LA
CONSTITUCIÓN DE JUAN MANUEL DE ROSAS

Toda
sociedad política, en tanto presupone necesariamente una esfera de lo público,
de lo común, de lo que a todos interesa en vistas del bien común, está necesariamente constituida; esto es,
tiene una constitución. De otro modo, no sería sociedad política. La politeía
–civitas, respublica en el mundo romano- es un orden (taxis)
que regla interiormente la sociedad política y determina el modo de
distribución de los poderes (órganos y funciones) y el fin propio de la
colectividad que ha establecido un
cierto modo de asociación. Esta
constitución puede consistir en convenciones explícitas, volcadas en un texto
escrito expresamente promulgado, o en normas consuetudinarias tácitamente
aceptadas y sancionadas por la tradición,
o en una combinación de ambas fuentes.
Así se entendió la constitución política desde los griegos hasta el
mismo Hegel, habiendo el constitucionalismo liberal introducido luego la
confusión en el lenguaje político y jurídico, al reducir la constitución
política a constitución jurídica y circunscribir esta última a la vaciada en la
matriz germano anglosajona. La
constitución jurídica es reguladora, pero no creadora de la sociedad política.
Consiste en el conjunto de normas llamadas constitucionales que, en el interior
de una unidad política determinada y existente, reglan el ejercicio del poder,
la distribución de los órganos y funciones, las competencias de estos órganos,
etc. Carl Schmitt llama a la constitución política concepto absoluto de constitución,
y a la constitución jurídica concepto relativo o positivo de constitución. Dice
muy claramente que, en el primer caso, una sociedad política es una
constitución y, en el segundo, tiene una constitución.
Antes
y después de la asunción del gobierno propio en el año X, hubo constitución,
tanto en sentido absoluto como relativo, en el sentido de un cuerpo de
preceptos, nacido de una voluntad que se consideraba legitimado para ello, que
organizaba las instituciones de gobierno y las relaciones entre gobernantes y
gobernados, estableciendo límites en el ejercicio del poder de los primeros
sobre los segundos. No somos una constitución desde 1853; lo somos desde
mucho antes, antes incluso del año X. En
1853 tuvimos una constitución jurídica, que en parte conservamos.
En
el territorio americano en que se desenvolvió la conquista realizada en nombre
de la corona de Castilla, se fueron
estableciendo vastas unidades políticas recortadas, básicamente, sobre
las grandes unidades políticas imperiales indígenas precolombinas. Por eso
México (Nueva España) y Lima (Perú) fueron los grandes centros políticos del
Nuevo Mundo hispano, como lo habían sido antes de la llegada de los españoles.
Sin embargo, aquellas vastas unidades virreinales no fueron el dato político
institucional más importante en América
hispana. En cambio, lo fueron las ciudades. La vida política hispanoamericana
residía en las ciudades. Se había trasladado a estas tierras la forma política
imperial, pero, en tensión con ella, y sobrepasándola muchas veces, aparecía la
forma política de la ciudad, como habían sido la polis griega y la civitas
o respublica romana. El núcleo de
la institucionalización hispanoamericana
primigenia fue comunal y su expresión, el Cabildo, continuaba una tradición
anudada con Roma, por medio de un sistema representativo electivo y la
exigencia de un servicio pecuniario, por el tributo, y de sangre, por la
milicia.
En
el interior de aquellas vastas unidades políticas, esta conformación sobre la
base de ciudades va delineando los
elementos federativos, esto es, los derivados del pactum foederis,
proveniente a su vez de la voz foedus –alianza, unión- ligado a su turno
con la palabra fides, fe y fidelidad como columnas sustentadoras de todo
pacto de unión. Estos elementos, en nuestra historia, se remontan a los núcleos
comunales, de ciudades libres, que se transmiten desde Europa, máximamente
desde la España austracista, pero también de las tradiciones republicanas de
las signorie, de las comunas del norte de Italia del siglo XIII, y que
resultarán de este lado del charco la base de las reivindicaciones de las
ciudades y provincias argentinas, como destacaron en su tiempo el mismo
Alberdi, Francisco Ramos Mejía y José María Rosa. Allí el núcleo del
vocabulario político residía en “los pueblos”, los municipios, las
ciudades, las provincias que conformaban. Y sus rasgos eran los de
localización, lugar (lar, hogar), pasado común y fidelidades recíprocas. Este
pactismo fue propio del primer austracismo, aquella unión en un vértice monárquico común de una
serie de poderes locales dispares, cada uno con su identidad e instituciones
propias, que existió con los Austrias y que entrañaba un pacto, o más bien una
serie de pactos forales entre los
poderes locales y poder imperial o regio.
