miércoles, julio 02, 2014

SOBRE NUESTRO PRIMER EMPRÉSTITO





A la caída de la Baring, en 1995, escribí una serie de artículos en  "La Nueva Provincia" de Bahía Blanca, que pueden ser de interés hoy. Recuperados, los iré publicando en este blog. Aquí van los tres primeros.



 

BYE BYE BARING (I)

 

Cuando la Baring se nos fue, el 26 de febrero último, se llevó con ella buena parte de la historia argentina. Con la Baring aparece, en 1823, el primer empréstito exterior, hábito nunca interrumpido y sí ampliado de entonces al presente; junto con ella, estuvimos al borde de la quiebra en 1890, hábito este último que -por suerte- no hemos querido reproducir al pie de la letra esta vez, al menos por ahora; en ella, por fin, se concentra la condena dictada por el nacionalismo de los años 30 contra la "dominación británica". Y resulta que el golpe de gracia, la puñalada trapera, se la encaja sin arte ni parte de argentinos un muchacho paliducho y anteojudo, Nick Leeson, dedicado a negociar a futuro en Singapur. Un final casi podría decirse injusto para la banca de la reina (Victoria ayer, Isabel II hoy), tan unida a nuestro pasado y su galería de próceres. Esta última circunstancia pesaba tanto todavía en los años 60, que cualquier periodista más o menos informado de la ‚poca estaba en condiciones de escribir un instant book sobre las peripecias argentinas de la casa londinense. En los 90, en cambio, un gran diario de Buenos Aires debió recoger del Financial Times (que, a su vez, hurgó en sus archivos) el recuerdo de las aventuras de la Baring a orillas del Río de la Plata. Sic transit gloria (et pecunia) mundi.

 

En el nº 8 de Bishopsgate, Londres, todavía tienen su asiento la Baring Brothers & Co, la Baring Asset Management Ltd y la Baring Securities Ltd. Con sus dividendos se mantiene la Baring Foundation, dedicada a obras de caridad. Los Baring han manejado en ese solar sus negocios desde hace más de dos siglos. La historia de la casa arranca propiamente en 1762. Pero hay que remontarse más atrás, a 1717, para encontrar a Johann Baring, un acaudalado mercader de Bremen que, atraído por la niebla prestigiosa de la City, decide pasar de su ciudad hanseática a Londres. Sus hijos John y Francis fundan la Baring Brothers. Francis, elevado a la categoría de caballero del imperio británico, se revelará como un respetado genio financiero. Al morir, en 1810, se le atribuía una fortuna personal de £ 700.000 y el título de "primer negociante de Europa". Título, en verdad, que los Baring disputarán palmo a palmo con otra gran estirpe bancaria: los Rothschild. Unos y otros fueron acusados, aclamados y requeridos como los poderes invisibles de la política europea (que era, entonces, la política mundial). Los Baring fueron calificados como la sexta potencia europea, junto a Inglaterra, Francia, Austria, Rusia y Prusia. Lord Byron dejó estos versos (1823):

 

"¨Quién es el dueño del mundo, del antiguo

 Como del nuevo, de sus dolores y sus placeres?

 ¨Quién mueve la elocuencia de todos los políticos?

 ¨¿La sombra de Bonaparte y su noble audacia?

 No, el judío Rothschild y Baring, su par cristiano"

 

Preparando el primer empréstito

 

Para la época, justamente, en que lord Byron despachaba estos versos, comenzaba a gestionarse en el Río de la Plata el primer empréstito externo, emblemático en cierto modo por haber sido el inicial, porque no se cumplieron las finalidades a que estaba destinado y porque dio lugar a negocios muy particulares de sus gestores, rasgos que se repetirán con cierta monotonía en las similares experiencias financieras posteriores.

 

