domingo, noviembre 13, 2016

SOBRE LAS MINORÍAS, EL NARCISISMO, EL PUEBLO Y EL COMÚN

 
 

 



Siguen sin entender. Los supuestos expertos en "sentir crecer la hierba" de las tendencias de las masas continúan con el retornelo del antitrumpismo, por malas razones. Incluso echan mano de lo que Leo Strauss bautizó como reductio ad hitlerum: Trump es una especie de versión Queens del cabo de bigote breve nacido en Braunau am Inn y, como él, trae un mensaje irreversible de odio y muerte. Traten de ver por encima del cerco de su corral. Las manifestaciones en los grandes centros urbanos -por ejemplo, en Unión Square, en Nueva York- donde señalan que Donald "no es nuestro presidente", ¿provienen de una grieta que produjo Trump con su prédica? ¿No se les ocurre que esa grieta estaba de antes y ahora, simplemente, ha salido a la luz?  





Pónganse en el caso de un deplorable blanco, busarda cervezófila y reflujo eructable,  rutinario heterosexual que se ríe con ganas de las guarradas sobre el pussy, de clase media venida a menos por la caída constante del poder adquisitivo de su salario, que en el jardincito de su casa suburbana tiene la bandera de las barras y estrellas, por algún lado unas armas en forma destinadas a quien quiera penetrar en su inviolable recinto  y, en un cajón del armario, un birrete de vet. "Resulta que había una rabia más profunda en la América blanca y rural de lo que yo creía", tuitea ahora, repentinamente avivado, Paul Krugman, premio Nobel de Economía. Los ocho años de Obama, como los ocho años de Bush el joven antes, no cerraron fosos, sino que ahondaron trincheras. Y el mundo jurídico del derecho global -el que conozco y por eso hablo de él- contribuyó a esa tarea constante de pala y excavadora. La sociedad no existe -lo dijo Margaret Thatcher y, al revés de los "asombrados" de ahora, sabía muy bien lo que decía-; el pueblo es un mito urbano para uso de líderes desagradables; lo común cuyo bien debemos procurar entre todos  es una fantasía medieval en la que ya ni los curas creen. Lo que existe es una constelación de biografías, de proyectos individuales que deben ser  realizados al máximo, con la carta de triunfo de los derechos. Los jueces que dicen lo que la constitución verdaderamente dice, están ahí para poner el brazo armado del derecho a disposición del deseo de cada uno. Pero no de cualquier "cada uno": hay que pertenecer a una minoría, a una de esas minorías "discretas y aisladas" -4a. nota al pie del Justice Stone en United States v. Carolene Products - o quizás difusas, que deben ser alzadas mediante medidas discriminatorias de acción positiva: LGBT, veganos, pro choice,  coleccionistas de iguanas de compañía. El gordito aquél ¿es minoría discreta o aislada protegible? ¿tiene derecho a un proyecto biográfico más allá de ver deportes en la tele? ¿Cotiza en algún club de swingers? ¿Afirma el derecho a la fecundación asistida heteróloga? ¿Repudia la segunda enmienda? Negativo, no da el perfil. El gordito de los regüeldos siesteros vale, para decirlo en nuestros términos, como número de CUIT o CUIL: ese es el único rasgo identificatorio que de él interesa. Porque el panzón rupestre, en su carácter de mayoría disimulada en la espiral de silencio -mayoría siempre "ocasional" aunque él haya votado siempre lo mismo-  tiene que contribuir a que los demás, los minoritarios de las discrete and insular minorities puedan cumplir acabadamente con los proyectos biográficos que encapsulan sus deseos. Por lo menos, debajo de su baseball cap el gordito  ha empezado a ver las cosas así; se siente el paganini, el que tiene "formarse" con las cuentas de otros  siempre sin que nadie le lleve el apunte a él. Percibe, sea votante del elefante o del burro o de ninguno de ellos, que las dirigencias partidarias endogámicas, autorreferenciales y hasta incestuosas han contribuido a que los ricos se hagan cada vez más ricos, las minorías cada vez más demandantes y que a él le han desdibujado hasta la desaparición el american dream: con su propio esfuerzo, cada generación avanzará unos escalones sobre la anterior.

