lunes, marzo 11, 2013


EL LORO DE CHÁVEZ, O DE LOS CAMINOS EXTRAVIADOS DE LA AMÉRICA HISPÁNICA

 

Hugo Chávez era un cristiano y, por lo tanto, de acuerdo con sus creencias,  habrá sido sometido a su juicio particular. La pietas más elemental exige el respeto por nuestro semejante ya finado y pide decoro en el  momento final de sus días mortales. Esta exigencia se vuelve más imperiosa cuando se observa la impiedad con que sus favoritos han manipulado constantemente su enfermedad,  su agonía, el momento y lugar imprecisos de su muerte y las liturgias profanas que se le prodigaron,  destinadas en buena parte a encubrir la lucha intestina entre sus pretensos delfines  y, por otro lado, a poner bajo su advocación una campaña electoral en marcha, para que el triunfo permita la continuidad de la nomenklatura revolucionaria.

Esto dicho, corresponde, ya bajo el ángulo político,  un examen de Chávez y el chavismo en el ámbito de nuestra ecúmene hispanoamericana.

En Chávez y en su producto político, el chavismo o “socialismo del siglo XXI”, hay elementos originales, propios del personaje y su peripecia,  y otros elementos que provienen de más lejos, de la historia y hábitos propiamente hispanoamericanos. Estos últimos, los de entorno y herencia, una vez apartados algunos rasgos folklóricos, donde el loro del título vendrá a cuento, resultan los de mayor peso e importancia.

Nuestro único régimen político subcontinentalmente aceptable resulta puramente europeo y mediterráneo: el despotismo ilustrado. Populismo con caudillo, cesarismo democrático: por siempre Borbones.

El populismo latinoamericano, es decir, caudillos que concentran en su persona todos los poderes en nombre del pueblo, al que sienten representar de modo unipersonal y absoluto, es la forma de democracia propia de nuestra ecúmene hispanoamericana. La democracia liberal, con la matriz constitucional del Estado de Derecho, nunca llegó a cuajar del todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y países en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz de cuño británico del constitucionalismo clásico. Pero la "intrahistoria", el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios del Estado de Derecho liberal burgués. Como adoptamos la matriz del constitucionalismo liberal sin demasiada convicción ni mucho respeto, se manifiestan fenómenos continuos de resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta convertirse tal desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los síntomas más evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras instituciones.

Bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. Y la institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. Pero no de cualquier monarquía. Es curioso que en América Hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto a la autoridad del monarca -como Marius André señalaba hace mucho- comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan -peleando- al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico, como Schmitt señala, es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía.

En la segunda mitad de siglo XVIII, los ilustrados habían descubierto el pueblo como público de sus ideas y de la vida política. Un público virtual, auditorio ideal, al que se dirigían con una mezcla de afecto y desprecio. Las damas de alcurnia y los señoritingos podían disfrazarse de majas y majos, como un "ir al pueblo" que no pasaba de la imitación distante y risueña, como surge de las pinturas de Goya. El "filosofismo" debía educar al pueblo ignorante, al "vulgo idiota" que decía Jovellanos, sacándolo de la "noche de ignorancia", mientras en sus escritos y en sus cartas aparece un intercambio entre iniciados y esclarecidos, con signos secretos de reconocimiento. Ese "todo por el pueblo, sin el pueblo" requería un fortísimo poder real, propicio a sus iniciativas. Un texto de la época -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta postura:


"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".

Ernesto Laclau, el actual ideólogo del subpopulismo cristinista,  podría suscribir el párrafo. Los ilustrados, los esclarecidos, el grupo revolucionario, saben muy bien qué es lo que necesita el pueblo, al que hay que liberar de las fuerzas del oscurantismo y el retraso. Pero el pueblo sólo sirve como número electoral: sabe lo que quiere si no se le pregunta, pero no lo sabe si le preguntamos directamente. Al servicio del pueblo, sin el pueblo, ponemos el poder real y la sabiduría del grupo ilustrado.


