jueves, febrero 19, 2009




Ojeada sobre el globalismo jurídico



Si bien existe en cada generación la tendencia a suponer como excepcionales las vicisitudes por las que le toca atravesar, lo cierto es que se percibe, en nuestro tiempo, de modo generalizado, la sensación de atravesar un cambio epocal. En términos muy amplios, podríamos resumir esa sensación como la de final de una época, la de la modernidad y los pródromos de otra, que todavía no sabe su nombre. La modernidad supuso que todos los enigmas del mundo y de la vida quedarían descifrados a la luz de la razón razonante, y que los problemas que la especie humana arrastraba en su larga peripecia, serían resueltos satisfactoriamente por la técnica, ella misma racionalmente iluminada, en una escala incesante e indefinida de progreso. La cosmovisión de la modernidad resulta hoy insatisfactoria y se la ataca desde diversos ángulos, mostrando la insuficiencia y hasta la sinrazón de la razón de las Luces, la no linealidad y la falacia del progreso indefinido, y el vacío del sinsentido y la inconsistencia general de la vida histórica, caracterizado como nihilismo. En cuanto sentimos que una época se va cerrando y que otra aún innominada se abre, la expresión “posmodernidad” resulta muy ilustrativa, ya que apenas podemos caracterizar el interregno que nos toca atravesar como aquello que no es la modernidad y que viene después de ella, pero sin poder connotarla aún con ningún rasgo positivo.

En este dejarse llevar por el sinsentido, y en este mar de nihilismo débil donde vamos flotando, intentamos tomarnos de algo seguro y extendemos la mano hacia el derecho. Queremos que el derecho nos encienda un faro tranquilizador e inextinguible y que los jueces –sobre todo los jueces de los tribunales supremos- nos organicen el mundo, que, por cierto, está a primera vista bastante descacharrado. Les pedimos, así, que se pronuncien supremamente sobre la disposición de la vida, la concepción, el nacimiento, la niñez, la vejez, la muerte, que juzguen la historia y nos marquen el paso del futuro y otras “enormes minucias” con las que les hemos cargado sin misericordia las espaldas.

Este proceso transcurre en nuestro tiempo signado por la globalización. En lo que a nosotros, juristas, concierne, aparecen expresiones como “cultura jurídica global”, “globalismo jurídico”, “espacio jurídico global”, judicial globalisation, global expansion of judicial power. Y “globo”, además de la referencia geométrica o astronómica, expresa simbólicamente –no olvidemos- un poder ilimitado[1].
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“Globalización”, genéricamente, alude a la presencia omnímoda y ubicua de mecanismos o “soportes” impersonales como las redes tecnológicas de comunicación, los mercados financieros y, en general, los aparatos ajustados a “elecciones racionales” conforme la fórmula binaria costo/beneficio y el objetivo de maximizar estos últimos. Aquellos soportes resultan portadores de su propia lógica interna, cuyas conclusiones resultan de sistemas expertos y que se satisfacen a ellos mismos en el desenvolvimiento de su propio mecanismo. La globalización se refiere, pues, a una metafórica malla impersonal, autosuficiente e inexorable. La globalización va aún más allá del planteo, ya de por sí algo trastornante, de un espacio para considerar el desenvolvimiento de nuestras vidas que equivalga al mundo entero y no a la comarca, a un "dónde" demarcado. En aquélla no se apela a referencia espacial alguna. La metáfora globalizadora es la de un entramado de redes, una Web, donde, como en el Dios esférico de Pascal, el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.

