lunes, noviembre 04, 2019

GRETA HACE DEDO PARA LLEGAR AL FIN DE LA HISTORIA

La Cumbre del Clima debió ser virada, vía ONU,  de Santiago de Chile a Madrid, por razón de revueltas. Y Greta Thunberg, especie de Juana de Arco posmoderna, mediática y profana, quedó del lado equivocado del charco  y está haciendo dedo desde los EE.UU., para cruzar el Atlántico en barquichuelo no contaminante. Lo hace mandando mensajes a través de su iPhone o lo que sea, instrumento desde luego -ay- también contaminante. Pero qué se le va a hacer, todo paraíso conlleva alguna serpiente y las señales de humo difícilmente puedan atravesar la mar océana, además de contaminar ellas mismas. Ya encontrará algún ricachón, como antes Casiraghi, que la embarque en un yate de  lujo, con su baldecito para necesidades y otros resguardos del puritanismo ecologista. Llegarás a tiempo, Greta, para decir tu palabra que ya todo permea (la jueza Elena Liberatori, por ejemplo, incorporó párrafos gretianos para fundamentar el traslado final de la orangutana Sandra de Buenos Aires a Miami).

El retroprogresismo posmo es fascinante: propone una especie de regressus ad uterum, más allá del grito primario de la criatura que  un día fue sapiens o Neanderthal. El camino de toda utopía está sembrado de dificultades y hacer coincidir el fin de la historia con su principio resulta empresa muy ardua. Gregorio Luri, pensador español y catalán, que he citado otras veces en este blog, lo pone de esta manera: "el fin de la historia podría ser la completa renaturalización del hombre: su expulsión al paraíso natural, la reconquista de la inocencia sin conciencia". El gran consenso socialdemócrata en Occidente, que ha encontrado su adalid en Greta,  es que el mundo está en "emergencia ecológica".  Hay que evitar un apocalipsis. Al final, allá lejos, nuevos cielos y nueva tierra resurgirán, y los sobrevivientes  podrán deambular en pelotas por feraces bosques, con la dulzura de  la inconsciencia y la liberación de toda culpa, comiendo lo que caiga y sorbiendo el agua límpida de los arroyuelos,  si es que no reaparece también el tigre dientes de sable. Claro, caramba, siempre hay escépticos. ¿Van a sacrificar a todas las vacas del planeta, porque pean como rumiantes antiecológicas que son las pobres? A por ellas. Y no faltarán los rebeldes que levanten como bandera un harapo de papel higiénico, por no querer naturalizar su culo para la cotidiana función excretoria.  Hay un inconveniente, y es que toda utopía, por definición algo que no existe, sólo puede intentar realizarse, apurando el tiempo de su cumplimento,  por imposición violenta. Las utopías que en el mundo han sido terminan siempre erigiendo altares del sacrificio sangriento para acelerar la felicidad final.  Las democracias contemporáneas, que ya nadie respeta porque han perdido toda justificación respetable, salvo el juego de calesita sus clases políticas, son demasiado débiles para llegar a la felicidad anhelada. Se requiere una dictadura: una ecodictadura. Para un pensamiento apocalíptico que proclama en la voz de una adolescente que lo único que cuenta es la salvación del mundo  del mal inminente, las pamplinas del Estado constitucional son un obstáculo, un retardo inútil del Gran Final. La ecodictadura está a la vuelta de la esquina. Greta nos mira con su mirada fría, dura, condenatoria. Quisiera vaciar su balde sobre la cerviz rebelde de quienes, por cualquier razón, se oponen a reintegrarse a la inconciencia.-

miércoles, septiembre 18, 2019

POBRES HABRA SIEMPRE, O DE LA FILOSOFÍA DE LA MISERIA







En el blog ya he transmitido algunas reflexiones sobre la pobreza -pinche el lector en la voz "pobreza" del índice colocado al costado izquierdo de la página inicial. Pero una cosa es la pobreza real, que se vive y se sufre, y otra es la "pobreza" convertida en ideologema,  en tópico ideológico,  dentro de la impostura connatural a la cultura de nuestros días. La pobreza, la miseria y la desdicha se convierten en simulacros, desenvueltos en un acting mimético donde la realidad se desvanece y la penuria se diluye en una mueca actoral. Esta manipulación, como otras que junto con ella se suele infligirnos, muestra a las claras la potencia del ensayo de ingeniería social en el que estamos inmersos, y las cotas de vileza, hasta hace un tiempo impensable, en que se nos sume cotidianamente.



Que siempre habrá pobres...



Que no se ha conocido en la historia una situación social donde no haya habido ricos y pobres, difiriendo sólo en la hondura de la brecha que los separe, es una evidencia empírica, de sentido común, que toda indagación científica confirma. La díada pobreza/riqueza puede ser considerada una  regularidad observable en toda organización social. El eslogan "pobreza cero" es una sandez del marketing de campaña desmentida constantemente en la práctica, y también en la lógica. La única manera de eliminar radicalmente la pobreza tendría lugar si todos fuésemos pobres. Los intentos aplanadores de nivelar las desigualdades materiales mediante la igualación numérica del "a todos lo mismo" no han cobrado nunca realidad y, al poco tiempo, se produce la sustitución de los miembros de la antigua   clase afortunada por otra de renuevo ("nueva clase", "nomenklatura", "boliburguesía", etc.). Lo que debemos tener presente, como resulta de la evidencia señalada, es que pobreza (y, de consiguiente, riqueza)  es una noción relacional. Siempre somos los pobres de alguien: frente a Bill Gates, Carlos Slim, Jeff Bezos o Cristina Kirchner  este bloguero o sus lectores habituales resultaremos siempre pobres. Mientras que para el  que veo rebuscando en la basura o pordioseando en la verja del templo, soy rico.  También la riqueza es una noción relacional. No puede calificarse la pobreza sin relacionarla con la capa de riqueza y con la capa media existentes en el mismo tiempo y lugar. Hace mucho decía el doctor Perogrullo que para que exista una categoría diferenciada debía haber otras diferentes de aquélla. Planteemos la inversa: si se descubriese un sistema para que todos nos convirtiésemos en ricos, sería el fin de la riqueza. No hay -quizás debería escribir "no había"- posibilidad de considerar a la pobreza  como un mundo en sí, independiente del resto de la sociedad donde se manifieste. Esto es, no podía haber una aproximación a la cuestión de la pobreza sin considerar a la sociedad como un todo ni imaginar respuestas para ella que no tuvieran en cuenta el irrenunciable deseo de vinculación, reconocimiento de pertenencia y arraigo al conjunto social que los fenómenos de la pobreza expresan. El gran logro de la posmodernidad global es haber segregado al pobre, y más intensamente al miserable y al indigente: el primero, a los márgenes y cornisas de la sociedad, siempre a punto de expulsarlo; los otros dos a las tinieblas exteriores de la insignificancia y de la exclusión de la vida en común, en situación -como veremos- de la más bajuna esclavitud. La segregación de la sociedad conlleva el descarte de la condición de ciudadanía, convirtiéndose los carenciados en semovientes que se arrean cada tanto a las votaciones o a penosas liturgias de protesta. De lo que no están excomulgados pobres, indigentes y menesterosos es del mercado -esa entidad ubicua donde los consumidores votan a diario, según chocheaba el viejo Hayek. El mercado capitalista (el mercado es anterior al capitalismo) no rehace el vínculo social. El intercambio mercantil no crea deberes recíprocos. El saldo es 0 desde que la negociación se consuma, ya que la contrapartida monetaria cancela toda deuda.  Hasta aquí hemos llegado a fuerza de maridaje entre Plutocracia y Progrez o, mejor aún, como dice Massimo Cacciari, a partir de la caída del imperio soviéticos, por la "cópula necrófila" del hipercapitalismo con el espectro del marxismo.



