lunes, agosto 03, 2015

Este blog no ha muerto. Simplemente es rapsódico, como su autor. Y el bueno de Homero, dicen, también dormitaba veces...Va un trabajo próximo a publicarse, donde sigo mi combate personal contra los jurisclastas, vil razza dannata, como tronaba el pobre Rigoletto. Y vuelvo a hibernar, hasta el próximo post



 
¿ UN NEOPOSITIVISMO MORAL?

Luis María Bandieri[i]

 

Los grandes sistemas de pensamiento se hunden despacio. También en nuestro campo de actuación, el derecho. Desde la última mitad del siglo pasado, venimos asistiendo al resquebrajamiento y desplome del gran edificio del positivismo jurídico, en el que los que ya hemos atravesado unas cuantas décadas fuimos formados.  El positivismo, en su versión normativista, la más depurada, moldeó la forma mentis del práctico, hasta el punto en que aún hoy los operadores jurídicos no tienen más remedio, muchas veces, que actuar “como si” aquella escuela gozase aún de buen salud y fatigan las escaleras desgastadas del edificio ruinoso con el mismo ceremonial  que en tiempos del antiguo esplendor. La nota distintiva de la actual situación es que el sistema positivista implotó; esto es,  no fue derribado por otro sistema que tomase inmediatamente su lugar. Atravesamos, entonces, un interregno que se ha dado en llamar, con buen acuerdo, “pospositivista”, con los estandartes del positivismo perdiéndose en el ocaso, y los destinados a sustituirlas no reconocibles aún, aunque se vislumbren en el horizonte.

Lo asentado hasta aquí  es compartido por el grueso del mundo académico.  Tampoco habría mayor objeción  si afirmamos que la vacante que deja el positivismo, tiene un serio aspirante a ocuparlo en la vasta corriente del neoconstitucionalismo[1]   Cierto es que este último (y no es demérito)  presenta una gran variedad de orientaciones internas y sus límites no son tan precisos como para señalar un adentro y afuera de ella, hasta el punto que al presentarse años atrás una recopilación de trabajos de destacados autores afines a la gran corriente, su editor la tituló, prudentemente, “Neoconstitucionalismo(s)”[2]. Lo cierto es que todos ellos se consideran pospositivistas y que en sus literatura vamos a encontrar referencias nucleares a principios y valores, centralidad de la figura del juez ponderativo y activista, Estado constitucional como organización modélica y remisión final a una constitución global cosmopolítica, en el sentido que dio Kant a esta última expresión[3].

Aunque crítico de esta gran corriente[4], no puedo ignorar la fascinación que ella ha ejercido y ejerce  en el mundo académico y hasta en el práctico que, muchas veces, argumenta desde ella, aunque sea haciendo, como otro monsieur Jourdain, neoconstitucionalismo  sin saberlo  También advierto que, de a poco, el discurso neoconstitucionalista va despertando en perspicuos juristas un cierto desencanto, a partir de la verificación del incumplimiento de promesas basales, como la de la efectiva superación del positivismo, manteniendo, no obstante, una distinción entre las esferas de la moral y el derecho[5]. Sobre esta atracción y desencanto discurre este breve ensayo.

La aporía irresuelta del constitucionalismo

Para comprender el neoconstitucionalismo, su fascinación y el posterior desengaño,  debemos partir de la crisis general del derecho y, en especial, del constitucionalismo clásico, coincidente con el sentimiento generalizado hasta producir convicción, de estar atravesando un cambio epocal: el crepúsculo de la modernidad, que acunó y arropó a aquel constitucionalismo, y el asomo de otra época que todavía no sabe su nombre.  El constitucionalismo clásico surgió como un instrumento de relojería para que tomaran forma institucional las promesas de la modernidad. Ellas se resumían en la libertad y autonomía del individuo, que llegado a la adultez por la razón -el sapere aude kantiano- a su luz podría descifrar todos los enigmas del mundo y de la vida. Los problemas que la especie humana arrastraba en su larga peripecia serían resueltos satisfactoriamente por la técnica, ella misma racionalmente iluminada,  en una escala incesante e indefinida de progreso. El constitucionalismo se entendía como la técnica jurídica de la libertad. Y contaba, al efecto, con un herramental de precisión. El poder constituyente –aquel peligroso ariete con el que se perforó la legitimidad del  antiguo régimen-  convenientemente “constitucionalizado” como poder constituyente derivado;  la democracia atada a la forma representativa permitiendo de ese modo que la fuerza del número –de los hoi polloi- quedase contenida; la división o separación de poderes impediría por mutuo control los abusos en los órganos de poder público dependientes de la elección popular y el último cerrojo que habría de impedir toda suerte de demasías tendría su asiento en el control judicial de constitucionalidad, encargado de velar por los derechos fundamentales reconocidos en el texto constitucional y de amurallar un recinto de materias indecidibles por el sufragio. En el engranado armónico de estos mecanismos habrían de tener plena  realización la libertad y la autodeterminación individual, esto es, la libertad negativa, facultad de la persona para hacer esto o aquello, echar mano a mano a esta o aquella posibilidad, sin otro criterio que el de su propia decisión. 

No hay paraíso sin serpiente. En la construcción técnica del Estado de Derecho liberal y su manual de instrucciones fijado en el texto constitucional se agazapaba una aporía que, en tanto irresuelta,  amenazaba los cimientos del edificio: la constitución había nacido con fundamento, justificación y legitimación en la soberanía del pueblo, para contener y combatir el poder absoluto del monarca y, una vez derribado y decapitado éste, se transforma en un indispensable mecanismo de contención y yugulado del poder “soberano” de ese mismo pueblo, expresado en su voluntad mayoritaria. “La función fundamental de una constitución –resume Elster- es remover ciertas decisiones del proceso democrático, es decir, atar las manos de la comunidad”[6]. Cierto, la dificultad en cuestión surge de que el liberalismo político, insurgido contra la monarquía, establece una alianza de conveniencia con la “voluntad general” de raíz rousseauniana[7].  Derribado el absolutismo, aquellas dos corrientes se separan y la carga de redondear el constitucionalismo quedó a cargo del main stream liberal, estableciéndose así la matriz de derecho público que podemos llamar germano-anglosajona, de cuna británica y referencia mítica a la primitiva Germania, exportada luego al continente. Asociamos a ella los nombres de John Locke, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu  (usado a conveniencia[8]) e Immanuel Kant, su filósofo más conspicuo. Normalmente, engarzamos una historia cuyos hitos principales se encuentran en el Instrumento de Gobierno de Cromwell de 1653, el Acta de Habeas Corpus de 1679, la Declaración de Derechos de 1689, cuando la Revolución Gloriosa, antecedentes ingleses que vinculamos  con la Declaración de Virginia de 1776, la independencia norteamericana, la constitución de Filadelfia de 1787 y la constitución francesa del año I (1793). Va implícito que, fuera de tal matriz constitucional, la libertad en el sentido arriba desenvuelto no sería alcanzable; en otras palabras, se postula la matriz constitucionalista germano-anglosajona como la única académicamente invocable y globalmente aplicable.

