domingo, septiembre 11, 2011




EN TORNO A LAS IDEAS DEL CONSTITUCIONALISMO EN EL SIGLO XXI












Luis María Bandieri[1]





En materia de constitucionalismo, el siglo XXI está traicionando al siglo XX. Durante el siglo pasado, con vaivenes dramáticos y desenlaces trágicos que dejaron un séquito de muerte y de dolor, una creación decimonónica, el Estado de derecho, fue tomando la figura que se creyó y se enseñó como definitiva. Esto es, la de una forma política, la estatal, que vive en el derecho hasta consustanciarse con él y donde este mismo derecho encuentra su total concreción, siendo el elemento común vinculante la ley, que es por un lado todo el derecho y resulta, a la vez, del otro, creación estatal. El “Estado de derecho” del Ochocientos había sido una bandera desplegada contra el “Estado de poder”, el Machtstaat. El “Estado de derecho” del Novecientos creyó resolver de una vez para siempre la tensión dialéctica entre derecho y poder, entre Recht y Macht, aporía contra la que se habían dado hasta allí de cabeza los juristas. Quizás esta síntesis se produjo más en la intención que en el logro cabal, como dan a entender los clásicos de la época, hoy algo olvidados. Gerhard Ritter hablaba de la “demonía del poder” como una media luz ambigua y siniestra, que indicaba posesión[2]. Friedrich Meinecke dedicó al tema un grueso volumen[3], en el que fluctúa entre ambos términos del dilema, aunque en el párrafo final de la obra, evitando mirar el rostro de esfinge del poder, aconseja al poderoso que lleve en su pecho, a la vez, al Estado y a Dios “si no quiere que gane imperio sobre él aquel demonio del que nunca es dable desprenderse en absoluto”. En fin, para terminar este rápido recordatorio, Hans Kelsen, que diluyó aquella dualidad estableciendo la identidad entre derecho y Estado, advertía que quien quisiera ir más allá y no cerrase los ojos se encontraría cara a cara con “la Gorgona del poder”.

Así las cosas, al despuntar el nuevo milenio se va desplegando y afirmando una corriente de pensamiento que asegura haber traspasado aquella vieja aporía, suturado suficientemente las soluciones de continuidad que presentaba el tejido constitucional cuando estuvo al cuidado de los constitucionalistas ordinarios, planteado las bases de una nueva concepción del derecho y que, en fin, junto a la exaltación del Estado Constitucional que de aquellas propuestas resulta, sugiere para el viejo Estado de derecho un modesto entierro municipal.

Con la expresión “Estado Constitucional” nos referimos al que se propone para las “sociedades pluralistas actuales (...) esto es, las sociedades dotadas de un cierto grado de relativismo”, donde el único “metavalor” o “contenido sólido” proclamable es, precisamente, el de la pluralidad de valores y principios, obligados a un constante tacto de codos: “la necesaria coexistencia de los contenidos”[4]. Lo que hace posible esta coexistencia es “ese moderno artificio que es el Estado Constitucional de Derecho”, en donde se produce una “doble sujeción del derecho al derecho”[5], en forma y en sustancia: en la forma, por ajustarse a los modos de producción del derecho y a las esferas de competencia de cada órgano; en la sustancia, por la validación constante de cada producto jurídico por su escrutinio frente a los derechos humanos de estructura abierta, resultantes de constituciones o convenciones con igual jerarquía que estas últimas. El derecho supremo, que sujeta todo lo jurídico, es la Constitución, que a la vez encarna la única supremacía política. Pero ya no se trata de la constitución que preside cada ordenamiento nacional, sino de una constitución cosmopolítica que culmina en la creación de una “esfera pública mundial”[6], proveedora de principios y valores, que ponen en acto derechos humanos en constante expansión. El neoconstitucionalismo es el sostén doctrinario del Estado Constitucional que se va desenvolviendo en el planeta. No resulta, según sus voces más autorizadas, una extensión del Estado de derecho: “más que una continuación se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente la concepción del derecho”[7]. Es un nuevo paradigma, de alcance planetario[8], aseguran sus cultores.

El Estado Constitucional se presenta como una modalidad de neutralización casi total del elemento puramente político aún subyacente en el viejo Estado de derecho. En este último, como anotaba Carl Schmitt[9], aunque centrado en la legalidad –“el derecho es la ley y la ley es el derecho”- contenía, además, un elemento específicamente político, esto es, era aún un Estado, una forma política. Este elemento político se manifestaba en la “soberanía del pueblo” (arts. 33 y 37 CN), limitada y contenida por los derechos fundamentales y la separación de poderes, y en la potencialidad del poder constituyente de la decisión política fundamental de darse una constitución “positiva”, en el sentido que el mismo Schmitt otorga a esta última expresión[10], propia de ese pueblo en particular.

En el Estado Constitucional el elemento político democrático queda reducido al fugaz instante del sufragio como opción entre las propuestas cerradas del marketing electoral, hasta el punto de que un notorio politólogo argentino ha podido caracterizar al Estado Constitucional como “una sociedad lo más civilizada y republicana posible, pero democrática en el sentido estricto de la palabra, (...) cada vez menos posible”[11]. La Constitución es ahora una constitución global, cosmopolítica, un derecho del individuo cosmopolita –das Weltbürger-recht- recogido en convenciones y declaraciones regionales o universales y extendido interpretativamente por tribunales supremos contramayoritarios –o supramayoritarios, según otros prefieren. El Estado Constitucional vacía de contenido político a la forma política estatal, pero quiere seguir llamándose Estado, conservando vegetativamente esa denominación, aunque quizás le cuadrase mejor la de “Constitución sin soberano”[12]. Por otra parte, las sociedades donde rige el Estado Constitucional parecen carecer de uno de los requisitos básicos de las sociedades regidas por el antiguo Estado de derecho: esto es, el de relativa homogeneidad. Estas nuevas sociedades son más que complejas; en puridad, se trata de una “constelación plural de biografías”[13] en una sociedad –o, mejor, agrupación- de distintos, cuya convivencia debe constitucionalmente asegurarse, de manera de que cada cual pueda desenvolver de modo pleno los deseos de sus planes biográficos. La Constitución cosmopolítica vincula los derechos abiertos de realización biográfica con el Estado. Un autor la califica como “un Otro que no produce respuestas absolutas y que intenta garantizar la convivencia pacífica de una sociedad heterogénea”[14]. La supremacía política y jurídica pertenece a la Constitución, a través de la cual cada individuo –cada biografía- intenta desenvolver al máximo su plan de vida requiriendo del Estado y de los otros individuos las prestaciones o abstenciones del caso, en forma pacífica. Las diferencias entre Estado de Derecho y Estado Constitucional de Derecho pueden mostrarse, de modo rudimental, así:

