lunes, octubre 10, 2016

EL PUEBLO: FEOS, SUCIOS Y MALOS



El pueblo anda de capa caída. Tan celebrado, incensado, magnificado, solemnizado y cacareado a cada rato, inscripto aere perennius en los instrumentos constitucionales de casi todo el planeta, que lo coronan "soberano"; cantado, poetado, arropado en toda lengua con acierto vario, símil de la voz de Dios, resulta que de repente se nos ha vuelto un chico insoportable, mocoso malcriado, gamberro insolente, pendejo capaz de desastrosas travesuras y al que resulta imperativo darle un sosegate. ¿Qué es eso del voto del Brexit, contrario a los pronósticos oraculares? ¿Cómo se entiende que hayan votado un día en el Gran Buenos Aires al Macri antipueblo antes que al dúo Scioli-Aníbal, plebeyos de laya; que hayan preferido las corruptelas peperas a la simpatía de Podemos y sus seductores/as podemitas; que hayan barrido electoralmente en elecciones municipales a los petistas que lo invocaban a la sombra tutelar de Lula; que se estén inclinando por la "Alternativa por Alemania" y, en fin,  para rematarla, hayan votado por el "No" en Colombia, contra la comunidad internacional, el Papa, los suecos del Nobel, la prensa mundial e tutti quanti?  Los "expertos", como hongos después de la lluvia, surgen para condenar esa entelequia, ese ente de razón, ese animal tan fantástico como el hipociervo escolástico, que sólo trae problemas, cuando existen tantos equipos técnicos con pericia para resolverlos sin necesidad de abrirle a la bestia su jaula neoconstitucional.  Algunas expresiones de esta experticia ("La Nación" 6/X/16, tomado de "The New York Times" Amanda Taub y Max Fischer ), puestas bajo un copete en que se denunciaban los instrumentos de consulta popular como un mal atajo, imposición de un relato, altamente riesgosos y transformables en arma suicida: 

  • "Creen muchos politólogos que las herramientas plebiscitarias son conflictivas y peligrosas"
  •  ¿Son una buena idea los referéndums? "Casi nunca...oscilan entre lo inútil y lo peligroso" Michael Marsh. Trinity College, Dublin,
  • "Los estudios demuestran que más que prestarle un servicio a la democracia, la subvierten"
  •  "Es una herramienta engañosa"
  •  "En vez de resolver un problema, los referendums generan problemas nuevos"
  •  "Creer que una decisión alcanzada en determinado momento  por una mayoría  es necesariamente democrática es una perversión del término", escribió Kenneth Rogoff, profesor de Economía de Harvard tras el Brexit. "Esto no es una democracia -agregó- esto es la ruleta rusa de las repúblicas".

Con razón se preguntaba Roberto Starke, que de comunicación política sabe lo suyo, (cartas de lectores de "La Nación", 9 de octubre): "¿se habría escrito la misma nota si el resultado del referéndum hubiese sido el sí?". Por cierto, en ese caso el pueblo habría recibido un fervoroso voto de confianza en su capacidad de  acierto colectivo.  

Entre nosotros, Juan Gabriel Tokatlian, respecto del plebiscito colombiano, se quejaba de que el presidente Santos lo hubiera convocado cuando  "no tenía obligación política ni jurídica, ni nacional ni internacional" de hacerlo.  ¿Cómo despachar este juicio apodíctico cunado el tratado tenía 297 folios y comprometía una plan de gobierno y directivas políticas para los próximos años, tramadas entre el equipo de Santos y el equipo de Timochenko, sin otra participación ciudadana?

Con sonrisita pícara, nuestra canciller Malcorra deslizó en un programa periodístico: "voy a decir algo políticamente incorrecto: los referéndums no solucionan nada". Que una funcionaria cuyas declaraciones nunca han sacado los pies del plato políticamente correctísimo y totalmente inane, se haya permitido este pecadillo, señala, más bien, que este repudio de los instrumentos de participación política más o menos directa ya está cargado en el programa declamativo de la videología planetaria.  