Al vínculo social destruido se lo reemplaza con un hipervínculo virtual donde el lenguaje mediático fundado sobre el marketing traduce el mundo, los dolores del mundo y las tribulaciones del pobre en unidades conmensurables y comunicables de puro espectáculo con finalidad mercantil. Aquí entra a jugar el mundo del relumbrón y del espectáculo, incluida en primera fila la clase política. Desde  ese palco escénico se practica una especie de beneficencia aséptica hacia los excluidos, que aparecen como la contrafigura del dolor, o de la imagen preparada al efecto, para mejor resalto de la "sensibilidad social" de los nuevos opulentos (divos del espectáculo  en recitales especiales, declaraciones rimbombantes, con la complicidad de los burócratas de UNICEF, políticos gargarizando contra la exclusión, etc.). La clase política bate el parche del "hambre", cuanto más cerca de las elecciones mejor (habría varias tesis a redactar sobre la sensibilidad trófica que produce la proximidad del cuarto oscuro),  y las dirigencias sociales exigen belicosamente en la calle fondos para combatir la hambruna. A veces, el espectáculo adquiere ribetes sainetescos: mientras  se denuncia el hambre en el Congreso y en la calle, y se pide desgarradoramente la emergencia alimentaria (esto es, facultades extraordinarias para disponer a su antojo de las partidas presupuestarias asignadas a los dineros públicos y efectuar compras por adquisición directa), el candidato más votado en las PASO, vocero de la gravedad de la situación,  es invitado por el gobernador de Tucumán,  que le organiza un asado pantagruélico poniendo dos toneladas de tira y vacío en las chorreantes parrillas, una tonelada de embutidos y achuras y (estamos con las benditas manos tucumanas) diez mil empanadas en las mesas, para cinco mil personas (a cuatrocientos gramos de carne, doscientos gramos de salame y chinchulín y dos empanadas por cabeza, no habrá sido una multiplicación evangélica en el sufrido Noroeste, pero sí un discreto regodeo de los bienaventurados que aleja, por un rato, el espectro de la emergencia estomacal).  A la inversa, la hambruna se escenifica trasladando una muchedumbre, incluidas criaturas y ancianos, a vivaquear  casi a la intemperie en el centro de la ciudad, debiendo luego procederse a la limpieza de sus escurriduras y reparación de sus destrozos, en una operación demencial, que sólo busca manifestar la fuerza relativa de las agrupaciones, sin proveer en absoluto a paliar las penurias que invocan. Si sumáramos los costos de traslado de personas, alimentos e implementos, más el daño producido, resultaría un contante que bien habría podido aplicarse a los comedores instalados.  Esta escenificación inconsecuente me recuerda aquella confesión que un allegado a Gandhi le hiciera a Orwell: "¡qué caro es mantener pobre al Mahatma!". Por cierto, combatir la pobreza es caro -lo imperdonable es el despilfarro en simulacros.



Reitero una clarificación de términos. Llamamos “pobre” -decía en los partes anteriores-  al que a duras penas dispone de lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas. Llamamos “indigente” al que carece de los medios para cubrir sus necesidades básicas, pero que puede aún ser rescatado de esa situación por un empleo o por un socorro conveniente. Llamamos “miseria” al estado o condición de quienes no pueden satisfacer sus necesidades vitales. Las dos primeras, tradicionalmente, han sido entendidas como situaciones que pueden ser paliadas, mejoradas e, incluso, de las que se puede salir. La última es un estado o condición que se extiende a un conjunto amplio de personas y que tiende a prolongarse en el tiempo, bajo la forma de exclusión absoluta del vínculo social, de des-afiliación de la sociedad. En la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las situaciones de  pobreza y de  indigencia hacia el estado y condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y que el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud. 



De las estadísticas resulta que el tercio de la población (32,2%) de nuestro país  está por debajo de la línea de la pobreza y, dentro de ese conjunto, la quinta parte (6,2%) es indigente. Casi la mitad de los niños (47,4%) son pobres: buena parte de los niños son pobres y buena parte de los pobres son niños.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), datos de 2018,  un 4,6% de personas pasan hambre en la Argentina, datos del 2018, cifra que viene estable desde el período 2004-2006. Según el Observatorio para la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA),  que mide la “inseguridad alimentaria”,  durante el 2018 un 7,9% de la población sufrió la percepción de experiencias de hambre siendo el dato mayor desde 2010. Se dice. en ese contexto, que una persona padece inseguridad alimentaria cuando carece de acceso regular a suficientes alimentos, y se encuentra en una situación de inseguridad alimentaria severa si se ha quedado sin alimentos y ha pasado un día o más sin comer. Las estadísticas no dan respuestas, pero obligan a formular bien las preguntas. Y la pregunta básica es : ¿qué efectos han tenido en paliar la pobreza y rescatar de la miseria las políticas de asignación de subsidios? Mantener y agravar esas situaciones.  ¿Qué efectos han tenido sobre aquellas zonas donde se registra la inseguridad alimentaria? Ninguno en los últimos quince años. Y, sin embargo, el gasto social ha venido creciendo, especialmente desde 2015. Se comprueba un fracaso general frente al problema, aunque se proceda con las mejores intenciones.



El problema de la pobreza, tomando esta palabra en sus sentido más amplio y abarcador es, por lo menos, atacable desde tres dimensiones.



Empezando por el nivel inferior, es un problema  técnico, de equilibrio económico y rendimiento productivo, que atañe al crecimiento y no a la distribución. Aquí, la pobreza, la indigencia y la miseria son variables estadísticas, muy importantes como indicadores, pero nulas en cuanto remedios.



En una dimensión superior, es un problema político. Que plantea una cuestión de justicia: una formulación equitativa en cuanto a la distribución de la riqueza común. El igualitarismo hipertrofiado, los eslóganes politiqueros sobre "guerra a la pobreza" -que como toda guerra lanzada contra una abstracción resulta máscara de cualquier aprovechamiento- y el programa subnormal de "pobreza cero" -"delito cero", "mal cero" y otras intoxicaciones y cegueras- están probadamente destinados al fracaso y a mantener la manipulación clientelar de masas de compatriotas reducidos a la precariedad como carne dispuesta para ser crucificada en el asador electoral o en la agitación movimientista.



En fin, también puede plantearse como un problema moral y religioso. Aquí aparecen las invocaciones al "escándalo de la pobreza" (Benedicto XVI) y a la "opción preferencial por los pobres" (Puebla, 1979). Si los pobres son la imagen del "pueblo de Dios", si el mensaje de redención se encarna en ellos, si la riqueza y el dinero son "la sangre del pobre", como proclamaba magníficamente Léon Bloy, entonces -lo mismo que los políticos, pero por razones más altas- los pobres deben quedar  estancados en su condición de pobres, salvo que quisiéramos hipócritamente borrar su imagen que cuestiona en su sufrimiento la opulencia de quienes, desde el lodo del pecado, desconocen el sacrificio redentor. Detengámonos en este último punto



Pauperismo bíblico



El "escándalo de la pobreza" y la "opción preferencial por los pobres" son temas que surgen constantemente en la prédica pontifical y de la clerecía.  ¿Quién podría, en principio,  criticar estas expresiones frente a manifestaciones palpables de la penuria?  Pero vamos a situar estas frases, de sólito repetidas como eslóganes de ocasión, como "asaltos a la conciencia" del auditorio, o destinadas a surtir picos dramáticos, como el del arzobispo de Salta al arrojarle al presidente "llévate el rostro de los pobres". No sirven para mucho frente a la pobreza concreta y corean, con las mejores intenciones, a los tragediantes de la cultura del simulacro. No pretendo, de este modo,  disminuir el inmenso trabajo social que curas e instituciones religiosas -y no sólo ellas, y tampoco exclusivamente en el campo cristiano- realizan peleando en la brecha  donde las bajas y el sufrimiento se dan entre los desposeídos. A todos ellos mi respeto y mi admiración. Pero cuando la pobreza es tomada como problema central, y se pretende resolverlo con aquellas frases, o se convierte al pobre en "pueblo electo" o, incluso, la disputa en el reñidero político es a propósito de estadísticas sobre la pobreza (¿quién anota en su haber gubernamental más/menos pobres?) estamos situando la cuestión en el nivel más inferior y menos propicio para entenderlo y, consecuentemente, actuar de alguna manera sobre él.