Estado de Derecho (estadio positivista) / Estado Constitucional (estadio pospositivista)
Estatismo/ Globalismo
legiscentrismo -subsunción/principialismo – ponderación
Interpretación formal, avalorativa/Interpretación sustantiva, valorativa
Derecho por normas/ Derecho por principios/valores



Zagrebelsky[15] resume el núcleo de las diferencias jurídicas entre uno y otro de acuerdo con las siguientes fórmulas:

Estado de Derecho: Derecho = ley = medida de los derechos
Estado Constitucional: Derecho = derechos fundamentales = medida de la ley

Lo curioso es que muchos constitucionalistas, sin abandonar la enseñanza y defensa de las viejas categorías del Estado de derecho, poco a poco se van impregnando del lenguaje y categorías neoconstitucionalistas, a las que asumen como simples extensiones y desarrollos de aquellas clásicas. Mientras tanto, los doctrinarios del neoconstitucionalismo no se privan de señalar la diferencia entitativa entre el Estado constitucional y el Estado de derecho, cuyas vetustas edificaciones señalan a punto de ruina, mientras apuntan a los nuevos conceptos como los destinados a sucederlas, en una actitud que recuerda la frase del personaje de “Nuestra Señor de París”, que agitaba, frente al libro de piedra de la catedral, el libro impreso: “esto matará aquello”.

Para explicar estas discordancias y desconexiones y penetrar un poco más en el meollo neoconstitucionalista debemos detenernos antes en un vocablo –“constitucionalismo”- y en el sustrato filosófico sobre el cual se yergue el Estado Constitucional.

Sobre el vocablo “constitucionalismo” y un sustrato metafísico

La expresión “constitucionalismo” viene teñida inexorablemente de una constelación de valores que corresponden a la “modernidad” y, dentro de ella, a un momento que arranca a finales del siglo XVIII, prefigurado a su vez desde un siglo atrás, y que se extiende hasta nuestros días. Ya no nos servimos de expresiones neutras y descriptivas, sino de un giro ideológico, valorativo y prescriptivo. Esto debe tenerse en cuenta para comprender adecuadamente tanto el tránsito del constitucionalismo clásico al neoconstitucionalismo, como los elementos críticos que ambas expresiones arrastran.

Constitucionalismo clásico y neoconstitucionalismo se nutren en las dos grandes corrientes filosóficas que operan como columnas de la modernidad: la Ilustración y el Romanticismo. Situémonos ahora en nuestra época, la modernidad crepuscular o posmodernidad. Lo que se echa de menos en este fin de época es la objetividad. Prevalece uniforme y monótonamente una metafísica de la subjetividad inmediata, que reduce el bien a lo bueno para mí, la verdad a lo que para mí es “mi” verdad, lo justo exclusivamente a “mi” derecho”, etc. Lo que queda ahora es tan sólo un sujeto transeúnte y solitario, cuya identidad resulta de su propia voluntad, pura construcción cultural. Esta construcción y deconstrucción incesante del sujeto conduce inevitablemente a lo que Nietzsche percibió –el nihilismo o incontenible desvalorización de lo suprasensible, de los bienes o valores supremos de la Verdad, la Justicia, la Bondad, la Belleza, de todo lo que era capaz de otorgar sentido – y el relativismo –“todo es igual, nada es mejor”, según la fórmula discepoliana- que sólo puede ser superado desde la arbitrariedad del yo: mi punto de vista debe prevalecer porque es mío (o nuestro, del grupo). Las nociones de lo justo o del bien común se van aquí a pique irremediablemente. Añadamos que el punto extremo del nihilismo, a cuyo cumplimiento podemos estar llegando, resulta en la abolición de lo real.

El “constructivismo”, dentro del marco de la posmodernidad o modernidad crepuscular, señala la imposibilidad de un conocimiento objetivo de lo real. El saber humano sería un conjunto de convenciones a partir de creencias de origen histórico-social, con lo que el concepto de “verdad” no resultaría sino una estrategia de afianzamiento de la propia visión y, al mismo tiempo, descrédito de la contraria.

Precisemos que hay una realidad, es algo objetivo, pero el conocimiento sobre esa realidad implica componentes subjetivos. Esto es, la relatividad y limitación de nuestros medios de conocer, que es muy otra cosa que el relativismo. Distintos individuos y grupos pueden no coincidir, y de hecho no coinciden, en la representación de la realidad. Por eso, todo saber es atenerse a la realidad de las cosas y, al mismo tiempo, tomar conciencia de los propios límites de nuestra capacidad de saber. Uno de los callejones sin salida de la posmodernidad reside en que, por un lado tenemos una disponibilidad indefinida de adquirir y transmitir información y, por la otra, nuestra capacidad de saber se achica y se va agolletando cada vez más. En medio de procesos comunicacionales cada vez más difundidos y a la vez más complejos, la realidad de las cosas nos es cada vez más ajena y nuestra capacidad de saber cada vez más acotada.

Constitución política, constitución jurídica y “constitución ideal” cosmopolítica

La constitución política se estimó tradicionalmente como un modo de ser de la sociedad política. Constitución política se refiere al ser, no a algo sólo normativo, a algo de lo que debe ser. Constitución política alude al ser de la comunidad política y, dinámicamente, a su devenir. Es un principio políticamente operante, una “fuerza activa”, como anotaba Ferdinand Lassalle, que la vinculaba dinámicamente a las relaciones objetivas de poder, a los “factores reales de poder”[16].