A partir del autogobierno en 1810. y con mayor razón luego de la declaración de la independencia, la preocupación dominante, si no exclusiva, de nuestras dirigencias, en cuanto a política exterior, fue el reconocimiento de la existencia como Estado por parte de la Gran Bretaña. Esto implicaba no sólo una acción diplomática (cuyos lineamientos básicos ya están trazados en las instrucciones a Mariano Moreno para su frustrada misión ante la corte de Londres), sino también la creación de un lobby de opinión favorable frente al gabinete y al parlamento inglés. Este lobby tenía como  única, pero nada despreciable, base de apoyo, el comercio inglés en nuestro suelo. En este punto, los intereses y la economía se revelaban complementarios no, por cierto, de la totalidad de las regiones del antiguo virreinato, pero sí de Buenos Aires y el litoral. La diplomacia inglesa tenía que contener a España y la Santa Alianza; el comercio inglés de intercambio de manufacturas (vestidos, cuchillos, ponchos, pavas, cacerolas, espuelas y hasta el freno del caballo) contra cueros, plumas, pieles, sebo, carne seca y salada, astas y crines del litoral, debía proveer el sustento a los argumentos diplomáticos. Esta estrategia, que se presentaba como la única posible, fue, de hecho, la que las clases dirigentes de nuestro país, pese a las profundas diferencias que podían separar a unitarios y federales, siguieron, tanto hasta 1825, en que se produce el reconocimiento de la independencia por George Canning y se firma el Tratado de Amistad y Comercio con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, como en los años posteriores, en los que esa relación de complementariedad parcial aquí y tutorial desde allí  continuó desenvolviéndose y ampliándose. Variaron los términos, reservas y límites puestos a esa relación, según se presentaban, por otra parte, las contingencias de la historia europea. Pero lo que no varió fue la necesidad de que esa relación continuara. La fórmula que nuestras dirigencias, por mucho tiempo, no supieron encontrar, era la que permitiese concordar la necesidad de una relación comercial y política complementaria con la Gran Bretaña, por un lado, con el impacto altamente desfavorable, por otro, que  esa relación producía en la vida económica e institucional de las regiones mediterránea, cuyana, tucumana, altoperuana, paraguaya y en la Banda Oriental, cuyo puerto más apto y profundo quedaba anulado por la costa barrosa de Buenos Aires. Por otra parte, esta relación especial con la Gran Bretaña, protectora de nuestra independencia y tutora de nuestra economía, la iba definiendo como una especie de madre patria sustituta, con la cual se iba a desenvolver un largo psicodrama de amor/odio, del cual la guerra de Malvinas es apenas un episodio.

 

Este era el marco de 1823. Si se quería el reconocimiento, debía instalarse una autoridad nacional, luego de la disolución [aparente} del año XX. Una autoridad nacional requería, por otra parte, hacer las cuentas de las reclamaciones pendientes contra el gobierno y establecer algo semejante a una deuda pública. En ese momento, se pensó en el empréstito, como veremos en la próxima entrega.

 

 

BYE BYE, BARING (II)

 

En la entrega anterior se señalaba que nuestra primera generación independiente se encontró aculada, sin otro extremo alternativo posible, a buscar la protección de la diplomacia inglesa, procurando que reconociera a los nuevos Estados, y ofreciéndole, a cambio, un trato ampliamente favorecido al comercio bajo bandera británica. Nos emancipamos cambiando los bienes uterinos de la pampa por las manufacturas multiplicadas en la racionalidad del mercado capitalista servido por la m quina de vapor. Éramos un puesto alejado de la vasta estancia mundial anglosajona, en cuyo casco borbollaba la caldera de Watt. La independencia implicó adoptar una madre patria vicaria, Inglaterra, de la que recibimos lo que don Enrique Larreta llamó, con pompa y aparato, el "ósculo de la predilección". El ósculo en cuestión debía aplicarse públicamente a través del reconocimiento de la independencia. Para reconocer a un Estado, recordábamos en el artículo anterior, se requería una autoridad nacional a quien reconocer. Una autoridad nacional, entre otras cosas, supone una deuda pública, es decir, aceptar que el Estado puede recaudar recursos pero también deberlos. Y así, el ósculo de la predilección iba a ser precedido por un título de deuda.

 

 

Nace la Deuda Pública Nacional

 

La deuda pública nacional fue un empeño de la provincia de Buenos Aires, a fines de 1821, cuando el gobierno de Martín Rodríguez y los ministerios de Rivadavia y García. Se consolidaron todos los adeudos, desde los existentes al 25 de mayo de 1810, los contraídos por los gobiernos posteriores y los originados en la guerra de la independencia, incluidos los gastos en la campaña de San Martín. Como ocurre en estos casos, había reclamos reales y otros más dudosos, montando el total, al 1§ de septiembre de 1821, a cuatro millones y medio de pesos fuertes. Se instituyó un fondo en títulos públicos de cinco millones; los títulos redituaban intereses trimestrales a sus tenedores. Se afectó al pago de la deuda pública provincial la totalidad de las rentas, propiedades muebles e inmuebles, es decir, en este último caso, las tierras públicas, inmensa riqueza potencial desaprovechada y recorrida por el indio, que quedaron "bajo especial hipoteca" en garantía del capital e intereses de los bonos. El complemento de esta puesta fuera del comercio de la tierra pública fue la ley de enfiteusis: se entregaba para su explotación mediante el pago de un canon anual que permitiría atender los intereses y amortización del capital de la deuda pública [1].