Por otra parte, los monarcas ilustrados borbónicos, especialmente los que, como Carlos III, había pasado la experiencia napolitana, sabían hacerse amar, sabían ser "populares". El hijo de Carlos III, Ferdinando de Borbón, fue rey de Nápoles y de Sicilia: il re Nasone, il re Lazzarone, que se mezclaba con pescadores y mendigos, capaz de ganarles una competencia de remo o de competir en La N'Segna, un palo enjabonado metido en el puerto de Santa Lucía, donde todos, y el rey primero, terminaban cayendo al agua. Recordemos la "triple F": festa, la diversión, el fútbol para todos -y todas-; farina, el pan/pizza/pasta; forca, el espectáculo de la obra del verdugo en la plaza pública, que expresa el núcleo del poder -dar muerte legalmente-, que hoy más hipócritamente se expresa a través del linchamiento mediáticos y de los encarcelamientos ejemplares por aplicación del "derecho penal del enemigo". Roberto Aizcorbe, en "La Crisis Argentina", es quien mejor ha retratado este trasfondo del despotismo ilustrado, que ha dejado un sedimento de súbdito en el ciudadano, y su permanencia bicentenaria. Por esa ecúmene borbónica, que abarcaba América, España, el sur de Italia, las islas griegas, factorías africanas y en la India, circulaban franceses, como Jacques de Liniers, italianos, como los Castelli y los Belgrano, las principales comunidades -genoveses, napolitanos, catalanes, bearneses, griegos, la grey judía- que vendrían a reencontrarse en la inmigración argentina siglo y medio después. El poder omnímodo del monarca aquí se fracturaba en una serie de lealtades intermedias, verticales y horizontales, cada cual con su antiguo privilegio, su exención o derecho. Y una suerte de alianza del trono, la ilustración y el altar, con la religión que más que como dogma y martillo de herejes aparece como pompa y como rito. La plaza, un espacio cerrado dentro de otro espacio cerrado de la ciudad, era un foro que vivía en continuado las veinticuatro horas del día, bajo los edificios cívicos con su balcón destinado a la arenga. Allí se desenvolvían la música, los bailes, el reparto de la harina, la emoción del cadalso. Allí se hacían visibles los vaivenes del poder, el ascenso y caída de ministros y poderosos. En esta matriz latina de la vida institucional, el contacto del pueblo con sus gobernantes es bivalente: amor u odio. Quien manda debe seducir: el "saber" sólo no basta. Sin amor no hay "contacto", no pasa la corriente. En la matriz anglosajona el elemento básico es la utilidad. El político tiene que interesar al otro.

Chávez es casi una caricatura del déspota ilustrado, con antecedentes en su terruño, apenas muerto Bolívar,  en José Antonio  Páez  y los hermanos Judas Tadeo y José Gregorio  Monagas, alternativamente por sí o por sus criaturas (Maduro tiene precursores), Antonio Guzmán Blanco también con idas y vueltas de 1873 a 1888, la tiranía de Cipriano Castro a principios del siglo XX, y el desemboque en  Juan Vicente Gómez,  el que gobernó con mano dura desde 1908 hasta 1936, ese "dictador necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular, con agudeza, el "gendarme necesario" bajo un "cesarismo democrático" como forma política básica continental. Estos hijos póstumos del “Tirano Banderas” de Valle Inclán, responden a lo que Spengler llamaba "seudomórfosis", expresión tomada de la mineralogía, donde se aplica a formas que adoptan apariencias ajenas. Formas, en general, sin contenido auténtico, pero con la apariencia de lo que intentan manifestar. Martínez Estrada hablaba de "sustitutos ortopédicos". Aquella matriz latina y borbónica resultó aplastada en el proceso histórico hispanoamericano, que tomó la forma aparente, la seudomórfosis, del Estado de Derecho liberal. Pero su fracaso, en el caso venezolano, reflejado en la corrupción del pacto bipartidista adeco-copeyano, el Pacto del Punto Fijo (1958, a la caída del dictador Marcos Pèrez Jiménez), llevó a Chávez al poder, como el déspota gárrulo y colorinche, más allá de todo sentido del ridículo, que siente, entiende y, en definitiva, es el pueblo. Todo en nombre de un Bolívar también él caricaturizado, ya que se lo cruza con Marx, el que en su entrada referida al venezolano en la New American Cyclopaedia lo calificó de cobarde, brutal y miserable canalla, además de enemigo de cualquier esfuerzo prolongado. Precisaba allí el Moro –el sobrenombre de Carlos Marx- que el deseo secreto de don Simón fue erigirse en el dictador de toda América del Sur, aunque tal designio se le escapó de las manos. Aunque, a diferencia del Libertador, el Comandante se sentó sobre una renta petrolera, la tercera o cuarta que derrocha Venezuela. En nombre de Bolívar y Marx, el finado Chávez  inauguró la fase superior del subdesarrollo político para el siglo XXI hispanoamericano.