El concepto de constitución política fue caracterizado por Carl Schmitt como “concepto absoluto” de constitución, constitución que se es, estado presente del ser de una sociedad política.[17]

La constitución jurídica es la ley constitucional concreta y particular, lo que Carl Schmitt llama concepto relativo de constitución, que se define por características formales, es decir, externas y accesorias; principalmente, que sea una constitución escrita, en forma de codificación cerrada, establecida mediante un determinado procedimiento. Es la constitución que se tiene.

El “constitucionalismo”, nace polémicamente en oposición al Estado absoluto y su continuador, el Estado despótico ilustrado. El constitucionalismo –y su correlato el derecho constitucional clásico- es la ideología del Estado nación moderno, conformado como Estado de derecho liberal-burgués, hoy en vías de sustitución por el Estado Constitucional. Liberal en el sentido de protección del individuo contra el abuso del poder público. En él, la libertad del individuo es ilimitada en principio, y la facultad del Estado para invadirla limitada en principio.

A partir de allí, la constitución entendida como codificación escrita de los principios de la libertad liberal resulta la única constitución posible –art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, “toda sociedad en que no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, no tiene constitución”. Ella se convierte en la “constitución ideal”, según Schmitt, la única “constitución constitucional”[18] dentro del cuadro del Estado de derecho clásico.

El derecho constitucional se conforma como la descripción y exégesis de esta única constitución posible, en función garantista y aseguradora de esferas de acción privada frente al poder. En esa tarea, la mayoría de sus cultores ha operado como ante una suerte de “muro de los lamentos” jurídico, donde insertar los mensajes de protesta a las demasías de las clases políticas gobernantes de turno, mientras una minoría variable de esos mismos cultores se dedicaba, con ahínco digno de mejor causa, a pergeñar los tecnicismos encubridores de aquellas demasías.

Se percibe, en nuestro tiempo, de modo generalizado, la sensación de atravesar un cambio epocal. En términos muy amplios, podríamos resumir esa sensación como la de final de la modernidad –que acunó y arropó al constitucionalismo- y los pródromos de otra época, que todavía no sabe su nombre.

La cosmovisión de la modernidad resulta hoy insatisfactoria y se la ataca desde diversos ángulos, mostrando la insuficiencia y hasta la sinrazón de la razón de las Luces, la no linealidad y la falacia del progreso indefinido, y el vacío del sinsentido y la inconsistencia general de la vida histórica, caracterizado como relativismo y nihilismo, según se vio. En cuanto sentimos que una época se va cerrando y que otra aún innominada se abre, la expresión “posmodernidad” resulta muy ilustrativa, ya que apenas podemos caracterizar el interregno que nos toca atravesar como aquello que no es la modernidad y que viene después de ella, pero sin poder connotarla aún con ningún rasgo positivo.

Todo interregno (inter-regnum, espacio de tiempo sin autoridad reconocida que transcurre entre el oscurecimiento de un Nomos planetario[19] y la aparición de otro) encierra un componente de incertidumbre. Se está ante una situación móvil y fluida con una falta de certeza y de referencias últimas .

En la posmodernidad alumbra, en cambio, una constitución cosmopolítica supraestatal y prácticamente desterritorializada; en otras palabras, un constitucionalismo universal sin Estado, que considera al planeta como tendiendo a ser una única polis. O, en todo caso, a un constitucionalismo universal compartimentado en diversos “Estados constitucionales”, cuyos instrumentos jurídicos fundamentales coinciden en el núcleo dogmático de los “derechos humanos” y presentan sólo algunas divergencias en cuanto a la parte orgánica (p. ej., regímenes presidencialistas o parlamentaristas; órganos legislativos unicamerales o bicamerales, etc).

Esta constitución cosmopolítica está ligada al reconocimiento de los derechos humanos, los “derechos del hombre y del ciudadano” en su versión original[20], esto es, al reconocimiento de la humanidad del individuo como un valor en sí mismo, por la sola pertenencia a la especie humana, independientemente de la voluntad de Dios, de la naturaleza del mundo o del orden de la sociedad.

Hay otra noción epocal moderna, aunque con raíces más lejanas, que es el reconocimiento del principio de la soberanía del pueblo, esto es, la idea de que sólo la voluntad expresada por una comunidad de individuos puede, en última instancia, justificar el ejercicio del poder, imponer la coerción y fundamentar la obligación política (¿por qué obedezco? porque la voluntad de la ley se identifica con mi voluntad, en cuanto identificada a su vez con la voluntad general). El principio de soberanía del pueblo, contenido en el art. 33 de la CN, ha desaparecido prácticamente, doblegado en su tensión recíproca con el principio de reconocimiento de los derechos humanos. Se lo reemplaza por el colectivo “la gente”, el people anglosajón, medido constantemente en sondeos de opinión. Mientras el pueblo ha resultado, cualquiera fuese la forma de gobierno, la más intensa presencia real en el mundo de la política, desde los griegos, pero preferentemente desde la república romana y el reconocimiento cualitativo de la maiestas del populus, nuestro tiempo lo ha reemplazado por acercamientos cuantitativos, convirtiéndolo en una superstición estadística, al mismo tiempo que los cerrojos contramayoritarios se han ido extendiendo en previsión de un desmadre.





Se plantea así un nuevo Nómos del planeta cuyo centro de gravedad no resulta ya el derecho constitucional estatal sino el derecho global humanitario .





Estamos, pues, ante una constitución dogmática universal, sin Estado, en trabajosa construcción. Ella es, hoy, la máxima regla constitucionalizadora. La constitución aspira a ser planetaria, abarcando lo que Kant llamaba el “domicilio común del hombre”, esto es, el globus terraqueus.