 

Lo cierto es que el gobierno comenzó a pagar la deuda pública con buen pie. Los ingresos, provenientes sobre todo de la renta aduanera -se suprimieron los impuestos de la época virreinal, ideados por funcionarios borbónicos con una imaginación fiscal superior aún a la  de nuestro gran publicano Echegaray-, crecieron en ese lapso de paz en modo suficiente para hacer frente a los gastos (el sistema rentístico instituido en 1821 se vendrá después abajo, pero esa es ya otra y resabida historia). En medio de esta euforia, a fines de 1822, la legislatura provincial autoriza al gobierno a contraer un empréstito externo por cinco millones de pesos fuertes (equivalentes a un millón de libras esterlinas), al 6% de interés anual y bajo el régimen de garantías de las rentas públicas, es decir, con la "especial hipoteca" sobre las tierras provinciales, sustancialmente. El "minimum" a que se podría negociarlo sería el 70%.

 

Las finalidades del empréstito eran: construirle un puerto a la ciudad, dotarla de aguas corrientes y levantar poblaciones entre ella y Patagones. Estos objetivos eran inatacables. Puerto, estrictamente hablando, no había. Los barcos atracaban lejos, quedando hasta la ribera una barrosa pileta de poca profundidad, que se sorteaba en un carretón tirado por caballos, según ha quedado descripto en las memorias de los viajeros (las obras de Puerto Madero se iniciarán sesenta años más tarde, con otro empréstito inglés mediante). La ciudad, por otra parte, sucia y de casas mohosas y descoloridas por la humedad, no era gran cosa: lord Ponsonby, que no quiso a nadie, recordaría muchos años su olor a fango y a animales muertos: aguas corrientes no le hubieran venido mal a Buenos Aires (como se sabe, en 1890, un empréstito contratado para las obras relativas al agua y salubridad de Buenos Aires, que tenía como underwriter a la Baring, provocaría  la crisis de ésta). Poblaciones en la costa sudatlántica, hasta la altura donde Estomba erigirá  después la Fortaleza Protectora Argentina, habrían sido de gran importancia para domar el desierto.

 

Durante 1823 nada se hizo para negociar el empréstito. Pero en diciembre de ese año un consorcio de capitalistas locales, presidido por Félix Castro e integrado también por el socio de éste, Guillermo Parish Robertson presentan a Rivadavia la propuesta de negociar un empréstito  en Londres de un millón de esterlinas, al 7%, para obtener setecientas mil (el "minimum" de la ley), en la plaza de Londres. Quien estaba ya en esa ciudad, y hecho contacto con la Baring Brothers, era el hermano de Guillermo, John Parish Robertson. En la próxima entrega trataremos de ver por qué  la Baring estaba dispuesta a lanzar los títulos de un empréstito para una lejana provincia del hemisferio sur, y por qué  los Robertson fueron tan activos intermediarios.

 

[1] El enfiteuta tenía el usufructo o "dominio útil" de la tierra; el gobierno conservaba la nuda propiedad o "dominio eminente". La ley, pese a sus parches posteriores, fue un fracaso: no se puso en principio límite a las concesiones, acumulándose en manos de influyentes latifundios ni visitados ni explotados, siendo la ganancia los subarriendos, que no estaban prohibidos; en algunos casos, pobladores ya establecidos se convirtieron en subarrendatarios de estos explotadores urbanos; en fin, por medio de chicanas y coimas, se evitaba el pago del canon o se lo abonaba por sumas irrisorias. La "viveza criolla" ya por entonces cosa vieja.