Lo que interesa para concluir este punto es que aquella aporía aún  irresuelta, presenta en sus crudos términos la dificultad democrática, consistente en que no cabe afirmar a la vez que el pueblo soberano es que crea y legitima el poder y luego impedirle que se sirva de ese poder del modo que crea conveniente. Sobre cómo sortear esta aporía gira una de las cuestiones centrales de la teoría constitucional de nuestro tiempo.

El interregno y después 

La cosmovisión de la modernidad resulta hoy insatisfactoria y se la ataca desde diversos ángulos, mostrando la insuficiencia y hasta la sinrazón de la razón de las Luces, la no linealidad y la falacia del progreso indefinido, y el sinsentido y la inconsistencia general de la vida histórica, caracterizado como relativismo absoluto y nihilismo.  La expresión “posmodernidad”, o la de “neoconstitucionalismo”, resultan ilustrativas de la percepción de un cambio raudo muchas veces desordenado y en ocasiones desestabilizador, de las circunstancias del mundo en el que nos movemos  y al cual aplicamos nuestro catálogo de conocimientos: la organización política, la construcción constitucional, los derechos fundamentales,  el poder y sus límites, la ciudadanía, la función judicial, etc.  Con el prefijo “pos” de posmoderno, estamos indicando imprecisamente el sentirnos atravesando un interregno entre una época que intuimos que se va cerrando y el advenimiento aún no acaecido de otra que habrá de sucederla. Pertenecemos, en todo caso, a la época en despedida, esto es, al momento tardío y crepuscular de la modernidad y sus categorías. Lo que en nuestro campo de conocimiento aparecía más o menos ordenado, es decir, bajo un conjunto de formas y de relaciones reconocible y previsible, se presenta ahora como una colección de fragmentos dispersos, de disjecta membra conceptuales.   ¿Quién podría en la actualidad referirse a nociones como “poder constituyente”, “representación política”, “separación de poderes”, “derechos fundamentales”, “control constitucional”,  con la cartilla habitual en la última década del no tan lejano siglo pasado?  Estamos en un interregno (inter-regnum, espacio de tiempo sin autoridad reconocida que transcurre entre el oscurecimiento de un Nomos planetario[9] y la aparición de otro), situación que encierra un componente de incertidumbre y cuya característica, según Ernst Jünger, es “carecer de validez última”[10] . Se está ante una falta de certeza, ante una situación móvil y fluida, “líquida”, para usar la tan difundida como acertada imagen de Zygmunt Bauman.

 

Resumo con un lugar común: atravesamos una crisis que, como su etimología[11] señala, marca incertidumbre en el juicio y en la decisión, cuando no sabemos bien qué hacer porque no sabemos bien qué pensar, ya que están afectadas –como señalaba en su tiempo Ortega y Gasset[12]- no tanto las ideas que tenemos sino las creencias mismas que somos.

La corriente “neoconstitucionalista”

En esta situación crítica emerge lo que podría llamarse –con expresión tomada de Norberto Bobbio[13]- un “bloque conceptual”, aunque no aún un sistema acabado de pensamiento jurídico, donde menudean tres expresiones: Estado constitucional, neoconstitucionalismo,  democracia constitucional. A medida que se recorre la vasta e incesante bibliografía sobre estos temas y los a ellos conexos, se va manifestando una tendencia que se plantea como superadora de viejas dificultades y antinomias:  entre el poder político del Estado y los derechos fundamentales del individuo; entre la eficacia simbólica[14] de las proclamaciones constitucionales y su efectividad plena; entre imposición mayoritaria y democracia auténtica; entre la función del legislador “motorizado”[15] y la misión del juez en el judicialismo constitucional; entre normas y valores y más allá aún, entre derecho natural y derecho positivo.  Esta corriente principal que se aúna bajo el rótulo de “neoconstitucionalismo”[16], intenta, pues, poner nuevamente en forma no sólo la materia constitucional sino el derecho en general, porque, según sus principales expositores, “más que [de] una continuación se trata de una profunda transformación que incluso afecta  necesariamente la concepción del derecho”[17], de “un derecho sobre el derecho” [18]y, aún más allá, de la proyección hacia un “constitucionalismo mundial”[19].  En algunos doctrinarios de esta corriente se advierte un fervor casi misional, en el que cada afirmación parece destinada a un proceso de “exporting the pursuit of happiness” –para usar un sugestivo título de Alford[20]- de dimensión planetaria. Las cabezas principales del neoconstitucionalismo proclaman estar planteando un  nuevo paradigma, con los alcances que a este término le diera Thomas Kuhn, y ya decía este autor que la adhesión a un nuevo paradigma tiene más  de conversión  que de persuasión racional[21].

He manifestado ya[22] mis reservas acerca de que esta novedad que el prefijo “neo” anuncia nos conduzca a una superación efectiva de los bloqueos insalvables en que acabó desembocando el constitucionalismo clásico. Ello así, básicamente, porque el constitucionalismo clásico y el neoconstitucionalismo comparten el mismo subsuelo filosófico y jurídico,  subjetivista, individualista  y contractualista, siendo la novación contenida en el “neo” una vuelta de tuerca quizás definitiva sobre aquellos fundamentos.   El constitucionalismo clásico se edificó sobre el individualismo liberal, ampliando más tarde su horizonte a las correcciones socialdemócratas con las dimensiones de la “segunda generación” de derechos fundamentales. El neoconstitucionalismo se erige sobre la deriva posmoderna del individualismo clásico hacia el egocentrismo narcisista de una cultura selfie donde, vueltos frágiles los límites de las identidades tanto personales como colectivas, los derechos al cumplimiento del proyecto biográfico tramitan como impulsos a convertir en realización inmediata la volatilidad de los deseos.  El neoconstitucionalismo, para servirnos de los prefijos a los que debe acudir todo intento de conceptuación en medio de la incertidumbre de una crisis, podría caracterizarse, más bien, como un ultraconstitucionalismo o hiperconstitucionalismo, con tendencia a moralizar la materia jurídica y a juridificar la materia moral, que despierta a contracorriente una reacción populista.     