La “constitucionalización del derecho” es un efecto de esta situación y produce, tanto en el ámbito del derecho común como del derecho penal, del derecho público como del privado, un efecto irradiante y expansivo que se refleja en un constante cambio de la interpretación, es decir, de la concreción del derecho, en un movimiento de difusión constante hasta hace unos años impensable. A la cabeza, Cortes Supremas o Tribunales Constitucionales –las diferencias resultan cada vez menores entre control “difuso” y control “concentrado” de constitucionalidad- que son los intérpretes calificados de este movimiento; en otras palabras, el poder constituyente contramayoritario[21]. No sólo se expresa a través de sentencias “interpretativas” sino –como las llama la doctrina italiana- por medio de sentencias “manipulativas”, buscando adecuar las normas a la constitución cosmopolítica –el bloque de constitucionalidad- a fin de hacerlas compatibles con ella. Interpretar ya no es revelar un único sentido correcto, oculto en la norma, sino encontrar, entre varias interpretaciones o sentidos posibles, el más adecuado a la compatibilidad constitucional (nacional y cosmopolítica) en atención al principio básico directriz de la interpretación pro homine (que encierra los de pro libertatis, pro reo y pro victima). La interpretación debe ser la más protectora de la persona, la más extensa en cuanto a sus derechos y la más restrictiva en cuanto a sus limitaciones. Los neoconstitucionalistas exigen jueces activos y vigilantes, que ante los casos difíciles, dilemáticos y trágicos, en que entran en colisión derechos fundamentales y derechos humanos igualmente valiosos al primer examen, procedan a la debida “ponderación” de los valores contrapuestos, según el criterio impuesto a partir del caso Lüth, juzgado por el Tribunal Constitucional Federal alemán (1954), lo que deja abierta la decisión judicial a la pura subjetividad del juez activista, conforme la cotización que uno y otro de los valores contrapuestos alcance en ese momento en el mundo mediático donde transcurre el espectáculo político.

Algunos temas críticos

Aunque algunos constitucionalistas intentan ver en este constitucionalismo cosmopolítico una simple y natural expansión del constitucionalismo clásico, las grietas producidas por aquél en este último son ya visibles y notables, con riesgo de derrumbe. De manera muy rápida, podemos enumerar algunas de las cuestiones centrales en que se manifiesta actualmente la crisis del constitucionalismo clásico donde apuntan, también, los problemas consiguientes del neoconstitucionalismo:

i) Poder constituyente: ¿quién hace –quién puede hacer- hoy una constitución? El recurso a un poder constituyente originario, tal como fue planteado en 1789 es reivindicado desde lo que se ha llamado la “razón populista” (Venezuela, Bolivia, Ecuador), cuyas constituciones actuales resultan de asambleas convocadas bajo un poder constituyente derivado que se arrogaron luego la plena facultad constituyente. En el resto (el ejemplo más claro fue el intento de una “Constitución” para la UE, emparchado más tarde con el tratado de Lisboa) son los órganos contramayoritarios los que disponen del texto constitucional. En nuestro país, además, la Constitución puede ser reformada, fuera de los mecanismos rígidos del art. 30 por medio de la incorporación de tratados internacionales sobre derechos humanos, a los que, con una mayoría calificada del Congreso puede otorgársele jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22).





ii) Representación política-Gobierno representativo: revelación de la “ficción representativa”[22], crisis de los partidos políticos, pulverizados a partir de 2001; crisis en la representación del Estado (¿el Estado puede idóneamente representar toda la política?); en el Estado (vacío institucional, movilizaciones, piquetes, acción directa, etc.) y ante el Estado (ONG´S, movimientos sociales, minorías activistas en función del orientación sexual, etc.).





iii) División, separación e independencia de los poderes, órganos o funciones del Estado (hipercracia presidencialista, populismo, Congreso que no hace las leyes sino que las toma hechas, jueces legisladores y “ponderadores”).





iv) Federación y unitarismo fiscal: las estructuras de concentración desde el gobierno federal hacia las provincias y desde las provincias hacia los municipios: “allí sentao en su silla/ningún güey le sale bravo/a uno le da con el clavo/y a otro con la cantramilla”.





v) Posdemocracia: quizás ha llegado el momento de considerar la crítica formulada desde diversos ángulos[23], en el sentido, de que transcurrimos actualmente una etapa “posdemocrática”. Debemos tomar en cuenta la contradicción que se da entre la democracia como única forma de gobierno teóricamente aceptable, elevada incluso a la altura de religión laica, con la práctica que no obedece a criterios objetivamente democráticos ni que alienten formas reales de participación y de ejercicio de las virtudes cívicas. Transcurrimos una suerte de estado de excepción generalizado, situaciones caóticas de preguerra civil, recurso constante a la discordia, masas migratorias no metabolizadas en las sociedades de destino, crimen organizado a nivel global, etc. En el momento en que la fe democrática es de rigor, el pueblo no aparece por ningún lado. A la democracia se le ha perdido el pueblo y no saben dónde está[24]. En el momento culminante de lo democrático, se echa mano a todos los resortes contramayoritarios, especialmente a los jueces, en detrimento del dogma de la soberanía popular, sin el intento siquiera de “ponderación” alguna. Los regímenes estables en el mundo resultan, al ojo crítico, mixtos con tendencias fuertemente oligárquicas. Hay un precario equilibrio entre el gobierno de pocos en su provecho (la clase política) y líderes personalistas también corruptos asentados sobre bases clientelísticas, con el contrapeso de unos optimates encargados de conservar el sistema resguardado de eventuales mayorías (Cortes y Tribunales constitucionales).

El Estado constitucional procura la autorrealización del individuo según su plan biográfico, manifestada en los derechos de última generación (la misma imagen de las sucesivas generaciones sugiere su expansión indefinida) –derecho a la disposición del propio cuerpo, a la mutación antropológica en el “género”, a la locura, a la felicidad sexual, etc. Se ha llegado al extremo deconstructivo de la relación entre sujeto y objeto, escamoteándose este último, como señalamos más arriba. La posmodernidad opera ahora sobre un sujeto transeúnte, huérfano sin ombligo, portador de derechos aún antes de entrar en relación con otros sujetos, cuya identidad resulta de su propia voluntad, pura construcción cultural. Esta construcción y reconstrucción incesante del sujeto, ocupante exclusivo del escenario jurídico, cuyo autocumplimiento requiere la diseminación indefinida de sus derechos subjetivos fundamentales, se concreta por medio del activismo judicial y de la agitación de los actores sociales coadyuvantes (ONGs, etc.)[25].

Los jueces “señores del derecho”. ¿Es posible la “ponderación”?