En cuanto nos toca como juristas, junto a los Estados e instituciones supranacionales “tradicionales” – ONU, FMI, Banco Mundial, OMC- se perfilan nuevos sujetos de la ordenación jurídica internacional: cortes penales internacionales, corporaciones multinacionales, organizaciones internacionales para la regulación financiera, ONG’s globales (como Greenpeace, por ejemplo), etc. Al lado de los tratados, de las convenciones y de las costumbres surgen nuevas fuentes del derecho internacional, como los actos normativos de las autoridades regionales, la jurisprudencia de las cortes penales internacionales permanentes o ad hoc, los laudos de los tribunales arbitrales, las elaboraciones normativas de las transnational law firms, esto es, los grandes estudios empresariales de abogados y expertos legales y financieros que operan sobre todo en los sectores del derecho comercial, del derecho financiero y del derecho tributario. Allí se plasman las nuevas formas de la lex mercatoria y se reelabora constantemente el derecho contractual con el objetivo de favorecer la libre circulación de las mercancías y los intercambios de los productos y sus marcas. Declina así la certeza jurídica (que es para todos y que López de Oñate, en su obra clásica[2], relacionaba con la eticidad específica del derecho) y se afirma la “seguridad jurídica”, que es para los pocos que logran obtenerla y amurallarla. El derecho no refuerza las expectativas de los actores jurídicos sino que funciona como un instrumento del “pragamatismo procedimental”, de matriz anglosajona, que establece un “sistema jurídico de las posibilidades” sobre el esquema del contrato. Se crea así, en el ámbito del derecho privado, un derecho dualístico o de dos velocidades: un “derecho sobre medida” para los grandes actores globales, donde las normas jurídicas son más bien reglas técnicas, y un “derecho de masas” para consumidores ordinarios localizados[3].

Este nuevo ius commune se aplica, ante todo, según se dijo, a los negocios jurídicos globales que cuentan en el planeta, como una fusión de empresas trasnacionales, por ejemplo. Pero ya se observa que sus principales modalidades se comienzan a aplicar a contratos, también relevantes, en el interior de cada país, especialmente cuando en su redacción intervienen estudios jurídicos organizados como legal firms, entrenados en el primer tipo señalado de contratación. Por debajo, subsisten, en los casos de menor cuantía relativa, un contrato de locación de un departamento, por ejemplo, las antiguas modalidades de contratación, con referencia supletoria a los códigos y leyes locales, para cuya concreción el asesoramiento profesional es brindado por estudios jurídicos artesanales.

Observamos la coexistencia de dos ordenaciones y tradiciones jurídicas diferentes, de las cuales una puede ser considerada “superior”, tanto por su extensión planetaria “deslocalizada”, y por el volumen e importancia de los asuntos que rige, como por su mayor uniformidad, asegurada por la utilización de una lengua común, mientras la otra se caracteriza por su dispersión local, menor cuantía relativa y pluralidad idiomática. Se dibuja, a primera vista, una analogía histórica: la del orden jurídico romano en relación con sus dominios. El orden del jus se superponía, sin destruirlos, a los órdenes locales. Sin embargo, si afinamos este primer acercamiento, la analogía medieval se presenta como más satisfactoria. En la más que bimilenaria experiencia del jus occidental de raíz romana, puede identificarse un ritmo de corsi e ricorsi. A la elaboración pretoriana según las responsa prudentium, sucede la codificación justinianea; a su costado insurge en el Medioevo una fragmentación de estatutos locales, sobre los cuales se fue creando un ius commune de fuente jurisprudencial, cuando se redescubre el derecho romano imperial; a ello sucede la elaboración del derecho more geometrico que culmina en la codificación, hoy desmigajada en abundantes regulaciones fragmentarias, al tiempo que surge un nuevo ius commune con fuente en la autonomía de voluntad y con matriz en el common law. Si se acepta esta periodización amplia, nuestro tiempo, jurídicamente hablando, se ubicaría en correspondencia histórica con el Medioevo europeo, cuando se produce la recepción del derecho romano, en cuanto al derecho privado.

Paralelamente, la función judicial y el poder de los jueces tienden a expandirse tanto a nivel nacional como internacional, en el caso del derecho público, en especial el derecho penal. Se multiplican las cortes internacionales. Hoy están operando en el plano internacional, sin contar las cortes regionales como la Corte Interamericana de Justicia, las siguientes: Corte Internacional de Justicia de La Haya, Corte Europea de los Derechos Humanos (cuya competencia se extiende también hoy hasta la Federación Rusa), Tribunal Internacional de Arusha para Ruanda (hace poco finiquitó en La Haya el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia), Órgano para la Resolución de Conflictos de la OMC, el Tribunal Internacional para el Derecho del Mar, el CIADI (Centro Internacional de Arreglos de Diferencias relativas a Inversiones, dependiente del Banco Mundial –ICSID en sus siglas inglesas), la Corte Penal Internacional, conforme con el Tratado de Roma, que entienden en ilícitos internacionales de genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y –probablemente- en el futuro crímenes contra la paz (agresión) con competencia permanente y universal. Se ha superado hace tiempo el concepto de Grocio de la exclusión de los individuos como sujetos activos o pasivos del derecho internacional.

