viernes, noviembre 13, 2020

EL PACTO KIRCHNER-VERBITSKY





Agradezco a los amigos y cofrades de Justicia y Concordia que me hayan honrado señalándome para compartir esta presentación con Agustín Laje. Mientras iba leyendo el libro y reviviendo las circunstancias del pacto que pone de manifiesto, me surgió la amargura de un sarcasmo: antes que pacto, que puede haberlos beneficiosos y sólidos, pensé, esto fue un trato pampa, o como le gustaba fulminar a don Hipólito Yrigoyen, un contubernio, componenda entre los bajos fondos de la casta política y los bajos fondos de la insurrección ideológica. Pero de poco vale ahora el sarcasmo. Porque el pacto triunfó. Se llevó puesta a la política, en cuanto destruyó la posibilidad de la concordia, de la paz interior, que es el zócalo imprescindible de la edificación del bien común. Se llevó puesto también al derecho, puesto que cercenó sus pedestales, oscureció sus certezas, anuló sus garantías para los unos al tiempo que afianzaba la impunidad para los otros, y puso la adjudicación de lo suyo de cada uno en manos de una agencia judicial colonizada por influyentes y repetidores ideológicos. El mal que hicieron lo hicieron bien. Demolieron bien, porque destruir es fácil. Lo difícil y largo es construir. Y la única base que tenemos hoy para construir son esas multitudes de ciudadanos de a pie que se convocan por propia voluntad con su bandera para cantar el himno, ya van ocho veces este año. En 2003 Néstor Kirchner asume la presidencia con una hoja de ruta que incluía descabezar al poder judicial, comenzando con la Corte, que había sido objeto, durante la presidencia de Duhalde de un pedido de juicio político contra seis de sus miembros que no había prosperado. La Corte debía pagar, ante todo, por haber dictado los fallos “Smith” –febrero de 2002, sobre el corralito- y “Provincia de San Luis” –marzo de 2003-sobre la pesificación-, concluyendo, en saludable ejercicio de control de razonabilidad e independencia del poder político, en la inconstitucionalidad de los decretos que los habían establecido. Iba así en contra del antecedente “Peralta”, que había echado óleo de constitucionalidad sobre el decreto que ordenó la confiscación del Plan Bonex en 1990. Se necesitaba en el 2003, convalidar aquellas normas del corralito y del corralón y, para ello, degollar a cinco ministros –esta vez tomados de uno en uno, como aconsejó también Lilita Carrió- e ir a por la Corte propia. Kirchner anuncia por cadena nacional la promoción del juicio político (no es que el art. 53 dice de la Cámara de Diputados que “sólo ella ejerce el derecho de acusar ante el Senado”…, minucias, enormes minucias) cuando el tribunal estaba a punto de fallar una causa en que iba a ratificar su criterio. Aquí entra a jugar el otro personaje del Pacto: Horacio el Perro Verbitsky. Ya se había entrevistado con Kirchner cuando éste era aún presidente electo –electo por abandono- y allí el Perro, un viejo conocedor de la Corte, que años atrás había escrito “Hacer la Corte”, favorecido por sus vínculos con el ministro Enrique Petracchi, donde echa a correr el mote de “Corte de la mayoría automática” que, aunque no acreditable al examen de los fallos, tendrá amplio eco. Verbistsky, al frente del CELS, le propone a Néstor otro negocio, de gran rédito político, que el santacruceño no había percibido: la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y el procesamiento al barrer de los integrantes de las fuerza armadas y de seguridad involucrados en cualquier grado en las operaciones de contrainsurgencia. Mientras que uno de los cursos de acción permitiría tranquilizar al fisco, a los banco y a los grandes deudores en dólares “pesificados”, el otro, el de los juicios de lesa humanidad, le permitiría al oscuro santacruceño entronizarse como héroe moral. El ex intendente de Río Gallegos y ex gobernador de Santa Cruz vio allí, a través de las palabras sugerentes del Perro, abrírsele a él, preocupado hasta ese momento ante todo por la “acumulación primitiva” –para usar una categoría de Marx que el Perro habría podido explicarle muy bien- un horizonte de pompa moral insospechado. Que, de paso, y en un momento en que la casta política se encontraba su nivel más bajo de desprestigio –el “que se vayan todos” estaba aún fresco- le daba al colectivo partidocrático la oportunidad de rehacerse una virginidad a través de un chivo expiatorio (y “explicatorio”, como añadieron Les Luthiers): los sistemáticos represores. Yendo a los bifes, le habrá dicho el Eternauta que eso requería hacerse de los tribunales federales penales y del Consejo de la Magistratura, y quizás le contó la manera divertida en que él, por consejo del hoy procurador del Tesoro, Carlos Zanini, se había sacado de encima al procurador general de su provincia, el doctor Eduardo Sosa, que había iniciado unas molestas investigaciones. Lo hicieron creando dos nuevos cargos con las mismas funciones del anterior –agente fiscal y defensor de pobres- y eliminando el de procurador. El doctor Sosa, como ustedes saben, litigó durante catorce años, rechazó compensaciones monetarias que le ofreció la provincia y obtuvo un fallo favorable de la