 

BYE BYE BARING (III)

 

Tenemos, pues, una ley provincial votada a fines de 1822 que autoriza a contraer un empréstito exterior por valor nominal de un millón de libras, con un mínimo real a percibir de setecientas mil, al 6% anual, teniendo como garantía las rentas y tierras públicas provinciales. Establece como finalidad construir el puerto, instalar las aguas corrientes y fundar pueblos avanzando la frontera con el indio hacia el sur. Objetivos excelentes, por cierto, aunque el anteproyecto para el puerto estuviese aún en principio de elaboración por el ingeniero inglés Bevans (el abuelo de Carlos Pellegrini), el de instalación de aguas corrientes haba llegado a formularse (el mismo Bevans, unos años después, intentaría un pozo artesiano en la Recoleta) y la traza de los futuros pueblos no resultase a esa altura determinada de manera alguna.
 
 
 
Durante 1823, la negociación del empréstito votado permanece stand by, como se diría en la City. Sólo en diciembre de ese año se eleva al gobierno una propuesta para concretarlo. La firma un grupo de comerciantes bien conocidos en la plaza, encabezados por don Félix Castro y Guillermo Parish Robertson. El hermano de este último, John, que aunque no firma la petición es el principal gestor del negocio, se encuentra en Londres y tiene ya el contacto con la entidad financiera que lanzar  el empréstito: Baring Brothers.

 

El Boom Hispanoamericano

 

En la Gran Bretaña de aquel entonces, superada la crisis que siguiera a las guerras napoleónicas, se vivía un momento de abundancia de capitales. En lugar de dirigirse a la industria o al comercio, se orientaron a los títulos públicos, primero, y a empréstitos a gobiernos del continente, luego, con grandes ganancias. El gobierno inglés consolidó su deuda pública a muy bajo interés, y a los capitales especulativos, que buscaban nuevas colocaciones ventajosas abarrotando mientras tanto los bancos, se les debieron ofrecer entonces nuevas oportunidades tentadoras. Ahí estaban las colonias hispanoamericanas, cuya recuperación por España, después de la batalla de Ayacucho, parecía muy improbable. Aparecieron los expertos que suelen reproducirse en estos casos, mostrando y exagerando las riquezas inagotables de las antiguas colonias, inexplotadas hasta ese momento por obra y gracia del "despotismo español".

 

Los nombres de unos gobiernos situados en una geografía imprecisa, allá  del otro lado del charco atlántico, pero todos ellos abiertos al librecambio y a la afluencia de inversiones con  rápido retorno, comenzaron a aparecer elogiosamente en los boletines económicos. Además, había oportunidades para joint ventures exitosas con caballeros hispanoamericanos junto a los cuales abrir un canal en el istmo de Panamá , pescar perlas en el Caribe, trazar caminos de hierro cuando recién se ensayaban en suelo inglés, llevarse el oro y la plata de México y hasta de un cerro Famatina, situado en un sitio llamado algo así como La Rioja (por cuyos yacimientos habrían de litigar, sendas compañías mineras mediante, Facundo y don Bernardino, quedando la cuestión en inútil empate) [1].

 

Se calcula que, entre 1824 y 1825, se emitieron bonos en empréstitos extranjeros -casi todos ellos tomados al 70%- por un valor de veinte millones de libras. Ello sin contar las sumas en acciones y otros títulos lanzados por las compañías que se formaban para explotar las riquezas fabulosas de América. Puede verse, entonces, que nuestro país, tanto en el empréstito como en el caso de la River Plate Mining Association, fue objeto en relativamente pequeña parte de ese entusiasmo especulativo.

 

La Baring, por su lado, había tomado rápidamente interés por los asuntos americanos. En 1803, Jefferson, contrario en absoluto a tomar préstamos externos, se dirigió a sir Francis Baring, para que le financiase los quince millones de dólares que Bonaparte pedía para vender la Luisiana -y hacer frente  a la guerra que veía venirse con Inglaterra. Así las cosas, no le fue difícil a John Parish Robertson tomar contacto con la casa de Bishopsgate Street, presidida entonces por Alexander Baring, primer barón de Ashburton.

 

 

 