Porque
no nos encontrábamos ante un poder absoluto. Hubo, claro está, demasías del
poder en América hispana, a veces insoportables, pero nunca tuvo lugar el
absolutismo. El ejercicio del poder
desde los centros de decisión ultramarinos estaba entorpecido por una serie de
lealtades locales, horizontales y hasta oblicuas. El poder se fracturaba
cayendo en el ejercicio de comunidades intermedias y estamentos, cada uno con
su obediencia particularizada, con su fuero, privilegio (lex privata),
derecho o exención. Antes que una organización piramidal, era una suerte de
laberinto, para salir del cual eran necesarios acuerdos y compromisos, pactos
en suma (no consensos). Y un lugar escenográfico, teatral, tanto para el debate político como para el intercambio
social o el comercio, o para la convocatoria de la milicia, que era la Plaza
Mayor, la Plaza de Armas. Tanto los edificios de los cabildos como los palacios
barrocos que daban a esa plaza (como en México o Lima) tenían un balcón para la
arenga.
Aquí
se tuvo realización la matriz de derecho público romano-latina, que quedó luego
preterida en la historia política a favor de la matriz iuspublicística
germano-anglosajona.
El modelo romano-latino
defiende el ideal de organización
republicana (de la república romana), con un fuerte poder legislativo
popular, participación del pueblo -sujeto de la soberanía popular-, y la tutela
y defensa de los derechos del ciudadano frente al gobierno mediante el
tribunado, o lo que en la modernidad se ha dado en llamar como instrumentos de poder negativo. Presupone un gobierno mixto, donde se combinen mando personal,
presencia de élites y fuerte participación popular.
Por su parte, el
denominado modelo constitucional germano-anglosajón, se sustenta en la institución
de la representación y la división (tripartición) de poderes (legislativo,
ejecutivo y judicial), como garantía del ejercicio democrático del poder y
límite a los abusos del mismo, poniendo difusamente en la administración
judicial o concentradamente en un órgano institucional, la función del control
constitucional, en cuyo ejercicio esa instancia puede actuar como legislador
negativo e, incluso, como positivo.
Ahora bien, ustedes me
dirán: lo que usted señala cambió a
partir de la llegada de los Borbones al trono de España, con Felipe V, nieto de
Luis XIV, en 1701. Es cierto. Al principio, hubo, especialmente en América, la
expectativa de que se restaurara el pactismo austracista. Pero anótese:
primero, que España se tiene que aclimatar a no plantearse
“misiones en lo universal” sino ajustarse a la política de balance of powers,
de matriz británica, establecida a partir de la Paz de Utrecht en 1713. Esto
crea una contradicción en el sistema borbónico, entre reformismo y
conservadurismo que están en tensión: innovación con técnicas y principios
europeas y reconocimiento de tradiciones propias españolas desde donde innovar.
Todo en medio del progresivo avance de las Luces, de la Ilustración. En segundo lugar, que el reformismo
borbónico se proponía “provincializar” forzosamente aquella variedad foral
mediante las Intendencias, creadas según el modelo militar francés, pero con
propósito netamente hacendístico. Y uno de los rasgos de este cambio, de este
reformismo borbónico, reside en que los cargos capitulares, los cargos del Cabildo, comienzan a ser
conferidos al mejor postor, por problemas del erario público. Además, los
“propios y arbitrios”, esto es, los recursos tributarios permanentes
(“propios”) y accidentales (“arbitrios”)
les fueron quitados a favor de las Intendencias y en definitiva de la
Corona, que podía hacer con ellos lo que le conviniese. Añadamos a esto el paso
del mercantilismo al librecambismo, del monopolio a la libertad comercial y una
consiguiente reforma de ingresos y gastos públicos. Estos desajustes
reformistas provocaron numerosas rebeliones, que son presentadas como
“movimientos precursores” de la independencia. Incluso Túpac Amáru, que
problemas de los corregidores en el comercio de objetos que obligaban a los
indios de sus demarcaciones a comprar en contante y sonante
Por sobre la diversidad comunal se
establece una estructura funcionarial, a través de la Ordenanza de Intendentes.