¿Cómo el justo puede ser pobre y, por el contrario, el impío vivir en la opulencia? Esta pregunta, que recorre el Viejo Testamento, el Tanaj,  encontró una respuesta en los profetas: contra las apariencias mundanas, los verdadero amigos de Yavé son los pobres (dalim), los desvalidos (aniwim), los necesitados (ebionim). El rico está condenado de antemano y vendrá el día de la cólera divina, el del desquite de los pequeños, cuando los justos resucitarán, los pobres poseerán la tierra y los poderosos serán consignados al castigo eterno. Así resuena en la voz de los profetas: en Amós, en Oseas, en Isaías, en Miqueas, en la apocalíptica judía reflejada en el Libro de Enoc.. Eran tribunos que tomaban la palabra por el pueblo de los campos, los pastores nómadas que evocaban el mando de los ancianos, jefes y jueces de sus tribus en el desierto, donde se caminaba y acampaba sin que se notasen demasiado las diferencias de clase. Ahora llegaban los funcionarios reales a levantar impuestos para el tesoro, reclutas para el ejército, organizar jornadas de trabajo gratuito, despojar de sus tierras patrimoniales a desheredados que terminaban como jornaleros o esclavos, frente a la voracidad codiciosa, la corrupción insolente y los caprichos suntuarios de  los poderosos. En la civilización urbana vieron cumplida la profecía del viejo Samuel cuando los israelitas, los Bené Israel, le pidieron un rey: "tomará a vuestros hijos  y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr  delante de su carros (...) les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. Tomará a vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores (...) tomará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos". Una oligarquía de cortesanos y soldados se enriquecía mientras el resto, los justos, caían en la miseria. El Deuteronomio (15,4) afirmaba que no debía haber ebionim  entre ellos, para más adelante reconocer que nunca dejará de haberlos en su pueblo (15,11), con eco más tarde en Mateo y en Marcos. La cuestión es que no fuesen siempre los mismos, y que la mano generosa del hermano esté para el remedio al necesitado. En griego, pobre es ptójos  o pénes. Aristófanes, en su comedia "Pluto" (ploúsios es rico) distingue: la vida del ptójos es ir  tirando sin poseer nada, mientras que la del pénes es ir tirando con parsimonia (penomai, trabajar para vivir), siempre pendiente de sus trabajos, sin avanzar realmente nada, aunque no le falte nada. "Pluto" es una de las comedias más representativas de Aristófanes, y manifiesta otro enfoque sobre la desigual distribución de pobreza y riqueza. De acuerdo con el argumento de la obra, Pluto, dios de la riqueza, había sido cegado por Zeus y deambulaba de mano en mano sin saber en casa de quién paraba o quién le recibía; hasta que Crémilo, un agricultor pobre pero de gran bondad, le lleva a la cueva de Esculapio para que le devuelva la vista. Como resultado de la curación, la riqueza acude solamente a los hombres buenos y honestos, mientras que los perversos son condenados a la miseria.  Aparecen sucesivamente un sicofanta, que vivía de delatar y denunciar enjuagues; una vieja celestina ahora sin clientes; Hermes, a quien ya no ofrecen sacrificios y un sacerdote de Zeus, que ya no puede holgar con las ofrendas de los fieles. Se decide al fin colocar a Pluto en el lugar que antes ocupaba, favoreciendo de nuevo ciegamente a los sinvergüenzas sobre los honrados. Irónicamente, mostraba el griego  la gruesa dificultad de distribuir la riqueza de acuerdo con el mérito.  



En el Nuevo Testamento, el Reino está reservado para los pobres; los ricos ya han recibido su contento aquí abajo, en una suerte de divina compensación que aparece en la historia de Lázaro, elevado al seno de Abraham y el rico, rebajado a los infiernos. La primera bienaventuranza se refiere en Lucas a beatitudes materiales para el pobre que serán diferentes en el Reino que en la tierra, y Mateo la hace beatitud espiritual. Las actas apostólicas lucanas  hablan de puesta de los bienes en común y la literatura cristiana primitiva diserta sobre cuáles ricos podrán ingresar al reino pasando con su impedimenta por el ojo de la aguja. Con el tiempo, se trata del rechazo de la atracción de la pura riqueza material y de hacer buen uso de las fortunas por quienes la poseyesen. La puesta de bienes en común se recluye en las órdenes monásticas. La pobreza es una necesidad de este mundo, un aguijón que empuja al hombre hacia el trabajo y está lejos de ser una marca de reprobación, sino  que conlleva una eminente dignidad, porque el pobre es "la imagen de Cristo". La Iglesia fue depurando el pauperismo veterotestamentario  y condenó -en casos, hasta la hoguera-  una lectura ebionista de las escrituras: los valdenses, los pobres de Lyon, los begardos y beguinas, los fraticelli y "hermanos de la vida pobre", los milenaristas, los discípulos del "Evangelio eterno". Exaltó a los pobres por renunciación voluntaria y mostró que riqueza y pobreza son en sí mismas indiferentes, medios que no fines, importando cómo se acepta  la una y qué uso se da a la otra. Alberto Wagner de Reyna, profundo pensador peruano, en cita recogida por Alberto Buela, sintetiza muy acertadamente el punto:   



“La pobreza desempeña así una función ancillar, subordinada: ser el lugar de arranque de la acción del espíritu libre del lastre de la desmesura material, cuantitativa, hedonista que constituye el desconcierto de la crisis actual. Podrá así el espíritu en la moderación y austeridad alcanzar el concierto radical (desde su raíz) el que el hombre se (re)humaniza. No es la pobreza un fin, ni valor absoluto, ni meta, sino supuesto y condición”.



Desde luego que la interpretación ebionita y veterotestamentaria tiene reapariciones y recaídas, especialmente bajo forma de un  clericalismo  que pretende que el sacerdote enseñe al pueblo, reducido al indigente y al miserable, cuál debe ser la vía de su petición y su reclamo  -a veces fue la senda del monte y el fusil-, porque resulta la porción electa y deben hacerla realidad en este mundo.  ¿Se favorece así al pobre y humillado? ¿O se inscribe esa actitud, más allá de la pureza de las intenciones, en otro aspecto de la cultura del simulacro de que hablábamos al principio?



Un aporte de Iván Illich



Iván Illich (1926-2002), que no puede considerarse un autor ultramontano, autor de numerosos ensayos destinados a separar el mapa del territorio, es decir, el nombre de una institución de aquello que pretende llevar a cabo, en "Desescolarizar la Sociedad", expuso algunos puntos de vista que pueden resultar útiles en nuestro camino:



            «(...) La institucionalización de los valores conduce inevitablemente a la contaminación          física,  a la polarización social y a la impotencia psicológica: tres dimensiones en un proceso de degradación global y de miseria modernizada. (...) Este proceso de degradación se acelera cuando unas necesidades no materiales son transformadas en demanda de bienes; cuando a la salud, a la educación, a la movilidad personal, al bienestar o a la cura psicológica se las define como el resultado de servicios o de 'tratamientos'.»

· «Tanto el pobre como el rico dependen de escuelas y hospitales que guían sus vidas, forman su visión del mundo y definen para ellos qué es legítimo y qué no lo es. Ambos consideran irresponsable el medicamentarse uno mismo, y ven a la organización comunitaria, cuando no es pagada por quienes detentan la autoridad, como una forma de agresión y subversión. Para ambos grupos, el apoyarse en el tratamiento institucional hace sospechoso el logro independiente.»

· «Las burocracias del bienestar social pretenden un monopolio profesional, político y financiero sobre la imaginación social, fijando normas sobre qué es valedero y qué es factible. Este monopolio está en las raíces de la modernización de la pobreza. Cada necesidad simple para la cual se halla una respuesta institucional permite la invención de una nueva clase de pobres y una nueva definición de la pobreza.»

· «Una vez que una sociedad ha convertido ciertas necesidades básicas en demandas de bienes producidos científicamente, la pobreza queda definida por normas que los tecnócratas cambian a su tamaño. La pobreza se refiere entonces a aquellos que han quedado cortos respecto de un publicitado ideal de consumo en algún aspecto importante

· «Los pobres siempre han sido socialmente impotentes. El apoyarse cada vez más en la atención y el cuidado institucionales agrega una nueva dimensión a su indefensión: la impotencia psicológica, la incapacidad de valerse por sí mismos. (...) La pobreza moderna conjuga la pérdida del poder sobre las circunstancias con una pérdida de la potencia personal. Esta modernización de la pobreza es un fenómeno mundial y está en el origen del subdesarrollo contemporáneo. Adopta aspectos diferentes, por supuesto, en países ricos y países pobres.»

La "pobreza moderna" segrega al individuo de la comunidad, sumiéndolo en la indefensión radical: además de privarlo del acceso a bienes de la vida, se lo priva de su potencia personal; esto es, se lo reduce a objeto de utilería en la escena del simulacro global.



El "Estado Servil"



La pobreza, en sí misma, ni es un mérito ni una indignidad. Es más bien un misterio, como decía Léon Bloy, aquel que se llamaba a sí mismo “mendigo ingrato”. El misterio de que siempre  habrá pobres entre nosotros. En todo caso, como vimos, hay que procurar que no sean siempre los mismos. El aprovechamiento político del pobre, en nombre de los eslóganes de la progresía, requiere, precisamente, que sean siempre los mismos, ya que resultan un fondo de reserva revolucionario o electoral que debe mantenerse íntegro para futuras reinversiones. Disminuir eficazmente la pobreza, integrar a la sociedad a los desplazados, sería a largo plazo destruir una materia prima política indispensable. Deben quedarse como están. Más aún, hay que reducirlos a la miseria, para esclavizarlos a cambio del mendrugo asistencialista  que apenas le permite arañar las necesidades básicas. Hay que institucionalizar la exclusión y, luego, mostrarse compungido por ella.



