lunes, marzo 03, 2008

LA UNIÓN SUDAMERICANA ENTRE EL SUEÑO Y LA PESADILLA

Luis María Bandieri

Desde lejos los suramericanos nos engolosinamos con la referencia al “sueño de San Martín y Bolívar”. El sueño, claro está, de la unión continental, que tantas proclamaciones sucesivas han intentado trasladar a la vigilia. La última fue la Comunidad Suramericana de Naciones, constituida en Cusco en diciembre de 2004. Como siempre que se adjudican premoniciones a próceres máximos, conviene –para que la poesía de aquellos sueños pueda volverse prosa efectiva algún día- efectuar algunas precisiones.

San Martín, en nombre de la ideología de la “emancipación” –la independencia fue un acto político, la “emancipación” una soflama ideológica inspirada en la filosofía de las Luces- proyectó una Suramérica repartida entre varías monarquías, cada una de ellas con un dinasta europeo a la cabeza. Con todo lo que puede atribuirse a cálculo de negociador, la propuesta que le hizo a Laserna en Punchauca de una monarquía con cabeza en Lima, que abarcaría prácticamente el territorio del antiguo virreinato del Río de la Plata, era expresión fiel de su pensamiento. Que, a esa altura, desde el Rímac se pudiese gobernar Buenos Aires, resultaba, sin embargo, algo más que aventurado.

Bolívar pensó en un anfictionado que abarcase idealmente tanto Sudamérica como Centroamérica. La clave de este proyecto era que la Gran Bretaña tuviese “el fiel de la balanza”. Contaba con los casacas rojas no sólo como poder protector sino, incluso, como tropa invasora de los EE. UU. de Norteamérica, coloso naciente que estaba en el centro de sus preocupaciones. Era también muy aventurado suponer tal escenario[1]; en los hechos, los norteamericanos avanzaron en las Antillas y la Gran Bretaña afirmó su hegemonía sobre la cuenca del Plata, remachándola con la independencia de la Banda Oriental, sin que entre aquellos y ésta ocurriese ninguna colisión.

Sin ánimo de establecer ninguna competencia procerística, orientaciones quizás más efectivas hacia una confederación suramericana pueden encontrarse en José Gervasio de Artigas o Juan Manuel de Rosas. Pero –repito- aquí se trata más bien de examinar de cerca un lugar común -el “sueño de San Martín y Bolívar”- proferido ritualmente por burócratas de la política o parásitos de la diplomacia, que oscurece y desorienta, más que aclarar y conducir a una unión política efectiva, frente a la cual ningún suramericano puede ser indiferente.

Bolívar, por cierto, era un hombre genial pero un padrecito algo inmaduro, que debió hacerlo todo a los apurones, perdiendo la mayor parte de su tiempo en luchar contra su propia gente y –además- contra aquella molesta “pardocracia” que veía dibujarse en el porvenir continental. “Pardocracia”, con perdón del vocablo discriminatorio cuya autoría pertenece en exclusiva al Libertador, que habría de tener en nuestro tiempo descendencia tan remota como impensable para los emancipadores.