La constitución borbónica, trasladada a estas tierras, establece un derecho
público vasto y complejo, tanto desde el punto de vista de la organización
institucional como de los rodajes administrativos. La norma fundamental y
principio de legitimidad de todo el sistema residía en la soberanía del
monarca. Esta organización política
se vivía como la relación paternal de un soberano con su pueblo, considerado
como un público, sujeto pasivo de un proceso de guía y conducción. Y aquel
soberano estaba, entre nosotros, corporizado en un cuerpo de funcionarios, a
comenzar por el virrey, representante del rey, de casaca bordada y espada
labrada, recibido bajo palio en las barrosas calles de una ciudad marginal en
el mapa. Este paternalismo de raíz borbónica, consolidado entre nosotros en la
Ordenanza de Intendentes de 1782, y manejado por una burocracia en líneas
generales muy eficiente, va a tener una honda y duradera influencia en la
concepción del poder por parte de los gobernantes argentinos, ya desaparecida
la monarquía en estas tierras. El
despotismo ilustrado (“todo por el pueblo sin el pueblo”), navegando entre
valores tradicionales y aires de Ilustración, con su contradictorio sentido de
atracción y simultáneo asco hacia lo popular (que puede verse en los cuadros de
Goya, por ejemplo) dejará una lección
perdurable para los futuros gobernantes que vayan a asentarse en el predio del
antiguo Fuerte de Buenos Aires. Carlos
III.
Vayamos
ahora al pronunciamiento de Mayo. Una porteñada. Una alcaldada, que tuvo por
sede un cabildo abierto reunido en congreso general, por el cual se depuso a un
virrey, de lo cual ya había antecedentes en el Cabildo abierto y Congreso
General del 14 de agosto de 1806 y en la Junta de Vecinos convocada por el
Cabildo el 10 de febrero de 1807, por los cuales se depuso al virrey Sobremonte
del mando militar y del político. Esa porteñada contenía elementos
predisponentes a la concentración y homogeneización en Buenos Aires, del poder
político sobre el Virreinato.
El
primer elemento centralizador y concentrador provenía del prestigio del
prestigio de la constitución borbónica, del que ya hablamos.
El
segundo elemento centralizador provenía de los intereses de Buenos
Aires, bien patentes a sus círculos mercantiles e ilustrados. De un modo
sintético y que merecería matizaciones que el tiempo asignado no da para
realizar, lo resumió el gran historiador mexicano Carlos Pereyra: “la
revolución tuvo por principal objeto evitar que la regencia de España,
establecida en Cádiz, e instrumento de los comerciantes de esa ciudad,
restaurase un monopolio ruinoso para los americanos. Este objeto de la
revolución produjo consecuencias históricas que no era posible ver en el primer
momento, pero que no tardaron en manifestarse. La patria libre era el comercio
libre. Era el comercio libre de un puerto. La patria estaba en la aduana.
Perder la aduana era perder la patria. Puerto único: patria encerrada en un
término municipal”. Se expresaban allí las grandes tensiones estructurales del
Virreinato y de nuestro país, aún vigentes bajo otras formas y maneras: la
tensión entre Buenos Aires y el Litoral respecto del Noroeste mediterráneo; la
tensión de Buenos Aires con el Litoral por la salida de los productos de este
último, con casos notables respecto del Paraguay, al que se deja arrinconado, y
a la Banda Oriental, a la que se le neutraliza su mejor puerto.
