A la caída de la Baring, en 1995, escribí una serie de artículos en "La Nueva Provincia" de Bahía Blanca, que pueden ser de interés hoy. Recuperados, los iré publicando en este blog. Aquí van los tres primeros.
BYE BYE BARING (I)
Cuando
la Baring se nos fue, el 26 de febrero último, se llevó con ella buena parte de
la historia argentina. Con la Baring aparece, en 1823, el primer empréstito
exterior, hábito nunca interrumpido y sí ampliado de entonces al presente;
junto con ella, estuvimos al borde de la quiebra en 1890, hábito este último
que -por suerte- no hemos querido reproducir al pie de la letra esta vez, al
menos por ahora; en ella, por fin, se concentra la condena dictada por el
nacionalismo de los años 30 contra la "dominación británica". Y
resulta que el golpe de gracia, la puñalada trapera, se la encaja sin arte ni
parte de argentinos un muchacho paliducho y anteojudo, Nick Leeson, dedicado a
negociar a futuro en Singapur. Un final casi podría decirse injusto para la
banca de la reina (Victoria ayer, Isabel II hoy), tan unida a nuestro pasado y
su galería de próceres. Esta última circunstancia pesaba tanto todavía en los
años 60, que cualquier periodista más o menos informado de la ‚poca estaba en
condiciones de escribir un instant book
sobre las peripecias argentinas de la casa londinense. En los 90, en cambio, un
gran diario de Buenos Aires debió recoger del Financial Times (que, a su vez,
hurgó en sus archivos) el recuerdo de las aventuras de la Baring a orillas del
Río de la Plata. Sic transit gloria (et
pecunia) mundi.
En
el nº 8 de Bishopsgate, Londres, todavía tienen su asiento la Baring Brothers
& Co, la Baring Asset Management Ltd y la Baring Securities Ltd. Con sus
dividendos se mantiene la Baring Foundation, dedicada a obras de caridad. Los
Baring han manejado en ese solar sus negocios desde hace más de dos siglos. La
historia de la casa arranca propiamente en 1762. Pero hay que remontarse más
atrás, a 1717, para encontrar a Johann Baring, un acaudalado mercader de Bremen
que, atraído por la niebla prestigiosa de la City, decide pasar de su ciudad
hanseática a Londres. Sus hijos John y Francis fundan la Baring Brothers.
Francis, elevado a la categoría de caballero del imperio británico, se revelará
como un respetado genio financiero. Al morir, en 1810, se le atribuía una fortuna
personal de £ 700.000 y el título de "primer negociante de Europa".
Título, en verdad, que los Baring disputarán palmo a palmo con otra gran
estirpe bancaria: los Rothschild. Unos y otros fueron acusados, aclamados y
requeridos como los poderes invisibles de la política europea (que era,
entonces, la política mundial). Los Baring fueron calificados como la sexta
potencia europea, junto a Inglaterra, Francia, Austria, Rusia y Prusia. Lord
Byron dejó estos versos (1823):
"¨Quién
es el dueño del mundo, del antiguo
Como del nuevo, de sus dolores y sus placeres?
¨Quién mueve la elocuencia de todos los políticos?
¨¿La sombra de Bonaparte y su noble audacia?
No, el judío Rothschild y Baring, su par
cristiano"
Preparando el primer empréstito
Para
la época, justamente, en que lord Byron despachaba estos versos, comenzaba a
gestionarse en el Río de la Plata el primer empréstito externo, emblemático en
cierto modo por haber sido el inicial, porque no se cumplieron las finalidades
a que estaba destinado y porque dio lugar a negocios muy particulares de sus
gestores, rasgos que se repetirán con cierta monotonía en las similares
experiencias financieras posteriores.