Rige en este campo no ya el viejo derecho internacional –interestatal- sino un “derecho cosmopolítico”, el Weltbürgerrecht que Kant preconizó, que tiene como premisa la unidad moral del género humano. Kelsen, en esa línea, propugnó un ordenamiento jurídico universal que reconociera a todos los hombres una plena subjetividad de derechos internacionales y absorbiera en sí cualquier otro ordenamiento local. Fue en esto seguido por Bobbio y Habermas: el derecho debe asumir la forma de una legislación universal, de una lex mundialis válida erga omnes donde se homogeneicen todas las diferencias políticas y culturales, más allá de costumbres y tradiciones normativas nacionales. Negro Pavón caracteriza esta visión kantiana como “una situación terrenal de la humanidad perfecta, un gran conjunto que progresa colectivamente, según su idea de la historia en sentido cosmopolita, sin que se sepa en qué consiste la perfección”[4].

Ello en cuanto a la producción del derecho, a su interpretación y aplicación, sobre todo del derecho penal (jurisdicción universal y obligatoria con competencia para juzgar no sólo el comportamiento de los Estados sino de los individuos), mientras se desarrolla la construcción privada de lex mercatoria universal. La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 sería la norma fundamental, la Grundnorm de esta cosmópolis normativa. Una declaración de la asamblea de la ONU, originariamente sin forma imperativa ni fuerza vinculante, pero que se ha convertido, en muchos casos, como el nuestro, a través de su recepción en los textos constitucionales locales y sentencias de instancias supremas, en una norma invocable erga omnes y cuyo cumplimiento, bajo ciertas condiciones, puede exigirse coercitivamente.

El problema que se nos plantea, ante esta forma extrema de globalización jurídica, es si eso que llamamos “derecho” resulta o no universalizable. Puede sostenerse que es una invención occidental, fundamentalmente derivada del jus romano –suum cuique tribuere, dar a cada uno lo suyo-, que se expresa en indicativo, al que el cristianismo añade la lex, tomada de la Torá hebraica, con preceptos que se expresan en imperativo. No voy a extenderme sobre la dificultad de cubrir con esta idea al dharma de la tradición india, a la imposibilidad de traducir “derecho” –sin aditamentos- al chino o a las diferencias entre aquel concepto para nosotros familiar con la charía islámica. Aquí que reside la extrema dificultad de una definición globalizadora del derecho.

Un ejemplo lo suministran estas palabras del Mahatma Gandhi, cuando fue invitado por el director general de UNESCO, en 1947, a pronunciarse sobre una Declaración Universal de los Derechos Humanos: "de mi ignorante pero sabia madre aprendí que los derechos que pueden merecerse y conservarse proceden del deber bien cumplido. De tal modo que sólo somos acreedores del derecho a la vida cuando cumplimos el deber de ciudadanos del mundo. Con esta declaración fundamental, quizás sea fácil definir los derechos del hombre y de la mujer y relacionar todos los derechos con algún deber correspondiente, que ha de cumplirse. Todo otro derecho sólo será una usurpación por la que no valdrá la pena luchar"[5]. De allí, también, la inmensa dificultad de encontrar un fundamento universalmente aceptado a los derechos humanos universales. Jacques Maritain, en la misma ocasión que Gandhi advertía que sólo eran posibles acuerdos prácticos a su respecto, pero no hallar una justificación racional común[6]. Más tarde, Norberto Bobbio dirá que encontrarles una fundamentación resulta imposible y, además, inútil[7]. Se produce así la paradoja de que de que mayor es la difusión planetaria de los human rights cuando mayor resulta la dificultad de fundamentarlos.