El
tercer elemento centralizador proviene del grupo ideológico de los que
Mitre llamó “el círculo de sublimes soñadores”: Moreno, Castelli, Belgrano,
Monteagudo. Con diversas intensidades, reservas y matices, el núcleo de esta
ideología (la ideología de la “emancipación”, adosada al hecho político de la
independencia), que tuvo su ápice en el jacobinismo como elemento configurador
del Estado moderno, concentraba todo el poder en la expresión de la voluntad
general de una entidad abstracta, el “pueblo” soberano”, sin lugar preciso, ni
tiempo definido ni encadenamiento de vínculos familiares y fidelidades
personales. El pueblo abstracto resultaba de una suma de individuos concebidos
como huérfanos sin ombligo. Cada uno de estos individuos se emancipaba retomando
su soberanía, que en los hechos recaía en el grupo más activo y concentrado de
los “sublimes soñadores” de turno. Moreno lo resumirá así más tarde en la
Gaceta: “con la disolución de la Junta Central de Sevilla (...) cada hombre
debía considerarse en el estado anterior al pacto social, de que derivan las
obligaciones que ligan al rey con sus vasallos”.
Ahora
bien, la base doctrinaria con que se plantea en la América Española la asunción
del gobierno propio, en un primer momento, y la independencia, acto seguido, es
una doctrina tradicional hispánica, según la cual, dependiendo estas tierras de
la corona, la acefalía del trono producía la reversión o retroversión de la
soberanía a los “pueblos”, a los municipios y ciudades que integraban cada una
de las unidades políticas virreinales, quedando al mismo tiempo extinguidos los
vínculos de subordinación que pudiesen existir entre esos municipios y ciudades
entre sí, hasta tanto que, congregados bajo un pie de igualdad todos estos
“pueblos”, que reconocían un vínculo histórico y cultural común, estableciesen
un pactum foederis. Era una doctrina claramente federativa. “Federación”
y “Confederación” eran utilizados como sinónimos en ese tiempo y en aquel
contexto. Y “constitución” significaba pactum foederis, esto es, había
antinomia entre “pacto” y “constitución”. Una tergiversación de esta base
doctrinaria a favor de la concentración hegemónica del poder, amparada en la
“soberanía del pueblo”, pretendía que la reversión debía producirse al mismo
orden virreinal, pero sin el virrey, y a las mismas relaciones de subordinación
que resultaban de la Ordenanza de Intendentes. Todo ello fundamentado en la
indivisibilidad e inalienabilidad de la “soberanía del pueblo”. Moreno, en su
artículo en la Gaceta sobre las miras del Congreso futuro, decía: “la verdadera
soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del
mismo, (...) siendo soberanía indivisible e inalienable”; por lo tanto, no
podía concebir que la soberanía correspondiente al Virreinato del Río de la
Plata pudiese dividirse, fragmentarse, en tantos “pueblos” o municipios o
ciudades que lo formaban, y que cada uno de ellos poseyese una fracción
soberana, recuperando en cada caso el derecho al autogobierno. El titular de la
soberanía única e indivisible era el gobernante que ocupase el lugar del virrey
en Buenos Aires, hasta tanto una nueva constitución (aquí sí entendida como lo
opuesto al pactum foederis) estableciese las autoridades definitivas.
Conflicto
entre “el pueblo”, es decir, centralización, y “los pueblos”, es decir,
federación, es nuestro conflicto
irresuelto. Por un lado, pues, aparece el derecho de los individuos de Buenos
Aires, conjuntados en “pueblo” abstracto, y continuando la pauta virreinal, de
concentrar el poder en una Junta. Por otro lado, se plantea el derecho de los
“pueblos” concretos, es decir, de las ciudades y municipios, todas en pie de
igualdad, a concurrir con su voluntad a darse un gobierno y un forma política.
Concentración del poder en Buenos Aires, de un lado. Tendencia a una forma
política confederal, del otro. Por aquí corre una línea de fractura
institucional que, con distintas apariencias y diversas manifestaciones no ha
podido soldarse hasta hoy.
La
Declaración de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica, proclamada
el 9 de julio de 1816, no se hace en nombre del “pueblo” argentino ni de la
nación argentina, sino de “los pueblos” concretos allí representados. Y aquella
fractura señalada se refleja en que tenemos dos declaraciones de
independencia.