Los líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.

 

Se advierte cuál es el círculo vicioso hispanoamericano actual: democracias demoliberales, donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación partidocrática (como el “puntofijismo venezolano hasta 1999), y populismos donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación absoluta en la persona del líder.  En ambos casos,  ello ha sido posible por la desaparición del pueblo, entendido como cuerpo político formado por todos aquellos que no desempeñan magistraturas electivas, no ejercen funciones orgánicas de autoridad, los que no gobiernan[1].  Quienes lo integran pueden no ser prósperos, pero deben ser libres, como sus antepasados los politái griegos o los cives romanos. O los que los hermanos Reyes trajeron caminando desde Berisso y Ensenada un 17 de octubre de 1945. Hoy no existe el “pueblo”, ni siquiera la “masa”.  En el extremo del subjetivismo, los neoconstitucionalistas nos dicen que las sociedades civiles son un adunamiento de biografías, de proyectos individuales, de constelaciones singulares de deseos que se traducen en reivindicación de derechos. Existen “redes sociales” de contacto virtual, en la medida de coincidencia de intereses entre estos proyectos individuales, que deben maximizarse.  Y tenemos una explosión de minorías organizadas y demandantes: homosexuales, barras bravas, veganos, y toda una indefinida serie de particularidades más o menos estructuradas, entre las que se destaca el “partido único de los políticos”, los “sospechosos de siempre” que se turnan en los programas del ramo. A la seudo democracia liberal y a la seudo democracia populista se les ha perdido el pueblo y no saben dónde está.  Tampoco quieren saberlo, en verdad. Les basta con los agregados clientelistas que sucesivamente han ido componiendo, a costa de la pérdida de la libertad; en otras palabras, de la reducción a la esclavitud de una parte importante de la población, mediante el congelamiento en la marginalización y el mantenimiento mínimo con planes sociales de reparto, sin los cuales sucumbirían. Nuestras dirigencias políticas, los jueces de los tribunales supremos, las capas superiores empresariales, quizás  sin saberlo, comparten con el viejo Aristóteles la idea de que hay algunos que nacieron para obedecer. Y mantienen así a aquellos marginales, condenados a no poder salir de tal condición,  hasta el momento de arrearlos a las liturgias o a las votaciones. Con una ventaja suplementaria: al resto del pueblo, al que todavía puede considerarse libre, se lo atemoriza –en esta “posdemocracia” que nos ha tocado en suerte- con que, si no soporta las exacciones y demasías de las nomenklaturas y sus grupos favorecidos, se les soltará la bestia enjaulada: la plebe esclava que barrería con todo si no se le asegura su subsistencia. De hecho, para que se la tenga bien presente, esta amenaza se concreta continuamente a cuentagotas de delincuencia desorbitada, batallas campales en los estadios, piquetes de enmascarados que anuncian lo que podría pasar alguna Gran Noche, etc.

