para rehacer y reescribir su historia con datos nuevos…”. En otro lugar repite que la justicia transicional es, decicidamente “un dispositivo para la reescritura de la historia”. También nos asegura que “la prescripción debe ser dejada de lado en materia de justicia transicional”. Admite, también, que uno de “los quebraderos de cabeza de la justicia transicional es, entre otros, el fenómeno de rejuzgamiento que neutraliza el principio de autoridad de la cosa juzgada”.  “En materia de justicia y de responsabilidad –dice más adelante-  debe admitirse que si ciertos países tienen la capacidad de hacer justicia respecto de crímenes a gran escala, hay otros, por el contrario, que requieren una asistencia poderosa de la comunidad internacional, para incoar las demandas judiciales y establecer los mecanismos de verificación de los hechos”.  Esta “asistencia poderosa” puede llegar  a “presiones políticas, económicas y hasta militares”.

Lo curioso del caso, en el ejemplo argentino, que según el doctor Lorenzetti se encuentra “en la avanzada mundial en la lucha contra la impunidad derivada de crímenes de lesa humanidad”, es que la transición ya había sido realizada y agotada, durante dos gobiernos democráticos, mediante instrumentos judiciales y, preponderantemente, por los instrumentos propiamente políticos de la fuerza del olvido por la amnistía y los indultos, con una amplia aceptación por parte de la sociedad y sin necesidad de llevarse puestas íntegramente las garantías constitucionales. No es aventurado decir, entonces, que se nos impuso una “reescritura de la historia” por vía judicial y se reabrió a designio la herida que estaba felizmente sanando, todo ello al precio de crear un derecho penal y procesal penal especial  fuera del ámbito de los principios del debido proceso, sujeto a estas pautas también especiales: imprescriptibilidad; cosa juzgada revocable en contra del imputado; exclusión de amnistías e indultos; prisión preventiva de duración indefinida como pena anticipada; procesos que se arrastran más allá de todo plazo razonable; tipificación de delitos por un derecho consuetudinario cuya existencia ni siquiera se prueba, etc., etc.  Todo esto proclamado por garantistas con patente. También por soberanistas con patente (soberanía hidrocarburìfera, soberanía cultural, soberanía sobre los goles con el fútbol para todos ¿y soberanía sobre nuestro modo de componer conflictos y sanar heridas colectivas? Ahí no funciona. Y ejercitantes constantes de la memoria y de “reactivar el pasado” (frase de Lorenzetti-Kraut), adelantándose a los historiadores que, distanciados del vértigo del presente deberán encontrar interlocutores que puedan hablar sin apremios ni amenazas, sin dolores tan próximos y tan mal metabolizados luego de reabrir la herida, ojalá sin odios y, sobre todo, sin intereses inmediatos.  Todo en nombre de una justicia transicional en la que el fin justifica los medios –como dice bien Daniel Pastor- de modo que si hechos gravísimos no pueden ser penados adecuadamente, para que no queden impunes, resultan penados de cualquier manera y a toda costa.
Esta particular justicia transicional revocatoria de una transición ya realizada, que se nos ha aplicado a los argentinos, secuestró el conflicto entre víctimas y victimarios en nombre de la comunidad internacional (“El Estado argentino ha declinado la exclusividad del interés en la persecución penal para constituirse en el representante del interés de la comunidad mundial” , dictamen del procurador Righi en “Simón”). La Argentina perdió así la propiedad de sus conflictos e, incluso, se revocaron los medios compositivos propios que ya había cumplido satisfactoriamente su tarea, señalándole a nuestro país que ya no era dueño de diseñar su propia política de paz e, incluso, su modelo de transición. Se nos impuso tapiar la vía recorrida hacia la concordia, la paz interior, y desenterrar el hacha de guerra en expedientes judiciales.

Adoptamos, por otra parte, una fórmula de justicia selectiva, discriminatoria y desigual.  Parece una fórmula apta para Hispanoamérica, África (donde las amnistías pueden tener lugar)  o Europa del Este, pero con otros Estados inalcanzables o, como los EE.UU., que participa de los trabajos preparatorios para la CPI, pero se niega a suscribir el Estatuto de Roma –asesinatos selectivos, etc.  Una extorsión sobre países débiles.

En términos humanitarios se justifica la politización de la administración judicial y la irregularidad procesal. Cualquier crítica se asume como un insulto a las víctimas, una  complacencia cuando no complicidad con los criminales y un  desprecio a la mismísima Humanidad.


Intervención en panel de abogados, reunión organizada por la Asoción de Abogados por la Justicia y la Concordia, 23 de abril, Feria del Libro

1 comentario:

Flor de Ceibo dijo...

Muy exacto, preciso y agudo, como siempre, Sr. Torrero. Para decir esto, no escribiría nada, por obvio y repetitivo.
Pero es el caso que su entrada se evidencia -a pocos días vista de su creación- altamente profética: hoy publica la prensa las severas críticas de EE.UU. -por boca de Mrs. Hillary Clinton- a la situación de los DD.HH. en nuestro país: abuso de la fuerza policial, restricción a la libertad de prensa y atropello a los indígenas.
Más allá del sarcasmo que los padres de la brutalidad policial (¡esos irlandeses, complementados hogaño con algunos negros que harían las delicias, al menos idealizadoras, de muchas damiselas nuestras!) y los genocidas de los Pieles Rojas; nos censuren a nosotros. Nosotros, inventores de los policías cuidadores de delincuentes, incluso de los matreros chileno-mapuches que aterrorizan y despojan a las gentes de la Patagonia occidental próxima. Más allá, digo, de esta boutade, lo cierto es que la tan cacareada soberanía nacional va a parar al quinto Infierno, lo cual es coherente con los postulados de esa Justicia Transicional derivada de la doctrina-ideología de los DD.HH. de factura yanqui, que tan entusiastamente han adoptado, desde su cabeza, nuestros denodados jueces.
Felicitaciones, Sr. Torrero.