Tenemos
una fecha para el autogobierno, -25 de mayo de 1810- y otra para la
independencia, que algunos todavía confunden. Pero el asunto es aún más
enmarañado: hubo dos
declaraciones de independencia. Una en 1815, otra en 1816. La declaración de
independencia de 1815 fue formulada en el Congreso de Oriente, ocurrido en el
Arroyo de la China, Concepción del Uruguay(también en Paysandú), en junio de
1815, por los representantes de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes,
Santa Fe y Córdoba, bajo la inspiración del Protector de los Pueblos Libres,
don José Gervasio de Artigas. Esto es, por representantes de estados
provinciales pertenecientes a territorios que hoy forman parte de la Argentina,
el Uruguay y el Brasil. Artigas había previsto, incluso, que cada pueblo
indígena mandase sus representantes, aunque no aparecen en la reunión, de cuyas
sesiones no disponemos de actas. Estos pueblos eran, fundamentalmente, del
ámbito guaranítico. En cambio, la declaración de Tucumán fue traducida al
quechua y al aymara, porque contó con representantes del área altoperuana.
Fueron dos congresos y dos declaraciones: una, inspirada en la forma
republicana y el sistema de confederación de ciudades y ayuntamientos que las
particularidades culturales y territoriales habían establecido desde dos siglos
atrás; otra, que pretendía desde Buenos Aires mantener la unidad e
indivisibilidad borbónica, bajo forma monárquica. Recuérdese, para entender lo
que viene, que el agregado "y de toda otra dominación extranjera" fue
realizado el 19 de julio, a pedido del diputado Medrano, "para sofocar el
rumor de que existía la idea de entregar el país a los portugueses"
La Unión de los Pueblos Libres, entró en conflicto con el Directorio
porteño. Desde Buenos Aires, se procuró un entendimiento con los portugueses.
El trato era considerar como no hostil el despliegue lusitano de las tropas de
Juan VI en la Banda Oriental; en otras palabras, que desde Río de Janeiro les
quitasen ese incordio de Artigas. Y los ejércitos portugueses marcharon hacia
allí. El Uruguay fue ocupado por las tropas de la corona portuguesa y se
convirtió en la Provincia Cisplatina -sería liberado por los Treinta y Tres
Orientales, abriéndose la guerra con el Brasil en 1826. Tal fue el despliegue
de la columna sur, fuerte de doce mil hombres, bajo el mando del general Lecor,
luego barón de la Laguna. La columna norte de las fuerzas lusitanas se propuso
cruzar el río Uruguay, tomar Corrientes, desplazarse al sur, cruzar el Paraná y
ocupar Santa Fe. Entre ambas, encerrarían a Artigas, no estando asegurada,
claro está, la retirada lusitana de los puntos ocupados de este lado del río
Uruguay. Lecor alcanzó sus objetivos, pero la columna norte tuvo graves
problemas para internarse en Corrientes. El brigadier Chagas Santos sufre
derrotas, debe replegarse, intentarlo de nuevo, lleva adelante una ocupación
sangrienta y saqueadora de la margen derecha del Uruguay - ahí es donde se
borra del mapa a Yapeyú, en la misma fecha, aproximadamente, de la batalla de
Chacabuco - pero sus fuerzas son enfrentadas por el guaraní Andresito Artigas,
esto es, Andresito Guazurari, lugarteniente de Artigas, caudillo de los
misioneros, que termina derrotándolas en la batalla de Apóstoles, con lo cual
nos salvamos de que buena parte de nuestro Litoral hablara hoy portugués.
Guazurari incluso llega a montar un ofensiva, cruza el río pero es derrotado en
Sao Borja, capturado y aparentemente llevado prisionero a Porto Alegre,
acostado sobre un caballo y retobado en
cuero crudo que se va secando al sol. No hay tumba de Guazurari. Y casi
nadie sabe del Congreso de Oriente, de la Unión de Pueblos Libres, y de la
primera declaración de independencia. Algún día -quizás en su próximo
bicentenario- los argentinos memoriosos la celebraremos.
“Los pueblos” han desaparecido del léxico
político (dejo de lado los problemas que trae la expresión étnica “pueblos
indígenas argentinos” introducida en el art. 75, inc. 17, que les reconoce
“preexistencia”).