 

 

Paleopositivismo y paleoiusnaturalismo

En tiempos del paradigma paleopositivista rampante, el adversario que se tenía a raya era el iusnaturalismo. Por cierto, el iusnaturalismo tampoco ofrecía –ni ofrece- un frente monocolor. Francisco Puy, en un reciente trabajo, ha elaborado un elenco de catorce “varillas, o líneas, o escuelas, u orientaciones, tendencias, métodos o grupos iusnaturalistas”[23], pluralismo que apunta como natural, bueno y deseable.   De todos modos, simplificando las variantes internas de cada gran corriente podría decirse que la divisoria de aguas residía en la apuntada por Alexy: “el problema central de la polémica acerca del derecho es la relación entre el derecho y la moral”. Sobe la cuestión, agrega, “siguen existiendo dos posiciones básicas: la positivista y la no positivista”[24]. El (paleo)positivismo sostenía la desconexión entre derecho y moral, debiendo considerarse derecho sólo al “puesto”, es decir, positivo, siempre que su vigencia resultase de sanción regular del órgano competente. En cambio, para el iusnaturalista, en buena parte al menos, el adjetivo “natural” en la expresión “derecho natural” era una elipsis por “moral”: el fundamento del derecho “puesto” resultaba de su ajuste a los límites morales, teniendo en cuenta que dicha moral es “natural”, esto es, inherente a la naturaleza del hombre en cuanto tal, en todo tiempo y lugar[25]. La invocación a la justicia, en este enfoque, era también referencia a una virtud moral.

Las dos posiciones que he simplificado más arriba resultaban a todas luces insatisfactorias. El derecho no es un producto del órgano estatal competente, ni resulta exclusivamente del pensamiento o la decisión del legislador. El órgano estatal reconoce y autentifica el derecho, pero no lo crea: la gente ha contraído matrimonio, comprado, vendido y alquilado y hasta cometido robos y homicidios  antes que leyes o códigos recogieran estos actos y los “pusieran” o positivizaran en normas. El órgano estatal “dice” y “pone” el derecho que está y que no puede decirse y ponerse si previamente no existe en las relaciones de la vida social. El derecho nace de la sociedad, no la sociedad del derecho, como se sabía desde tiempo inmemorial y asentó elegantemente Savigny,  y el derecho no lo hace el órgano estatal: el derecho es reconocido por la sanción y promulgación estatal de la ley. Como afirma Jacques Leclercq[26], hay un nivel de derecho implícito y un nivel de derecho explícito. El derecho implícito sería la nebulosa formada por el conjunto de normas de la vida social que se van imponiendo en una sociedad. El derecho explícito sería el que emerge a la superficie de la conciencia social; esto es, el derecho formulado, “puesto”. El primero sería el producto espontáneo de la vida social; el segundo, el producto de la conciencia reflexiva de quienes formulan el derecho. El conflicto sobre la adjudicación de lo suyo de cada uno en el nivel del derecho implícito es lo que produce el paso al derecho explícito, formulado. Aquel nivel más profundo, implícito, no formulado, que no es aún el derecho natural, fue dejado de lado y confundido con la moral u otros enunciados “metafísicos” por el paleopositivismo, en su intento de “purificar” el ámbito propiamente jurídico y metodizarlo científicamente, ciñendo su objeto a “describir” el sistema normativo. La “ciencia del derecho” transformaba al jurisprudente en doctrinario y legista del dogma iuris, creación monopólica del Estado: la lex estatal absorbía al jus[27].

Pero también erraba el iusnaturalismo, o buena parte de él, derivado de la escolástica y la escuela racionalista de los siglos XVII y XVIII, erigido en contradictor del paleopositivismo, que planteaba un derecho natural constituido por principios morales que debían inspirar e informar las normas jurídicas positivas. Esta versión dominante del derecho natural –un paleoiusnaturalismo- consideraba que el derecho debe sancionar la moral, prestándole su brazo armado, y permitir así a los individuos ponerla en práctica. El derecho sería una moral especializada y provista de sanción. Por cierto, si el derecho no es más que la moral y el derecho natural es la correa de transmisión de aquélla a la norma, ¿qué queda del derecho? Se entiende por qué el práctico se abstenía rigurosamente de plantearse tales quebraderos de cabeza, que lo dejaban profesionalmente en el aire, sin terreno pisar, y reducía su acción a invocar la norma en el caso.

Derecho y moral son dos realidades diferentes, con objetos también diferentes, aunque resulten co-originales, en tanto referidas ambas a la conducta humana.   La moral es la norma de la acción personal, individual o en sociedad: una norma de la conciencia. El derecho es una norma de la organización social dirigida al bien de los miembros de la comunidad. Puede suceder que alguna norma jurídica sea estimada en conciencia por alguien como inmoral, planteándose la cuestión de la objeción de conciencia: el argumento de Antígona. La finalidad del derecho es la de establecer un cierto orden entre los miembros del grupo. Un orden exigido por los fines de la sociedad, así como la conservación de ésta como instrumento para esos fines. La justicia que invoca el derecho es la virtud del orden por la que se adjudica a cada uno lo suyo y por la que se respetan las condiciones y formas necesarias del orden que coloca a cada uno en su sitio. Dabin, distinguía con precisión: “la justicia del jurista es, ante todo, una solución social, mientras que la justicia del moralista es, ante todo, una virtud moral”[28], esto es, personal.   

El encierro paleopositivista en un sistema de “descripción” de la validez de la norma alimentó una respuesta paleoiusnaturalista en la que el derecho fue reducido a rama de la moral, expresada en la ley natural. Como bien dice Michel Villey, se produjo una emigración de los juristas hacia la moral[29]. Migración incesante que, como veremos, alcanza hoy un pico máximo. Sólo aquello que Juan Bautista Vico denominó la “heterogénesis de los fines”[30], esto es, el antagonismo rampante que suele aparecer entre la intención y el resultado, puede explicar  que la gran edificación positivista, suerte de “solución final” destinada a purificar la teoría jurídica  -“die Reine Rechtslehre”-  de toda ganga moralística, haya desembocado, vía el imperativo la razón práctica kantiana, por medio de la absorción del derecho en la  ley, en una nueva expansión de la moral  en terreno jurídico. Moral a primera vista  profana,  pero incardinada en una suerte de religión civil planetaria que desanudó los derechos fundamentales  de la naturaleza de las cosas y los elevó a dogma  donde sobrevive, para decirlo con expresión de Villey, en “un clericalismo de laicos…la antigua dictadura de los teólogos”[31].   

Neoconstitucionalismo e “imperialismo de la moral”

Se trajo a colación la disputa secular del paleopositivismo y el paleoiusnaturalismo, procurando recordar brevemente la distinción entre derecho y moral, porque es de la mano del neoconstitucionalismo que en nuestra posmodernidad la moral ha vuelto a irrumpir, en gloria y majestad aunque con nuevos ropajes, en el campo del derecho, Un jurista brasileño, Dimitri Dimoulis, señala con acierto que el elemento peculiar y único que permea las diversas líneas, tendencias y orientaciones que podemos unificar bajo el rótulo neoconstitucionalista finca “en la creencia de que la moral desempeña un papel fundamental en la definición e interpretación del derecho[32]. Y Mauro Barberis – a quien pertenece la  expresión del epígrafe, “imperialismo de la moral”- señala que “con el argumento de los principios, hace su aparición en el panorama filosófico-jurídico una posición que muestra el principal rasgo distintivo del neoconstitucionalismo respecto al iuspositivismo y al iusnaturalismo: la idea de que el Derecho no se distingue necesaria o conceptualmente de la moral, en cuanto incorpora principios comunes a ambos[33].  Añadiré el imperativo de la lectura moral –moral reading- del bloque de constitucionalidad (inspirada en Dworkin) y que la argumentación a su respecto responde a una “razón práctica”, en sentido kantiano, donde el adjetivo “práctico” equivale a moral (conforme Alexy), para poner de manifiesto que la expresión “derecho”, en el vocabulario neoconstitucionalista, connota y hasta en cierto grado denota, automáticamente, moral.