 

El populismo no es, pues, como aseguran las homilías del constitucionalismo y sus repetidores periodísticos subsidiarios, una degeneración de los buenos usos constitucionales. El populismo es la reacción anunciada ante los cadáveres exquisitos del constitucionalismo clásico: representación política como panacea; separación “geográfica” e inútil de “poderes”; poder constituyente confiado a un clero contramayoritario de juristas que operan como “guardianes de Platón” –cuando no son manipulados directamente desde los ejecutivos, como el Tribunal Constitucional venezolano. A esto el neoconstitucionalismo ha agregado el superderecho cosmopolítico global, la “gobernanza”, mando de expertos sin contaminación politiquera, desparramado por todo el planeta,  asegurado, si llega el caso, por fuerzas de intervención “humanitaria”. Allí aparece entonces  el líder populista y planta bandera. En ambos casos, el pueblo ausente, pero sufriente.   

Bajarse de este ciclo de caídas y recaídas requeriría una reinvención de la democracia, para hacerla realmente participativa de abajo hacia arriba y de la periferia local al nudo central de poder. Exigiría el hallazgo  de formas eficaces de oponer contrapoderes al poder. En lo inmediato, a través de formas negativas, impedientes, tribunicias al modo romano, plantearse cómo limitar y recortar el poder activo, que tiende a ser omímodo y vitalicio, del cabecilla populista. No es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la mediación de los partidos políticos, sólo aparecen entre nosotros las grandes movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación que no encuentra otros canales expresivos.  Todo ello sostenido por una renovación de raíz de los conceptos jurídico-políticos repetidos como mantras inútiles, que conduzca a un posconstitucionalismo superador de las viejas recetas de un derecho de matriz subjetivista y contractualista.

Chávez no innovó en esta materia con sus consignas de la “revolución” y del “socialismo del siglo XXI”: dar vuelta como un guante el sistema clientelístico y prebendario a partir de PDVSA, incorporando a los que estaban afuera y expulsando a los que estaban adentro, mientras se le venden a míster Danger –el aliado de aquella doña Bárbara que ayer pudo llamarse Carlos Andrés Pérez y hasta el 5 de marzo Hugo Chávez Frías- un millón de barriles diarios de petróleo, difícilmente pase el examen de las materias “revolución” y “socialismo” según la cartilla de Marta Harnecker[2].  Liquidar una renta petrolera, los “veneros del diablo”[3], no es una novedad “revolucionaria” en Venezuela. Arturo Uslar Pietri, ese fino intelectual venezolano, alertó a su país  sobre la necesidad de “sembrar el petróleo”. Fue en un artículo publicado el 14 de julio de 1936, y fustigaba así a los que querían “llegar a hacer de Venezuela un país improductivo y ocioso, un inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora y abocado a una catástrofe inminente e inevitable”.

Sobre los miñangos a que había quedado reducido el pacto partidocrático del Punto Fijo, primero, y por la disparada del precio internacional  del petróleo, después,  Chávez levantó su tinglado “revolucionario”.  Fabricó diestramente un mito sobre el mito ya existente de Bolívar. Lo descubrió antipitiyanqui, cuando el Libertador lo fue por su reverencia hacia Inglaterra, la que debía mantener siempre “el fiel de la balanza”. Contaba con los casacas rojas no sólo como poder protector sino, incluso, como tropa invasora de los EE. UU. de  Norteamérica, coloso naciente que estaba en el centro de sus preocupaciones.