Adoptamos,
en general, la matriz del constitucionalismo liberal, sin demasiada convicción
ni mucho respecto, manifestándose en ese punto fenómenos continuos de
resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta convertirse tal
desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los síntomas más
evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras instituciones. Esta bufera
dantesca de la inorganización política aún nos arrastra, con señales de
alarma encendidas especialmente en el transcurso de los primeros años del siglo
XXI. Y esta historia circular y reiterada nos golpea donde más nos duele, que
es la diferencia, en este punto, con los EE. UU. de Norteamérica, que los
suramericanos, y los latinoamericanos en general, nos obstinamos en proyectar,
del punto de vista político, como la “sombra” jungiana, la imagen obscura y
densa que impide nuestra realización colectiva, con efectos paralizantes y
deletéreos.
Casi al mismo tiempo
aparecen las expresiones “confederación” y “federación”. La vaguedad que les
atribuye nuestro autor reside en que el vínculo federativo o confederal aparece propuesto a veces reuniendo las
provincias del Virreinato y, en otras, los demás virreinatos de la América
Española.. Aquella vaguedad se originó en los Estados Unidos de Norteamérica,
al “inventarse” en 1787 la república federal, con federalistas partidarios de
un gobierno central fuerte, cuando, anteriormente, los vocablos “federación” y
“confederación” resultaban sinónimos, y lo serán para muchos, aún después de
Filadelfia, como resulta de los textos de John Caldwell Calhoun. De todos modos, como apunta Mitre, la primera
vez que se emplea la palabra “confederación” en nuestra historia, en la nota
que dirige en 1811 la Junta Directiva del Paraguay a la Junta de Buenos Aires,
se pide la “confederación de esa provincia (Paraguay) con las demás de nuestra
América, y principalmente con las que comprendió la demarcación del antiguo
virreinato”, donde el carácter progresivo que se propone al vínculo confederal
aparece claro. También resulta claro que Buenos Aires lo rechazaba: las
instrucciones de la Junta a Belgrano
para su misión diplomática destacaban “la necesidad de fijar un centro de
unidad”, de quedar “sujeta al gobierno de Buenos Aires” la junta paraguaya y de
que el “vínculo solo de federación no basta en la urgente necesidad en que nos
hallamos”. De últimas, hubo que aceptar un pacto de confederación con el
Paraguay, que mucho interesó a Artigas en la Banda Oriental. Esta idea de una confederación de unidades
políticas autónomas se funda en antecedentes remotos pero vivaces de nuestro
derecho público que –como explicarían Francisco Ramos Mejía, José Nicolás
Matienzo y José María Rosa- enraizan en el municipalismo indiano e, incluso, en
la matriz habsbúrgica, heredera, a su turno, del Sacro Imperio Romano
Germánico. Por cierto, no eran desconocidos los Artículos de Confederación y
Perpetua Unión de 1776 y la Constitución de Filadelfia de 1787 y se los
invocaba con soltura, como demuestran las instrucciones de algunos diputados y
los proyectos presentados a la Asamblea del año XIII. Entre los ideólogos de la
emancipación también se debatió al respecto. Mariano Moreno –como recuerda
Massot- tradujo y adaptó la constitución norteamericana. Pero triunfó el conato
de organizar el país en unidad de régimen a partir de Buenos Aires. El mismo
Rivadavia, en su vejez, luego de la lectura de Tocqueville, se manifestó
proclive al federalismo y confesó su
ignorancia anterior al respecto, como registró Mitre.
El mismo Mitre señala una
característica del federalismo profundo y sus “enraigamientos orgánicos”: “su
espontaneidad democrática –dice este autor- reveló la forma innata de la
república”. Esa ”democracia genial como fuerza constitutiva” ingresa de la mano
de los “caudillos de las multitudes, como hecho brutal”. Los conflictos
estructurales básicos del país, puestos en carne viva desde el año X, eran, por
un lado, la asimetría entre las provincias mediterráneas y la provincias
litorales y, por otro, la asimetría entre las provincias litorales según
contasen o no con puertos naturales. La unidad de régimen había convertido al
virreinato, teóricamente, en un mercado único para la metrópoli. Una vez
independizados, Buenos Aires se transformó en la metrópoli, como señaló
Alberdi, concentradora de riqueza y de
ilustración, monopolizados por la oligarquía porteña. El federalismo no
cancelaba las asimetrías, pero aseguraba unas competencias locales autónomas.