En Angostura, hacia 1819, propone para la Gran Colombia una constitución que conjuntaba la presidencia vitalicia (tomada de Haití), el Senado hereditario (tomado de Sieyès) y el poder moral (tomado del censor de la Roma republicana), además de una articulación unitaria del poder territorial. Años más tarde, cuando los rivadavianos le regalaron el Alto Perú, le dio a ese rompecabezas, que llamaron en su honor Bolivia, una constitución con un presidente vitalicio, acompañado de un vicepresidente, nombrado por él, que será su sucesor. Coloca a su lado un cuerpo legislativo tricameral de elección indirecta: Cámara de los Tribunos, Senado, Cámara de los Censores. Se apartaba así en mucho de la matriz constitucional anglosajona que John Locke prefiguró y los constituyentes de Filadelfia consagraron en 1787. Intentaba, con este modelo de gobierno monocrático y –diríamos hoy- “reaccionario”[2], conjurar el fantasma que horrorizó a toda la primera generación independiente: la anarquía. Nuestros padres de las muchas patrias sentían a flor de piel que, al darnos la independencia, con ese regalo nos traían también la ingobernabilidad y el desmanejo político. Para ellos, los dos conceptos –independencia/anarquía- forman un matrimonio indisoluble. ¿Por qué? La respuesta más a la mano es que, en nuestros pueblos, había en el año X, aún, un fuerte sentido de pertenencia a la monarquía hispánica. El titular de la corona española, aunque fuese un Borbón taimado y subnormal, como Fernando VII, seguía siendo el padre común. La causa de la “emancipación” era minoritaria, cenacular y oligárquica en casi todas las ciudades del continente, salvo contadas excepciones. Esa situación de círculos conspirativos invitaba al disimulo, la máscara y el secreto de las logias. Cortándole simbólicamente la cabeza a aquel padre común, el rey, aparecerían numerosas cabecitas aspirantes a sucesoras, transformándose una unidad política trimembre –virreinatos de Nueva Granada, Perú y del Río de la Plata- en un espejo roto de diez repúblicas (si excluimos las tres Guayanas), como el mismo Bolívar presagiaba ya en 1815. Los suramericanos resultamos hijos de aquella obra, la independencia, y para aquellos que las realizaron cabe nuestro invariable reconocimiento. Nuestra historia política, desde entonces, ha sido procelosa. Muestra una tendencia periódica hacia la inestabilidad, producto, en buena medida, de lo dificultoso de hallar principios de legitimación de los gobiernos que mantuvieran un buen grado de continuidad y aceptabilidad en el tiempo. Adoptamos, en general, la matriz del constitucionalismo liberal, sin demasiada convicción ni mucho respecto, manifestándose en ese punto fenómenos continuos de resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta convertirse tal desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los síntomas más evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras instituciones. Esta bufera dantesca de la inorganización política aún nos arrastra, con señales de alarma encendidas especialmente en el transcurso de los primeros años del siglo XXI. Y esta historia circular y reiterada nos golpea donde más nos duele, que es la diferencia, en este punto, con los EE. UU. de Norteamérica, que los suramericanos, y los latinoamericanos en general, nos obstinamos en proyectar, del punto de vista político, como la “sombra” jungiana, la imagen obscura y densa que impide nuestra realización colectiva, con efectos paralizantes y deletéreos.