¿Estaríamos, pues, ante otro episodio del “eterno retorno” paleoiusnaturalista? Hay iusnaturalistas, como Hernán Valencia Restrepo, que saludan en el neoconstitucionalismo un nuevo avatar del derecho natural[34].  Otros, como Rodolfo Luis Vigo, con algunas reservas desde el realismo aristotélico-tomista, advierten que la corriente recoge puntos coincidentes con el iusnaturalismo: no cualquier contenido puede ser derecho, rehabilitación de la razón práctica, un derecho a partir de principios, etc. Hay quienes no están alineados con el iusnaturalismo, pero reconocen la dimensión moral que ingresa el neoconstitucionalismo en la era pospositivista, a través del principialismo (Dworkin, Alexy, Nino, Atienza) y podríamos caracterizar como “no positivistas”.  Zagrebelsky anota  que los postulados de la corriente  “constituyen el intento de positivizar lo que durante siglos se había considerado  prerrogativa del derecho natural, a saber: la determinación de la justicia y de los derechos humanos”[35]. Y Ferrajoli, por su lado, se ubica en un “constitucionalismo garantista o normativista”[36], mientras Comanducci afirma que el último más bien se acerca a un “iusconstitucionalismo principialista”[37], como en el que este autor se reconoce, que recurre a valores. Susana Pozzolo anota que “el argumento neoconstitucionalista (…) genera el colapso de la distinción entre normas jurídicas y normas morales: hay un solo concepto de norma, el moral, puesto que para que sea jurídicamente justificada, la norma (jurídica) tiene que presentar una justificación última, es decir, una justificación basada sobre un principio que, a su vez, no requiere justificación, sino que únicamente puede ser asumido”[38]. Esta misma autora advierte, en otra obra: “El imperialismo de la moral, típico del neoconstitucionalismo, no me parece que haga nada más que elevar un nuevo “rey” por encima del Derecho, y quien tuviera la “sapiencia” para acceder al “conocimiento moral” podría transformarse en un déspota mucho más peligroso que la terrena autoridad política[39].

Coincido con Lenio Luiz Streck en que, pese a su recurso constante, directo o clandestino, a la moral, la corriente neoconstitucionalista, en el su acepción más lata, no alcanza a ser considerada “pospositivista”[40]. Nos encontramos ante un panmoralismo predicado desde el más denso relativismo moral, producto de éticas procedimentales en sociedades donde el único “metavalor” o “contenido sólido” proclamable es, precisamente, el de la pluralidad de valores y principios, obligados a un constante tacto de codos: “la necesaria coexistencia de los contenidos”[41]. Lo que hace posible esta coexistencia es “ese moderno artificio que es el Estado Constitucional de Derecho”, en donde se produce una “doble sujeción del derecho al derecho”[42], en forma y en sustancia. El derecho supremo, que sujeta todo lo jurídico, es la Constitución; pero no ya la de cada ordenamiento nacional, sino una constitución cosmopolítica que culmina en la creación de una “esfera pública mundial”[43], proveedora de  principios y valores, que ponen en acto derechos humanos en constante expansión.

“Quis judicabit?”

Los valores, en una sociedad posmoderna, son plurales y relativos, en tanto deben coexistir y salvaguardarse su contradictoriedad. La coexistencia de los valores se expresa “en el doble imperativo del pluralismo de los valores (en lo tocante al aspecto sustancial) y la lealtad en su enfrentamiento (en lo referente al aspecto procedimental)”.   La coexistencia pacífica de los valores asume un carácter de indestructible eje diamantino de la vida social, política y jurídica: “éstas son las supremas exigencias constitucionales (...) [y] únicamente en este punto debe valer la intransigencia  y (...) las antiguas razones de la soberanía”[44].  El peso de la salvaguarda mutua de valores contradictorios, esto es, de afirmar la supremacía del pluralismo, recae sobre jueces ponderativos que se sirven a ese fin de un  “derecho dúctil” o, en otra imagen, de una dogmática jurídica “líquida” o “fluida”[45].    

El problema, como anotaba Schmitt, se remite al quis judicabit?, esto es,  ¿quién tendrá el poder de juzgar en última instancia sobre réprobos y elegidos, sobre llamados al banquete del debate leal e ideal, y expulsos a las tinieblas exteriores y al rechinar de dientes? Cuando acudimos a la proclamación de la salvaguarda a la coexistencia de valores heterogéneos, nos damos cuenta que por allí no se va a la solución, sino más bien al ahondamiento del problema. Precisamente para allí nos lleva la identificación neoconstitucionalista de principios con valores.

En el crepúsculo de la metafísica clásica, la filosofía de los valores intentó tomar el lugar de una ontología moribunda[46].  Fue “una respuesta a la crisis nihilista del siglo XIX”, señaló Carl Schmitt en un notable trabajo sobre el tema[47]. “El valor y la validez –apuntaba por su lado Heidegger- llegan a ser un sustituto positivista de la metafísica”. Las valencias no son esencias –“no son sino que valen”- y no tienen significación sino en relación con el sujeto que evalúa los objetos conforme sus deseos, necesidades, preferencias, etc. La noción de “valor”  no ha podido nunca escapar a su origen en la economía. Todo valor supone una competencia con otros valores; es decir, se expresa como “más” valioso que otro, lo que requiere, para medirlo, una transformación de la calidad en cantidad.  Hablar de valores, pues, significa establecer, sobre el campo resbaladizo de un subjetivismo de fondo, una escala y una variable “cotización” de tales valores. Quien define un valor, define al mismo tiempo un antivalor, un valor negativo. Los valores, anota Schmitt, “también valen siempre contra alguien”. El problema se traslada entonces a quién asigna los puestos respectivos en la móvil escala valorativa, esto es, quién tiene el poder de declarar algo más valioso o más antivalioso: otra vez  el quis judicabit?  Cuando se afirma por el neoconstitucionalismo que el único metavalor  invulnerable es la salvaguarda del pluralismo de los valores, lo que se está diciendo es que se entroniza así, en el campo de la subjetividad,  una suerte de autoridad objetiva  con competencia para decidir  qué valores integran el elenco plural a considerar y qué otros integran la lista de lo disvalioso a desterrar en el juego del consenso. La idea de valor implica, por cierto, una pluralidad de estimativas en comparación, lo que reafirma, por otra parte, su dimensión subjetiva. Pero un pluralismo donde todos los valores se equivalgan es un “sueño de la razón”, porque si todo vale igual, cuando lo propio del mundo de las valencias es establecer una escala y jerarquía de cotizaciones respectivas, nada vale nada, y ningún “consenso racional” resulta posible a través de operaciones ponderativas  sobre un conjunto automáticamente devaluado que no conmueve ya el fiel de la balanza.