A
partir del autogobierno en 1810. y con mayor razón luego de la declaración de la
independencia, la preocupación dominante, si no exclusiva, de nuestras dirigencias,
en cuanto a política exterior, fue el reconocimiento de la existencia como Estado
por parte de la Gran Bretaña. Esto implicaba no sólo una acción diplomática
(cuyos lineamientos básicos ya están trazados en las instrucciones a Mariano
Moreno para su frustrada misión ante la corte de Londres), sino también la
creación de un lobby de opinión favorable frente al gabinete y al parlamento
inglés. Este lobby tenía como única,
pero nada despreciable, base de apoyo, el comercio inglés en nuestro suelo. En
este punto, los intereses y la economía se revelaban complementarios no, por
cierto, de la totalidad de las regiones del antiguo virreinato, pero sí de
Buenos Aires y el litoral. La diplomacia inglesa tenía que contener a España y
la Santa Alianza; el comercio inglés de intercambio de manufacturas (vestidos,
cuchillos, ponchos, pavas, cacerolas, espuelas y hasta el freno del caballo)
contra cueros, plumas, pieles, sebo, carne seca y salada, astas y crines del
litoral, debía proveer el sustento a los argumentos diplomáticos. Esta
estrategia, que se presentaba como la única posible, fue, de hecho, la que las clases
dirigentes de nuestro país, pese a las profundas diferencias que podían separar
a unitarios y federales, siguieron, tanto hasta 1825, en que se produce el
reconocimiento de la independencia por George Canning y se firma el Tratado de
Amistad y Comercio con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, como en los
años posteriores, en los que esa relación de complementariedad parcial aquí y
tutorial desde allí continuó
desenvolviéndose y ampliándose. Variaron los términos, reservas y límites
puestos a esa relación, según se presentaban, por otra parte, las contingencias
de la historia europea. Pero lo que no varió fue la necesidad de que esa
relación continuara. La fórmula que nuestras dirigencias, por mucho tiempo, no
supieron encontrar, era la que permitiese concordar la necesidad de una
relación comercial y política complementaria con la Gran Bretaña, por un lado,
con el impacto altamente desfavorable, por otro, que esa relación producía en la vida económica e
institucional de las regiones mediterránea, cuyana, tucumana, altoperuana,
paraguaya y en la Banda Oriental, cuyo puerto más apto y profundo quedaba
anulado por la costa barrosa de Buenos Aires. Por otra parte, esta relación especial
con la Gran Bretaña, protectora de nuestra independencia y tutora de nuestra
economía, la iba definiendo como una especie de madre patria sustituta, con la
cual se iba a desenvolver un largo psicodrama de amor/odio, del cual la guerra
de Malvinas es apenas un episodio.
Este
era el marco de 1823. Si se quería el reconocimiento, debía instalarse una
autoridad nacional, luego de la disolución [aparente} del año XX. Una autoridad
nacional requería, por otra parte, hacer las cuentas de las reclamaciones
pendientes contra el gobierno y establecer algo semejante a una deuda pública.
En ese momento, se pensó en el empréstito, como veremos en la próxima entrega.
BYE BYE, BARING (II)
En
la entrega anterior se señalaba que nuestra primera generación independiente se
encontró aculada, sin otro extremo alternativo posible, a buscar la protección
de la diplomacia inglesa, procurando que reconociera a los nuevos Estados, y
ofreciéndole, a cambio, un trato ampliamente favorecido al comercio bajo
bandera británica. Nos emancipamos cambiando los bienes uterinos de la pampa
por las manufacturas multiplicadas en la racionalidad del mercado capitalista
servido por la m quina de vapor. Éramos un puesto alejado de la vasta estancia
mundial anglosajona, en cuyo casco borbollaba la caldera de Watt. La
independencia implicó adoptar una madre patria vicaria, Inglaterra, de la que
recibimos lo que don Enrique Larreta llamó, con pompa y aparato, el
"ósculo de la predilección". El ósculo en cuestión debía aplicarse
públicamente a través del reconocimiento de la independencia. Para reconocer a
un Estado, recordábamos en el artículo anterior, se requería una autoridad
nacional a quien reconocer. Una autoridad nacional, entre otras cosas, supone
una deuda pública, es decir, aceptar que el Estado puede recaudar recursos pero
también deberlos. Y así, el ósculo de la predilección iba a ser precedido por
un título de deuda.
Nace la Deuda Pública Nacional
La
deuda pública nacional fue un empeño de la provincia de Buenos Aires, a fines
de 1821, cuando el gobierno de Martín Rodríguez y los ministerios de Rivadavia
y García. Se consolidaron todos los adeudos, desde los existentes al 25 de mayo
de 1810, los contraídos por los gobiernos posteriores y los originados en la guerra
de la independencia, incluidos los gastos en la campaña de San Martín. Como
ocurre en estos casos, había reclamos reales y otros más dudosos, montando el
total, al 1§ de septiembre de 1821, a cuatro millones y medio de pesos fuertes.
Se instituyó un fondo en títulos públicos de cinco millones; los títulos
redituaban intereses trimestrales a sus tenedores. Se afectó al pago de la
deuda pública provincial la totalidad de las rentas, propiedades muebles e
inmuebles, es decir, en este último caso, las tierras públicas, inmensa riqueza
potencial desaprovechada y recorrida por el indio, que quedaron "bajo
especial hipoteca" en garantía del capital e intereses de los bonos. El
complemento de esta puesta fuera del comercio de la tierra pública fue la ley
de enfiteusis: se entregaba para su explotación mediante el pago de un canon
anual que permitiría atender los intereses y amortización del capital de la
deuda pública [1].
Lo
cierto es que el gobierno comenzó a pagar la deuda pública con buen pie. Los
ingresos, provenientes sobre todo de la renta aduanera -se suprimieron los
impuestos de la época virreinal, ideados por funcionarios borbónicos con una
imaginación fiscal superior aún a la de
nuestro gran publicano Echegaray-, crecieron en ese lapso de paz en modo
suficiente para hacer frente a los gastos (el sistema rentístico instituido en
1821 se vendrá después abajo, pero esa es ya otra y resabida historia). En
medio de esta euforia, a fines de 1822, la legislatura provincial autoriza al
gobierno a contraer un empréstito externo por cinco millones de pesos fuertes
(equivalentes a un millón de libras esterlinas), al 6% de interés anual y bajo
el régimen de garantías de las rentas públicas, es decir, con la "especial
hipoteca" sobre las tierras provinciales, sustancialmente. El
"minimum" a que se podría negociarlo sería el 70%.
Las
finalidades del empréstito eran: construirle un puerto a la ciudad, dotarla de
aguas corrientes y levantar poblaciones entre ella y Patagones. Estos objetivos
eran inatacables. Puerto, estrictamente hablando, no había. Los barcos
atracaban lejos, quedando hasta la ribera una barrosa pileta de poca profundidad,
que se sorteaba en un carretón tirado por caballos, según ha quedado descripto
en las memorias de los viajeros (las obras de Puerto Madero se iniciarán
sesenta años más tarde, con otro empréstito inglés mediante). La ciudad, por
otra parte, sucia y de casas mohosas y descoloridas por la humedad, no era gran
cosa: lord Ponsonby, que no quiso a nadie, recordaría muchos años su olor a
fango y a animales muertos: aguas corrientes no le hubieran venido mal a Buenos
Aires (como se sabe, en 1890, un empréstito contratado para las obras relativas
al agua y salubridad de Buenos Aires, que tenía como underwriter a la Baring, provocaría
la crisis de ésta). Poblaciones en la costa sudatlántica, hasta la
altura donde Estomba erigirá después la
Fortaleza Protectora Argentina, habrían sido de gran importancia para domar el
desierto.
Durante
1823 nada se hizo para negociar el empréstito. Pero en diciembre de ese año un
consorcio de capitalistas locales, presidido por Félix Castro e integrado
también por el socio de éste, Guillermo Parish Robertson presentan a Rivadavia
la propuesta de negociar un empréstito
en Londres de un millón de esterlinas, al 7%, para obtener setecientas
mil (el "minimum" de la ley), en la plaza de Londres. Quien estaba ya
en esa ciudad, y hecho contacto con la Baring Brothers, era el hermano de
Guillermo, John Parish Robertson. En la próxima entrega trataremos de ver por
qué la Baring estaba dispuesta a lanzar
los títulos de un empréstito para una lejana provincia del hemisferio sur, y
por qué los Robertson fueron tan activos
intermediarios.
[1] El enfiteuta tenía el usufructo o
"dominio útil" de la tierra; el gobierno conservaba la nuda propiedad
o "dominio eminente". La ley, pese a sus parches posteriores, fue un
fracaso: no se puso en principio límite a las concesiones, acumulándose en
manos de influyentes latifundios ni visitados ni explotados, siendo la ganancia
los subarriendos, que no estaban prohibidos; en algunos casos, pobladores ya
establecidos se convirtieron en subarrendatarios de estos explotadores urbanos;
en fin, por medio de chicanas y coimas, se evitaba el pago del canon o se lo
abonaba por sumas irrisorias. La "viveza criolla" ya por entonces
cosa vieja.
BYE BYE BARING (III)
Tenemos,
pues, una ley provincial votada a fines de 1822 que autoriza a contraer un empréstito
exterior por valor nominal de un millón de libras, con un mínimo real a
percibir de setecientas mil, al 6% anual, teniendo como garantía las rentas y
tierras públicas provinciales. Establece como finalidad construir el puerto, instalar
las aguas corrientes y fundar pueblos avanzando la frontera con el indio hacia
el sur. Objetivos excelentes, por cierto, aunque el anteproyecto para el puerto
estuviese aún en principio de elaboración por el ingeniero inglés Bevans (el
abuelo de Carlos Pellegrini), el de instalación de aguas corrientes haba
llegado a formularse (el mismo Bevans, unos años después, intentaría un pozo
artesiano en la Recoleta) y la traza de los futuros pueblos no resultase a esa
altura determinada de manera alguna.
Durante 1823, la negociación del empréstito
votado permanece stand by, como se diría en la City. Sólo en diciembre de ese
año se eleva al gobierno una propuesta para concretarlo. La firma un grupo de
comerciantes bien conocidos en la plaza, encabezados por don Félix Castro y
Guillermo Parish Robertson. El hermano de este último, John, que aunque no
firma la petición es el principal gestor del negocio, se encuentra en Londres y
tiene ya el contacto con la entidad financiera que lanzar el empréstito: Baring Brothers.
El Boom Hispanoamericano
En
la Gran Bretaña de aquel entonces, superada la crisis que siguiera a las
guerras napoleónicas, se vivía un momento de abundancia de capitales. En lugar
de dirigirse a la industria o al comercio, se orientaron a los títulos
públicos, primero, y a empréstitos a gobiernos del continente, luego, con grandes
ganancias. El gobierno inglés consolidó su deuda pública a muy bajo interés, y
a los capitales especulativos, que buscaban nuevas colocaciones ventajosas
abarrotando mientras tanto los bancos, se les debieron ofrecer entonces nuevas
oportunidades tentadoras. Ahí estaban las colonias hispanoamericanas, cuya
recuperación por España, después de la batalla de Ayacucho, parecía muy
improbable. Aparecieron los expertos que suelen reproducirse en estos casos,
mostrando y exagerando las riquezas inagotables de las antiguas colonias,
inexplotadas hasta ese momento por obra y gracia del "despotismo español".
Los
nombres de unos gobiernos situados en una geografía imprecisa, allá del otro lado del charco atlántico, pero
todos ellos abiertos al librecambio y a la afluencia de inversiones con rápido retorno, comenzaron a aparecer elogiosamente
en los boletines económicos. Además, había oportunidades para joint ventures exitosas con caballeros
hispanoamericanos junto a los cuales abrir un canal en el istmo de Panamá ,
pescar perlas en el Caribe, trazar caminos de hierro cuando recién se ensayaban
en suelo inglés, llevarse el oro y la plata de México y hasta de un cerro
Famatina, situado en un sitio llamado algo así como La Rioja (por cuyos
yacimientos habrían de litigar, sendas compañías mineras mediante, Facundo y
don Bernardino, quedando la cuestión en inútil empate) [1].
Se
calcula que, entre 1824 y 1825, se emitieron bonos en empréstitos extranjeros
-casi todos ellos tomados al 70%- por un valor de veinte millones de libras.
Ello sin contar las sumas en acciones y otros títulos lanzados por las compañías
que se formaban para explotar las riquezas fabulosas de América. Puede verse,
entonces, que nuestro país, tanto en el empréstito como en el caso de la River
Plate Mining Association, fue objeto en relativamente pequeña parte de ese
entusiasmo especulativo.
La
Baring, por su lado, había tomado rápidamente interés por los asuntos americanos.
En 1803, Jefferson, contrario en absoluto a tomar préstamos externos, se
dirigió a sir Francis Baring, para que le financiase los quince millones de
dólares que Bonaparte pedía para vender la Luisiana -y hacer frente a la guerra que veía venirse con Inglaterra.
Así las cosas, no le fue difícil a John Parish Robertson tomar contacto con la
casa de Bishopsgate Street, presidida entonces por Alexander Baring, primer
barón de Ashburton.