Ahora bien, el “sueño de San Martín y Bolívar”, esto es, el de una unidad política suficientemente extensa y poblada que pudiera equilibrar en el Sur la arrogancia de la América sajona, se cumplió en nuestro continente. Pero no con los herederos de la corona española. Fue en el Brasil, con los primos cachorros del león ibérico. Este 2008 se cumplen doscientos años de la fuga de los Braganza desde Lisboa a su destino final en Río de Janeiro. Recordemos las circunstancias. La reina María de Portugal, enferma mental, dejó el poder en manos de su hijo, el futuro Juan VI, a título de regente. Juan de Braganza estaba casado con Carlota Joaquina de Borbón, hija de Carlos IV. Portugal era, por entonces, una especie de factoría inglesa: Lisboa y Oporto eran grandes almacenes de la mercadería que el comercio inglés introducía en el continente. El reino no se plegó al bloqueo continental decretado por Napoleón. Un ejército francés atravesó entonces España e invadió tierra portuguesa. Cuando llegaron a Lisboa, la corte se había embarcado rumbo al Brasil, junto con un gran número de funcionarios[3], en una maniobra cuidadosamente planeada. Desde luego, un rey es simbólicamente el padre de su pueblo. Los portugueses se consideraron abandonados por la dinastía y los lisboetas no se privaron de fulminar a la familia de “cagoes” que se había largado a la “terra dos macacos”. Esto explica cómo tres mil franceses pudieron mantenerse en una ciudad de trescientos mil habitantes. La fuga obedeció a una estrategia para no caer en manos de Napoleón –como Carlos y Fernando en Bayona, poco después. El plan, visto en perspectiva, tuvo sus aciertos, ya que don Juan volvió más tarde a reinar en Lisboa. Mientras la corte estuvo de este lado del charco, el Brasil fue un reino independiente con su monarca y su corte. La guerra de la independencia que afectó a los virreinatos hispanoamericanos no lo golpeó, pues. En la mente de su monarca desarrolló, en cambio, dos ideas principales: la primera, la necesidad de mantener férreamente la unidad territorial; la segunda, la de extenderla hacia el virreinato del Río de la Plata, continuando una política ya planteada en ese sentido desde el siglo XVIII. A la caída de Napoleón, Juan VI regresó a Portugal y dejó en su lugar a su hijo Pedro. El último consejo recibido por éste de su padre fue que, en caso de que los vientos de independencia se desarrollaran en el Brasil, se pusiera él mismo a la cabeza de ese movimiento. Cuando se le exigió el regreso a él también, como príncipe heredero, proclamó en 1822 la independencia y tomó el título de emperador del Brasil[4], organizando el país en una federación. La sumisión de las provincias se obtuvo por medio de la fuerza, conservándose la unidad territorial. Ocho años después del grito de Ipiranga, solo y desterrado, moría Simón Bolívar. En los finales, dejó escrito que la América española era ingobernable por sus hijos, que hacer una revolución en nuestras tierras equivalía a arar en el mar, que lo mejor que se podía hacer aquí era emigrar y que el poder en las nuevas repúblicas se lo disputarían tiranuelos imperceptibles.

El Brasil, con sus ocho millones y medio de kilómetros cuadrados y sus casi doscientos millones de habitantes es una gran república gracias a la monarquía y a aquel bon vivant de Juan VI. De otro modo, cabría suponer que en su territorio habrían surgido, por lo menos, tres repúblicas (nordestina, mineira y suleira) en guerra entre sí y con sus vecinos.

A poco de desembarcar en nuestro continente los Braganza, ante el sesgo de la política europea y sometida la corona española en Bayona, un grupo de notables rioplatenses solicitó a la infanta Carlota Joaquina de Borbón que bajase a Buenos Aires y asumiese como regente del trono. Fue el proyecto llamado “carlotista”, que dio a un teje y desteje diplomático entre don Juan, su mujer, el ministro Rodrigo de Souza Coutinho, el embajador inglés en Río de Janeiro, lord Strangford y el grupo porteño, proponente de esta suerte de Mercosur anticipado[5].

La relación con el Imperio brasileño pasaría por momentos de alta tensión en la disputa por el dominio de la cuenca del Plata, que se dirimiría en la Banda Oriental,. En 1826 estalla la guerra que finaliza en 1828 con el reconocimiento de la independencia de la República Oriental del Uruguay. En 1851, el pronunciamiento de Urquiza y su alianza con Brasil y Uruguay culminan en la derrota de la Confederación Argentina en Caseros. La guerra de la Triple Alianza, que tiene como causa inmediata la guerra civil en el Uruguay, marca un giro, ya que el gobierno argentino se puso al lado del Brasil, coligados ambos bajo un discurso ideológico: castigar las demasías del tirano Francisco Solano López. En las vistas de Mitre se anota también la de plantear una “causa nacional” llevada hasta la guerra –sirviendo muy a propósito para ello la invasión paraguaya a Corrientes- aunque, en los hechos, fuera librada aquélla principalmente por Buenos Aires. De todos modos, las tensiones con el Brasil, aunque amortiguadas, habrán aún de reaparecer. Cuando Roca, con el cañón y la corrupción establece en 1880 el Estado nacional, la atención se dirige más bien a la frontera chilena que a la guardia oriental, buscándose no abrir conflictos por dos frentes. Por otra parte, la inserción de la Argentina como porción extraoficial del Imperio británico, merced al intercambio de los frutos uterinos de la tierra por los elaborados por la industria inglesa, sin perjuicio de crisis y altibajos, produce un distanciamiento, en términos económicos, de la Argentina respecto del resto latinoamericano, a lo que se suma un aporte inmigratorio más importante, en relación con la población nativa, que el recibido en los EE.UU., por ejemplo. Hacia 1910, el 50% del PBI latinoamericano era producido por la Argentina, el 25% por el Brasil y el 25% restante por el todos los demás. A principios del siglo XX, tuvimos una situación prebélica con el Brasil, debido a una carrera armamentística y la suposición del canciller Estanislao Zeballos que los brasileños nos invadirían[6]. En esa oportunidad, mientras la Argentina buscaba el apoyo de Chile y Brasil obtenía el del Uruguay –gobernaban los “colorados” y nuestro gobierno apoyaba encubiertamente a los “blancos” revolucionarios- la Gran Bretaña operó para poner paños fríos en la cuestión, haciendo jugar la pax britannica en defensa de su aprovisionamiento de alimentos. El canciller brasileño, barón de Río Branco, consiguió también poner de su parte a los EE.UU. “Sigue siendo un hecho -decía en 1945 Gilberto Freyre- que similitudes y diferencias atraen Brasil hacia Estados Unidos de una manera especial y hacen que los países se complementen el uno al otro de una forma particular”[7]. Esa relación ha continuado, casi sin sobresaltos, en los mismos términos hasta hoy. En cambio, con la Argentina hubo más bien relaciones competitivas, mientras ello fue posible, y hoy está muy difundido un sentimiento antinorteamericano, una década después de que un canciller describiera el vínculo entre ambos países como “relaciones carnales”.

Satisfecho el interés brasileño de que la Argentina no armase coaliciones regionales en su contra, las relaciones se han mantenido en un nivel preponderante de colaboración o de competencia reglada. El despegue brasileño y la consiguiente ventaja adquirida sobre nosotros, visto a principios del siglo XXI, recuerda el sorpasso argentino de inicios del siglo XX. “Mientras nosotros nos concentramos en temas importantes pero menores en una escala de soluciones de largo plazo, los brasileños han confiado su futuro a llevar adelante otras categorías programáticas que en poco tiempo los habilitaron para ser considerados potencia en general y hegemónica en la región en particular. Ajustada la acción a un proyecto estratégico que parece haber sido compartido por Cardozo y Lula da Silva, los resultados, despejados de otros enfoques, son espectaculares. De aquí mi sorpresa ante la falta de consideración del tema por nuestra clase política presidenciable, sobre todo”, escribía Marcelo Lascano poco antes de nuestras elecciones presidenciales de 2007[8].

El Mercosur nació -Tratado de Asunción, 1991- como un proyecto protopolítico de integración continental de la cuenca del Plata con la olla amazónica. Subyace allí la intuición geoestratégica de fundir en una alianza perdurable lo que fue, antes de la independencia, y luego de ella, campo de enfrentamiento entre España y Portugal, primero, y entre la Argentina, Paraguay y los “blancos” uruguayos, de una parte, y el Brasil, luego. El antecedente de este intento es el audaz proyecto carlotista al que nos referimos antes. Si se piensa que el Virreinato fue establecido con cabeza en la Buenos Aires contrabandista para balancear el avance portugués encabezado por los bandeirantes, que esa disputa continuó sangrientamente en la Banda Oriental, que se llegó a una guerra entre la República y el Imperio y que Caseros es una continuidad y desquite de esta última, se comprenderá que un intento serio de cancelación del conflicto y la simultánea búsqueda de un interés común resulta cuestión de alta, hasta diré de altísima política continental. Ahora bien, los hombres de politiqueo que firmaron el acta de Asunción sintieron campanas, pero no sabían adónde repicaban. El modelo que se les impuso, obviamente, era el de la Unión Europea. La Unión Europea, en 1991, era una unión económica que marchaba a paso firme a la unión monetaria, y que esperaba concluir en la unión política. Había empezado como zona de libre comercio y pasado fructuosamente al estadio de mercado común, El Mercosur nació como unión aduanera, pero no llegó siquiera a zona de libre comercio, no habiendo podido establecerse un arancel común. Creo, lamentablemente, que la mayor responsabilidad cabe en ello a nuestro país, cuyos grupos dirigentes aprovecharon el comercio bilateral con Brasil cuando fue favorable, patalearon cuando ello se dio vuelta, mandaron el país a la devaluación estafatoria y al default fraudulento sin avisar a nadie y, luego, reclaman por si una bolsa de arroz o un par de zapatos nacionales no es debidamente protegido. En medio de ese fracaso, a instancias nuestras, Venezuela ingresó a fuerza de petróleo como socio del Mercosur. Un gran poeta mexicano, López Velarde, decía que a su país "el niño Dios le escrituró un establo/y los veneros de petróleo el diablo". El petróleo tiene algo de endiablado y alucina a los disfrutadores de su renta[9]. Venezuela no trajo al Mercosur otra innovación que la de poner una ideología moribunda y demodée, el socialismo, dentro del fracaso común, como una especie de arco de entrada a una fase superior del subdesarrollo. Venezuela pertenece al cordón andino, el otro guión histórico, político y geoestratégico de Sudamérica (antes de entrar al Mercosur, Chávez abandonó la Comunidad Andina de Naciones, su grupo regional de pertenencia). El punto de fricción de ambos gigantes es el occidente y el oriente bolivianos, su zona andina aymara que habla esa lengua y el quechua, por un lado, y su zona selvática que habla guaraní y castellano, por el otro. Allí están puestas las condiciones para un estallido, ya que un Estado unitario en el que se ha metido la cuestión étnica como eje de la diferenciación amigo/enemigo no puede sostenerse. En una visión reductiva e infantil, nuestras sociedades parecen dividirse entre un grupito de yetties que ganan millones con la Palm Pilot o de egresados de Princeton con un PhD para vender galletitas o enseñar a evadir impuestos, esto es, una clase cosmopolita e irresponsable, mecida por el MP3 y pautada por su Tag-Heuer, que vive su golden dream con deprecio absoluto del resto, por un lado, o las sufridas etnias originarias unificadas por la hoja de coca, que quieren volver al refugio colectivo del ayllu y a la mita solidaria, cuyos líderes se encasquetan el chuyo fashion, el poncho y acompasan su ritmo milenario...con un Tag-Heuer. Parece que nuestro dilema bicornuto se presentase entre dos simulacros, uno de adelanto y otro de arcaísmo.

Estos días presenciamos cómo nuestro flamante socio en el Mercosur parece plantear un casus belli con Colombia, manifestándose, además, como aliado y protector de una agrupación en armas declarada ilegal en territorio colombiano.

En estas circunstancias, resulta conveniente plantearse otra vez la pregunta sobre la unión suramericana, sobre el “sueño de San Martín y Bolívar”, que parece rumbear a pesadilla. En el tablero de la mundialización política y la globalización técnica sólo hay lugar para los grandes espacios. Aunque Chávez encare para el lado erróneo, acierta en que nuestro continente debe participar, con la conciencia de sus limitaciones, en aquel gran juego, si no quiere simplemente ser arrastrado por el ventarrón de los acontecimientos.

Para comprender un poco mejor nuestras posibilidades de unión, creo que hay que distinguir a Brasil del resto de los países que conformamos Suramérica. No sólo por su tamaño, población, PBI, etc., sino por una característica de su cultura. Se requiere, a esta altura, un pequeño excursus. Para estudiar un ciclo histórico de un modo abarcativo debemos recurrir al concepto de culturas. Cultura es una cierta relación hombre con el mundo. Es la manera en que el hombre hace del mundo su mundo. Cuando hablamos aquí del hombre, lo entendemos en comunidad con otros hombres, todos ellos unidos por una cierta consideración del sentido de la vida y de la configuración del mundo, que se manifiesta en formas de comprender y de actuar, respecto de creencias, costumbres, el arte, la ciencia no técnica, el derecho, la política, etc. Toda cultura así considerada constituye una unidad más o menos coherente dentro de tiempo y espacio; el espacio es, generalmente, el área de una lengua, ya que el elemento cohesivo en la mayor parte de las culturas es la lengua. Tomando el ciclo de desenvolvimiento de las culturas se desarrollaron los análisis históricos de Spengler, Toynbee y Sorokin, entre otros, así como los más devaluados y deshidratados de un Huntington, en el presente. Nuestro empeño es más modesto, ya que se concentra en un aspecto de las culturas, que es el político. Desde ese punto de vista, las culturas pueden dividirse en convergentes y divergentes. En las divergentes se manifiesta un particularismo fuerte que impide o dificulta a los pueblos y naciones que componen esa cultura uniones políticas duraderas. Las convergentes se han formado alrededor de un núcleo dominante y forman unidades políticas relativamente compactas. La cultura griega clásica y la cultura occidental –que Spengler llamó “fáustica”- son ejemplos de culturas divergentes. La cultura romana clásica y la cultura norteamericana son ejemplos de culturas convergentes. En las culturas divergentes, el fenómeno recurrente es la desunión, que lleva –incluso- a pactar alianzas con otras culturas extrañas y hasta enemigas, que funcionan como terceros opresores –divide et impera- o terceros aprovechadores –tertius gaudens. En ellas estallan guerras destructivas, como la guerra del Peloponeso o las dos guerras mundiales en el siglo XX. En las culturas convergentes aparece la característica recurrente de movimientos separatistas que pueden producir sangrientas guerras intestinas. En la cultura romana puede ejemplificarse con la secesión plebeya al Monte Aventino, conflicto que se compone a través de la creación del tribunado; más tarde, en cambio, en las llamadas “guerras sociales”, la rebelión de los itálicos es violentamente sofocada para, luego, ir aceptando poco a poco sus reclamos. En la norteamericana, el ejemplo de la guerra de Secesión resulta suficientemente explicativo.

En nuestro continente, la cultura hispanoamericana es predominantemente divergente y la cultura brasileña predominantemente convergente. Brasil superó las secesiones paulista y farrupilla. Los países latinoamericanos han chocado entre sí en muchas ocasiones –aunque nunca con la intensidad de los europeos- y han recurrido en ocasiones a terceros opresores para imponerse a sus vecinos. De allí que el famoso “sueño de los Libertadores” no se haya vuelto vigilia en Hispanoamérica sino en el Brasil. Aunque las condiciones para una unión hispanoamericana parezcan óptimas, resultando a simple vista mayores los elementos aglutinantes que los disgregadores entre naciones “hermanas” –hermanas separadas.

La unión, pues, no resulta tarea simple, y la hegemonía continental brasileña se ve sustentada y apuntalada por su carácter de cultura políticamente convergente. El Mercosur, en puridad, debería haber apuntado a instrumento político que permitiese equilibrar esa hegemonía, por medio de un contrapoder sustentado en los intereses comunes del resto rioplatense, argentino, uruguayo, paraguayo e, incluso, el oriente boliviano. La Comunidad Andina de Naciones debería fungir como el deuteragonista de este gran juego regional, irguiéndose sobre el equilibrio inestable de los conflictos viejos y nuevos que son como el hilo rojo que enhebra los países de esa columna montañosa, de tal modo que a ninguno de ellos le conviniese sacar los pies del plato y campear por sus fueros o, en porteño, “hacer la propia”. El escenario de hoy parece lejos de aquella configuración ideal: nosotros atropellamos a los uruguayos por una cuestión municipal y el caudillo venezolano ordena un despliegue de tropas en la frontera de Colombia desde “Aló presidente”.