Pero este federalismo –cuyos “enraigamientos orgánicos” lo encaminaban hacia la
federación de unidades políticas y no a la república federal a la
norteamericana- sólo tuvo chances de triunfar cuando apareció una facción
federal porteña. Con el dominio de Buenos Aires, el federalismo debía terminar por imponerse
en todas las provincias. Así ocurrió con Juan Manuel de Rosas. Durante más de dos décadas, nuestro
país fue una confederación de unidades políticas semisoberanas, llamadas
“provincias”, que en los asuntos que afectaban sus intereses procedían con
independencia, y que habían
delegado las cuestiones internacionales
al gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Las constituciones de las monarquías europeas habían establecido Estados
unitarios; en Norteamérica, la constitución tendía a un gobierno central que
compartía el poder con el Senado y con una instancia contramayoritaria en
la Corte Suprema, no establecida esta
última en el texto. En las confederaciones (como la Helvética, que no tuvo
constitución sino a partir de 1848) el instrumento institucional no era la constitución
con normas precisas de distribución de competencias, sino el pactum foederis,
el pacto confederal. ¿Hasta dónde llegaba el poder de las provincias confederadas y hasta dónde
el del Encargado de las Relaciones Exteriores? Ambos se equilibraban
dinámicamente sin dejar de enfrentarse, pero no conforme una norma establecida
de antemano, sino en el espacio que dejaba el Pacto Federal de 1831. Lo
importante era mantener el vínculo confederal, las “provincias unidas”, y
presentarlas así al mundo. En este marco pactista se explica el rechazo de
Rosas a convocar un congreso constituyente y su postura contraria a una
república federativa del tipo norteamericano, como expone en su famosa carta a
Quiroga. Massot califica a don Juan Manuel de “criollo pragmático”. Tiene razón
al no incluirlo en el pensamiento reaccionario, como lo hiciera Sampay y antes
insinuara Ingenieros, ya que la dialéctica revolución/reacción fue extraña a
nuestra política en el siglo XIX. Es un conservador, sin influencia de la
ideología de la emancipación, que establece una república autoritaria y cuyo
modelo es el autócrata paternal. Gaspard de Réal de Curban, autor al que
efectivamente acudió, lo confirma en que el nudo del problema del poder reside
en la obediencia. Sus vistas sobre el gobierno y la organización institucional
no derivan sólo de la experiencia, como resulta, entre otros documentos, del
catálogo de libros que después de Caseros fueron retirados de la casona de
Palermo con destino a la Biblioteca Nacional, donde puede hallarse el
“Fragmento Preliminar” de Alberdi, la constitución del EE.UU. y “El Federalista” (“Los Federalistas”), por
vía de ejemplo. Devolición a la Biblioteca de la Science du Gouvernement de
de Réal de Curban 1682-1752-obra 1761-64
contemporáneo de Montesquieu 1684-1755. En bibliotecas de México y Perú, citado
en el Telégrafo Mercantil hacia 1820
Bases y puntos de partida de la constitución confederal de Rosas:
1820 Tratado del Pilar: Bs.As.; Entre Ríos Santa Fe, con
comunicación a Artigas, capitán
general de la Banda Oriental: “libre elección de los Pueblos” “pronunciamiento por la federación”
1822 Tratado del Cuadrilátero: los mismos más Corrientes –defensa
mutua contra españoles y portugueses
1825 Ley Fundamental del 25 de enero. Dictada por el Congreso
Nacional. Originada en el correntino Francisco Acosta. Pacto de Federación entre
el Ejecutivo Provisorio (Las Heras) y las provincias (representadas ahora las
del Litoral-faltaban los de la Banda Oriental):
Art. 1º “Las Provincias del Río de la Plata (denominación
Provincias Unidas del Río de la Plata en Sudamérica) reproducen, por medio de
sus diputados y del modo más solemne, el pacto con que se ligaron desde el
momento en que, sacudiendo el yugo de la antigua dominación española, se
constituyeron en nación independiente, y protestan de nuevo afianzar su
independencia nacional y cuanto pueda contribuir a su felicidad”
Una firme liga para su común defensa, seguridad de su libertad,
independencia jurada y mutua general felicidad
-obligadas a asistirse recíprocamente contra toda violencia o ataque por
motivos de religión, soberanía, tráfico o algún otro pretexto
Art. 2º El Congreso General de las Provincias Unidas del Río de la
Plata es y se declara constituyente
-pacto constitucional
Art. 3º Por ahora, y hasta la promulgación de la Constitución que
ha de reorganizar el Estado, las provincias se regirán internamente por sus
propias instituciones
Art. 6º
La C. que sancionare el Congreso será ofrecida oportunamente a la
consideración de las provincias y no será promulgada ni establecida en ellas
hasta que haya sido aceptada
Art. 8º
Provisoriamente, el PEN al gobierno de Buenos Aires, con las siguientes
atribuciones:
Negocios extranjeros, nombramiento y
autorización de embajadores
Celebrar tratados, que no podrá ratificar sin
obtener previamente autorización del Congreso.
Ejecutar y comunicar a los demás gobiernos
las resoluciones del Congreso
Elevar a la consideración del Congreso las
medidas que conceptúa convenientes para la mejor expedición de los negocios del
Estado.
Pacto Federal 4 de enero de 1831
Forma de gobierno federal - Artículos de Confederación y Perpetua Unión
Comisión Representativa en Santa Fe
Paz, guerra y convocatoria a Congreso General
Federativo -- “cobro y distribución de
las rentas generales federales”. Los pacientes trabajos de Elena Bonura demostraron la
"coparticipación" de la época.
Tras Caseros, llega
desde París la receta del doctor
Alberdi: la república federativa, mixtura de federación y unidad plasmada en la
constitución norteamericana de 1787, llamada por Story
"federo-nacional", que tendría
la particularidad de "reunir los dos principios rivales [unitario
y federal] en el fondo de una fusión que
tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país".
Alberdi sabe para qué hay que terminar con la guerra civil. La Argentina
debe integrarse a la economía mundial, al "primer mundo" de
entonces, es decir, al vasto mercado anglosajón.. La constitución, en la
lectura alberdiana, que en definitiva será la de Mitre y Roca, cada uno desde
su ecuación personal, debe ser ante todo un contrato social para el fomento y
colonización de las pampas, a fin de convertirlas en lo que luego la escuela
llamaría "la mesa puesta de la humanidad". Hay que traer inmigrantes,
cruzar hacienda, tender alambrados, trazar ferrocarriles, abrir canales,
voltear montes. Esto, que ve agudamente Alberdi y Mitre y Roca realizan, requiere más poder que el que tenía don Juan
Manuel, pero legitimado de acuerdo con las normas propias del tiempo, es decir,
de acuerdo con las normas de la constitución. Para este plan ambicioso se
requiere un administrador con el lleno de las facultades. Un administrador que sea una especie de
virrey republicano: el presidente de la República, "Jefe Supremo de la Nación", como aún dice nuestro texto. Ese
jefe mandaría por seis años desde la sede del antiguo Fuerte, con posibilidad
de ser reelecto con un intermedio de un período. Años más tarde, con la
experiencia a la vista, el tucumano formularía un mea culpa: debería haber propuesto la prohibición absoluta de la
reelección, instituto que se reveló, a su juicio (y a la experiencia de las
generaciones posteriores), como perturbador de la forma republicana. El poder
otorgado por nuestro texto a la jefatura presidencial, tomado de nuestra
tradición virreinal y de la letra de la constitución chilena -por cierto
unitaria- representa además una limitación evidente a los alcances de nuestra
forma federal. El núcleo alberdiano de la Constitución, con su aduana única y
su administrador discrecional que tiene en sus manos la explotación de las vías
férreas, telégrafos, puertos, muelles, vapores, postas y servicios públicos
principales, así como el manejo del crédito, la emisión, los empréstitos, las
operaciones bancarias, etc., consagraría,
el centralismo desde Buenos
Aires, aunque no ya de Buenos Aires y
los porteños. Alberdi observaba que la federación norteamericana es de estados
separados entre sí que se unen a través del sistema creado en Filadelfia.
"Federarse -dice- fue para ellos unirse, consolidarse, hacerse
uno solo; federarse, para sus copistas sin juicio, ha sido dividirse,
desunirse, disolverse". Por lo menos para nosotros, federarnos fue
centralizarnos.
Apuntes un poco en crudo para clases y para una charla en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, que decidí publicar en el blog ante el debate sobre la re-re y la reforma constitucional