Insisto -lo he escrito y dicho muchas veces ya- que la raíz de estas situaciones se encuentra, cuando se lo enfoca desde el punto de vista jurídico-político, en la conformación de un sistema cuyo centro aparente es el "individuo soberano", dotado del derecho originario, en tanto miembro de la especie a reclamar derechos sin tener en cuenta ni la naturaleza de las cosas, ni el Derecho ni la Política, a la medida de su deseo, que se constituye en el único dínamo y el único límite de sus reivindicaciones. No hay ya sociedad sino un adunado de Narcisos reclamantes en busca de la realización de sus proyectos biográficos individuales, donde al cabo se encuentra un incesante "siempre más". No hay Derecho, sustituido por una totalitarización de la subjetividad, por "mi" derecho", distribuyéndose estos derechos como armas virtuales para la contienda entre minorías a ver cuál de ellas, y hasta qué punto, puede alzarse con el premio de la consagración por el legislador o el juez constitucional de su reclamo sin fin. No existe ya lo "común", ese descubrimiento de Atenas que se convierte en "público", cosa de todos, "res publica", en el mundo romano. El reclamo individual o de minorías se dirige contra el Estado, que en la constitución cosmopolítica global se convierte en el servus servorum del individuo -aparentemente- "soberano", bajo la mirada atenta de los órganos supranacionales del derecho global.  No existe ya el pueblo, al que los romanos atribuían la maiestas en el orden jurídico-político. Curiosamente, el "pueblo" considerado en abstracto, sigue teóricamente siendo el soberano según los textos constitucionales de los cuatro rumbos (parece que we the people  se ha despertado en USA de su sueño más que secular, como un fastidioso Rip van Winkle), pero sucesivamente fue despojado de esa corona por la clase política seudo representativa y la "democracia constitucional"  de las cortes constitucionales. La referencia común hoy a una superstición estadística, la "gente", a partir de cuyos percentiles se fabrican y manipulan "consensos" para cada conflicto en particular, con una última instancia en los tribunales constitucionales como "fórum de la razón pública", los que a modo de nuevo clero ungirán sus decisiones con el óleo de los principios cosmopolíticos tallados en los tratados posmodernos de derechos humanos.


8 de noviembre 2012 -cacerolazo en Buenos Aires y el interior

El pueblo, ah, esa abstracción. Loris Zanatta, a partir de sus estudios sin duda valiosos sobre el peronismo, ofrece una contraposición entre una especie de muñeco retórico, el populismo -muñeco construido con retazos en buena parte reales y verificables-, por un lado, y por otro una visión beatífica e irreal de las democracias liberales, con su "idea ilustrada de la modernidad", esto es, según nuestro autor, "una idea basada en el individuo, en la razón y en la heterogeneidad fisiológica de las sociedades humanas".  Esta figura opuesta a la anterior no se funda en ningún dato real y verificable; es una  sugestión de paraíso que en nada se parece a la verdad efectiva de las cosas en el mundo real. La civilización liberal, pues, se encuentra cercada por la barbarie populista; más aún, una quinta columna amenaza a aquel paraíso -no hay paraíso sin serpiente- desde adentro de sus murallas. Zanatta la emprende contra la noción del pueblo como sujeto jurídico-político, y lo declara una abstracción. Lo que ocurre es que su descripción del pueblo mezcla a designio diversas, muy variadas y hasta opuestas caracterizaciones del término, para concluir en su irrealidad. El "pueblo"  termina siendo un significante sin significado que cada populismo se inventa, que a su vez corresponde a una comunidad territorial y cultural, de la que resulta aquél custodio de sus virtudes, de naturaleza homogénea y monolítica, fácilmente representable por el líder y, en definitiva, un mito que permite en el siglo XXI replantear un organicismo comunitario que mucho se parece a un fascismo más desestructurado.