Nuestra progresía revolucionaria hace aristotelismo sin saberlo. Siguen al Aristóteles del libro I de “Política”, cuando defendía la esclavitud por naturaleza. El esclavo –el mísero- es una posesión animada. Un instrumento para la praxis. Es esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro, como pertenece el mísero a su  puntero, referente o Milagro Sala de turno. Lo mejor para los esclavos, lo mejor para los míseros (y sigo parafraseando a Aristóteles) es someterse a este tipo de mando, ya que prefieren vivir, aunque sea mal, pero bajo la tutela de otro. El esclavo, el mísero, posee la razón, pero la pone al servicio de la obediencia más que conducirse él mismo por la razón, como hace un hombre libre. Les conviene esto a los esclavos, a los míseros, es justo que estén en esa condición y hasta están contentos con su suerte, concluía el de Estagira, sin saber cuán pertinentes resultarían sus razonamientos siglos después en un lugar llamado Argentina 



El siglo pasado, para ser más exactos en 1913, un pensador inglés llamado Hilaire Belloc  tuvo una intuición parecida, cuando escribió The Servile State, donde anunciaba que el cruce del capitalismo con el socialismo iba a producir la reaparición de la esclavitud, en beneficio de una minoría libre de propietarios de los medios de producción y de los instrumentos financieros, para imponerse a una mayoría de individuos sin libertad ni propiedad, reducidos al trabajo obligatorio a cambio de un nivel mínimo de satisfacción de las necesidades vitales. Lo que no pensó Belloc es que entre nosotros se iba a dar cumplimiento a su predicción, pero más avanzada: se les negaría hasta el trabajo, en cuanto este puede tener de dignificante, puesto que se los reduciría, simplemente, a actuar constantemente de partiquinos del simulacro.



La “gran noche” y el control social



Nos encontramos ante un momento típico de explotación de lo que se ha llamado “pánico moral”, esto es, que un problema que existe desde hace mucho tiempo y al que no se le han hallado soluciones ni paliativos es reconstruido en el discurso mediático y las invocaciones de la clase política como si se denunciara algo ignorado o como si aquello ya existente hubiese experimentado un agigantamiento repentino. Bajo “pánico moral” se ha decretado la emergencia alimentaria, que sólo significa que se acumula en el ejecutivo el lleno del poder para que adjudique contratos sin controles y disponga de las partidas presupuestarias a su antojo.  En estas maniobras se revela aquel juego de prestidigitación  que Bertrand de Jouvenel señalaba en su tiempo: el poder adquisitivo redistribuido proviene de las mismas clases que lo reciben.  



Ahondando el análisis, viene a la luz una astuta forma de control social y manejo político efectivo. Consiste, sintéticamente, en mantener la dominación por el aprovechamiento integral, del punto de vista cultural y económico, de los conjuntos productivos localizados, los niveles medios, identificados con la marka del CUIT o del CUIL, por medio de la movilización constante de una masa esclavizada –residuo  de la mutación conceptual de la idea del “pueblo”-, del “transpirado sudra” indigente, privado de la inclusión ciudadana, al que se estanca en condiciones de mera subsistencia, con un horizonte que acaba en la subsistencia diaria, esto es, en las condiciones de la nuda vida biológica, sin anudamiento ni vínculo relacional y comunitario alguno. Este agregado reducido a   esclavitud  debe mantenerse en constante agitación, de manera de producir la impresión de un animal salvaje y predador cuya liberación de las rejas provisorias del aparato jurídico de contención daría lugar a las sangrientas satisfacciones de la “gran noche” (las noticias policiales suministran  diarios ejemplos homeopáticos de lo que podría ser ese desorden apocalíptico). La ruling class, encerrada en la burbuja de su privilegio, apólida por definición, mueve los hilos de esta trama acercando o alejando la amenaza medida de las necesidades de la electocracia. Resulta una posibilidad anómica, controlada en principio, pero que puede irse de las manos.  La miseria tiene muy altos aprovechadores.-







La pobre gente - André Collin

jueves, septiembre 12, 2019

DE CÓMO APRENDÍ A QUERER A BORIS JOHNSON




Ocuparse de las desventuras y tribulaciones de los otros es un buen remedio - un sucedáneo del clonazepam, si ustedes quieren- que  permite un alivio ocasional y provisorio de las propias penas y quebrantos, que no nos faltan en nuestro singular trance actual. Echo entonces una mirada a la Gran Bretaña.  Nuestros analistas, comentaristas y expertólogos varios, que proliferan, se ensañan con los estorbos y zancadillas  que a Boris Johnson le tiende el Parlamento británico, mientras acusan al primer ministro de delito de lesa democracia y flagrante populismo por haberles infligido un receso de quince días.  Me permito disentir con ese coro, donde cada chantre se esfuerza en superar en volumen de denuesto al anterior.

Aunque la  constitución de la Gran Bretaña  es fundamentalmente consuetudinaria y consta sólo de algunos textos escritos,  es evidente que la posibilidad de suspender las sesiones del órgano legislativo durante un periodo limitado de tiempo no es ni ajeno ni incompatible con el sistema parlamentario inglés ni con ningún parlamentarismo.  El propio discurso de los adversarios de Johnson así lo reconoce, aunque  a continuación lo cubran de ataques. La principal diatriba es que, de ese modo, se trata de bloquear un debate a fondo sobre el Brexit. Un argumento tan especioso como cínico. En efecto, el  parlamento británico, de cuatro años a esta parte, no ha hecho otra cosa que debatir y dar vueltas sobre el Brexit. Debatir como “clase discutidora”, sin tomar ninguna decisión. Rechazó en tres ocasiones el acuerdo suscripto por la pobre Theresa May con la Unión Europea. Ha rechazado también un Brexit sin acuerdo. Ha rechazado convocar a un nuevo referéndum (que remacharía seguramente lo decidido en el anterior). En estos cuatro años ha cumplido el papel del perro del hortelano: ni decide ni deja decidir. La “máquina de impedir”.  Después de estos años, afirmar que se le impide debatir, es ridículo, y sólo a los repetidores faltos de seso de nuestro país se les puede ocurrir levantar esa sinrazón.

Hay más. El verdadero atentado a la constitución británica se halla en esta  actitud  tomada por una asamblea de zombies.  En efecto, desde la Revolución Gloriosa de 1689, la soberanía reside en el Parlamento.  La soberanía exige decisión  -como les repite Johnson- y los zombies de verba florida se afirman en obstaculizar toda decisión. Puede decirse que se está produciendo un deslizamiento de la soberanía a la decisión refrendaria, cuya defensa –y el consiguiente deber de acatarla- constituye el núcleo del discurso de Johnson.  Hace once años, antes del referéndum del Brexit, Vernon Bogdanor lo señaló en “The New British Constitution” (Bloombsbury Publishing), donde anotaba un deslizamiento del tradicional “Queen in Parliament” a un “We, the People”. Señalo esta circunstancia a los que en los medios dragonean de expertos: puede resultar de su interés.

Para situar el juicio respecto de este parlamento que ahora descansa por una quincena de su jueguito del permanente atasco, reproduzco parte del discurso con el que Oliverio Cromwell clausuró aquel “inútil artefacto” (Belloc dixit), que fue el Parlamento Largo:

“Ya es hora de que pongas fina tus sesiones en este lugar, que has deshonrado con el desprecio por todas las virtudes y contaminado por tu práctica de cada vicio. Ustedes son una tripulación amotinada, enemiga de todo buen gobierno. Son una recua de infelices mercenarios y les gustaría que Esaú vendiese su país por un plato de lentejas  y que Judas traicione a su Dios por un puñado de monedas. (…)  ¿Queda una sola virtud entre ustedes? ¿Hay un vicio que posean? No tiene más religión que la que pueda tener mi caballo. El oro es su dios. ¿Cuál de ustedes no ha intercambiado su consciencia  por sobornos? ¿Hay alguno entre ustedes que se preocupe por el bien de la República? Se han vuelto intolerablemente odiosos para toda la nación.  Fueron delegados aquí por el pueblo para reparar sus quejas. ¡Ustedes mismos se han ido!”

“You are yourselves gone!”, bien habrá dicho para sí Boris al cierre del inútil artefacto parlamentario. Aunque suele destacarse su aspecto de clown, Johnson es alguien formado en los mismos centros de élite que la mayor parte de la ruling class británica, y probablemente el más inteligente de la manada, como lo demuestran algunos de sus libros: “El Factor Churchill”, por ejemplo, o “The Dream of Rome”, notable panorama y panegírico de la historia romana.