Para avanzar algo en la efectividad de la unión, sin recaer en la poesía que se torna simple “verso”, y neutralizar al mismo tiempo las tendencias desmembradoras, se debe ante todo tener en cuenta los matices diferenciales en la cultura política que se vienen de señalar. Quizás los episodios que vivimos, de desenlace incierto, resulten el empujón que nuestro continente necesita para asumir la existencia histórica adulta. Hasta ahora, criticando a los EE.UU. porque no nos prestan atención, para luego denostar a los gringos porque se ocupan de nosotros demasiado, o imputando a la invasión europea de 1492 el origen de nuestros males presentes, los latinoamericanos hemos vivido, en general, como el puer aeternus[10], el eterno muchacho. Somos los perpetuos adolescentes, aun en la edad madura; siempre nuestra vida resulta provisional, porque falta algo, o alguien impide, que nos incorporemos al mundo real. La revolución, con su cortejo de sangre y su séquito de miseria, fue uno de los tantos recursos del pibe eterno para eludir la historia de todos los días. Y el político más dotado que Latinoamérica parió en el siglo XX –sobreviviéndose ahora trabajosamente en el XXI-, esto es, Fidel Castro, resulta un puer clásico, condenado a la estrechez de su estuche isleño, una especia de ogro en una caja de zapatos, el monstruo de Loch Ness en una pecera.

Algún día, no lejano quizás, nos elevaremos del puer al vir. La historia nos pondrá entonces otras cuestiones sobre el tapete, graves y no tan fútiles como estas por las cuales amenazamos matarnos. Mientras tanto, esperemos que el puer, en los episodios del día, resulte por demás pueril.-

[1] ) Sobre todo, el de un enfrentamiento entre los EE.UU. y la Gran Bretaña. Luego de la guerra de 1812 a 1815, entre ambos países, durante la cual los ingleses quemaron el Capitolio, y que tuvo un desenlace amorfo en la paz de Gante, tanto la política inglesa como la norteamericana –más allá de rencores recíprocos- coincidieron en apoyar a las nuevas naciones latinoamericanas en su lucha por la independencia, por su carácter de nuevos mercados y abiertas zonas de influencia.
[2] ) “Republicano, aristocrático, autoritario y antidemocrático”, lo resume Marius André, “Bolivar et la Démocratie”. Paris, 1924, p. 215.
[3] ) Fueron quince mil personas, más los archivos, libros, platería, etc.
[4] ) El Imperio del Brasil resulta, históricamente, el segundo imperio erigido en el hemisferio Sur, después del Tawantisuyo incaico-
[5] ) Suscribieron una “Memoria Informativa”, dirigida a la infanta, Juan José Castelli, Antonio Luis Beruti, Hipólito Vieytes, Manuel Belgrano y Nicolás Rodríguez Peña. El hermano de este último, Saturnino, se encontraba en Río de Janeiro, refugiado luego de participación en la fuga de Beresford, y participó en el plan. Saavedra, Funes y Pueyrredón también participaron en él.
[6] ) Fue durante el gobierno de Figueroa Alcorta y le costó la renuncia a Zeballos.
[7] ) “Interpretación del Brasil”, FCE, México, 1964, p. 174.
[8] ) “El Posicionamiento Internacional de Brasil”
[9] ) Arturo Uslar Pietri, fino intelectual venezolano, alertó a su país (esta es la tercera renta petrolífera que despilfarra) sobre la necesidad de “sembrar el petróleo”. Fue en un artículo publicado el 14 de julio de 1936, y fustigaba así a los que querían “llegar a hacer de Venezuela un país improductivo y ocioso, un inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora y abocado a una catástrofe inminente e inevitable”.
[10] ) La expresión se encuentra en las “Metamorfosis” de Ovidio, Lº IV: “tu puer aeternus, tu formosissimus alto conspiceris caelo”, tú, muchacho eterno, tu el más hermoso en el alto cielo eres contemplado

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