Como señalan sus expositores, el Estado Constitucional de Derecho opera sobre principios, que a su vez expresan valores incardinados en los derechos humanos, en un proceso circular y constantemente expansivo. Los principios “positivizan lo que se consideraba prerrogativa del derecho natural: la determinación de la justicia y de los derechos humanos”[26]. Los valores, en una sociedad posmoderna, son plurales y relativos, en tanto deben coexistir y salvaguardarse su contradictoriedad. La coexistencia de los valores se expresa “en el doble imperativo del pluralismo de los valores (en lo tocante al aspecto sustancial) y la lealtad en su enfrentamiento (en lo referente al aspecto procedimental)”. La coexistencia pacífica de los valores asume un carácter de indestructible eje diamantino de la vida social, política y jurídica : “éstas son las supremas exigencias constitucionales (...) [y] únicamente en este punto debe valer la intransigencia y (...) las antiguas razones de la soberanía”[27]. El peso de la salvaguarda mutua de valores contradictorios, esto es, de afirmar la supremacía del pluralismo, recae sobre jueces ponderativos que se sirven a ese fin de un “derecho dúctil” o, en otra imagen, de una dogmática jurídica “líquida” o “fluida”.

Los jueces, pues, en el Estado de Derecho Constitucional, son los nuevos “señores del derecho” dúctil y fluido, en sustitución del legislador, figura central del Estado de Derecho. ¿Un gobierno de los jueces? Quizás no en el sentido en que apuntaba la antigua -pero no anacrónica- advertencia de Lambert[28], ya que ello significa hoy, simplemente, que la conflictualidad política se traslada, por los Ejecutivos en alianza con Legislativos de mayorías dóciles, a la designación de los jueces de los tribunales supremos (Tribunales Constitucionales o Cortes Supremas) o, en los escalones más bajos, a la manipulación de los concursos para su nombramiento en los Consejos de la Magistratura o similares, o también a la domesticación de los jueces de grado ya designados por maniobras en las comisiones disciplinarias o en los jurados de enjuiciamiento –todo ello comprobado fehacientemente en la reciente historia judicial argentina. No se trata, pues, de gobierno de los jueces sino de gobernar a los jueces. Más bien, el neoconstitucionalismo parece tender a la conformación de un Estado judiciario, donde la última palabra, la decisión soberana, corresponde a un juez, sin la mediatización de normas previamente elaboradas, sino de principios. Como dice Schmitt, llevado a sus últimas consecuencias, en un Estado judiciario “apenas se podría hablar de Estado, porque el lugar de la comunidad política lo ocuparía una comunidad jurídica y, al menos según la ficción, apolítica”[29]. Pero, como arriba se apuntó, la pretensión de neutralizar la politicidad y sustituirla por la juridicidad técnica fracasa y el campo, o uno de los campos destacados en que se dirime la conflictualidad política es el forense, con el resultado de politizar la justicia y judicializar la política: lo que se echó por la puerta entra con furia por la ventana. El recurso a la distinción entre actos administrativos y actos políticos, que permitía invocar la no judiciabilidad de estos últimos y establecer, a manera de comodín discrecional, una zona de self restraint del tribunal, ampliable o restringible a medida de los altibajos gubernamentales, siendo ya discutible dentro de la teoría del Estado de Derecho clásico, resulta insostenible dentro de la ortodoxia del Estado Constitucional de Derecho, donde al someterse todo el aparato normativo estatal al control de convencionalidad y constitucionalidad, de eximirse a un sector cualquiera de tal escrutinio, se quebrantaría su completitud y, por consiguiente, su credibilidad. Por otra parte, aunque el nivel supremo de una jurisdicción local pueda acudirse en definitiva, por fas o por nefas, a poner sobre el tapete forense aquel incómodo comodín, se corre el peligro de que en una instancia supranacional suprema sobre los supremos (CIDH, Corte Europea de Derechos Humanos, etc.), donde tal carta no forma parte de la baraja jurídica, el refugio en la no judiciabilidad quede allanado. Quizás el arma más importante que se les entrega a los jueces es la actividad “ponderativa”, presentada bajo los rasgos de una actividad “objetiva” de asignación de peso e importancia a valores contrapuestos, que integran también un “orden objetivo de valores” (Objektive Wertordnung), como sostiene desde Lüth el Tribunal Constitucional Federal alemán.

Lo cierto es que en el crepúsculo de la metafísica clásica, la filosofía de los valores intentó tomar el lugar de una ontología moribunda[30]. Fue “una respuesta a la crisis nihilista del siglo XIX”, señaló Carl Schmitt en un notable trabajo sobre el tema[31]. “El valor y la validez –apuntaba por su lado Heidegger- llegan a ser un sustituto positivista de la metafísica”. Las valencias no son esencias –“no son sino que valen”- y no tienen significación sino en relación con el sujeto que evalúa los objetos conforme sus deseos, necesidades, preferencias, etc. La noción de “valor” no ha podido nunca escapar a su origen en la economía. Todo valor supone una competencia con otros valores; es decir, se expresa como “más” valioso que otro, lo que requiere, para medirlo, una transformación de la calidad en cantidad. Hablar de valores, pues, significa establecer, sobre el campo resbaladizo de un subjetivismo de fondo, una escala y una variable “cotización” de tales valores. Quien define un valor, define al mismo tiempo un antivalor, un valor negativo. Los valores, anota Schmitt, “también valen siempre contra alguien”. El problema se traslada entonces a quién asigna los puestos respectivos en la móvil escala valorativa, esto es, quién tiene el poder de declarar algo más valioso o más antivalioso: el quis judicabit? Cuando se afirma por el neoconstitucionalismo que el único metavalor invulnerable es la salvaguarda del pluralismo de los valores, lo que se está diciendo es que se entroniza así, en el campo de la subjetividad, una suerte de autoridad objetiva con competencia para decidir qué valores integran el elenco plural a considerar y qué otros integran la lista de lo disvalioso a desterrar en el juego del consenso. La idea de valor implica, por cierto, una pluralidad de estimativas en comparación, lo que reafirma, por otra parte, su dimensión subjetiva. Pero un pluralismo donde todos los valores se equivalgan es un “sueño de la razón”, porque si todo vale igual, cuando lo propio del mundo de las valencias es establecer una escala y jerarquía de cotizaciones respectivas, nada vale nada, y ningún “consenso racional” resulta posible a través de operaciones ponderativas sobre un conjunto automáticamente devaluado que no conmueve ya el fiel de la balanza. Ello demuestra que la famosa”operación ponderativa” es totalmente subjetiva porque obliga a tomar decisiones sobre el peso de valencias ya de por sí subjetivas (no lo eran las leyes o los principios generales clásicos, dotados de objetividad)[32].