Lástima que esa clase discutidora a la que tan bien se ajustan las invectivas de Cromwell (aplicables a nuestra clase política in toto, desde luego), volverá en una quincena a ser y hacer otra vez lo mismo.-


sábado, agosto 17, 2019

DESPUÉS DEL RECUENTO





Ya he señalado, en entradas anteriores, que a mi juicio  la democracia en la versión canónica liberal se encuentra en crisis terminal, y sólo exuda reacciones populistas que, si bien muestran el alcance de aquella crisis, no alcanzan a superarla, siendo sólo las sombras chinescas de aquel fracaso, válidas en cuanto plantean las preguntas que en el callejón sin salida corresponden, y eluden responder las clases dirigentes, pero siendo incapaces de edificar una contestación superadora. De todos modos, en este berenjenal nuestro país descuella, ya que hemos inaugurado la novedad de las elecciones donde nada se elige, pero capaces de desencadenar un sunami político, entre un presidente virtual que no tiene titularidad institucional alguna y un presidente actual que no tiene credibilidad alguna desde su sillón institucional. Cuando el papa Pío VII, luego de firmar un concordato con Napoleón y ser testigo de su autocoronación, fue desalojado en 1808 de Roma, en sus calles se fijó una pasquinada que comparaba esta situación con la de su antecesor Pío VI, secuestrado y desalojado en 1799 por las tropas revolucionarias francesas: "Pío VI per conservar la fede, perde la sede/Pío VII per conservar la sede, perde la fede".  Digamos que entre Albertito y Mauricio  puede haber seguramente un cambio de personal en la sede, pero de fede, nada, en ninguno de los dos casos. Mauricio despotricó un día contra los resultados, afirmando que los electores no comprendieron: como los malos directores de cine echan la culpa de su fracaso a que el público no fue de su agrado. Y Albertito tampoco se siente arropado en la fe ciudadana, porque no es ella la que se ha expresado, sino el fastidio de tener que escoger entre dos impresentables. Siendo nuestras elecciones eternas opciones en las que votamos por quien nos gusta poco para que no gane el que nos gusta menos, era bastante esperable que muchos de los que en 2017 y 2017 optaron en un sentido, ahora hayan ahora escogido el otro.  Por cierto, esto simplemente nos recuerda el fracaso monumental de la numerocracia de recuento  instaurada en 1983 -sobre otras ruinas, claro- y de la clase política que se conformó en consecuencia. La democracia liberal es la aritmética del voto traicionada por la geometría variable de la representación, montada sobre la ilusión de la identidad de gobernantes y gobernados, o monarquía del pueblo.  El genio nacional, como se ve, ha ido más lejos. Sin el consuelo momentáneo de una reacción populista que amague un pasajero "¡que se vayan todos!".






Porque el populismo, entre nosotros, lo impiden los saldos y retazos del veteroperonismo, hoy expresado en nestorismo, cristinismo y los primeros de la última hora, que vienen surgiendo en malón. Si la política, decía el viejo Fraga Iribarne, obliga a compartir extraños compañeros de cama, entre nosotros, caídos del catre electoral, en el mismo lodo, todos manoseaos...

sábado, julio 27, 2019

Los políticos....según Cummings


La política es un noble arte -ya lo sé. Los políticos son necesarios -lo sé también, y que hay que arar con los bueyes de que uno disponga, también. El tablero de la gran política, y el juego en él del gran político es un espectáculo fascinante -no me cabe duda, cuando grandes políticos hay. Pero, amigos, estamos en campaña en un país donde la política está en el nivel pipí-caca del pensamiento, la acción y la reacción. Los políticos que más se destacan en la manipulación mediática inmisericorde  a que estamos sometidos son apenas dos, asomando la nariz en la cochambre a que ha quedado reducido el sistema inaugurado en 1983: Albertito Fernández y Miguel Pichetto. Albertito, el morganático es un ente ficcional que, si lo dejan, instalado en el Fuerte, va a querer rebelarse y de varón domado pasar a guapo que vapulea a la percanta y la manda en gayola: su calidad giroscópica supera en mucho a figurantes de segunda, como Martín Lousteau y Victoria Donda, por ejemplo.  Sería un sainete muy atractivo si uno pudiera balconearlo desde otros pagos ultramarinos y no desde lo que un poeta marcó: "la llanura/que vio Hernández y nunca vio Lugones,/horizonte será mas no es altura". El otro, Pichetto, nacido en Banfield y criado políticamente en Río Negro, urdidor de grises telarañas de cámara y antecámara, el más audaz y coherente usando la garrocha, resulta el que mejor hace el papel de político en nuestro tinglado de la antigua farsa. Si triunfara en las votaciones  un Macri  desnorteado, débil, con liga de gobernadores demandante y sin fuerza en el Congreso, especialmente en el Senado; esto es,  un candidato a ser el primer presidente argentino depuesto en juicio político, ¡la hora pichettiana podría sonar! -otro escenario para campanear vía satélite.    

Por ahora, cada vez que enciendo el televisor me vienen  la memoria unos versos de e.e. cummings (norteamericano, 1894-1962, que así en minúsculas firmaba):

           "A politician is an arse upon which everyone has sat except a man"  

          "Un político es un culo sobre el  que cualquiera se ha sentado, excepto un hombre".


Verso que debe leerse con perspectiva de género y leguaje inclusivo, abarcando ese culo a todes los culos, sin excepción de orientación sexual, racial o política.-

                            La ilustración es un autorretrato del propio Cummings, que además de  poeta fue novelista, ensayista y pintor

ENCUESTAS PREELECTORALES


martes, julio 09, 2019

AUTOGOBIERNO, EMANCIPACIÓN; INDEPENDENCIA





Lo que trato de distinguir y separar son tres conceptos que muchas veces aparecen mezclados, o hasta considerados sinónimos, a saber: autogobierno o gobierno propio, en primer lugar; en segundo lugar, independencia y, en tercer lugar, emancipación.  Estas confusiones tienen asidero en la circunstancia que los argentinos celebramos, con igual pompa, el 25 de mayo de 1810 y el 9 de julio de 1816, esto es, el primer gobierno patrio, por un lado, y por otro la declaración de independencia “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” –con el agregado posterior, sugerido por el diputado Medrano en la sesión secreta del Congreso del 19 de julio, “y de toda otra dominación extranjera”-por parte de las “Provincias Unidas de Sudamérica”.  La cuestión se complica aún más si agregamos la declaración de independencia de 1815 formulada en el Congreso de Oriente, ocurrido en el Arroyo de la China, Concepción del Uruguay (también en Paysandú), en junio de 1815, por los representantes de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba, bajo la inspiración del Protector de los Pueblos Libres, don José Gervasio de Artigas, de la que no ha quedado acta alguna, con lo que llegaríamos a dos declaraciones de independencia. En fin, tenemos también la idea de “emancipación”, que tiene su formulación más ilustre en Bartolomé Mitre: “Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, “Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana”. ¿Son equivalentes estas tres  expresiones: “gobierno propio”; “independencia”, “emancipación”?

El darnos un gobierno propio, esto es, elegir por los propios gobernados la autoridad que reemplazaría a la del virrey, rompiendo la lógica de los antecedentes, que exigían la designación por la metrópoli, pero ante una situación excepcional, que producía la caducidad de ese mandato, la vacancia de los órganos de la metrópoli y la consiguiente reasunción por parte de los “pueblos”, esto es, de la “parte sana del vecindario”, con casa poblada y obligado al tributo y a la defensa, de cada una de las ciudades –la fundación española en América había tenido como núcleo político institucional las ciudades y sus cabildos- del básico derecho político de tener un gobierno, no conlleva la independencia política. No se había conformado una nueva unidad política soberana que reemplazase a la anterior, sino que dentro de aquella unidad política originaria se había establecido, por la situación extraordinaria, en nombre la suprema lex de la salus publica, según la mente romana, un nuevo gobierno en forma desligada de la metrópoli vacante, disuelta la Junta Central de Sevilla de la que emanaba el nombramiento de Cisneros. Desde luego que paso por alto circunstancias y peripecias, como que este movimiento del año X, entre nosotros, fue producto de una alcaldada porteña, que tuvo por sede un cabildo abierto reunido en congreso general  que ya tenía un antecedente en el Cabildo abierto del 14 de agosto de 1806 y la Junta de Vecinos convocada por el Cabildo el 10 de febrero de 1807, donde se depuso a un virrey, Sobremonte, del mando militar y político, algo sin precedentes hasta ese momento en la América española. Paso por alto también que esta porteñada contenía elementos predisponentes a la concentración y homogeneización del poder político sobre el territorio virreinal en Buenos Aires, lo que daría lugar a asimetrías con el interior, de base estructural, que todavía no hemos logrado satisfactoriamente resolver. Paso por alto si el solemne juramento prestado de rodillas sobre los Evangelios de los miembros de la Primera o Segunda Junta (como se quiera) cada uno, a partir de Saavedra, colocando la mano sobre el hombro del otro, “de conservar íntegramente esta parte de América a nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII y a sus legítimos sucesores” contenía en todos o algunos una reserva mental: si hubo o no “máscara” y se “fernandeó”, o si fue sincero, porque hay que hacer aquí un juicio político y no moral, respecto de un grupo de hombres que actuaba al compàs de los acontecimientos, reactivamente.  Destaquemos que Fernando, mientras tanto, reposaba en el castillo de Valençay, escuchando la guitarra española, consolándose con la ex señora de Talleyrand, que éste le ponía gustosamente a disposición y haciendo calceta y bordado, además de dar su enhorabuena a Napoleón por haberlo sucedido con el rey José e intentar, incluso, emparentarse con la familia Bonaparte.  Hasta aquí tenemos gobierno propio sin acompañarlo de independencia. El 25 de mayo de 1836 don Juan Manuel de Rosas en su discurso ante el cuerpo diplomático manifestó que fue el primer acto de soberanía popular, no para sublevarse, sino para suplir la falta de autoridades, caducadas de hecho y de derecho, en situación de acefalía; hasta que, ante la ingratitud del rey repuesto que nos hizo la guerra, nos declaramos independientes. Julio Irazusta decía que esa interpretación era la única que nos salvaba de una suerte de tacha de perfidia colectiva (hoy vuelve). “Jamás el Estado argentino se pensó a sí mismo por el órgano de uno de sus magistrados supremos, con más nobleza y racionalidad”.

Vamos ahora a “independencia”. La independencia política, que supone la proclamación de una nueva unidad política soberana, que se declara tal y ha elegido su órgano de gobierno, es una constante en la historia, no reservada exclusivamente a la era contemporánea, especialmente desde que, a partir del la Revolución Francesa, el concepto de “nación” , hasta entonces referido al lugar de nacimiento, toma una central dimensión política: independencia nacional; independencia de un Estado nacional soberano. (Antes había ocurrido en poleis y en reinos). Tenemos el 4 de julio de 1776 la independencia de los EE.UU. Y el 1º de enero de 1804 la de Haití, ambas con una formulación republicana (presidente vitalicio, luego emperador, luego asesinado, Jean-Jacques Dessalines). El 14 de mayo de 1811, el Paraguay de Rodríguez de Francia se proclamó independiente de España y de Buenos Aires. Junta de Gobierno, Cónsul, dictador a la romana, Supremo Dictador  Perpetuo del Paraguay. El 5 de julio de 1811 se definió a Venezuela como “república federal”. También se estableció en ese tiempo una república en Nueva Granada (Cundinamarca). Ambas serían de corta existencia. Entre nosotros, como es sabido, hacia 1808 existía un partido al que sus enemigos acusaban de querer promover la independencia, encabezado por Martín de Álzaga. Recordemos también a Artigas y las instrucciones a los diputados orientales para la Asamblea del año XIII: “deberán pedir la declaración de la independencia absoluta de estas colonias”.


Nuestra declaración de independencia , en medio de una caótica situación interna y de un sombrío panorama externo, sin lograr ser acompañada de una formulación de la forma de gobierno, fue también en una situación de necesidad y urgencia, después de que el Congreso eligiera a  Pueyrredón como Director Supremo, lo que exigía una decisión oficial que declarase a las Provincias Unidas una sola y única nación independiente (la declaración parcial a instigación de  Artigas, no cubría ese aspecto, no hay acta ni autoridad nacional; no hay que contraponerlas). De ese modo, la hasta entonces guerra civil pasaba a ser una guerra exterior, y comenzaba la carrera hacia el reconocimiento y el tramado de difíciles aunque necesarias alianzas y protectorados.

Por último, la “emancipación”. Mientras que el autogobierno y la independencia son actos políticos, la “emancipación”, filiada en la Luces, en Kant, es ideología. Una ruptura intelectual que tiene, a mi juicio, como antecedente la “Carta a los españoles americanos” del jesuita arequipeño Viscardo y Guzmán. Con fuentes en Montesquieu, Rousseau y Raynal, que establece una divisoria de aguas entre las fuentes propiamente hispánicas y las tomadas del mundo ideológico francés y, posteriormente, anglosajón. La ideología de la emancipación de la nación fue la primera de las grandes ideologías políticas, que funcionaron como religiones de la política, para representar y guiar la consciencia colectiva. La ideología de la emancipación acompañará nuestra independencia política, manifestándose en las corrientes liberales, primero, luego extrapolándose el concepto de emancipación a otros sujetos colectivos, como la clase  o, en nuestro tiempo, a la autorrealización individual, superación de los soportes naturales, de base biológica, como la diferenciación sexual, etc.   La tensión entre “independencia” y “emancipación” es un hilo rojo que recorre nuestra historia.-  



domingo, junio 09, 2019


VOTACIONES…. ¿PORQUÉ  NO SORTEOS?






Aunque todavía no se han abierto legalmente las gateras para soltar los pingos en la campaña política, estamos realmente en carrera. Y es en “modo campaña” como el costado oscuro de nuestro sistema político se muestra más claro. Nada de lo que diremos a continuación es nuevo. Los maestros del realismo político lo vienen afirmando desde largo. Su mensaje, sin embargo, ha ido quedando sepultado bajo un alud declamatorio que en los intervalos de campaña, que son casi la estofa ordinaria de nuestra vida pública, se intensifica hasta el aplastamiento bajo el fastidio y la náusea. Vamos a la cartilla, pues, aunque se deba infligir al lector una entrada algo extensa.



Buscando la forma de gobierno



Fue tradición de la teoría política, en busca de la fórmula para la organización ideal que diese lugar a la “vida buena”, discurrir sobre las formas de gobierno. También tradicional fue su catalogación tripartita (el número tres ejerce un atractivo irresistible para nuestro espíritu): monarquía, aristocracia, democracia obediente a las leyes o república. Las formas degeneradas respectivas se elencan también en tríptico: tiranía, oligarquía y democracia despectiva de las leyes o demagogia.  Surge luego, en la consideración dinámica de aquellos tres formatos básicos, sucedidos en ciclo descendente cuando las formas puras degeneran, la propuesta de combinar adecuadamente, en un sistema mixto o moderado, los elementos básicos de aquellas tres primordiales, esto es, el gobierno de uno, de los pocos y de los muchos, de modo de conjurar  las situaciones críticas que acompañan la degradación de  la rectitud original.  Para completar estas nociones rudimentales, debemos tener en cuenta que este discurrir sobre las “formas de gobierno” se dio originalmente en el marco una “forma política”, la polis, la ciudad. Las formas políticas son las figuras  en que la materia permanente de lo político, en que se expresa la politicidad humana, se ha ido volcando a lo largo de la historia.  En general se identifican tres formas políticas tradicionales: la ciudad, el imperio, el reino y una cuarta forma política, el Estado nación, producto de la racionalidad occidental, que toma impulso a partir del siglo XVI. La globalización o mundialización, con su implícito planteo de gobernanza planetaria,  podría considerarse la última forma política surgente.  En nuestro tiempo,  la discusión sobre las formas de gobierno está clausurada, estableciéndose la democracia como única aceptable, dentro la forma política estatal, teóricamente la única vigente.



La democracia no es solución sino problema



La democracia, como ya hemos anotado en otras entradas, presenta el problema de que el gobierno por el pueblo se ejerce sobre el mismo pueblo, que resulta a la vez, idealmente,  gobernante y gobernado. La democracia directa sólo puede tener andamiento en comunidades muy pequeñas (por eso que aquellos griegos que comenzaron a pensar sobre qué hacían cuando hacían política se plantearon ante todo el problema del tamaño). La representación política se adiciona entonces a la democracia, y desde el momento en que el mandato imperativo a quien lleve la voz de un grupo determinado se convierte en mandato representativo  global, es decir, el representante lo es de la totalidad de la nación y sujeto, en todo caso, a la disciplina partidaria, la expresión “democracia representativa” se convierte en un oxímoron, ya que el elemento representativo consiste en lo no democrático de la democracia. Más tarde, ya en nuestros días, cuando cobra cuerpo la llamada “democracia constitucional”, donde se  continúa proclamando  en las cartas magnas la “soberanía del pueblo” como principio en cuyo nombre los representantes deciden, pero se agrega otro cerrojo no democrático al anterior del sistema representativo. Tal ocurre cuando se deja al criterio de tribunales supremos establecer sobre qué los representantes pueden decidir y sobre qué no, con la facultad contramayoritaria de apartar del ordenamiento normativo aquello en que los órganos electivos se hayan expedido sobre materia establecida como indecidible por el órgano judicial.

La democracia, en su formulación teórica y en tanto única forma de gobierno admisible, se opone a la autocracia en la vulgata constitucionalista. La autocracia es el gobierno absoluto de uno solo cuya voluntad es ley suprema.  La evidencia empírica demuestra que tanto la democracia concebida por la teoría, esto es, la monarquía del pueblo, como la autocracia concebida por la teoría, esto es, el máximo de absolutismo en un poder unipersonal, en la práctica jamás han existido. Existen numerosas democracias en el mundo, y tanto los emperadores bizantinos como los zares de Rusia llevaron el título de “autócratas”, pero en ningún caso la realidad ha correspondido a la teoría. El poder, aún el más absoluto,  tiende a alguna forma de difusión y es compartido por algunos. La experiencia enseña que nunca mandan ni el uno ni los muchos; siempre mandan unos pocos, una minoría más o menos jerarquizada. Es la “ley de hierro de las oligarquías”, entendiendo aquí la expresión oligarquía no  en sentido peyorativo o relacionado exclusivamente con el mando de los pudientes, sino en su acepción etimológica de gobierno de los pocos. Tal es la ley férrea de la política y de cualquier agrupamiento humano: “quien dice organización, dice oligarquía”. La enunció el sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936), pero reconoce sus antecedentes en el también sociólogo ruso Moisés Ostrogorski (1854-1919), que describió  la oligarquización de los partidos políticos al despuntar el siglo XX, en el jurista y teórico político italiano Gaetano Mosca (1858-1941), que acuñó el término “clase política”, y encontró en otro italiano, economista y sociólogo, Vilfredo Pareto (1848-1923) la formulación de la teoría de las élites y su circulación.



La ley de hierro de las oligarquías



En síntesis, estos pensadores señeros del realismo nos dicen que en todas las sociedades humanas aparece una minoría de los que gobiernan y de los que  intentan llegar al gobierno en un próximo turno, y mayorías que son gobernadas. La “clase política” o élite, tanto gobernante como opositora, es la que triunfa en la lucha general por la notoriedad, que en las sociedades humanas tiene un papel más importante que la lucha por la vida. La masa de los hombres resulta persuadida, generalmente, por actitudes primarias, no lógicas, que se presentan bajo la forma de discursos lógicos. Las élites políticas no se cristalizan sino que circulan: la historia política es un cementerio de élites. Las instituciones políticas tienden a ser más duraderas donde este proceso de circulación es más abierto: la élite dominante debe tratar de incorporar a las rivales o está destinada a perder el poder. En cuanto a la mayoría de los hombres, desean ser dirigidos. Las élites políticas, a través de sucesivas incorporaciones de sus grupos rivales, tienden a perpetuarse oligárquicamente en el poder. Una vez llegados a éste, se produce en los dirigentes que ayer fueron opositores una “metamorfosis psicológica”   que asegura aquella perpetuación.

La ley de hierro desenmascara las pretensiones de toda política que no se atenga a la “verdad efectiva” de lo concreto factible y agible en un momento histórico determinado. Lo bueno y lo posible son sinónimos en política. Lo imposible, sea que resulte expuesto en el efímero eslogan del marketing electoral  -“pobreza cero”- o se estructure en la rigidez de un discurso ideológico  -“sociedad sin clases”-, como todo sueño de la razón, conduce al desastre. “Exijamos lo imposible”, el lema de Marcuse que se le cuelga al Che, tiene el paredón a la vuelta de la esquina. La ley de hierro tiene, por lo tanto,  un efecto saneador. Pulveriza  las teorías universales, los “grandes relatos” ideológicos, la conversión de los deseos en efectividades que reclamar como derechos y fuerza a la prudencia política a adecuarse a la realidad monda y lironda. Si la única verdad es la realidad de las cosas, como enseñó San Agustín a Jaime Balmes y este último a Perón, no transige con las ensoñaciones. Hallar la verdad de la materia política puede ser duro, lo que no significa que sea negativo. El inconveniente, señala Dalmacio Negro, es que, si se lleva hasta sus últimas consecuencias,  puede conducir a la conclusión ácrata de que el poder es malo -sobre todo el poder de los que no nos gustan, como ocurre con las conclusiones de Michel Foucault. Esto es peligroso, agrega Negro Pavón, y está en la base de la mayoría de los sistemas liberales que nacieron en el siglo XIX. Supone que, en definitiva, la libertad del hombre es riesgosa porque su poder es malo y porque la razón del hombre es incapaz de conocer el bien y la verdad. Pero la ley de hierro de las oligarquías resulta escéptica sólo en el sentido etimológico del término –“el que mira alrededor”- y se concentra en despabilar la naturaleza de las cosas políticas, única manera válida de actuar en ellas de modo conducente a la finalidad de la vida buena.



Sobre partidos, partidocracia y teatrocracia



Los partidos políticos están sometidos a la ley de oligarquización. La clase política, que surge de la dirigencia de estos partidos, mantiene, por debajo de las rencillas del espectáculo,  una solidaridad en resguardar  y perpetuar su situación oligárquica, que he denominado en otras ocasiones “partido único de los políticos”, para el caso argentino con su acrónimo: PUPA.

Nuestra constitución, a partir de 1994, proclama en su artículo 38: “los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”. La enfática declaración ya era rancia  cuando se sancionó,  más que muchos artículos originarios de 1853.  Porque en el mundo, los partidos políticos se mostraban ya como formatos de organización que no se correspondían con las exigencias del tiempo. El tipo de organización partidaria o, lo que es lo mismo, la oligarquización que ella produjo,  estaba ligada a la fábrica con cadena de montaje y a una burocracia estatal con roles y funciones también estandarizados. El partido de masas con impostación ideológica, que había tomado el lugar del partido parlamentario de notables, encontraba allí su lugar,  que en su lado oscuro lo mostraba como máquina para adquirir y gestionar la renta política, esto es, el botín de cargos y despojos; el reparto de beneficios, prebendas y sinecuras  entre la clientela; el cobro de un “peaje” por el dictado de las normas orientadas al incremento de la renta económico-financiera, etc. La deslocalización industrial, la revolución digital, el individualismo narcisista, el crepúsculo de las ideologías rampantes y su sustitución por una ideología light donde el turbocapitalismo planetario se disimula al presentarse junto a la “revolución de los deseos” de la izquierda caviar –los deseos individuales surgidos de tu proyecto biográfico son realidad y tienes derecho a exigir su concreción a como dé lugar-, subordinan la político al espectáculo de entretenimiento  (entre-tener: tener en suspenso entre dos intervalos, impidiendo toda concentración), de puro esparcimiento (esparcir: derrame constante de minucias). De modo constante, la materia de lo común, el espacio ciudadano, se reduce a la anécdota (¿corresponde a un precandidato presentarse a las fotos vistiendo zoquetes con chancletas? –comidilla de varios días para todas la formas de prensa y redes sociales).  El público –la “gente”- no sólo absorbe sino también “participa”, a su modo (Byung-Chil-Han dice que el sujeto actual no actúa: sólo teclea y se hace la ilusión de participar), dentro del ruido insoportable de las redes sociales.  El mismo autor afirma que el ejercicio despótico del poder no resulta hoy necesario: el hombre de las redes se explota a sí mismo mientras cree “realizarse”. Es –dice- su propio Big Brother.  Y agrega que a estos males se une el de la “transparencia”: bajo el shock de presente, la estrategia política, que requiere tiempo y secreto (los arcana imperii) desaparece, y los políticos, partiquinos del espectáculo, actores antes que autores, se convierten en deficientes administradores del desencanto. Los partidos, ya de antes  convertidos en empresas de maximización del voto del sufragante consumidor hacia la oferta de candidatos producto del marketing, cuyo principal insumo eran las encuestas y su finalidad  maximizar beneficios por la obtención de mecanismos de poder y el manejo de la caja de dineros públicos, se transforman en agrupaciones biodegradables.  La masa a que apuntaban es hoy un ”enjambre digital de individuos aislados” y los “representantes” no se asumen ya como peones del sistema –como era su apariencia anterior- sino directamente como elementos autorreferenciales que se representan a sí mismos en el gran espectáculo de la política, sin sujetarse a ninguna lealtad sino apenas a guiones momentáneos dictados por el marketing de circunstancias. La democracia de partidos, la partidocracia, es hoy la teatrocracia que entrevió Platón hace mucho: una democracia de espectáculo, de público virtual e imágenes de candidatos, de “espacios” cambiantes donde los elencos de personajes se intercambian constantemente sin sonrojarse -¿adónde va Victoria Donda? ¿de dónde viene Sergio Massa? ¿encaja en algún lado Roberto Lavagna?-. Lo mismo ocurre con las dirigencias oligárquicas sindicales,  lobbies empresariales o  mandarinatos culturales progresaurios. Lo único que permanece en este espectáculo cambiante es, entre nosotros, un tercio de la población  reducida a miseria sin retorno –la movilidad social de veinte años atrás hoy es impensable para ese sector reducido a servidumbre- encuadrada en “organizaciones sociales” por punteros de barrio, piqueteros pontificios, clasistas vociferantes cuando han desaparecido las clases, y demás parásitos que administran los masivos subsidios que el  Estado  (el Estado “ellos”, esto es, la oligarquía política que usufructúa su turno) otorga (extrayéndolo del Estado “nosotros”). Como estos grupos fueron asumiendo su propia personalidad presentándose como partidarios de la revolución, según resulta de sus cánticos y banderas, se asiste a un nuevo invento aborigen, parangonable al del dulce de leche y del colectivo: el del revolucionario subsidiado con dineros públicos. En puridad, resultan la masa servil, excluida de la ciudadanía,  que se arrastra a votar en los turnos electorales, para decidir los resultados en los grandes centros urbanos. Cuando se intercambian denuncias sobre ejercicio de “populismo económico” distributista, tanto los críticos como los criticados reiteran sin cesar, cuando el turno les toca, el mismo mecanismo objeto de sus denuestos, como puede ver cualquiera que examine la composición del gasto público de turno a turno. La crisis de la representación ha dejado de ser visible porque los representantes autorreferenciales viven en otro mundo incomunicable con el de sus aparentes representados. La clase política reside en y perora sobre la cosa pública desde otra dimensión, como los dioses de Epicuro, que moraban en los intermundia más allá de nuestro cosmos, sin preocuparse de nuestro mundo y de sus habitantes.  La única representación más o menos eficaz en nuestra política está en las  "organizaciones sociales", correas de transmisión de las demandas del pobrerío marginal reducido a servidumbre clientelar. Los happy few de la clase globalizada no necesitan representantes, o los influyen por los lobbies correspondientes, llegado el caso. La clase media, identificada con la marka del CUIT o CUIL,   residuo del arraigo, es la verdadera gleba de la globalización, a la que se mantiene entretenida con los sex toys de la revolución cultural, mientras se la confina en la absoluta carencia de representación y participación política.  







Continuidad de las oligarquía, pero fin del partido político como “institución fundamental”, etc.  Final de un juego, en puridad. Habrá que pensar en qué campo y con qué jugadores se reanudará el eterno espectáculo de la política. Contribuyo con una propuesta.


Elección, subasta, sorteos

Como hemos visto, bajo una ley inexorable, todas las estructuras políticas existentes (partidos, sindicatos, el Estado) se manejan por oligarquías. La real forma de gobierno, y la forma política real, se manifiestan en el mando de unos pocos. La oligarquía, afirmó Gonzalo Fernández de la Mora, “es la forma trascendental de gobierno”. No se pueden eliminar tales oligarquías; a lo sumo, procurar que no sean siempre las mismas.  Las utopías se han estrellado en vano contra este duro macizo de realidad, y cuando han intentado sortearlo, el precio se ha pagado con sacrificios en los altares del miedo. La democracia representativa permite a las oligarquías operar a voluntad y vampirizar a la sociedad hasta agotarla. La reacción populista (me refiero al populismo político; sobre la fantasía de eliminar el populismo económico ya nos hemos referido más arriba), justificado en su inicio,  termina generando nuevas oligarquías. Entonces, si las oligarquías no pueden eliminarse, hay que encontrar regímenes políticos que permitan atemperarlas y controlarlas mejor que los hasta ahora ensayados.

Nuestras oligarquías se han vuelto autorreferenciales, separadas de la ciudadanía, del pueblo, entendido como quienes no gobiernan ni ejercen funciones orgánicas de autoridad. Una ideología básica y cerrada  une al “partido único de los políticos”, más allá de la dicotomía de antigualla entre izquierda y derecha, y consiste  en asegurar su reproducción y supervivencia.  La instancia electoral, donde normalmente se debe optar entre la oferta monopolizada por cambiantes “espacios” con caducos rótulos partidarios, pocas veces deja lugar a la función que Ostrogorski asignaba al voto, esto es, que sirviera de instrumento del ciudadano para intimidar a la clase política. El sistema político arranca a los ciudadanos el poder de intimidación social y lo vuelve contra ellos: los intimidados son ahora los propios ciudadanos, en nombre de la continuidad del sistema. A veces, esta función intimidatoria se manifiesta y su mensaje no es recogido por sus destinatarios. El 14 de octubre del 2001, en las  elecciones de renovación legislativa durante el gobierno de Fernando de La Rúa, se produjo lo que entonces llamé una “huelga electoral”: votó el 50% del padrón nacional y el otro 50% se abstuvo, votó en blanco o anuló a sabiendas su voto. Fue un primer registro de la aguja del sismógrafo, que las voces oficiosas insistieron en minimizar.  En diciembre de 2001 estalló el grito: “¡que se vayan todos!”. Un grito ingenuo, si se quiere, ya que –y sobre todo en política- nadie se va sin que lo echen. Esta vez, sin embargo, el sismo fue perceptible y se conmovieron las estanterías de la clase política, que hasta ensayó gestos de reforma (pero se sabe, como enseña el refrán,  que el que a sí mismo se capa, buen par de compañones se deja). Los partidos políticos, en su versión habitual, como vimos, quedaron pulverizados.  Podemos  extraer de allí una consecuencia importante: el sistema electoral, cualquiera sea modalidad, tiende a impedir que el ciudadano ejerza su único poder, esto es, intimidación social sobre las oligarquías en riña que conforman la clase política. ¿Hay otra manera de escoger candidatos que dé al ciudadano algo más que optar por el menos malo por temor al  triunfo de alguien peor?







Podemos encontrar un antecedente orientador en una vieja institución americana: el cabildo indiano. Los cargos capitulares se escogían por elección, por tirar a suertes –a veces combinando ambas formas y, luego por venta en pública subasta de las funciones concejiles, adjudicadas al mejor postor.   Esta última forma, que procuraba ingresos al erario público, concentró más la oligarquización consecuente, ya que los privilegiados adquirentes solían desvincularse absolutamente de los intereses públicos. De modo clandestino, bajo forma de licitación de candidaturas, también se dio entre nosotros en nuestro tiempo –así se supone que Néstor Kirchner consiguió el favor de Eduardo Duhalde para la carrera presidencial, empinándose sobre otros candidatos más notorios. Dejando de lado esta modalidad más bien espuria de acceder a magistraturas públicas, nos quedan las otras dos: elección y tirar a suertes.  Sobre la elección ya vimos que el sistema de monopolización de la oferta por rótulos partidarios biodegradables la reduce a una opción entre lo malo y lo peor, quitándole al voto la posibilidad de intimidación social sobre la clase política, única herramienta capaz de otorgar un asomo de poder al votante.  La teoría representativa dice que yo, ciudadano elector, decido sobre quién decidirá por mí. La “verdad efectiva” de la representación es que se nos da una opción entre males, para establecer quiénes, dentro del partido único de los políticos, decidirán por sí y ante sí  supuestamente en mi nombre. Queda el tirar a suertes.  Así se elegían las magistraturas ordinarias en la antigua Atenas, poniendo, según Platón, “la elección en manos del divino azar”. Se extraía de una urna la tablilla con el nombre del candidato y de otra un haba; si ésta era blanca, quedaba elegido el individuo cuyo nombre se hubiera sacado al mismo tiempo. En la Florencia de los siglos XIV y XV también se utilizó: los nombres de los candidatos se insaculaban, esto es, se colocaban en una bolsa, de donde se extraían –desinsaculaban, expresión que se utiliza aún hoy en el lenguaje forense-  los electos. Los cargos municipales en la corona de Aragón se elegían por el mismo método, y éste fue trasladado, combinándose con el voto, como hemos visto, a los cabildos de las fundaciones hispánicas en nuestra ecúmene.  La cuestión de la elección por sorteo, una corrección democrática de nuestros usos electorales actuales, vuelve a plantearse hoy y podrá ser objeto de alguna futura entrada. Combinada con los mandatos imperativos, la posibilidad de revocabilidad permanente y discrecional de los mandatos, los referendos de iniciativa ciudadana y los controles tanto previos como pendiente el mandato y cumplido éste, son posibles instrumentos de  mitigación  y más eficaz control de los efectos de la ley de hierro de las oligarquías que los mandatos representativos hoy en crisis.



El espectáculo de desprecio, pitorreo y tomadura de pelo que los cínicos integrantes de nuestra clase política, sin acepción de corrientes o  rótulo partidario vencido  presentan hoy ante nuestra pánfila mirada ciudadana -¡y aún la campaña no se largó!-  es de tal vileza que sólo lo emparejan aquellos recuerdos del 2001 y 2002, cuando surgió lo de “que se vayan todos”. He perdido el rastro de quien, ante este desfile de imposturas, dijo que las ratas habían dejado sus cuevas y se habían puesto a buscar comida campando en las vidrieras. Ratas de la clase política; comida que es nuestro voto. Sin fe y sin respeto, como dijo alguna vez José Antonio, este viejo profesor recordó ciertas cosas que alguna vez enseñara y que, quizás, puedan ser de alguna utilidad para sus compatriotas de a pie, tan chacoteados por la runfla de siempre como él.-