Entonces, la idea de la universalidad del derecho –y, consiguientemente- la idea de la universalidad de los derechos humanos ¿es un prejuicio etnocéntrico occidental? ¿Es el globalismo jurídico un elemento homogeneizador y reductor del occidentalismo que procura volver el mundo exclusivamente a su imagen y semejanza[8]? La globalización jurídica y su panjuridismo pueden anotarse puntos a su favor: la esclavitud, la tortura[9], la venta de niños y mujeres, la ejecuciones sin proceso, la desaparición forzada de personas, son ejemplos de situaciones donde la exportación del derecho occidental moderno ha tenido cierto relativo éxito y donde ninguna coartada a partir de mores particulares de un pueblo suena invocable. Pero, en otras ocasiones, la implantación del paradigma jurídico occidental ha producido aberraciones. Pongo como una de las últimas –sin olvidar los olvidos sobre las matanzas en Timor y Darfur- la creación de un protectorado de la OTAN en Kosovo, esto es, la “invención” de un país. No exagera Danilo Zolo cuando afirma: “ni las instituciones universalistas que surgieron en la primera mitad del siglo pasado por voluntad de las potencias vencedoras de ambas guerras mundiales ni la jurisdicción penal internacional dieron hasta ahora buena prueba de sí mismas. Las Naciones Unidas y las cortes penales internacionales se revelaron incapaces, no digo de garantizar al mundo una paz estable y universal –utopía kantiana desprovista de interés teórico y político- sino ni siquiera de condicionar un mínimo la inclinación de las grandes potencias a usar ad libitum la descomunal fuerza militar de que disponen”[10].

Para obtener una respuesta a aquellas preguntas arriba planteadas, cabe distinguir entre el derecho como creación epistemológica occidental, los “derechos humanos” y las ideologías en ellos subyacentes y la ley natural. Los dos primeros son hechos de cultura; la última, pertenece a la naturaleza. La ley natural se da en el hombre por el hecho de pertenecer a la especie humana, la que posee no solamente un cierto programa genético, el ADN, sino también un cierto programa normativo. El ser originario del hombre consiste en un deber ser, por cuanto su praxis está canalizada constantemente por normas que se enfrentan con otras normas alternativas que pueden ser eventualmente elegidas[11]. Y ese deber ser lo orienta hacia el sentido de lo justo y lo injusto, de la proporción, la armonía y el equilibrio. Las cosmovisiones donde se asientan los sistemas de vida en China, en Japón, en la India, en los países islámicos muestran también una mentalidad ligada a las ideas de armonía, de equilibrio y de orden natural. Podríamos eventualmente concebir una civilización –muy distinta a la que vivimos- sin derecho y sin derechos humanos. Pero nunca sin ley natural.

Esto tiene que ver con aquella pesada tarea con la que hemos gibado a nuestros jueces supremos. La interpretación suprema del derecho positivo ha sido encargada a colegios contramayoritarios de expertos, llamados a deliberar con argumentaciones deducidas de declaraciones y disposiciones de carácter indeterminado y polisémico, impuestas a través de tratados por una especie de legislador extraordinario universal, cuyo conocimiento se considera superior a toda ley local. Se juzga desde principios, postulados, valores absolutos e intangibles, pero insertados y extraídos de algún modo en el cuerpo de los bloques de constitucionalidad. Resulta así un derecho global, supranacional y supraestatal, cuyos sujetos activos son primordialmente los individuos y cuyos sujetos pasivos resultan los Estados, justificándose de este modo el “derecho a la ingerencia humanitaria” en los órdenes jurídicos nacionales y el establecimiento de una especie de jurisdicción universal, a través de la expansión global del poder judicial. Pero todo ello en nombre de una perspectiva positivista, clandestinamente cargada de un jusnaturalismo que no quiere decir su nombre. Mientras las constituciones se postulaban como una suerte de derecho natural larvado de la estatalidad, la Declaración de 1948 y los principales tratados operan como el derecho natural larvado de la cosmópolis global[12].