Por otra parte, es también erróneo suponer que puede lograrse un “consenso racional” en una disputa sobre valores opuestos. Y la base de este error está en la asimilación, que efectúa el neoconstitucionalismo,  de los principios objetivos a los valores subjetivos. El derecho, en su faz de  arte de la gestión y composición de conflictos sobre lo suyo de cada uno, echó mano desde siempre a los principios –los “principios generales del derecho”- porque los principios parten de una evidencia  original indemostrable, base de toda demostración objetiva; esto es, no resultan de la mera subjetividad. Por otra parte, son “parenéticos”, es decir, guían, indican, muestran, aconsejan, persuaden sin pretensión de imponerse. A partir de ellos es posible encontrar la fórmula de reparto más justa y equilibrada. En cambio, los valores  son “tético-ponentes”[48], es decir, se imponen para actuarse. El valor no tiene otra evidencia que la de la propia subjetividad y se defiende y se asienta empecinadamente como una conclusión en sí mismo: resulta, en definitiva, conflictógeno, y si se lo impone travestido de unanimidad virtual por obra del “consenso racional”, tenderá a desencadenar el bellum omnium contra omnes.  

Ello demuestra que la famosa”operación ponderativa” es totalmente subjetiva porque obliga a tomar decisiones sobre el peso de valencias ya de por sí subjetivas (no lo eran las leyes o los principios generales  clásicos, dotados de objetividad)[49]. Desde otro punto de partida, Lenio Luiz Streck ha puesto énfasis en el carácter subjetivo y rayano con lo arbitrario del “activismo-decisionismo” del juez ponderativo[50]. 

Por otra parte, los valores en colisión resultan casi siempre inconmensurables. Esto es, ¿cómo podemos encontrar patrones de medida comunes entre ellos, en atención a la diversidad y complejidad de deseos y necesidades humanas que en los valores se afirman? La misma expresión “sopesar” resulta metáfora engañosa que suele aceptarse sin mayor análisis, por carecerse de unidades  fundamentales aceptables para “pesar” valores en conflicto, del mismo modo que medimos y comparamos entre pesos físicos.  Curiosa “ponderación”  esta, que no tiene balanza con fiel objetivo ni unidad de peso aplicable.  Más bien, los esfuerzos mediáticos de los jueces activistas tienden a incrementar lo que en otro lugar llamé el “daño nomikogénico”[51]. Así como existe un daño iatrogénico, producido por los profesionales de la salud o en los establecimientos de salud, existe un ”daño nomikogénico” (del griego  nomikós, forense) producido por los operadores jurídicos, jueces y tribunales. 

El “neopositivismo moral”

El neoconstitucionalismo no alcanza a desenvolver un nuevo paradigma superador del positivismo, sino que resulta más bien su transfiguración en un neopositivismo de valores dominantes concentrado en el protagonismo judicial, lo que Carlos Gabriel Maino llama “paneticismo”[52], Luis Fernando Barzotto “positivismo moral”[53] y yo he denominado “positivismo de  valores”[54]. Streck, por su parte, señala que la corriente neoconstitucionalista nos arroja a “otra forma de positivismo –axiologista, normativista o pragmaticista”[55]. Es desde esa cátedra panmoralista, por otra parte, que las cortes y tribunales constitucionales pueden sentenciar –bajo la “soberanía constitucional” que la convierte, según la expresión del Tribunal Constitucional peruano, en un “poder constituyente constituido”- qué puede y que no puede decidirse por el otro soberano de título, pero no ya de ejercicio, que es el pueblo, que la casi totalidad de los textos constitucionales recogen en ese nominal carácter y al que se remite la fuente de legitimidad respecto de la pregunta: ¿quién decide? Desde la filiación neoconstitucionalista se proclama una “democracia constitucional”, con un núcleo indecidible por el voto popular –el “coto vedado”- bajo custodia de la justicia constitucional. Esta última protegería de las “mayorías ocasionales”. Pero caben dos observaciones. La primera, es que la regla mayoritaria es una técnica, entre otras posibles, para conocer la voluntad del pueblo en tanto sujeto jurídico-político. La idea fundamental de la democracia no es que la mayoría decide, sino que la designación de los gobernantes por los gobernados resulta el fundamento de la legitimidad de los primeros. Es el pueblo el “soberano”, no el número. Tampoco  -y es la segunda observación- la regla mayoritaria está destinada a expresar una verdad: sólo es un método para decidir entre propuestas o postulantes a cargos. No decide sobre lo verdadero y lo falso, categorías que en principio no corresponden a los problemas políticos.   En cambio, un tribunal o corte constitucional, o la Corte Europea de Derechos Humanos o la Corte Interamericana de Derechos Humanos,   entienden establecer una “verdad”[56] cuando fallan sobre las cuestiones relativas a derechos fundamentales.

Un poder contra y supramayoritario,  el judicialista, resulta el único que puede

modular los principios abiertos de la constitución para que el sujeto “escuche

los contenidos de su subjetividad”[57].  Ahora tenemos no ya un pueblo sino un

individuo “soberano” y una constitución cosmopolítica, fuente de valores que

se manifiestan en principios para irradiar los derechos fundamentales. “Pero

un individuo completamente soberano -dice con justeza Costas Douzinas-   es

un simulacro engañoso y burlesco del Leviatán”[58].

 

Conclusiones sin cierre

 

Cuando echamos mano a expresiones como “posmodernidad” o “pospositivismo”, sabemos que el prefijo “pos” significa apenas lo que viene después de algo, lo que no significa que sepamos cosa cierta sobre ese después ni que ello sea necesariamente distinto de aquel algo. Es lo propio de épocas en las cuales, para decirlo con eco heideggeriano, unas divinidades se retiran y otras no han llegado aún. La divinidad que se va apagando ante nuestros ojos es la modernidad, de la que –nos guste o no- somos hijos y estamos implicados en sus categorías. Y no sabemos cuál es la nueva edad y las nuevas divinidades que habrán de sucederla. Lo que podemos observar, entonces, son las postrimerías de la modernidad –que llamamos, a falta de otra cosa, posmodernidad- y, como juristas, las postrimerías del positivismo  -que llamamos, a falta de otra cosa, pospositivismo. El neoconstitucionalismo es el núcleo dogmático del pospositivismo.  En él se va desenvolviendo un trasbordo del derecho a la moral, bajo la positivización constante de principios y valores que el activismo judicial extrae de de un derecho cosmopolítico de cuño kantiano. Un neopositivismo morral, en un ida y vuelta de moralizar el derecho y juridizar lo moral.