A LA DEMOCRACIA SE LE HA PERDIDO EL PUEBLO

Como vengo machacando desde hace tiempo, a la democracia se le ha perdido el pueblo y nadie sabe dónde está. Más aún, estamos atravesando un estadio de posdemocracia, bajo el signo del Estado Constitucional, del derecho a tener derechos en la medida del deseo, de la protección de toda minoría que sepa victimizarse adecuadamente, del hundimiento de lo común y del bien que en común puede perseguirse en la realización plena del proyecto biográfico individual, a como dé lugar. El "pueblo" aquí esta de más, y se sospecha que no existe. Un suplemento a "Así habló Zaratustra" debería consignar que, así como Dios ha muerto, el pueblo también ha pasado al otro barrio.  Por cierto, si el pueblo se nos fue "en un redepente", la democracia no tiene cabida.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, se habla de democracia todo el día y a toda hora.  Esa palabra fetiche no se cae de la boca de ningún personaje que asome a la pantalla del televisor. “Democratizamos” el fútbol y lo hicimos para todos y todas. “Democratizamos” la vetusta definición del matrimonio y lo volvimos “igualitario” para todos y también para todas.  Mujeres marchan en Rosario exigiendo el aborto libre como  uso democrático del propio cuerpo, Políticos, intelectuales, juristas, cantantes, deportistas, ONG’s de todo pelaje y delincuentes presuntos o confesos resultan los partiquinos de este gran espectáculo, reiterándose casi los mismos día a día, con mayor o menor audiencia, por el amplio espectro de los medios. La palabra “democracia” suena allí insistentemente. Pero, el pueblo, como preguntó allá en los comienzos el síndico  Leyva, ¿dónde está? De otro modo, ¿puede haber democracia cuando se le ha perdido el rastro al pueblo?  

Echar un poco de claridad en esta fundamental cuestión es difícil. Porque de tanto repetir y aplicar a cualquier cosa las palabras “democracia” y “pueblo”, su sentido profundo se ha extraviado. Y esto no sucede solamente aquí, en nuestro país. El gran horizonte histórico en el que nuestra peripecia histórica se ha venido desarrollando, que es la modernidad, se ha ido agotellando y miramos al mundo como por los caños de una escopeta. El rasgo definitorio de este crepúsculo de la modernidad es una pérdida general de sentido y consistencia de la vida histórica y de una razón trascendente del mundo. Como en toda situación crítica, nos movemos en la incertidumbre, sin saber bien qué hacer porque no sabemos bien qué pensar, ya que vacilan no sólo las ideas que tenemos sino –como decía Ortega y Gasset- las creencias que somos. En tales momentos, no sirve simplemente gargarizar con buenas intenciones palabras como “democracia”, “separación de poderes” o “control constitucional”, sino examinar en profundidad, aquí y ahora,  qué ha quedado de ellas, qué es lo recuperable y qué lo que ha quedado definitivamente en el camino.