Por otra parte, los valores en colisión resultan casi siempre inconmensurables. Esto es, ¿cómo podemos encontrar patrones de medida comunes entre ellos, en atención a la diversidad y complejidad de deseos y necesidades humanas que en los valores se afirman? La misma expresión “sopesar” resulta metáfora engañosa que suele aceptarse sin mayor análisis, por carecerse de unidades fundamentales aceptables para “pesar” valores en conflicto, del mismo modo que medimos y comparamos entre pesos físicos. Curiosa “ponderación” esta, que no tiene balanza con fiel objetivo ni unidad de peso aplicable. Más bien, los esfuerzos mediáticos de los jueces activistas tienden a incrementar lo que en otro lugar llamé el “daño nomikogénico”[33]. Así como existe un daño iatrogénico, producido por los profesionales de la salud o en los establecimientos de salud, existe un”daño nomikogénico” (del griego nomikós, forense) producido por los operadores jurídicos, jueces y tribunales.

Conclusiones sin cierre

Algunas conclusiones, que en modo alguno pueden resultar un cierre. Presenciamos el despliegue de un proceso abierto apenas clausurada la Segunda Guerra Mundial, cuando con la mejor intención de cerrar un capítulo trágico, se decidió edificar las sociedades sobre los derechos individuales –y no sobre deberes fundamentales, como las culturas tradicionales y el Occidente histórico sostuvieron[34]. Dejo la palabra a Alain Supiot: “según esa perspectiva, sólo hay derechos individuales. Toda regla es convertida en derechos subjetivos (...). Se distribuyen derechos como si se repartieran armas, y después que gane el mejor. Así desgranado en derechos individuales, el Derecho desaparece como bien común. Porque el derecho tiene dos caras, una subjetiva y la otra objetiva, y son dos caras de una misma moneda. Para que cada cual pueda gozar de sus derechos, es preciso que aquellos derechos minúsculos se inscriban en un Derecho mayúsculo, es decir, en un marco común y reconocido por todos (...) el individuo no necesitaría el Derecho para ser titular de derechos, sino que, por el contrario, de la acumulación y el choque de los derechos individuales surgiría, por adición y sustracción, la totalidad del Derecho”[35].

E Estado de derecho clásico y legisferante no se reveló, a la larga, sobre todo al producirse su fracaso bajo la fachada de Estado del Bienestar, el más apto para el cumplimiento de tan vasto programa. Allí se dio el empuje de la corriente neoconstitucionalista y el surgimiento del Estado Constitucional. Esta nueva forma, como hemos visto, surgida en el crepúsculo de la modernidad, intensifica la metafísica de la subjetividad extrema que permea la época moderna. Centrada en una concepción irradiante y expansiva de los derechos subjetivos individuales, concibe una sociedad con tendencia planetaria integrada por distintos donde cada uno puede y debe alcanzar el cumplimiento pleno de los deseos de su plan biográfico. Como un símil de objetividad equilibrante, coloca una suerte de universalismo laico, que pretende definir la particularidad a partir de una noción abstracta previa, que en buena parte reside en la desvinculación del principio de igualdad jurídica de todo marco interpretativo de referencia, tornándolo absoluto, de modo que los seres humanos se convierten en entes fungibles, sin cualidades y notas propias.

Si se tratase de una disputa en el nivel puramente teórico, la cuestión podría quedar circunscripta al corrillo académico. El problema es que el Estado Constitucional no se demuestra la altura de su promesas: hambre, persecuciones, guerras civiles y estados de excepción generalizados, operaciones genocidas e insensibles “daños colaterales”, crimen organizado en trata de armas y de personas y narcotráfico, etc., no han sido alcanzados por el empeño neoconstitucionalista. En su intento de juridizar completamente los elementos políticos se está yendo a un renuevo del positivismo, superando la etapa normativista por un positivismo de valores. Ello implica entronizar un nuevo “señor del derecho”: un juez activista ponderativo, personaje donde culminaría y encontraría consagración la fabricación de “consensos racionales” sobre los valores dominantes. Los jueces activistas, sin embargo, fuera de su efímero estrellato en el espectáculo, se revelan como sujetos doblegables a las técnicas de amansamiento de ejecutivos hipercráticos. En la pantalla, cuanto más cambian las figuras, más permanece reflejado el núcleo del dolor humano sin respuesta jurídica válida.

La idea de que podemos librarnos de todo límite, ya se sabe desde antiguo, lleva un castigo por Némesis de la propia desmesura. En algún momento, la exageración de su principio reconducirá el péndulo y las nociones de objetividad y realidad encontrarán nueva ocasión de manifestarse en el campo del derecho: los árboles no crecen hasta el cielo. Mientras tanto, el centro de la escena del pensamiento jurídico general y del constitucional en particular, en los casi doce años que han corrido del siglo, lo ocupa el neoconstitucionalismo.-


