viernes, mayo 25, 2018

CEMENTERIO PRIVADO


 

 

Quien recorra el índice de este blog encontrará que tiene su cementerio privado, que habitan amigos idos o autores que ya fueron, pero que han dejado en este cronista una impresión indeleble.   En ese camposanto particular, como decía Quevedo, “escucho con mis ojos a los muertos”, y los despido sin dejar de frecuentarlos.  Ahora le toca, con algo de atraso, porque falleció a los 78 años el pasado 27 de marzo, a Clément Rosset, filósofo francés, normalien,  con un aspecto algo hirsuto de Diógenes urbano. Su afirmación fundamental es que lo real es lo real.  Proposición tautológica cuya profundidad nuestro autor defendió a lo largo de su carrera intelectual y que, como señala. “constituye, para la filosofía y la opinión más comunes, un asunto de mofa general, una especie de enorme error básico reservado sólo a los espíritus obtusos e incapaces de un mínimo de reflexión”. Hay un núcleo trágico en aceptar la realidad de lo real, y por lo tanto buena parte de la reflexión filosófica parte de la desconfianza hacia lo real, esto  es, de lo que Rosset  llama “principio de realidad insuficiente”. Se construyen así “dobles” de lo real, para esconderlo y negar el elemento trágico ínsito a aquélla.  Y entonces se oscila entre dos extremos. El que reconoce la realidad de lo real queda afectado por ella: “es el ser que puede saber lo que en no puede saber; el que en principio puede lo que en puridad no puede; el que es capaz de enfrentar lo que no es capaz de afrontar”.   Pero si rechaza o intenta gambetear la realidad de lo real por la carga que conlleva, cae en un peligro mayor, en el peor de los peligros. Aparecen los espejismos de todo tipo para esconder lo que en la realidad hay de crudo e intolerable. Surgen dimensiones utópicas, mezclando exigencias y radicalización, en un intento de cambiar “de” mundo  -“otro mundo es posible”- generalmente bajo el lema de cambiar “el” mundo.  Aquí Rosset expresa su vena escéptica, en la línea de Montaigne y de Schopenhauer, al que dedicó un penetrante trabajo: “Schopenhauer, filosofo del absurdo”.  Escéptico, literalmente, en el sentido de  quien mira-a-su-alrededor, sopesa y reflexiona sobre lo que ve, aunque odie las conclusiones a las que llegue. La “democracia de los derechos del hombre” o las condenas por “inhumanidad” caerán bajo su mirada implacable. “Nadie ha podido definir qué  resulta, de parte de un hombre, humano o inhumano, por la buena razón de que todo de lo que un hombre es capaz  es también necesariamente humano, como lo enuncia un verso célebre de Terencio: hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”[1].  “Después de todo –agrega- los crímenes y horrores cometidos cotidianamente por la humanidad son de todos modos crímenes y horrores, ya se los considere como “inhumanos” (lo que en el fondo es más tranquilizador) o como “humanos” (lo que es probablemente más cierto, pero también más inquietante”.  “Nada es más temible –señala- que el amor a la humanidad en general, que resulta casi siempre en amar a todo el mundo detestando al mismo tiempo a  cada persona en particular”.  Y remata: “los crímenes de los que se indignan los moralistas son casi siempre obra de personas más moralistas todavía”.  Desde luego, el intento de mejorar o remediar lo que nos rodea es menos vistoso, y ciertamente más difícil, que tirar el único mundo que tenemos a la papelera de reciclaje y anunciar la génesis de otro nuevo y perfecto, construido en el taller de las ideologías.  La realidad, solía decir nuestro filósofo, desconcierta por su “intolerable simplicidad”.- 

 




[1] ) De paso, recordemos que Terencio era nacido esclavo en Cartago, emancipado en Roma bajo la protección de Escipión y muerto en Gracia, adonde había ido a buscar  nuevas fuentes de inspiración en los maestros teatrales helénicos.  San Agustín recuerda que  cuando aquellos versos del “homo sum…” se declamaban en   Roma, el anfiteatro clamaba y rompía en aplausos.
 

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