En la autorrealización del individuo, manifestada en los derechos de última generación (la misma imagen de las sucesivas generaciones sugiere su expansión indefinida) se ha llegado al extremo deconstructivo de la relación entre sujeto y objeto, escamoteándose  este último. El derecho moderno, hasta el Estado de Derecho, resulta de la distinción cartesiana entre el sujeto y el objeto, aunque aquí el sujeto está por encima del objeto o, en otra comparación, el sujeto está en el centro y el objeto en la periferia. Descartes se distanciaba así de la filosofía clásica, donde había correspondencia y no dependencia del objeto respecto del sujeto. Para el jus, el conflicto jurídico es una disputa acerca del reparto de bienes de la vida, materiales o simbólicos. De la cosa disputada se extraía el jus, el criterio de adjudicación de lo suyo de cada uno, esto es, la res justa. Ya que el cartesianismo alteró este esquema, con la centralidad del sujeto, pero la posmodernidad lo transforma, la res se esfuma y queda ahora tan sólo un sujeto transeúnte y solitario, portador de derechos aún antes de entrar en relación con otros sujetos, cuya identidad resulta  de su propia voluntad, pura construcción cultural[59]. Esta construcción y reconstrucción incesante del sujeto, ocupante exclusivo del escenario jurídico, cuyo autocumplimiento requiere la diseminación indefinida de sus derechos subjetivos fundamentales, se concreta por medio del activismo judicial y de la agitación de los actores sociales coadyuvantes (ONGs, etc.). El núcleo de lo jurídico, hoy, podría resumirse en el derecho a tener derechos sin necesidad del Derecho. “El individuo no necesitaría del Derecho para ser titular de derechos”, señala Alain Supiot. Y agrega: “de la acumulación y choque de los derechos individuales surgiría, por adición y sustracción, la totalidad del Derecho”[60]. Es que aquellos  derechos subjetivos fundamentales no se dejan atrapar en un catálogo cerrado, formulado y codificado ex ante, del cual los jueces puedan extraer la premisa mayor de un razonamiento por subsunción a través del cual se llegue a una conclusión decisoria. En el Estado Constitucional posmoderno, el juez toma el plexo de derechos fundamentales como una suerte de masa en expansión, de donde inducir principios que permitan una constante y acumulativa irradiación[61] de aquellos derechos, a partir de un ejercicio de sopesamiento y ponderación de los que puedan invocarse en el caso. En este proceso incesante de expansión horizontal[62], cuyo confín siempre se traslada un poco más allá, sin que se vislumbre un límite, los tribunales se ven avocados a cuestiones como atribuir el sexo[63], distribuir la maternidad[64], establecer la “verdad histórica” sobre conflictos pasados y remotos[65], etc. Los derechos, como las semillas, han sido repartidos al voleo, pero cada uno de ellos choca con los otros y los jueces deben decidir cuál es mejor en este certamen contencioso. Están convocados a la tarea de organizar el mundo, que claramente los desborda, máxime cuando, por un lado, se consideran superadas e inaplicables todas las escalas de valores corrientes en el mundo civil, vengan de religiones, filosofías o ideologías y, por otra parte, se intenta reintroducir un moralismo ocasional y procedimental a través del mencionado laboreo judicial  de  la masa de derechos fundamentales. Téngase en cuenta que, paradójicamente, esta inflación de los derechos subjetivos fundamentales produce una paralela hipertrofia legislativa. La legislación quiere acomodarse a la extensión incesante de los derechos subjetivos, positivizando los productos de la tarea judicial, que a su vez se aplica luego a los nuevos productos normativos, en un avance en espiral donde cada extremo realimenta al otro indefinidamente.

El bloqueo de las categorías nucleares del constitucionalismo clásico no se resuelve sino, más bien, se agrava, con el avance de las categorías neoconstitucionalistas y su neopositivismo moral. Las vías para un posconstitucionalismo superador, liberado del lastre de la metafísica subjetivista, individualista y contractualista de los clásicos y de los “neos”,  están abriéndose.-