Algo sobre los Robertson
Los
Robertson merecen parrafito aparte. El mayor, Juan, con apenas catorce años llega
en 1806 a Montevideo, atraído por la noticia de la caída de Buenos Aires en
manos de Beresford. Vuelto a su tierra ante el giro de los acontecimientos,
reincide dos años después y en 1809 pone el pie en Buenos Aires. Comerciante
muy joven pero ya avezado, fleta mercaderías al Paraguay, pasa a Asunción,
alcanza el favor del dictador Francia, se las ingenia entretanto para
presenciar el combate de San Lorenzo y sostener largas conversaciones con
Artigas, trae con él a su hermano Guillermo y amasa una importante fortuna. En
1815 los hermanos pierden su preeminencia con Francia, pasan a Corrientes y, en
1823, Guillermo está en Buenos Aires,
presentando el proyecto para el empréstito, y Juan en Londres, haciendo el
enganche con los banqueros. Ese mismo año 1823, Canning designa a Woodbine
Parish -pariente político de uno de sus secretarios- cónsul de S.M Británica en
Buenos Aires. Los Robertson y Parish tienen un antepasado común, otro Juan
Parish, de la ciudad de Bath, famosa por sus aguas. Los Robertson comunicaban a
su abuelo regularmente las noticias acerca de sus especulaciones, especialmente
con la deuda pública de Buenos Aires y con el Banco de Descuentos, creado en
1822 y del que eran accionistas. El abuelo, por su parte, transmitía esta
información al Foreign Office y a su amigo lord Liverpool. Puede señalarse, de
paso, que buena parte de la historia argentina de la época se encuentra en
"Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata", de Woodbine Parish,
y en las "Cartas sobre Sudamérica" y las "Cartas sobre el
Paraguay", que los Robertson publican en Londres, ya vueltos a su tierra
después de perder su fortuna con el asiento de una colonia escocesa en Monte
Grande. Ya sabemos, en fin, por qué los Robertson para negociar el empréstito y
por qué la Baring para lanzarlo. Veamos cómo sigue la historia, para cuya guía
recomiendo al lector curioso la obra de Fitte "Historia de Un Empréstito-
La Emisión de Baring Brothers en 1824", Emecé, 1962, de seguro la más
completa sobre el tema, a la cual me he permitido agregar informaciones y
consideraciones de otra cosecha.
Con Plenos Poderes
La
propuesta elevada a fines de 1823 recibe el visto bueno del ministro Rivadavia.
Pero desde allí, el impulsor de la negociación es Manuel José‚ García, el
ministro de Hacienda. García defiende la propuesta de Castro y Robertson ante
la comisión de Hacienda de la Legislatura, obtiene su visto bueno y, en enero
de 1824, otorgar un poder a Castro, los Robertson y los demás proponentes para
contratar un préstamos en la plaza de Londres, de un valor nominal de un millón
de libras y real de setecientas mil (como era el caso de casi todos los
contratados en esa época y plaza), asegurándoles a los contratantes un punto
"por todo gasto o comisión".
En el poder, observa Fitte, no se especifica el interés a pagar -que
surgía de la ley-, si las libras serían remitidas en metálico o en papel -en la
generalidad de los empréstitos similares de la ‚poca lo fueron en letras, no en
otro-, y tampoco el plazo y forma de amortización. Ocho días antes de la firma
del mandato, Guillermo Robertson informa a la Baring que la operación va en
firme. Es muy importante otra carta, ya de abril de 1824, que registra Fitte
como mandada por Guillermo Robertson, esta vez a la casa londinense de los
Rothschild. Allí les dice que, a su juicio, el gobierno quiere, con el empréstito,
realizar las obras públicas comprometidas, por un lado; por otro: "comprar
lo más posible títulos en circulación aquí", cuyo valor se supone no
subiría mientras tanto. Como los intereses eran más altos en Buenos Aires que
en Londres, la diferencia haría buen negocio. Mientras don Félix Castro marcha
a Londres a encontrarse con John Parish Robertson y visitar el número 8 de
Bishopsgate Street, con diferencia de días llegaba a nuestro barroso puerto
Woodbine Parish, primer cónsul británico. El próximo episodio, en Londres.
[1]
En realidad, este fue el segundo boom financiero hispanoamericano. El primero,
a principios del siglo XVIII, desatado a consecuencia de las perspectivas
favorables que se atribuyeron a la paz de Utrecht (1713), merced a la cual la
Gran Bretaña obtuvo el monopolio del comercio de esclavos a Hispanoamérica y
otras ventajas comerciales conexas, terminé en desastre. La South Sea Company, usufructuaria de
aquel monopolio, mediante el soborno de altos funcionarios, se hizo cargo de la
deuda pública inglesa, pagándola con acciones sobrevaluadas. Los ahorristas se
volcaron en gran número a ellas y una súbita baja –conocida de antemano por el
círculo whig de Horacio Walpole- los arruinó. La ola especulativa se llamó
"Burbuja de los Mares del Sur" -South
Sea Bubble- y acompañó la corrupción política del parlamentarismo whig,
satirizada por Swift en los "Viajes de Gulliver".
No hay comentarios.:
Publicar un comentario