Una misma realidad tiene una dimensión supranacional (que la expresión “derechos humanos” connota acertadamente), una dimensión constitucional (que se expresa como “derechos fundamentales”) y una dimensión universal y transtemporal (ligada a las expresiones “derecho natural” o “derechos naturales”). La misma realidad puede fundarse sobre el derecho natural, el derecho supraestatal y el derecho constitucional. Que recuerda la división romana: ius gentium (derechos humanos); ius civile (derechos fundamentales); ius naturale, que conserva su nombre.

Por cierto, esto implica que no puede hablarse de derechos humanos si un mínimo de consideración a los derechos naturales. Aplicar en este punto un positivismo con lifting sería, tal cual dice Francisco Puy, como ser fanático del fútbol y, al mismo tiempo, tenerle horror a la pelota[13].

Pero también implica, la tríada señalada, que si los derechos humanos son, en principio, proclamados como iguales para todos, los derechos fundamentales resultan diferentes según tiempo, lugar y necesidad. Y que, si evitamos invocar los derechos humanos ya sea como retórica expansionista, pretexto virtuoso para la pura dominación o como ideología para alimentar la guerra intestina, debemos admitir que tales derechos humanos no tienen un modelo único de realización y que cada cultura tiene el derecho de concretarlos a su modo. Hay un derecho humano a la interpretación y aplicación concreta de los derechos humanos. Un derecho de culturas y pueblos a no ser sometidos a un cosmopolitismo jurídico reductor. Porque el derecho, en su concreción, siempre es tópico, esto es, se concreta desde un lugar, desde una cultura. El derecho u-tópico –como la política u-tópica- conducen al desastres. En ese campo, siempre es actual la advertencia de Proudhon: “quien dice Humanidad quiere engañar”. La precaución frente al peligro de lo u-tópico no significa renuncia al ideal, que es cosa distinta: los ideales pertenecen a nuestra naturaleza, ya que resaltan del muy humano deseo –humano, demasiado humano-; en cambio, lo utópico es lo que no existe, lo que no tiene lugar de realización. Lugar y espacio son cosas diferentes. Los espacios son homogéneos, indiferenciados e intercambiables: un aeropuerto es un espacio, un no-lugar. Los lugares, por el contrario, están incardinados en una cultura. Lugar, lar y hogar resultan vocables unidos desde el origen. El derecho, como “tópico”, necesita un lugar; en cambio, el “espacio jurídico global” uniforme y uniformizador, con tribunales de jurisdicción globalizada cortados según el mismo molde, es una regulación que pretende, metafóricamente hablando, reducir la complejidad del mundo a la forzada simplificación de un aeropuerto.

Desde aquella triple impostación a que nos referíamos: derechos fundamentales, derechos humanos, derechos naturales, y cualesquiera sean nuestras aproximaciones y rechazos sobre fuentes filosóficas, la Declaración Universal de 1948 e instrumentos posteriores como, entre nosotros, La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (pacto de San José de Costa Rica), junto con otras similares, conforman un zócalo de ”costumbres humanas salidas de la naturaleza común de las naciones”, para decirlo con pabras de Juan Bautista Vico. Que luego deben tener concreción en cada cultura, en cada lugar y en cada tiempo. No hay universales jurídicos de inmediata imposición. Existen invariantes humanas, producto de nuestra naturaleza y constantes universales que toman cuerpo pluralmente, a través de las diversas culturas, mediante las cuales el hombre participa de aquellas.

Lo que ocurre es que, a partir de la “ética del consenso”, fundamentalmente habermasiana, los derechos humanos son definidos como producto de la voluntad consensuada y cortan todo anclaje en la natura humana. Estamos, pues, ante una creación convencional de derechos humanos, especialmente los llamados de tercera generación, o de autorrealización individual, lo que produce una expasión horizontal e incontenible de estos derechos. Y es con tal expansión que tienen lidiar, prudenciando, nuestro jueces supremos, llamados a encauzar del algún modo este derrame de reivindicaciones, este chapopote[14] de derechos novísimos: derecho a la eutanasia, al aborto, al infanticidio, al matrimonio de homosexuales. En una expresión caricatural, oída en una mesa redonda (pero la caricatura sólo exagera la realidad): derecho al orgasmo[15].