Algo sobre los Robertson



                                                                                Retrato de Guillermo Parish Robertson

Los Robertson merecen parrafito aparte. El mayor, Juan, con apenas catorce años llega en 1806 a Montevideo, atraído por la noticia de la caída de Buenos Aires en manos de Beresford. Vuelto a su tierra ante el giro de los acontecimientos, reincide dos años después y en 1809 pone el pie en Buenos Aires. Comerciante muy joven pero ya avezado, fleta mercaderías al Paraguay, pasa a Asunción, alcanza el favor del dictador Francia, se las ingenia entretanto para presenciar el combate de San Lorenzo y sostener largas conversaciones con Artigas, trae con él a su hermano Guillermo y amasa una importante fortuna. En 1815 los hermanos pierden su preeminencia con Francia, pasan a Corrientes y, en 1823, Guillermo está  en Buenos Aires, presentando el proyecto para el empréstito, y Juan en Londres, haciendo el enganche con los banqueros. Ese mismo año 1823, Canning designa a Woodbine Parish -pariente político de uno de sus secretarios- cónsul de S.M Británica en Buenos Aires. Los Robertson y Parish tienen un antepasado común, otro Juan Parish, de la ciudad de Bath, famosa por sus aguas. Los Robertson comunicaban a su abuelo regularmente las noticias acerca de sus especulaciones, especialmente con la deuda pública de Buenos Aires y con el Banco de Descuentos, creado en 1822 y del que eran accionistas. El abuelo, por su parte, transmitía esta información al Foreign Office y a su amigo lord Liverpool. Puede señalarse, de paso, que buena parte de la historia argentina de la época se encuentra en "Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata", de Woodbine Parish, y en las "Cartas sobre Sudamérica" y las "Cartas sobre el Paraguay", que los Robertson publican en Londres, ya vueltos a su tierra después de perder su fortuna con el asiento de una colonia escocesa en Monte Grande. Ya sabemos, en fin, por qué los Robertson para negociar el empréstito y por qué la Baring para lanzarlo. Veamos cómo sigue la historia, para cuya guía recomiendo al lector curioso la obra de Fitte "Historia de Un Empréstito- La Emisión de Baring Brothers en 1824", Emecé, 1962, de seguro la más completa sobre el tema, a la cual me he permitido agregar informaciones y consideraciones de otra cosecha.

 

Con Plenos Poderes

 

La propuesta elevada a fines de 1823 recibe el visto bueno del ministro Rivadavia. Pero desde allí, el impulsor de la negociación es Manuel José‚ García, el ministro de Hacienda. García defiende la propuesta de Castro y Robertson ante la comisión de Hacienda de la Legislatura, obtiene su visto bueno y, en enero de 1824, otorgar un poder a Castro, los Robertson y los demás proponentes para contratar un préstamos en la plaza de Londres, de un valor nominal de un millón de libras y real de setecientas mil (como era el caso de casi todos los contratados en esa época y plaza), asegurándoles a los contratantes un punto "por todo gasto o comisión".  En el poder, observa Fitte, no se especifica el interés a pagar -que surgía de la ley-, si las libras serían remitidas en metálico o en papel -en la generalidad de los empréstitos similares de la ‚poca lo fueron en letras, no en otro-, y tampoco el plazo y forma de amortización. Ocho días antes de la firma del mandato, Guillermo Robertson informa a la Baring que la operación va en firme. Es muy importante otra carta, ya de abril de 1824, que registra Fitte como mandada por Guillermo Robertson, esta vez a la casa londinense de los Rothschild. Allí les dice que, a su juicio, el gobierno quiere, con el empréstito, realizar las obras públicas comprometidas, por un lado; por otro: "comprar lo más posible títulos en circulación aquí", cuyo valor se supone no subiría mientras tanto. Como los intereses eran más altos en Buenos Aires que en Londres, la diferencia haría buen negocio. Mientras don Félix Castro marcha a Londres a encontrarse con John Parish Robertson y visitar el número 8 de Bishopsgate Street, con diferencia de días llegaba a nuestro barroso puerto Woodbine Parish, primer cónsul británico. El próximo episodio, en Londres.

 

 

 [1] En realidad, este fue el segundo boom financiero hispanoamericano. El primero, a principios del siglo XVIII, desatado a consecuencia de las perspectivas favorables que se atribuyeron a la paz de Utrecht (1713), merced a la cual la Gran Bretaña obtuvo el monopolio del comercio de esclavos a Hispanoamérica y otras ventajas comerciales conexas, terminé en desastre. La South Sea Company, usufructuaria de aquel monopolio, mediante el soborno de altos funcionarios, se hizo cargo de la deuda pública inglesa, pagándola con acciones sobrevaluadas. Los ahorristas se volcaron en gran número a ellas y una súbita baja –conocida de antemano por el círculo whig de Horacio Walpole- los arruinó. La ola especulativa se llamó "Burbuja de los Mares del Sur" -South Sea Bubble- y acompañó la corrupción política del parlamentarismo whig, satirizada por Swift en los "Viajes de Gulliver".

 

 

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