[1] ) La expresión, según es aceptado, fue echada a roda en el mundo académico a partir de un artículo –“Neoconstitucionalismo y especificidad de la interpretación constitucional”, Doxa, nº 21, 1998, p. 355/370- de autoría de la profesora de la Universidad de Génova Susanna Pozzolo, aunque los conceptos basilares desarrollados por la corriente ya se encontraban en la obra de Ronald Dworkin, Robert Alexy, Carlos Nino, Gustavo Zagrebelsky, Luigi Ferrajoli, etc.
[2] ) Neoconstitucionalismo(s), edición de   Miguel Carbonell, con intervenciones de Luigi Ferrajoli, Robert Alexy, Ricardo Guastini, Paolo Comanducci, José Juan Moresco, Luis Prieto Sanchís, Alfonso García Figueroa, Susana Pozzolo, Juan Carlos Bayón. Santiago Sastre Ariza y Mauro Barberis, editorial Trotta-UNAM, Madrid, 2009 (la primer edición es de 2003).
[3] ) Especialmente en su opúsculo La Paz Perpetua (Porrúa, México, 1977, p. 203 y sgs.) donde propone una división tripartita entre el derecho político de cada uno de los Estados, el derecho de gentes entre los Estados  y un jus cosmopoliticum  para toda la Humanidad, con los hombres y los Estados en mutua relación de influencia externa, considerados aquellos, sujeto activos de ese derecho, como ciudadanos de una organización política de todos los seres humanos, siendo los sujetos pasivos los mismos Estados. 
[4] ) Véase Notas al margen del Neoconstitucionalismo, EDCO (“El Derecho Constitucional”, serie especial), Buenos Aires, 2009, p. 343; En torno a las ideas del constitucionalismo en el siglo XXI,  en Estudios de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario, Eugenio Luis Palazzo, director, El Derecho, Bs. As., 2012, p. 33/51; Justicia Constitucional y Democracia: ¿Un Mal Casamiento, en Jurisdição Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais, coordinadores George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, ed. Jus Podium, Bahia, 2012, p. 333/363, Ojeada a los Problemas (y algunas Paradojas) del “Estado Constitucional” y de la “Democracia Constitucional, en Constituição, Política e Cidadania -em homenagem a Michel Temer, George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores,  GIW  editora jurídica, Porto Alegre, 2013, pp. 311/333; Control de Constiticionalidad y Control de Convencionalidad: rápido repaso de límites y problemas, en uca-ar.academia.edu/Luis Maria Bandieri.
[5] ) Tomo como ejemplo el acerado trabajo de Lenio Luiz Streck Constituição, Interpretação e Argumentação: porque me afastei do neoconstitucionalismo, en Constituição, Política e Cidadania -em homenagem a Michel Temer, George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores,  GIW  editora jurídica, Porto Alegre, 2013,p. 297/309.   
[6],Jon Elster, El precompromiso y la paradoja de la democracia, en Constitución y Democracia, Jon Elster y R. Slasgod, coordinadores, FCE, 1999, pp. 195/249.
[7] ) “La síntesis aleatoria de la Democracia y el Liberalismo es una contingencia histórica y se explica por la circunstancia de que debieron combatir un enemigo común: el Estado absoluto”; Arturo Enrique Sampay, La Crisis del Estado de Derecho Liberal-Burgués, ed. Docencia, Bs. As. 2011, p. 84
[8] ) Ver del autor El Entierro de Montesquieu, en “Forum”,  Anuario del Centro de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina, nº 2, EDUCA, Buenos Aires, 2015, pp. 75/100.
[9] ) Carl Schmitt llama Nómos de la Tierra (entendida aquí como conjunto de los espacios del planeta) a la  "ley orgánica", "principio fundamental" o "acto fundamental" ordenador y distributivo.  Este Nómos que ordena, asigna y distribuye desde un "dónde" determinado, funda o refunda las categorías de lo político y de lo jurídico para las sucesivas representaciones simbólicas del mundo y del cosmos. Ver El Nomos de la Tierra en el derecho público del jus publicum europaeum, ed Struhart, Buenos Aires, 2005, con introducción de Luis María Bandieri.
[10] ) Tratado del Rebelde, Sur, Bs. As., 1964, p. 101
[11] ) “Crisis” viene del verbo griego krino, separar, decidir, juzgar, y el momento de incertidumbre consiguiente.
[12] ) Ver de este filósofo español (1883-1955) Ideas y Creencias, Espasa Calpe SA, 6ª. Ed., Madrid, 1959.
[13] ) En Del potere al diritto e viceversa, Einaudi, Turín, 1999.
[14] ) Ver Andrés Botero Bernal, Diagnóstico de la eficacia del Derecho en Colombia y otros ensayos, Señal editorial y Fondo Editorial Biogénesis, Medellín, 2003
[15] ) Expresión de Carl  Schmitt para referirse a la velocidad en la expedición de leyes por parte del legislador novecentista, señal de un derecho mecanizado y tecnificado. 
[16] ) Que admite, a su vez, ramificaciones internas, como se advierte en el título Neoconstitucionalismo(s), edición de Miguel Carbonell, ed. Trotta, 4º Ed., 2009 y los autores allí reunidos.
[17] ) Gustavo Zagrebelsky,  El Derecho Dúctil –ley, derechos, justicia, ed. Trotta, Madrid, 2009, p.13  
[18] ) Luigi Ferrajoli, Razones Jurídicas del Pacifismo, ed. Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[19] ) Ib., p.  149
[20] ) William P. Alford comentando Aiding  Democracy abroad the Learning Curve, de Thomas Carothers, Harvard Law Review, vol. 113, nº 7, may 2000, pp. 1677/1715
[21] ) En The Structure of the Scientific Revolutions, University of Chicago Press, Chicago, 1970
[22] ) Ver n. 3
[23] ) Ver Iusnaturalismos, en Derecho Natural e Iusnaturalismos VIII Jornadas Internacionales de Derecho Natural y III de Filosofía del Derecho, José Chávez-Fernández Postigo y Rafael Santa María D’Angelo, coordinadores, ed. Palestra, Lima, 2014, p. 22/25,
[24] ) El Concepto y la Validez del Derecho, Gedisa, Barcelona, 1977, p. 13. Ver el excelente planteo de Rodolfo Luis Vigo, en Iusnaturalismo y Neoconstitucionalismo: coincidencias y diferencias, en  Derecho Natural e Iusnaturalismos VIII Jornadas cit, p. 187/217
[25] ) Ver Betrand de Jouvenel, La Idea del Derecho Natural, en Crítica del Derecho Natural, AA.VV., Biblioteca Política Taurus, Madrid, 1966, p. 204/5
[26] ) Del Derecho Natural a la Sociología, ed. Morata, Madrid, 1961, p. 71 y sgs,, a quien seguimos en parte en las consideraciones desenvueltas más adelante.
[27] ) Ver Luis María Bandieri, El Método en el Interregno Pospositivista, en La Codificación: Raíces y Perspectivas, III, ¿Qué es el derecho, qué códigos, qué enseñanza?, AA.VV., El Derecho, Bs.As., 2005, p. 129/144.
[28] ) Jean Dabin, Règle Morale et Règle Juridique, Lovaina 1936, pág. 14.Ver http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/article/phil-0776-555x_1937_ius_40_54_303
[29] ) Philosophie du Droit, Dalloz Paria, 1978,  I,  nº 59, p.115.
[30]) Principios de una Ciencia Nueva sobre la Naturaleza Común de las Naciones, Lº V, 1108, ed Aguilar  Buenos Aires, IV, 1960, p. 216 “Los hombres han hecho el mundo de las naciones (…) pero este mundo ha surgido sin duda de una mente contraria a veces y siempre superior a los fines particulares que se habían propuesto los mismos hombres; estos estrechos fines, convertidos en medios para un fin más elevado, los ha dispuesto siempre de forma que conservaran la generación humana en la tierra”. La heterogénesis de los fines es la aserción viquiana de la Providencia. Una Providencia que actúa en el orden de la naturaleza y no de modo sobrenatural: es la Providencia de los hombres, no la cristiana (ver Franco Amerio, introduzione a Scienza Nuova, La Scuola Editrice, Brescia, 1978, p. XIX)
[31] ) Op. cit, nº 60, p. 118
[32] ) Neoconstitucionalismo e Moralismo Juridico, en Filosofia e Teoria Constitucional Conteporânea, Daniel Sarmento (org.) Lumen Iuris, Rio de Janeiro, 2009, pp.213-225. Destacado mío.
[33] ) Neoconstitucionalismo, Democracia e Imperialismo de la Moral, en Neoconstitucionalismo(s), cit., p.260. Destacado mío.
[34] ) Ver Nomoárquica, Principialística Jurídica o Filosofía y Ciencia de los Principios Generales del Derecho, Librería Jurídica Comilibros, Medellín, 2007.
[35] ) Gustavo Zagrebelsky, El Derecho Dúctil. Ley, Derecho, Justicia, Trotta, Madrid, 1985, p. 109
[36] ) “Constitucionalismo Principialista y Constitucionalismo Garantista”, Doxa, 34, 2011, p. 17 y sgs
[37] ) “Constitucionalismo: problemas de definición y tipología”, Doxa, 34, 2011, p. 96 y sgs.
[38] )  Reflexiones Sobre la Concepción Neoconstitucionalista de Constitución, en El Canon Neoconstitucional, Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo (ed.), Trota-UNAM, Madrid, 2010, pp. 174/5. 
[39] ) Un Constitucionalismo Ambiguo, en Neoconstitucionalismo(s), cit. p. 210. El destacado es mío.
[40] ) Op. cit. n. 5, p. 305
[41] ) Zagrebelsky, Gustavo, “El Derecho Dúctil- ley, derechos, justicia”, Trotta, Madrid, 2009, p. 13
[42] ) Ferrajoli, Luigi,”Derechos y Garantías: la ley del más débil”. “Derecho sobre el derecho”, precisa en otra obra: “Razones Jurídicas del Pacifismo”, Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[43] ) Ferrajoli, Luigi, “Razones Jurídicas del Pacifismo”, p. 149
[44] ) Zagrebelsky,op. cit., p. 15
[45] ) La traductora de la obra dedica una nota (p. 19) a justificar la versión del italiano “mite” por  “dúctil”, en su sentido figurado de acomodadizo, dócil, etc.  En otro lugar, Zagrebelsky habla de un derecho “líquido” o “fluido”. Lo opuesto sería un derecho “rígido”. En un contexto muy distinto, el gran Jean Carbonnier había escrito sobre el “derecho flexible”. Para el decano de Poitiers, el derecho es demasiado humano como para pretender la línea recta; su rigor surge de la afectación o de la impostura y, en la realidad, lo vemos sinuoso, caprichoso, incierto, y dejando zonas de “no derecho” abiertas a otras formas de regulación social. En Zagrebelsky, lo “dúctil” o, si se quiere, “amoldable” es una dogmática constitucional que pueda adaptarse a la heterogeneidad y complejidad de sociedades pluralistas. La homologación de los principios de esta dogmática con los valores, termina imponiendo la constelación de estas valencias que esté más a tono con el espíritu del tiempo, bajo el velo del consenso unanimista.
[46] ) Ver Luis María Bandieri, “La Mediación Tópica”, El Derecho, Bs. As., 2007, p. 40 y sgs.
[47] ) “La Tiranía de los Valores”, Hydra, Buenos Aires, 2009.
[48] ) Tético: ‘que afirma”, ‘que pone dogmáticamente’. Derivado de thésis ‘acción de poner’ (...) la tesis parece estar, pues, en el mismo plano que el axioma. Sin embargo, a diferencia de éste la tesis no es un principio evidente e indemostrable.” [Ferrater  Mora, José: Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1969, t. II, p. 781]
[49] ) El esfuerzo de Robert Alexy para hallar una “fórmula peso” señala sólo la formalización de una operación subjetiva. Ver  Alexy, Robert y Andrés Ibáñez, Perfecto, “Jueces y Ponderación Argumentativa”, UNAM, México, 2006, 1/10.
[50] ) En Constituição, Interpetação e Argumentação…, cit. pp. 306/309.
[51] ) “Mediación Tópica”, cit. El Derecho, Bs. As., 2007
[52] ) “Derechos Humanos y Estado Constitucional”, en “Jurisdição Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”, George Salomão Leite –Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores,  ed. Jus Podium, Salvador, 2012, p.150
[53] ) “Positivismo, Neoconstitucionalismo y activismo judicial”, Universidad Federal de Río Grande, Ed. Saraiva, 2012
[54] ) “Notas al margen del neoconstitucionalismo”, cit.
[55] ) Op. cit. n. 50, loc. cit. 
[56] ) Ver Luis María Bandieri,  Sobre la Verdad en el derecho y en el Estado Constitucional”, E.D. , nº 11.594, año XLIV, 15/09/2006.
[57]) La expresión en Andrés Gil Domínguez, Estado Constitucional de Derecho, Psicoanálisis y Sexualidad, Ediar, Buenos Aires, 2011, p.77
[58] )  El Fin de los Derechos Humanos, Universidad de Antioquia, Legis, Bogotá, 2008, p. 457
[59]   Ilustrativo el caso del escocés radicado en Australia, Norrie May-Welby. Nacido varón, se sometió a una operación de “cambio de sexo” en 1990. Pero, no sintiéndose tampoco a gusto como mujer, obtuvo que en Nueva Gales del Sur, donde reside, se inscribiera en su documento de identidad, en el casillero destinado al sexo, “no especificado”. Ver www.may-welby.blogspot.com
[60] ) Alain Supiot, “Homo Juridicus”, Siglo XXI, Bs. As. 2007, p. 28
[61] ) Es el “efecto de irradiación” –Ausstrahlungswirkung-, según la expresión del Tribunal Constitucional alemán.
[62] )  La expansión horizontal de los derechos resulta de su efectividad inmediata en todas las relaciones entre particulares, planteada como Drittwirkung der Grundrechte (efectividad frente a terceros de los derechos fundamentales) por el Tribunal Constitucional alemán. La expansión horizontal resulta una ampliación de la anterior efectividad vertical de los mismos derechos, esto es, en la relación entre el individuo y el Estado. 
[63] ) Como en el caso del escocés Norrie May-Welby, residente en Australia, que fue reconocido como sujeto neutro en cuanto al sexo. Nacido como varón, por medio de una operación quirúrgica adoptó el sexo femenino, pero no encontrándose tampoco a gusto en este último, obtuvo el reconocimiento anotado (ver wikipedia.org/wiki/norrie_may-welby)
[64] ) Como en  el caso, ocurrido en Buenos Aires,  de una pareja de mujeres que,  con  la finalidad de afianzar más aún su relación, sienten la necesidad de tener un hijo y, siendo esto biológicamente imposible mediante cualquier método natural,  recurren a que una integrante de la pareja realice un tratamiento de fertilización  extracorpórea, en el que se utiliza  el esperma de un donante anónimo para fecundar un óvulo de la otra componente, implantándose luego el embrión en el útero de la primera, siendo de esa manera madres las dos.  El Código Civil de Québec, que consagró la homoparentalidad  femenina, atribuye dos madres a los hijos concebidos con “el aporte de fuerzas genéticas ajenas”. El mismo Código aclara que, en caso necesario, de las dos madres será homologada al padre aquélla que no dio a luz al niño. Ver Alain Supiot, op. cit. n.6, p. 278 n.54
[65] ) El Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, por ejemplo, en varios casos no se limitó a juzgar conductas, sino que estableció sin apelación la verdad respecto de hechos históricos, incluso ocurridos en el siglo XVI, que determinaron la conciencia identitaria de los pueblos croata, serbio, bosnio, etc. y que tienen una diversa interpretación para cada uno de ellos. Ver Kosta Cavoski, “Juger l’Histoire”, en “Krisis”, nº 26, Paris, février 2005 




[i] ) Doctor en Ciencias Jurídicas, profesor titular ordinario de  Derecho Constitucional en la Universidad Católica Argentina y Director del Centro de Derecho Político de la Facultad de Derecho de dicha universidad . Autor de diversos libros y artículos de su especialidad

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