Comencemos este breve recorrido por la noción de “pueblo”. Vamos a dejar de lado las acepciones del pueblo como entidad metafísica (el “pueblo de Dios”, que en el lenguaje eclesiástico de nuestro tiempo,  como testimonio de la Redención, está conformado por los pobres, con raíces en el pauperismo de los profetas de Israel) o creación romántica (el “espíritu del pueblo”). De este modo, tenemos ante todo una significación de “pueblo” asociada a una comunidad histórica y cultural, que reconoce una continuidad, un “nosotros”  en el tiempo, esto es, una tradición con raíces persistentes que lo diferencia  e identifica con respecto a otros pueblos, a los que reconoce como tales (los pueblos se expresan en plural, ajenos a lo global monocolor). Otra acepción de “pueblo”, que suele prestarse a la manipulación ideológica, es la del conjunto de los trabajadores, los pobres, los desheredados. La plebe, la “chusma sagrada” de Almafuerte, contrapuesta a los poderosos que manejan las palancas del mando.   Aquí hay un “nosotros” que se opone a un “ellos”, los que no son pueblo, y tal conflicto tiñe este significado de un componente político, aunque más asociado a su retórica que a su práctica. La tercera acepción, que es la que aquí interesa, es la del  pueblo en sentido propiamente político, al que se le atribuye en casi todas las constituciones existentes, incluida la nuestra, el carácter de “soberano”.   En este sentido, el que más asemeja al demos o al populus del mundo antiguo, el pueblo es la misma sociedad política y, más específicamente, en ella, los que no ejercen ninguna función orgánica o magistratura estatal, los que no gobiernan o participan del gobierno de algún modo.  Es el cuerpo cívico, no entendido como simple padrón electoral,  elenco de todos aquellos que están habilitados como electores para votar por quienes se postulen como candidatos a magistraturas públicas. Más precisamente, lo consideraremos como el conjunto de hombres y mujeres libres que se dan entre sí el trato de ciudadanos y que pueden debatir y decidir también libremente sobre los asuntos públicos. El pueblo así considerado es, con el gobierno,  la única presencia real en la política: no hay política sin pueblo ni hay pueblo sin  política, así como no hay orden político sin gobierno. Ninguna forma política ha podido prescindir del pueblo, porque su existencia es condición de la existencia de aquélla y, recíprocamente, por medio de ella es que el pueblo adviene a la dimensión superior donde puede hallar la realización de la vida buena. El pueblo político confirma al pueblo-comunidad y encauza las reivindicaciones del pueblo-plebe. El pueblo político configura la “cosa común”, la respublica, que no es de pertenencia estatal, ni tampoco la cosa nostra de los amigos del poder. La cosa de todos no pertenece a nadie en particular y requiere la buena y plena deliberación sobre sus asuntos, para obtener una acción adecuada en vistas del bien común, esto es, el que no podríamos alcanzar particularmente y es común a las partes y al todo. De acuerdo con un antiguo aforismo romano, lo que a todos afecta debe ser tratado por todos.

Este pueblo político es lo que se ha perdido en nuestro tiempo y nadie sabe dónde está. El que puede aparecer, a veces, cuando se le abre una hendija participativa, en plebiscitos y referéndums, cuando se le plantea la posibilidad de responder por sí o por no a alguna pregunta decisiva sobre la cosa común. ¿Qué esta respuesta puede ser manipulada?  Desde luego, toda decisión política puede, y de hecho es casi siempre, manipulada.  Nadie ha demostrado, hasta ahora, que una consulta popular sea más manipulable que la decisión tomada por una camarilla de la "casta" política.  Old Nick, el viejo Maquiavelo, que la sabía lunga, afirmó que, aunque ambos pudieran equivocarse,  el pueblo puede ser más prudente y constante que un príncipe (o que cualquier esclarecido núcleo dirigente) para elegir sobre quién está mejor capacitado para el mando u optar entre los grandes lineamientos que un orden político necesita para persistir.


APARECE EL LIDERAZGO POPULISTA

¿Populismo, entonces? El populismo no es como aseguran las homilías del constitucionalismo y sus repetidores periodísticos subsidiarios, una degeneración de los buenos usos constitucionales. El populismo es la reacción anunciada ante los cadáveres exquisitos del constitucionalismo clásico: representación política como panacea; separación “geográfica” e inútil de “poderes”; poder constituyente confiado a un clero contramayoritario de juristas que operan como “guardianes de Platón” –cuando no son manipulados directamente desde los ejecutivos, como el Tribunal Constitucional venezolano. A esto el neoconstitucionalismo ha agregado el superderecho cosmopolítico global, la “gobernanza”, mando de expertos sin contaminación politiquera, desparramado por todo el planeta, y asegurado, si llega el caso, por fuerzas de intervención “humanitaria”. Allí aparece entonces  el líder populista y planta bandera. En ambos casos, el pueblo ausente, pero sufriente.   

