domingo, noviembre 27, 2016

FIDEL: LA DEFUNCIÓN DE UN MUERTO




En twiter, declaraciones de famosos, avisos fúnebres, esquelas diplomáticas, gargarizaciones por los medios, nos participan a cada rato de la defunción de alguien muerto hace unos cuantos años ya: Fidel Castro Ruz, comandante supremo de la Revolución Cubana.  Fui un adolescente de la era de la Revolución, casi estuve a punto de entusiasmarme con ella, pero confieso que nunca me convenció ese proceso, ni tampoco su jefe. Errores que uno comete, seguramente, y lo acompañan toda la vida. Nunca admiré al Che o a Fidel, nunca fui de izquierdas ni progre; ni siquiera peronista he sido. Ya sé: una declaración de fracaso, porque tampoco fui liberal ni neoliberal, y creo que el más grande gobernante que nuestro país haya tenido, habiéndolo comprendido en todo el calado de su personalidad histórica y modalidad cultural, fue don Juan Manuel de Rosas. Comprenderá el lector que estas coordenadas no conducen a reunir muchas simpatías. Pero también entenderá por qué escribo este post aburrido hasta el hartazgo de tanta pavada, enorme sandez  y tamaña cursilería que sobre los restos de Fidel se descarga por minuto. "Se cierra una etapa histórica y se abre otra", anuncian por doquier, principiando por nuestra canciller, a la que no hay pokemón de lugar común que se le escape. Nadie dice qué se cierra y qué se abre, pero la expresión permite salir del aprieto con aire de suficiencia.

Voy a resumir algunos puntos que desde largo tengo anotados sobre la "mística de la Revolución".

Cuba no tuvo ningún progreso significativo a partir de la Revolución. Tenía ya envidiables desenvolvimientos del punto de vista económico, social y educativo. Había prostitutas, corruptos, ricos y pobres, como hoy, y talvez menos, en cuanto a los últimos, que hoy. Jineteras hubo, hay y habrá, mal que le pese a un cierto prohibicionismo. Cierto que existía un triángulo turístico importantísimo entre Las Vegas, Miami y La Habana, por donde transitaron "Lucky" Luciano, Meyer Lanski o Vito Genovese, jefes mafiosos.   También había un desarrollo fenomenal de la música, el cine y el espectáculo: el Babalú donde triunfaron Xavier Cugat y Desi Arnaz; el famoso "Tropicana"; Amelita Vargas y Blanquita Amaro, actrices y bailarinas que triunfaron en Buenos Aires. La escolaridad tenía muy altos niveles. El Colegio de Belén, de los jesuitas, formó a Fidel y a Raúl y, más tarde, las aulas de la Facultad de Derecho de La Habana vieron pasar al futuro  Big Brother. La arquitectura cubana marcaba tendencias hacia el futuro modernismo latinoamericano.  Recibía Cuba inmigración  e inversiones norteamericanas y europeas y también exportaba empresas locales a los EE.UU.  Era un mundo brillante y animado, con problemas bajo la superficie que podían irse componiendo razonablemente.

El problema era político. Fulgencio Batista, un ex sargento, asumido el poder por segunda vez en 1952, se convirtió en un dictador, con prisiones arbitrarias y torturas a opositores. Fulgencio, que en 1933 había encabezado una "Rebelión de los Sargentos" que destituyó al dictador de la época, Gerardo Machado, se convirtió en jefe de las fuerzas armadas y presidente informal del país. Fue apoyado entonces por el partido Comunista, al que legalizó en 1938 (ver Hugh Thomas, "Cuba o los Caminos de la Libertad"). Cuando en los 50 retomó el poder, se había aparentemente apartado de sus aliados rojos. Pero en 1956 (3 de julio, revista "Bohemia"), una voz clara y valiente afirmó: "qué derecho moral tiene el señor Batista para hablar sobre comunismo, cuando fue candidato presidencial del Partido Comunista en las elecciones de 1940,  cuando sus eslóganes electorales se presentaban bajo la hoz y el martillo y cuando buena parte de sus actuales ministros y colaboradores  confidenciales son miembros importantes del Partido Comunista". La voz denunciante era de un tal...Fidel Castro.

Porque Fidel no arrancó como comunista; más bien, lo hizo como enemigo del socialismo. Hasta casi un año después de tomar el poder, declaraba (abril de 1959, "New York Times": "no estoy de acuerdo con el comunismo. Somos democráticos. Estamos contra todo tipo de dictaduras. Por eso, estamos contra el comunismo"). El comunista, el que había leído sobre marxismo, era el hermanito, Raúl. El que pacta con los EE.UU. El que abre una hendija a los negocios capitalistas. El que comprende que la Revolución es un tortuoso y áspero camino hacia la "cópula necrófila" con el gran dinero. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡Ay Dios!, cantaba un panameño...