Intentemos, pues, otro punto de partida. En 1943, en plena guerra, Simone Weil se encontraba en Londres. Redacta entonces, a manera de texto fundante para una futura constitución de los franceses, “El arraigo – preludio a una declaración de deberes hacia el ser humano”[16]. Simone Weil no es una jurista, pero esta obra resulta capital para replantear el pensamiento jurídico superador del interregno pospositivista. Tenía en claro que la guerra había sepultado los restos de la Ilustración, los espejismos de un “humanismo” idealista y las ilusiones del progreso indefinido. Había que comenzar desde el principio. Y en el punto preambular donde las constituciones acumulan declaraciones de derechos, el texto de la llamada “virgen roja” comienza:

“La noción de obligación prevalece sobre la de derecho, que le es subordinada y relativa. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino únicamente por la obligación a que corresponde; el cumplimiento efectivo de un derecho proviene no de quien lo posee, sino de los otros hombres que se reconocen obligados hacia él. La obligación es eficaz desde que es reconocida. Una obligación que no fuera reconocida por nadie, no perdería nada de la plenitud de su ser. Un derecho que no es reconocido por nadie, no es gran cosa”

Simone Weil ve en la obligación respecto de los otros la base de la convivencia, según la naturaleza de las cosas. No soy originariamente un reclamante, sino alguien ligado a un deber, respecto de mí mismo y de los otros. La obligación existe aún antes de ser reconocida por nosotros y los otros. El derecho, como facultad, nace sólo a partir del reconocimiento de los otros y en función de éste. Este planteo trastorna de entrada nuestra mentalidad jurídica habitual. Porque nos cuesta comprender que derecho/obligación no sea un par estrictamente correlativo, una misma moneda vista desde dos caras. Tampoco es fácil comprender la creación convencional de derechos humanos y que se quieran establecer deberes a partir de los derechos, que es poner el carro delante de los caballos. En cambio, nuestra autora nos dice que la obligación es originaria y que el derecho, mientras no sea reconocido por algún obligado, “n’est pas grand chose”. Simone Weil precisa:

“No tiene sentido decir que los hombres poseen por una parte derechos y por otra deberes. Estas palabras expresan diferentes puntos de vista. Su relación es la de objeto y sujeto. Un hombre, considerado en sí mismo, sólo tiene deberes, entre los cuales se cuentan ciertos deberes para consigo mismo. Los otros, considerados desde su punto de vista, sólo tienen derechos. A su vez, tiene derechos cuando es considerado desde el punto de vista de los otros, que reconocen sus obligaciones para con él. Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones (un homme qui serait seul dans l’univers n’aurait aucun droit, mais il aurait des obligations)”.

El hombre, animal social, se integra con los otros en una condición de necesidad –homo necessitatis- que surge de su incompletitud. De la necesidad surge la obligación como dato primordial, y del reconocimiento por los otros de esa obligación, por fin, el derecho. El subsuelo de cualquier “derecho humano” es una obligación, y si esto se desconoce, la reivindicación expansiva se vuelve imparablemente conflictógena. Para responder a la necesidad común, a la condición recíproca de incompletitud, se teje y desteje, localizadamente, modulada de acuerdo con tiempo, lugar y sazón, la trama comunitaria de la philía.

En definitiva, el “gobalismo jurídico” no es un producto adánico de nuestro tiempo, sino que ha tenido antecedentes en la historia, especialmente, con la expasión de Roma, que fue una tentativa exitosa de “globalizar” su jus en la ecúmene mediterránea y sus contornos. La novedad actual es la extensión del proyecto globalizador, que supera los ejemplos conocidos y aspira a la dimensión planetaria. Pero, a mi juicio, no es posible –salvo imposición brutal- un “derecho uno” para un “mundo uno”, interpretado por un supremo tribunal “uno”. El derecho de cuño occidental es una forma, la más difundida y, probablemente, la más elaborada, de desarrollar la esfera de la regulación de las conductas en las sociedades humanas. Pero no la única. Lo propiamente universal, porque resulta de la naturaleza del hombre y de las cosas, es la lex naturae, cuyos preceptos, amplios en radio y escuetos en número, están inscriptos en nuestra programación como especie. De ellos, el hombre, como animal cultural y simbólico, extrae derechos naturales, en un haz apretado que carece de expansión indefinida, y construye, con las modulaciones propias de las culturas, lugares y ocasiones propicias, los diversos órdenes jurídicos.