[1] ) Profesor Titular Ordinario de grado, posgrado y doctorado (UCA). Doctor en Derecho y Ciencias Jurídicas. Autor de diversas obras y artículos de su especialidad. Ha dictado cursos y pronunciado conferencias en diversas universidades latinoamericanas y europeas.
[2] ) Ritter, Gerhard, “La Demonía del Poder”, 6ª. ed. 1948, 15: “la demonía no es pura negación de lo bueno, no es la esfera de la oscuridad completa frente a la luz sino de la media luz, de lo equívoco, de lo inconsciente, de lo más hondamente siniestro. Demonía es posesión (Besessenheit)”.
[3] ) MEINECKE, Friedrich, “La Idea de Razón de Estado en la Edad Moderna”, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1959, p. 446
[4] ) Zagrebelsky, Gustavo, “El Derecho Dúctil- ley, derechos, justicia”, Trotta, Madrid, 2009, p. 13
[5] ) Ferrajoli, Luigi,”Derechos y Garantías: la ley del más débil”. “Derecho sobre el derecho”, precisa en otra obra: “Razones Jurídicas del Pacifismo”, Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[6] ) Ferrajoli, Luigi, “Razones Jurídicas del Pacifismo”, p. 149
[7] ) Zagrebelsky, Gustavo, “El Derecho Dúctil”, p. 34
[8] ) Ferrajoli, Luigi, ”Derechos y Garantías: la ley del más débil” y “Razones Jurídicas del Pacifismo”, p. 101
[9] ) Schmitt, Carl “Teoría de la Constitución”, Alianza Editorial, Madrid, 982, p. 137
[10] ) Una decisión conciente de la unidad política, a través del pueblo como titular de poder constituyente, que adopta por sí y se da para sí una particular forma de existencia política. En “Teoría de la Constitución”, cit. p. 47
[11] ) Strasser, Carlos “La Nación”, 17/I/2004
[12] ) Expresión de Otto Kirchheimer citada por Zagrebelsky, op. cit. p. 13
[13] ) Gil Domínguez, Andrés, “Estado Constitucional de derecho psicoanálisis y sexualidad”, Ediar, Buenos Aires, 2011, p. 87. En otro lugar, el mismo autor sostiene que los derechos abiertos contemplan “la extimidad de todas las biografías existente en una sociedad de distintos” (p.88)
[14] ) Op. cit. nota anterior, p. 87
[15] ) Op. cit., p. 39
[16] ) Lassalle, Ferdinand, “¿Qué es una constitución?”, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1946, p. 53 y sgs
[17] ) Op. cit., p. 29 y sgs.
[18] Op. cit. p. 58 y sgs.
[19] ) Carl Schmitt llama Nómos de la Tierra (entendida aquí como conjunto de los espacios del planeta) a la "ley orgánica", "principio fundamental" o "acto fundamental" ordenador y distributivo. Este Nómos que ordena, asigna y distribuye desde un "dónde" determinado, funda o refunda las categorías de lo político y de lo jurídico para las sucesivas representaciones simbólicas del mundo y del cosmos. Ver Schmitt, Carl, “El Nomos de la Tierra en el derecho público del jus publicum europaeum”, ed Struhart, Buenos Aires, 2005, con introducción de Luis María Bandieri.
[20] ) Luis María Bandieri, “Derechos del Hombre y Derechos Humanos, ¿son lo mismo?”, E.D. 18/09/2000

[21] ) Woodrow Wilson, cuando fue presidente de los EE.UU., comentó que la Corte Suprema funcionaba como “una convención constituyente en sesión permanente”. Este comentario crítico, que debe tomarse cum grano salis, ha sido extrañamente interpretado como una afirmación seria y dogmática por gran parte de nuestra doctrina constitucionalista, que repite el aserto sin considerar, cuando menos, su colisión con la doctrina de la soberanía popular afirmada en la propia Constitución (art. 33).
[22] ) La expresión es de Kelsen, Hans, “Esencia y Valor de la Democracia”, Labor, Madrid, 1977, p.52/53. Consiste en “la idea de que el Parlamento no es más que el lugarteniente del pueblo, y que el pueblo puede exteriorizar su voluntad solamente dentro y por el Parlamento”. “La ficción de la representación ha sido instituida para legalizar el parlamentarismo bajo el aspecto de la soberanía del pueblo”, prosigue Kelsen, que más adelante reitera que se trata de una “patente ficción”.
[23] ) Se destaca la obra del suizo Eric Werner, “L’avant-guerre civile”, L’Age d’Homme, Lausanne-Paris, 1999: Del mismo autor “Jusqu’où ne pas aller trop loin”, Krisis, nº 35, mai 2011, p. 68/78. Ver también Christian Savés, “Sépulture de la Démocratie. Thanatos et Politique”, L’Harmattan, Paris, 2008 y Karlheinz Weissmann, “Post-Demokratie”, Antaios, Schnellroda, 2009
[24] ) Para mayores desarrollos consultar Bandieri, Luis María, “Mais où est donc passé le peuple?”, Krisis, nº 29, février 2008, Paris, 29/40
[25] ) Más desarrollos en Bandieri, Luis María, “Notas al Margen del Neoconstitucionalismo”, E.D., 19 de abril de 2011
[26] ) Zagrebelsky, op. cit., p. 114
[27] ) Zagrebelsky,op. cit., p. 15
[28] ) Édouard Lambert, “Le Gouvernement des Juges et la lutte contre la legislation sociale aux États-Unis”, prefacio de Frank Moderne, Dalloz-Sirey, Paris, 2005.
[29] ) Schmitt, Carl “Legalidad y Legitimidad”, Aguilar,. Madrid, 1971, p. 263
[30] ) Ver Bandieri, Luis María “La Mediación Tópica”, El Derecho, Bs. As., 2007, p. 40 y sgs.
[31] ) “La Tiranía de los Valores”, Hydra, Buenos Aires, 2009.
[32] ) El esfuerzo de Robert Alexy para hallar una “fórmula peso” señala sólo la formalización de una operación subjetiva. Ver Alexy, Robert y Andrés Ibáñez, Perfecto, “Jueces y Ponderación Argmentativa”, UNAM, México, 2006, 1/10.
[33] ) “Mediación Tópica”, cit. El Derecho, Bs. As., 2007
[34] ) Ver Bandieri, Luis María, “Derechos Fundamentales ¿Y Deberes Fundamentales?” en “Direitos, Deveres e Garantias Fundamentais”, Editora JusPodium, Salvador, 2011., p. 211/245. Con provecho puede consultarse, en la misma obra, Maino, Gabriel, “Derechos fundamentales y la necesidad de recuperar los deberes: aproximación a la luz del pensamiento de Francisco Puy”, p. 19/45
[35] ) Supiot, Alain, “Homo Juridicus”, Siglo XXI ediciones, Bs. As., 2007, p. 28

3 comentarios:

Occam dijo...

