sábado, agosto 17, 2013


A propósito de la hýbris

 


 

Nelson Castro acaba de introducir en el léxico de los media y, por lo tanto, en el catálogo fugaz de la “videología”, el término hubris. Más específicamente, el “síndrome de hubris”, que aquejaría de preferencia a los políticos. La fuente de Castro es David Owen –“In Sickness and in power”- que relaciona, como indica el título, el poder con una enfermedad, cuyos signos y síntomas regularmente presentados llama “síndrome de hubris”.  Este síndrome indica la enfermedad en la cabeza de quien encabeza un gobierno.

 
Lord Owen, médico de profesión con especialidad en neurología y psiquiatría,  como político, originariamente en las  filas del laborismo,  fue ministro de Salud (1974-1976) y de Relaciones Exteriores (1977-1979). Posteriormente, se separó del laborismo y fundó una corriente socialdemócrata de la que se separó poco después. Durante la guerra de Malvinas –puede leerse en Wikipedia- en una reunión de los Bilderberg en Dinamarca, ante varios ministros de Relaciones Exteriores,  impulsó con éxito las sanciones contra la Argentina, que hasta ese momento no habían prosperado. El poder, según Owen,  origina cambios en el estado mental. A algunos políticos –muchos, si se advierte el catálogo de los últimos cien años que elabora, donde incluye a Churchill, Hitler, Kennedy, George W. Bush, Berlusconi y Obama, entre otros- el poder se les sube a la cabeza,  los convierte en soberbios y les hace perder la noción de la realidad. En algunos casos, se convierten en verdaderos y peligrosos enfermos mentales, incapacitados para tomar decisiones y gobernar. Propone que en el elenco mundial de enfermedades mentales  se incluya este síndrome de hubris que aqueja principalmente a los poderosos.

En los casos extremos, cuando acceden al poder se creen dioses o sus enviados en la Tierra, propician el culto a la personalidad y muchas veces se tornan crueles. Esa enfermedad  no se da únicamente en las tiranías, sino también en las democracias. El síndrome, en los dirigentes que gobiernan las democracias, al no poder comportarse como dictadores crueles, tiene otros rasgos y manifestaciones: se sienten eufóricos, no tienen escrúpulos, no son conscientes de sus errores, sin que ni siquiera les afecte el rechazo masivo de los ciudadanos o su inmensa y aterradora cosecha de fracasos, dramas y carencias que, para cualquier persona con salud mental, resultarían insoportables. Su alienación es de tal envergadura que cometen un error tras otro, porque la capacidad de análisis no les funciona y sus decisiones y medidas son producto del desequilibrio, la soberbia y la confusión extrema. Quien quiera ir más allá puede acudir al blog de Owen (www.lorddavidowen.co.uk) y leer las dos interesantes entrevistas allí transcriptas, que le hiciera Richard Heffner.

 

La relación entre enfermedad y poder no es nueva. La bendición del triunfo político acarrea muchas veces la maldición de la embriaguez de poder. Aristóteles , en los Problemata (Problema XXX), relacionaba ya el genio, incluído el político,  con la enfermedad, en este caso la melancolía, producto de la bilis negra, la atrabilis, que los vuelve atrabiliarios, esto es, según el diccionario, "de genio destemplado y violento".  El sentido que daba el de Estagira a esta palabra “melancolía”, era distinto al que hoy le asignamos, relacionada con la tristeza y desgana. Un melancólico, hoy, es un deprimido y “depresión”, como mi viejo amigo Guillermo Vidal señalaba, es un término nacido con la revolución industrial, que alude, en analogía con la máquina de vapor, a la falta de presión en el ser humano. Se trata, en cambio, para Aristóteles,  de un tipo de comportamiento en el que, muchas veces, se alternan conductas  diversas y opuestas, como sucede en el caso de  los personajes con que ejemplifica.  Es el caso de Heracles que, en un acceso de locura, mata a los hijos que tuvo con su primera esposa Mégara. O de Ajax que, después de todas sus luchas heroicas, cae preso de la locura y confunde un rebaño de ovejas con Odiseo y Agamenón. Estamos frente a una condición que, en la actualidad, recibe el nombre de “trastorno bipolar”, esto es, alternancia de episodios de depresión mayor con otros de manía.  Para sufrirlo tampoco se necesita ser un genio, obviamente.

 

En la línea de los trabajos de Owen recuerdo a Agustín Cabanès  (1862-1928), un médico e historiador francés,  que tuvo su auge allá a principios del Novecientos, con una serie de libros donde equiparaba el genio político y literario con algunos trastornos mentales. Desde luego que estos análisis reductivos, donde aparentemente todo encaja, así como el que tiene como único instrumento un martillo tenderá a ver el mundo bajo forma de clavo, suelen, tras de su auge, perderse en el olvido, sin develar ni el misterio del genio, ni de lo que Gerhard Ritter llamaba die Dämonie der Macht, la “demonía del poder”. Inflijo aquí una breve e intensa cita de Ritter, de la que bien podría servirse el doctor Castro en sus cierres dirigidos a la presidente: “la demonía no es pura negación de  lo bueno, no es la esfera de la oscuridad completa frente a la luz sino de la media luz, de lo equívoco, de lo inconsciente,  de lo más hondamente siniestro. Demonía es obsesión (Besessenheit)…”.


 

Por cierto, hubris o hýbris es una vieja conocida desde los griegos. Aunque se la suele traducir como “arrogancia” o “insolencia”, lo más cercano a su sentido original resulta, quizás, “desmesura”. El exceso que nos aleja de la areté. Heráclito decía (fragmento 43): “es necesario apagar la hýbris más que un incendio”. La desmesura puede ser individual o colectiva, anotaba Mondolfo. Y el siguiente fragmento 44 parece ser su consecuencia: “es necesario que el pueblo combata por la ley tal como por la muralla”. La muralla de la ley  frente a la desmesura, frente al voluntarismo extremoso y extremista, para contener la superbia.  Los griegos sabían que el castigo de la hýbris venía de la mano de Némesis, la diosa de la venganza retributiva, a través de sus auxiliares las Furias. Pero nadie sabe cuándo ni a qué precio…

 


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