Nota: este trabajo tiene como base la intervención del autor en el Seminario “El Uso del Derecho Internacional y del Derecho Comparado para la Interpretación de los Derechos Fundamentales- la Corte Suprema argentina y el Tribunal Constitucional de España”, organizado por la Universidad Pompeu Fabra y la UCA, con el auspicio de la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, que tuvo lugar en la UCA el 23 y 24 de abril de 2008.



[1]) Reyes, emperadores, pontífices, aparecían llevando en mano un globo que representaba la totalidad jurídica del poder sin límites que acompañaba a su persona soberana.
[2] ) “La Certeza del Derecho”, ed. Jurídicas Europa-América, Bs. As. 1953. Consideraciones adicionales pueden leerse en Luis María Bandieri, “La certeza del derecho (una relectura del clásico de López de Oñate)”, en “Cultura Jurídica”, Julio-Diciembre 2002, Consejo de la Judicatura del Estado de México, p. 9/49
[3] ) Ver Luis María Bandieri, “Derecho Global y Nuevo Medioevo Jurídico”, “Dikaion”, revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana, nº 11, Bogotá, 2002, p. 21/38
[4] ) Dalmacio Negro Pavón, “Kant y el Nihilismo”, Separata de los Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año LVII, nº 82, curso académico 2004-5, Madrid, 2005, p. 462.
[5] ) "Los derechos del hombre" E.M. Carr y otros, Laia, Buenos Aires , 1975, p. 33.
[6] ) Op. cit. nota anterior, p. 111
[7] ) “Per una teoria generale della poltica”. Einaudi, Turín, 1999, p. 421/466
[8] ) Tal la tesis sostenida, en sustancia, por el profesor de la universidad de Florencia, Danilo Zolo, en obras como “Cosmópolis: perspectivas y riesgos de un gobierno mundial” (Barcelona, Paidos, 2000); “La Justicia de los Vencedores: de Nuremberg a Bagdad”, (Edhasa, Buenos Aires, 2007 y “Los Señores de la Paz. Una crítica del globalismo jurídico”, (Madrid, Dykinson, 2005)
[9] ) Con constantes recaídas, aun en países signatarios de la convención internacional Contra la Tortura de 1984, como se observa en la utilización por fuerzas norteamericanas del “submarino” –asfixia simulada por inmersión, conocido en nuestro medio por lo menos desde 1930- como medio de presión aceptable en un interrogatorio (el presidente George W. Bus llegó a vetar una ley que limitaba los medios que podían utilizarse para interrogar a presuntos terroristas, entre ellos el “submarino”). El actual presidente Barack Obama dictó inmediatamente de asumir un decreto para el cese del uso de torturas en los interrogatorios. La Corte Suprema israelí, por su parte, admitió en fallos de 1996 la utilización de ciertos medios coercitivos para los interrogatorios, como el encapuchamiento, la privación de sueño y la inmovilización con aturdimiento por música ensordecedora. En 1999 dejó sin efecto esas autorizaciones. Mantiene, en cambio, la posibilidad, bajo ciertas condiciones, de que las fuerzas armadas ejecuten sumariamente a milicianos enemigos.
[10] ) Danilo Zolo, “La Justicia de los Vencedores: de Nuremberg a Bagdad”. Edhasa,Buenos Aires, 2007, p. 19
[11] ) Ver “Diccionario Filosófico”, por Pelayo García Sierra (inspirado en la enseñanza de Gustavo Bueno), a quien seguimos en este punto, voz “Normas/Rutinas”, nº 235, en http://filosofia.org/filomat. Según el filósofo español, el resto de los animales tiene conductas pautadas; el hombre, en cambio, desenvuelve característicamente conductas normadas. Las normas son rutinas operatorias desarrolladas para hacer frente a situaciones o producir objetos repetibles (desde útiles de caza a símbolos lingüísticos). Estas rutinas terminan prevaleciendo sobre otras, también posibles, pero dejadas de lado, aunque virtualmente realizables. Las normas que estructuran la vida humana en cuanto tal resultan “rutinas victoriosas”. Podría decirse que las normas desempeñan en el ámbito de las ciencias humanas (incluido el Derecho) un papel análogo al que desempeñan las leyes físicas en el ámbito de las ciencias físicas o naturales. Estas últimas nos permiten entender la organización de los fenómenos cósmicos de modo parecido a como las normas nos permiten entender la organización de los fenómenos antropológicos (lingüísticos, políticos, tecnológicos, culturales, jurídicos...). Se observa así que, en el “mundo histórico y civil”, para echar mano a una expresión de Vico, “ser” y “deber ser” se encuentran inextricablemente unidos; no existe un foso insalvable entre ambos, concepto de origen kantiano que, recogido por Kelsen, empantanó durante más de un siglo el Derecho en la mera tarea de describir la norma.