Este ensayo es sencillamente brillante. Confieso que debí imprimirlo y llevármelo a casa para leerlo con el mate a la mañana, que es el mejor momento en lo relativo a paz y concentración, porque el texto amerita una lectura mesurada, y no esa forma de sobrevolar las líneas que impone la lectura en pantalla (al menos, para mí).

Entiendo que el que aquí comento complementa muy bien, para el derecho interno, lo que para el derecho internacional ha teorizado Danilo Zolo en su La Justicia de los Vencedores.

Lo que a veces no me queda tan claro es que, luego del desmoronamiento del mundo bipolar, pueda atisbarse (todavía) un verdadero Nomos de la Tierra. Incluso respecto de Occidente (que es y siempre ha sido "la" Tierra para los occidentales, asúmanlo o no; como respectivamente ocurre con los orientales), se advierte una diferenciación entre los Estados que todavía pugnan por ser sujetos políticos, respecto de aquellos otros que han claudicado y han experimentado un vaciamiento esencial, para quedar resumidos a una maquinaria meramente administrativa de módicas cuestiones domésticas y cotidianas.

En líneas muy sintéticas, queda claro que España y Argentina constituyen dos casos paradigmáticos, casi exageraciones, del fin epocal y de la transición apuntada. Con sus más y sus menos, esa visión puede ser prorrogada a otros países hispanos. Ya cuesta más imponérsela a Brasil, que muestra sus ansiosas (imperiales) pretensiones de ser. En cuanto a Europa, si bien es clara la tendencia en los países del Oeste, empieza a difuminarse apenas remontamos el Danubio...

En fin, el planteo global como aniquilador definitivo de la política a través de una nueva juridicidad valorativa y plurimorfa, "dúctil", "fluida", etc., es bien claro que está y que vino para quedarse con intenciones perpetuas. Pero lejos está, entiendo, más allá de en estos andurriales y en la España trágica, de anclar definitivamente. No sólo los árboles no llegan al cielo, sino que los poderosos no comen vidrio.

Usted lo sugiere claramente. El poder que es echado por la puerta entra más fuerte luego por las ventanas. Si toda la caterva de Jarls o Lords del derecho depende y se prosterna sumisa a las abusocracias ejecutivas (y éstas a "sincracias" globales superiores), hay una connotación política-intencionada en la "ponderación", en el "sopesaje" de esos valores siempre en competencia. Los valores (o su preferencia y manipulación) no son neutrales, sino herramientas para el logro de objetivos políticos. No veo que haya muchos jueces (siquiera, "pocos" jueces) que apliquen su subjetividad rectora para ponderar, sino antes bien, que obedezcan a la objetividad de una orden, ni siquiera solapada, emitida en complicidad por las usinas de opinión. ¿Qué hay más objetivo que una orden, aunque esa orden consista en "sé subjetivo", "escucha a tu humanidad tal como abrumadoramente te comunicamos que ésta es", etc.?

Foucault lo insinuó claramente, aunque en el marasmo de aquel '68 nadie estaba pronto a escucharlo, tan limados los cerebros por los psicodélicos como por las hormonas, el calorcito y las imágenes mitológicas de guerrilleros de T-shirt... El poder (¿el Ser?) no puede suprimirse. Cambiará de forma, cambiará de dueño, se atomizará provisoriamente para reconcentrarse después... pero no puede pretenderse seriamente un horizonte sin poder. ¿Y cómo es el poder del mundo irenista y pacifista que aspira a pasársela sin él? ¿Cómo es el poder de las organizaciones narcos, de trata de esclavos, de tráfico de armas internacionales? ¿Cómo disciplina, cómo gana la adhesión de los funcionarios estatales, como ejemplifica, como normatiza? ¿Cómo es el poder de las corporaciones legales que producen armas o alquilan mercenarios?

Otra vez, felicitaciones, y disculpas por tan extenso comentario. Todo él está inspirado en este soberbio trabajo, que ya me he puesto a difundir.

Mi más cordial saludo.

Flor de Ceibo dijo...

Torrero: ¡Brillante! Ya la Torre le está quedando baja, porque no creo que sea la de Babel. Tendrá que mudarse a un risco montañoso, del que bajar de vez en cuando en parapente.
Cordial felicitación.
Al propósito, hace 40 años escribía Julien Freund: "Esto supera la simple oposición teórica entre derecho objetivo y derecho subjetivo para adquirir una cabal dimensión social. El reconocimiento de la legitimidad de todas las reivindicaciones desordenadas de indidivuos y grupos en nombre de una justicia abstracta e inconsistente, lleva a hacer perder al derecho en general su significación y su razón de ser, pues deja de estar al servicio dde la regularización de las relaciones sociales y deviene un medio de sujetar y someter a la sociedad misma (...) Se sigue una desintegración social cuyo límite extremo es lo que en sociología se denomina estado anómico y en política, siguiendo a Hobbes, el estado de natura, es decir, una situación en la que el derecho dejaría de existir y donde sólo la fuerza física y los grupos informales harían la ley".

Flor de Ceibo dijo...

Torrero: ¡Brillante! Ya la Torre le está quedando baja, porque no creo que sea la de Babel. Tendrá que mudarse a un risco montañoso, del que bajar de vez en cuando en parapente.
Cordial felicitación.
Al propósito, hace 40 años escribía Julien Freund: "Esto supera la simple oposición teórica entre derecho objetivo y derecho subjetivo para adquirir una cabal dimensión social. El reconocimiento de la legitimidad de todas las reivindicaciones desordenadas de indidivuos y grupos en nombre de una justicia abstracta e inconsistente, lleva a hacer perder al derecho en general su significación y su razón de ser, pues deja de estar al servicio dde la regularización de las relaciones sociales y deviene un medio de sujetar y someter a la sociedad misma (...) Se sigue una desintegración social cuyo límite extremo es lo que en sociología se denomina estado anómico y en política, siguiendo a Hobbes, el estado de natura, es decir, una situación en la que el derecho dejaría de existir y donde sólo la fuerza física y los grupos informales harían la ley".