Bolívar, por cierto, era un hombre genial pero un padrecito algo inmaduro, que debió hacerlo todo a los apurones, perdiendo la mayor parte de su tiempo en luchar contra su propia gente y –además- contra aquella molesta “pardocracia” que veía dibujarse en el porvenir continental[4].  En Angostura, hacia 1819, propone para la Gran Colombia una constitución que conjuntaba la presidencia vitalicia (tomada de Haití), el Senado hereditario (tomado de Sieyès) y el poder moral (tomado del censor de la Roma republicana), además de una articulación unitaria del poder territorial. Años más tarde, cuando los rivadavianos le regalaron el Alto Perú, le dio a ese rompecabezas, que llamaron en su honor Bolivia, una constitución con un presidente vitalicio, acompañado de un vicepresidente, nombrado por él, que será su sucesor  (he aquí, más allá de los molestos impedimentos del texto actual bolivariano, la fuente de la unción de Maduro). Intentaba, con este modelo de gobierno monocrático y –diríamos hoy- “reaccionario”[5], conjurar el fantasma que horrorizó a toda la primera generación independiente: la anarquía.

Chávez apoyó económicamente a Lula da Silva en 2002 para su llegada a la presidencia al año siguiente. Del mismo modo –aunque no siempre gratis data-  derivó fondos en recordadas valijas al  kirchnocristinismo.  Suministra casi cien mil barriles diarios de petróleo a los Castro en Cuba –a cambio de un flujo de médicos y pedagogos cubanos, tropa ideológica disfrazada. Se sirvió de las FARC como longa manus en Colombia y maniobró parecidamente en Paraguay. Puso el hombro a López Obrador en México.  Ya se olvidó que Chávez era muy amigo del “Chino” Fujimori y que denunció en su caída la mano negra del imperialismo. De algún modo –y por cierto no es el único en la región- intervino en el negocio de la droga, la supervisión de cuyo manejo no sería justo que quedase en las mallas imperialistas de la DEA.  Digámoslo sin tapujos: estas maniobras no son pecados exclusivamente chavistas; resultan recursos “normales” en la guerra oculta de este tiempo,  ardides de los que ningún estado que quiera intervenir en el gran tablero mundial puede prescindir. Lo curioso, en el caso de Chávez, es que tales maniobras no le han dado mayor poder a la Venezuela bolivariana en aquel juego. El reino chavista depende políticamente de las directivas de la inteligencia cubana. Más arriba de Bolívar y su espada replicada está el habano de Fidel Castro, aun en su estadio senil actual, que permanece como el gran político hispanoamericano del siglo XX, perpetuándose por falta de relevo en el XXI, siempre queriendo escapar  a la estrechez de su estuche isleño, una especia de ogro en una caja de zapatos, el monstruo de Loch Ness en una pecera. Y sentado al tablero del gran juego, Brasil, por su parte, mueve sus fichas sabiendo que Venezuela ha reconocido su liderazgo continental, trocado el ALBA tan poetizado por el MERCOSUR amputado de Paraguay y, en definitiva, aceptado allí su tutela colosal.

En la mesa de juego de la mundialización política y la globalización técnica sólo hay lugar para los grandes espacios. Aunque Chávez encaró para el lado erróneo, acertó en que nuestro continente debe participar, con la conciencia de sus limitaciones, en aquel gran juego, si no quiere simplemente ser arrastrado por el ventarrón de los acontecimientos.  Desde el Brasil, a través del Foro de San Pablo, se difunde por nuestra ecúmene una versión más o menos puesta al día de la “revolución” y del “socialismo”, para uso del resto. Cuba, que de ambas nociones y de su fracaso sabe demasiado, acompaña a su modo esta deriva, que favorece la continuidad del actual régimen. Los presidentes y personalidades de la región, rindiendo guardia de honor al féretro del paracaidista de la Sabaneta, de algún modo reconocían que, bajo discursos quizás más velados o menos estridentes, el mascarón de proa de la “revolución” y el “socialismo del siglo XXI” es más vistoso que otras formulaciones.  Se ha constituido en nuestra ecúmene una especie de sindicato de presidentes que, fuera de “controles” legislativos o de “soberanías jurídicas” de tribunales constitucionales, vela por la permanencia  sin sobresaltos de los titulares de los ejecutivos (casos testigo: Honduras y Paraguay). En buena parte, esto se debe al discurso amplificado del Comandante que se nos ha ido al otro barrio. Quizás, por esas astucias de la razón, resulta que este éxito no juega a favor de Venezuela, sino de una isla y de un país continental. Sic vos non vobis mellificates apis: así, abejas chavistas,  no hacéis la miel para vosotras, en traducción puesta aquí y ahora de Virgilio. 