[12] ) “las constituciones, (...) son el ‘derecho natural’ del estatismo”, dice Dalmacio Negro Pavón, “La Situación de las Sociedades Europeas –la desintegración del êthos y el Estado”, Unión Editorial, Madrid, 2008, p. 56
[13] ) Francisco Puy, “Derechos Humanos”, t. III, Santiago de Compostela, Paredes, 1985. p. 379
[14] ) Vocablo mexicano que designa a la brea espesa, pegajosa y de fuerte olor; la expresión se generalizó a partir de la marea negra por escape de petróleo del buque “Prestige” que asoló las costas de Galicia en 2002.
[15] ) Transcribo la noticia aparecida en la página electrónica de “BBC Mundo” del 4 de mayo de 2008: “Una legisladora por el partido en el gobierno en Ecuador propuso que el derecho de las mujeres a la felicidad sexual sea garantizado por la carta magna del país. Su sugerencia generó un acalorado debate en la conservadora sociedad ecuatoriana. María Soledad Vela, quien contribuye a la redacción de un nuevo texto constitucional, sostiene que las mujeres en Ecuador han sido vistas tradicionalmente como meros objetos sexuales o como encargadas de la crianza de los niños. Ahora -sostiene- una mujer debe tener el derecho a tomar decisiones libres, responsables y bien informadas acerca de su vida sexual. Los hombres reaccionan. María Soledad Vela integra la Asamblea Constituyente como representante del partido oficial. El nuevo texto tendrá como objetivo, entre otras cosas, asegurar una mejor distribución de la riqueza y los derechos entre las comunidades indígenas y los sectores pobres de Ecuador. Las mujeres no deberían quedar fuera de esta lista, sostiene Vela. Pero sus comentarios provocaron una rápida respuesta, mayormente, como era de esperar, de los legisladores del sexo opuesto. Un miembro de la oposición en la asamblea, Leonardo Viteri, llegó a acusarla de intentar decretar los orgasmos por ley. Otro calificó la propuesta de "ridícula" y sostuvo que un tema tan íntimo debería quedar en el ámbito privado y no ser garantizado por la legislación. Vela respondió a las críticas sosteniendo que nunca llegó a demandar el derecho a un orgasmo, sino el derecho a disfrutar de las relaciones sexuales en una sociedad libre, justa y más abierta. La legisladora comentó que en Ecuador todavía existen dificultades para discutir los temas sexuales y lo que ella persigue es que haya leyes más claras sobre la vida, la salud y la educación sexual”.

[16] ) Traducido entre nosotros como “Raíces del Existir” por María Eugenia Valentié, Ed. Sudamericana. Bs. As. 1954. Recomiendo expresamente esta traducción argentina, de gran precisión, y efectuada por una conocedora profunda de la obra weiliana, frente a versiones posteriores. La he seguido en las transcripciones que efectúo, salvo algún detalle, teniendo a la vista la edición francesa en Collection Idéees, NRF, 1992.

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