Como John Reed con la Revolución   Rusa en 1917 (con su famoso libro reportaje "Diez días que Conmovieron al Mundo"), fue un periodista norteamericano, Herbert Matthews,  el que catapultó a Fidel para instalarlo ante la opinión mundial, con un reportaje publicado en "New York Times" cuando aún estaba en Sierra Maestra, donde se lo presentaba como "radical, democrático y, por ello, anticomunista". Esta  pifia informativa le valió que el nuevo régimen le otorgara una medalla como héroe de la prensa de Sierra Maestra. Fidel, en un rapto sincero, dijo al condecorarlo que sin su ayuda y la del "New York Times", "la revolución en Cuba no habría acontecido"

Seis meses después de llegar al poder, Fidel y el Che iniciaron su contrarrevolución de signo marxista-leninista. Los viejos camaradas fueron encarcelados (como Huber Matos, que pasó veinte años en prisión) o ejecutados bajo forma de un accidente (como Camilo Cienfuegos). Menudearon los fusilamientos sumarios y la torturas. Comenzó un masivo exilio ("cuando salí de Cuba/dejé enterrado mi corazón", cantaba Celia Cruz). Castro profesó su nuevo credo de esta manera:

"Juré ante un retrato del viejo camarada  Stalin no descansar hasta haber aniquilado a estos pulpos capitalistas".


No voy a hacer aquí un recuento de las muertes provocadas tanto en su país, como en el resto de Hispanoamérica, como en África, por la acción del hombre ya fósil que está pasando a la inmortalidad del siglo,   Stéphane Courtois, un investigador venido de la izquierda, en su "Libro Negro del Comunismo", editado en el octogésimo aniversario de la Revolución Rusa, proveyó esa estadística y señaló que todos los regímenes comunistas han "erigido el crimen de masas en verdadero sistema de gobierno", de 1917 en adelante. Desde Cuba, bajo el mando de Fidel y del Che, en 1964 comenzó  la acción guerrillera y terrorista en nuestro país, que dejó un saldo de miles de muertos, una generación tronchada, dolor por doquier, una respuesta contrainsurgente que no pudo esquivar la criminalidad, un derrumbe por vía judicial del edificio clásico de las garantías penales, una vampirización constante de los muertos que pesa aún sobre las generaciones posteriores a la lucha armada, y otros males que sería fatigoso enumerar. Todos los demás países de nuestra ecúmene iberoamericana, salvo México, sufrieron la misma plaga. Sin embargo, ante  las cenizas del hombre que llevó adelante esa empresa sangrienta y fallida, alguien que no presidía ya su Estado, van a inclinarse reverentes dignatarios venidos de diversos  países, en hipócrita condolencia. Nuestro gobierno enviará a la canciller, para poner los ojos en blanco ante los despojos de quien, entonces al frente omnímodo de su Estado, desde 1964, cuando gobernaba Arturo Illia, ordenó el despliegue de elementos guerrilleros en las zonas selváticas de Córdoba, Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Jujuy, que fueron puestas bajo la dirección de Jorge Masetti, el "comandante Segundo" -se aguardaba al "comandante Primero", esto es, el Che-, instructor principal y comisario político de esos grupos fue el oficial cubano Hermes Peña, que se destacaba por imponer una disciplina de hierro -fusiló a elementos díscolos de la propia tropa-, mató el primer gendarme caído frente a la guerrilla, Juan Adolfo Romero, y finalmente fue muerto en combate, enterrado en el monte y sus restos descubiertos poco ha, siendo exhumados y trasladados a Cuba, donde recibió tratamiento de héroe.  Las acciones continuarían intermitentemente hasta 1989 -ataque al cuartel de La Tablada. Y el peso de la dirección estratégica de esta guerra revolucionaría estuvo a cargo del Departamento América, dependiente del Comité Central del Partido Comunista cubano, dirigido por Manuel Piñera, alias "comandante Barbarroja", casado con Marta Harnecker, cuyo manual de vulgarización marxista fue algo así como el "¡Upa!" donde hicieron sus primeros pininos nuestros antiguos combatientes irregulares.


¿Qué quedó de aquella revolución barbuda? Promesas de negocio concertadas con el viejo hermano sobreviviente, que los 86  intenta, como los Kim. que continúe la dinastía ("que no acabó la diversión/murió el Comandante y mandó seguir"), cuando el ya no esté, con su hijo Alejandro, su hija Mariela o su yerno, el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, padre de sus dos nietitos. Y como fiel discípulo, acude a las exequias el hombre venido desde la última colonia que conquistó Cuba: Nicolás Maduro de Venezuela. Del joven y arrogante Fidel al rumbero Nicolás que confunde en acto fallido "peces" con "penes".  Pidámosle prestada a Carlos Marx la frase que repiten todos los que nunca le han pasado la vista a "El Dieciocho de Brumario de Luis Napoleón": la revolución se inicia como tragedia y se repite como farsa. De la Sierra a la urna lagrimeada;  del guerrillero al bufón. Y para los muertos, torturados y humillados en el medio siglo intermedio, para todos los "daños colaterales", el silencio plomizo de los que han decidido que es más diplomático no acordarse.

En fin, un presidente electo, casi el único a contracorriente, tuiteó apenas difunto el ícono caribeño: "Castro is dead!". Está muerto. Terminado. Acabado. La Revolución bajo el pie forense de una necropsia.-

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