¿Y el loro del título? podría preguntar alguien a esta altura. Pues aquí está: 



El loro, que en la India es el pájaro simbólico que sirve de cabalgadura al dios del amor, y que en Occidente fue considerado largo tiempo como un ave maravillosa, disputándole al búho el emblema del conocimiento,  fue tomado por Chávez como su animal totémico –nada extraño en un país tropical.  En la página oficial del chavismo –www.chavez.org.ve – Carola, hija del fallecido, posteó en septiembre pasado una “Serenata con Loro” que muestra la afección que aquél tenía por el ave habladora.  En el loro –con su correspondiente boina roja- está la novedad del chavismo: una personalidad arrolladora, una verba oceánica, un capacidad de perforar los techos del ridículo, cualidades todas preciosas en un líder político.  Chávez, indudablemente, les transmitió un orgullo hablador a los miles y miles de seguidores que sacó de la exclusión previa; y cosechó y alimentó un repudio semejante en los que derribó a una exclusión de signo contrario. Fue más allá de las fronteras de su patria y creó un nuevo ídolo para los mochileros altermundistas  europeos, ya un poco cansados del gadget del Che y olvidados del subcomandante Marcos.  ¿Alcanza con eso? ¿Alcanza con proyectar a los  los EE. UU. de Norteamérica  como la “sombra” jungiana, la imagen obscura y densa que impide nuestra realización colectiva, con efectos paralizantes y deletéreos?


 Hasta ahora, criticando a los EE.UU. porque no nos prestan atención, para luego denostar a los gringos porque se ocupan de nosotros demasiado, o imputando a la invasión europea de 1492 el origen de nuestros males presentes, los latinoamericanos hemos vivido, en general, como el puer aeternus, el eterno muchacho. Somos los perpetuos adolescentes, aun en la edad madura; siempre nuestra vida resulta provisional, porque falta algo, o alguien impide, que nos incorporemos al mundo real. La revolución, con su cortejo de sangre y su séquito de miseria, fue uno de los tantos recursos del pibe eterno para eludir la historia de todos los días. Las bravatas con las que solemos acusar a los poderes forasteros como causantes exclusivos de nuestros males, deberían ser matizados con un examen de conciencia a través del cual no tendremos otro remedio que advertir nuestra inmensa inmadurez.

Algún día, no lejano quizás, nos elevaremos del puer al vir. La historia nos pondrá entonces otras cuestiones sobre el tapete, graves y no tan fútiles como estas por las cuales amenazamos matar y  matarnos. Mientras tanto, esperemos que el puer, ahora que se nos ha ido una de sus grandes personificaciones,  deje de ser por demás pueril.



[1] ) “Pueblo son, en una significación especial de la palabra, todos los que no son señalados o distinguidos, todos los que no son privilegiados, todos los que no se  destacan por razón de propiedad, posición social o educación” (Carl Schmitt)
[2] )  Fue asesora de Chávez hasta el 2006
[3] )  Referencia al  gran poeta mexicano, López Velarde, que escribió que a su país "el niño Dios le escrituró un establo/y los veneros de petróleo el diablo". El petróleo tiene algo de endiablado y suele alucinar a los disfrutadores de su renta
[4] ) “Pardocracia”, vocablo discriminatorio cuya autoría pertenece en exclusiva al Libertador, que habría de tener en nuestro tiempo descendencia tan remota como impensable para los emancipadores.
[5] ) “Republicano, aristocrático, autoritario y antidemocrático”, lo resume Marius André, “Bolivar et la Démocratie”. Paris, 1924, p. 215

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