Voy a repetirme en este punto, que considero de suma importancia aclarar. El pueblo, del punto de vista jurídico-político, no es una abstracción. Muy al contrario, resulta, junto con "gobierno", una "presencia real" en un campo donde menudean los conceptos abstractos, tales como Estado, libertad, bienestar, etc.  Vamos a dejar de lado, ante todo,  las acepciones del pueblo como entidad metafísica (el “pueblo de Dios”) o creación romántica (el “espíritu del pueblo”). De este modo, tenemos ante todo una significación de “pueblo” asociada a una comunidad histórica y cultural, que reconoce una continuidad, un “nosotros”  en el tiempo, esto es, una tradición con raíces persistentes que lo diferencia  e identifica con respecto a otros pueblos, a los que reconoce como tales, siendo que esa diferenciación no resulta de por sí beligerante.  Otra acepción de “pueblo”, que suele prestarse a la manipulación ideológica, es la del conjunto de los trabajadores, los pobres, los desheredados. La plebe, la “chusma sagrada” de Almafuerte, contrapuesta a los poderosos que manejan las palancas del mando. Aquí hay un “nosotros” que se opone a un “ellos”, los que no son pueblo, y tal conflicto tiñe este significado de un componente político, aunque más asociado a su retórica que a su práctica. La tercera acepción, que es la que aquí interesa, es la del  pueblo en sentido propiamente político, al que se le atribuye en casi todas las constituciones existentes, incluida la nuestra, el carácter de “soberano” virtual.   En este sentido, el que más asemeja al demos o al populus del mundo antiguo, el pueblo es la misma sociedad política y, más específicamente, en ella, los que no gobiernan ni participan del gobierno de algún modo. Es el cuerpo cívico, no entendido como simple padrón electoral,  elenco de todos aquellos que están habilitados como electores para votar por quienes se postulen como candidatos a magistraturas públicas. Más precisamente, lo consideraremos como el conjunto de hombres y mujeres libres que se dan entre sí el trato de ciudadanos y que pueden debatir y decidir también libremente sobre los asuntos públicos. El pueblo así considerado es la única presencia real en la política: no hay política sin pueblo ni hay pueblo sin  política. Ninguna forma política ha podido prescindir del pueblo, porque su existencia es condición de la existencia de aquélla y, recíprocamente, por medio de ella es que el pueblo adviene a la dimensión superior donde puede hallar la realización de la vida buena. El pueblo político confirma al pueblo-comunidad y encauza las reivindicaciones del pueblo-plebe. El pueblo político configura la “cosa común”, la respublica, que no es de pertenencia estatal, ni tampoco la cosa nostra de los amigos del poder. La cosa de todos no pertenece a nadie en particular y requiere la buena y plena deliberación sobre sus asuntos, para obtener una acción adecuada en vistas del bien común, esto es, el que no podríamos alcanzar particularmente y es común a las partes y al todo. De acuerdo con un antiguo aforismo romano, lo que a todos afecta debe ser tratado por todos. En este tiempo de manipulaciones múltiples, el último recurso del pueblo es el voto. No ya en el sentido positivo de elección, sino, como ya lo había visto Ostrogorski en los albores del siglo XX, como medio de intimidación social contra la clase política: lo que ha ocurrido últimamente en la Argentina, Inglaterra, Colombia y los EE.UU. Aquel pueblo político es lo que se ha perdido en nuestro tiempo y nadie sabe dónde está, aunque a veces hace sentir su voz intimidatoria.

La desaparición del pueblo político da la razón a quienes  señalan  que nuestra  era no sólo puede caracterizarse como posmoderna, posmetafísica y poscristiana, sino también como posdemocrática.-

 

 

 

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