Los líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.

Se advierte cuál es el círculo vicioso hispanoamericano actual: democracias demoliberales, donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación partidocrática (como el “puntofijismo venezolano hasta 1999), y populismos donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación absoluta en la persona del líder.  En ambos casos,  ello ha sido posible por la desaparición del pueblo, entendido, como dijimos más arriba, por los que no gobiernan.  Quienes lo integran pueden no ser prósperos, pero deben ser libres, en situación de ciudadanía, como sus antepasados los politái griegos o los cives romanos. O los que los hermanos Reyes trajeron caminando desde Berisso y Ensenada un 17 de octubre de 1945. Hoy no existe el “pueblo”, ni siquiera la “masa”.  En el extremo del subjetivismo, los neoconstitucionalistas nos dicen que las sociedades civiles son un adunamiento de biografías, de proyectos individuales, de constelaciones singulares de deseos que se traducen en reivindicación de derechos. Existen “redes sociales” de contacto virtual, en la medida de coincidencia de intereses entre estos proyectos individuales, que deben maximizarse.  Y tenemos una explosión de minorías organizadas y demandantes: homosexuales, barras bravas, veganos, y toda una indefinida serie de particularidades más o menos estructuradas, entre las que se destaca el “partido único de los políticos”, los “sospechosos de siempre” que se turnan en los programas del ramo. A la seudo democracia liberal y a la seudo democracia populista se les ha perdido el pueblo y no saben dónde está.  Tampoco quieren saberlo, en verdad. Les basta con los agregados clientelistas que sucesivamente han ido componiendo, a costa de la pérdida de la libertad; en otras palabras, de la reducción a la esclavitud de una parte importante de la población, mediante el congelamiento en la marginalización y el mantenimiento mínimo con planes sociales de reparto, sin los cuales sucumbirían. Nuestras dirigencias políticas, los jueces de los tribunales supremos, las capas superiores empresariales, quizás  sin saberlo, comparten con el viejo Aristóteles la idea de que hay algunos que nacieron para obedecer. Y mantienen así a aquellos marginales, condenados a no poder salir de tal condición,  hasta el momento de arrearlos a las liturgias o a las votaciones. Con una ventaja suplementaria: al resto del pueblo, al que todavía puede considerarse libre, se lo atemoriza –en esta “posdemocracia” que nos ha tocado en suerte- con que, si no soporta las exacciones y demasías de las nomenklaturas y sus grupos favorecidos, se les soltará la bestia enjaulada: la plebe esclava que barrería con todo si no se le asegura su subsistencia. De hecho, para que se la tenga bien presente, esta amenaza se concreta continuamente a cuentagotas de delincuencia desorbitada, batallas campales en los estadios, piquetes de enmascarados que anuncian lo que podría pasar alguna Gran Noche, etc.

Bajarse de este ciclo de caídas y recaídas requeriría una reinvención de la democracia, para hacerla realmente participativa de abajo hacia arriba y de la periferia local al nudo central de poder. Exigiría el hallazgo  de formas eficaces de oponer contrapoderes al poder. En lo inmediato, a través de formas negativas, impedientes, tribunicias al modo romano, plantearse cómo limitar y recortar el poder activo, que tiende a ser omímodo y vitalicio, del cabecilla populista. No es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la mediación de los partidos políticos, sólo aparecen entre nosotros las grandes movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación que no encuentra otros canales expresivos.  Todo ello sostenido por una renovación de raíz de los conceptos jurídico-políticos repetidos como mantras inútiles, por un posconstitucionalismo que supere las viejas recetas de un derecho de matriz subjetivista y contractualista. 

                                    
 

 

 

 



































































































 




 
 

 

 

 

 

 
 

 

 

 

 
 

 
 

No hay comentarios.: