Ocuparse de las desventuras y tribulaciones de los otros es un
buen remedio - un sucedáneo del clonazepam, si ustedes quieren- que permite un alivio ocasional y provisorio de
las propias penas y quebrantos, que no nos faltan en nuestro singular trance
actual. Echo entonces una mirada a la Gran Bretaña. Nuestros analistas, comentaristas y
expertólogos varios, que proliferan, se ensañan con los estorbos y
zancadillas que a Boris Johnson le
tiende el Parlamento británico, mientras acusan al primer ministro de delito de
lesa democracia y flagrante populismo por haberles infligido un receso de
quince días. Me permito disentir con ese
coro, donde cada chantre se esfuerza en superar en volumen de denuesto al
anterior.
Aunque la constitución de la Gran Bretaña es fundamentalmente consuetudinaria y consta
sólo de algunos textos escritos, es
evidente que la posibilidad de suspender las sesiones del órgano legislativo
durante un periodo limitado de
tiempo no es ni ajeno ni incompatible con el sistema parlamentario inglés ni
con ningún parlamentarismo. El propio
discurso de los adversarios de Johnson así lo reconoce, aunque a continuación lo cubran de ataques. La
principal diatriba es que, de ese modo, se trata de bloquear un debate a fondo
sobre el Brexit. Un argumento tan especioso como cínico. En efecto, el parlamento británico, de cuatro años a esta
parte, no ha hecho otra cosa que debatir y dar vueltas sobre el Brexit. Debatir
como “clase discutidora”, sin tomar ninguna decisión. Rechazó en tres ocasiones
el acuerdo suscripto por la pobre Theresa May con la Unión Europea. Ha
rechazado también un Brexit sin acuerdo. Ha rechazado convocar a un nuevo
referéndum (que remacharía seguramente lo decidido en el anterior). En estos
cuatro años ha cumplido el papel del perro del hortelano: ni decide ni deja
decidir. La “máquina de impedir”.
Después de estos años, afirmar que se le impide debatir, es ridículo, y
sólo a los repetidores faltos de seso de nuestro país se les puede ocurrir
levantar esa sinrazón.
Hay más. El verdadero atentado a la
constitución británica se halla en esta
actitud tomada por una asamblea
de zombies. En efecto, desde la
Revolución Gloriosa de 1689, la soberanía reside en el Parlamento. La soberanía exige decisión -como les repite Johnson- y los zombies de
verba florida se afirman en obstaculizar toda decisión. Puede decirse que se está
produciendo un deslizamiento de la soberanía a la decisión refrendaria, cuya
defensa –y el consiguiente deber de acatarla- constituye el núcleo del discurso
de Johnson. Hace once años, antes del
referéndum del Brexit, Vernon Bogdanor lo señaló en “The New British
Constitution” (Bloombsbury Publishing), donde anotaba un deslizamiento del
tradicional “Queen in Parliament” a un “We, the People”. Señalo esta
circunstancia a los que en los medios dragonean de expertos: puede resultar de
su interés.
Para situar el juicio respecto de
este parlamento que ahora descansa por una quincena de su jueguito del
permanente atasco, reproduzco parte del discurso con el que Oliverio Cromwell
clausuró aquel “inútil artefacto” (Belloc dixit),
que fue el Parlamento Largo:
“Ya es hora de que pongas fina tus
sesiones en este lugar, que has deshonrado con el desprecio por todas las
virtudes y contaminado por tu práctica de cada vicio. Ustedes son una
tripulación amotinada, enemiga de todo buen gobierno. Son una recua de
infelices mercenarios y les gustaría que Esaú vendiese su país por un plato de
lentejas y que Judas traicione a su Dios
por un puñado de monedas. (…) ¿Queda una
sola virtud entre ustedes? ¿Hay un vicio que posean? No tiene más religión que
la que pueda tener mi caballo. El oro es su dios. ¿Cuál de ustedes no ha
intercambiado su consciencia por
sobornos? ¿Hay alguno entre ustedes que se preocupe por el bien de la
República? Se han vuelto intolerablemente odiosos para toda la nación. Fueron delegados aquí por el pueblo para
reparar sus quejas. ¡Ustedes mismos se han ido!”
“You are yourselves gone!”, bien
habrá dicho para sí Boris al cierre del inútil artefacto parlamentario. Aunque
suele destacarse su aspecto de clown, Johnson es alguien formado en los mismos
centros de élite que la mayor parte de la ruling
class británica, y probablemente el más inteligente de la manada, como lo
demuestran algunos de sus libros: “El Factor Churchill”, por ejemplo, o “The
Dream of Rome”, notable panorama y panegírico de la historia romana.
Lástima que esa clase discutidora a
la que tan bien se ajustan las invectivas de Cromwell (aplicables a nuestra
clase política in toto, desde luego),
volverá en una quincena a ser y hacer otra vez lo mismo.-
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