Corte en 2009, que nunca pudo cumplirse (a falta de vigilante y porque se adujo que el cargo ya no existía). La superioridad moral estaba asegurada. A fines del 2006, la senadora Cristina Fernández de Kirchner impuso la sanción de una ley que reducía los miembros del Consejo de la Magistratura de modo que el gobierno pasó a controlar las mayorías necesarias. Inmediatamente después, comenzó la ofensiva contra la Cámara Nacional de Casación Penal. Dijo por cadena el presidente que había que “apurar las condenas a los militares” (¿Cómo: no instaba a sentenciar sino a condenar? ¿No juicio y condena sino condena y juicio? ¿Y esto no es intromisión del Ejecutivo en el Judicial? Minucias, enormes minucias). Y ahí estamos a las puertas del trato pampa, contubernio o simplemente pacto que la obra desarrolla detalladamente. Pacto que, se nos informa, cuenta con un programa ideológico contenido en el D. 1086/2005, firmado por el presidente Kirchner. Alberto Iribarne, ministro de Justicia, y Alberto Fernández, jefe de gabinete. El título es “Hacia un Plan Nacional contra la Discriminación”. El único artículo remite a un Anexo que no se publicó en el B.O. La obra nos da un panorama de las 261 páginas del Anexo. Leyéndolo, uno piensa, “ese futuro ya lo conozco”: educación que respalde el aborto y la elección de sexo, promoción de las creencias y reivindicaciones de los pueblos originarios, reestructuración de las fuerzas de seguridad, etc. Quince años después podemos repetir aquello de nihil novum sub sole que dijo el Eclesiastés. Y darnos cuenta de que lo que faltan todavía algunos episodios para que se nos inflija el programa completo. Ya sabemos cómo continuó la historia, A partir de la jurisprudencia establecida por nuestra Corte Suprema de Justicia y tribunales federales penales inferiores, en los juicios de lesa humanidad, que el mismo alto tribunal calificó de “política de Estado”. Se estableció un derecho penal y procesal penal de dos velocidades: una, para los juicios ordinarios, donde, en principio, rigen las garantías del proceso justo y los principios básicos del derecho penal liberal; otra, para los juicios contra represores por delitos de lesa humanidad, donde aquellas garantías no tienen vigor y aquellos principios pueden y hasta deben ser dejados de lado. Nuestro país, como se sabe, transitó dos caminos distintos respecto de los delitos cometidos tanto por dispositivos estatales o paraestatales como por organizaciones terroristas, durante los años 70 y 80. El primero fue inaugurado por el entonces presidente Raúl Alfonsín en diciembre de 1983 con los decretos 157 y 158, por los que se ordenaba enjuiciar tanto a las juntas militares de 1976 a 1983 como a dirigentes de las organizaciones Montoneros y ERP. Las principales etapas de este camino fueron las leyes de punto final y obediencia debida de 1986 y 1987, los indultos dictados por el gobierno posterior y las decisiones de la Corte Suprema de Justicia entre 1987 y 1993, que convalidaron la constitucionalidad de todas aquellas disposiciones. Se iniciaron entonces unos “juicios de la verdad”, en puridad instancias para que víctimas y familiares pudiesen llegar a certidumbres sobre sus deudos a través de quienes los enfrentaron, pero sin instrumentos que permitiesen la no incriminación, como habría sido la mediación, por ejemplo, por lo que se frustró todo resultado positivo, si es que alguna vez se lo buscó en realidad. A través de esta carencia de un mecanismo que posibilitara la elaboración del duelo por las muertes y desapariciones de insurgentes o tenidos por tales, el “argumento de Antígona”, con toda su potencia moral, quedó como patrimonio de uno de los bandos, circunstancia aprovechada integralmente por los pactantes. El otro dispar camino arrancó en 2003, a partir del pacto, jalonado por diversos fallos en los que la Corte Suprema de Justicia, con algunos de sus integrantes que se habían expedido por la constitucionalidad en los fallos anteriores, procedió a nulificar aquellos decisorios y las leyes antecedentes, sentando la imprescriptibilidad de los actos cometidos desde la órbita estatal y paraestatal exclusivamente. La tipificación de los delitos de lesa humanidad se estableció a partir del derecho consuetudinario internacional, nunca acreditado, aunque la costumbre debe ser probada, reajustándose así, en esta mudanza, los principios clásicos:  Principio de legalidad, de ley previa y escrita, en cuanto a la predeterminación normativa tanto del tipo penal como de la escala pena aplicable.  Principio de irretroactividad de las normas penales, y de su correlativo en el derecho internacional público, que es el de intertemporalidad (los hechos deben ser juzgados a la luz del derecho vigente cuando ocurrieron)  Principio de irrevisibilidad de la cosa juzgada y del non bis in idem (no se puede juzgar dos veces por la misma causa).  Principio de interpretación de la ley penal pro persona, de donde deriva el in dubio pro reo y la aplicación de la ley penal más benigna.  Prohibición de la interpretación analógica de la ley penal contra el imputado.  Invocación dogmática de la costumbre internacional como sucedáneo de la ley penal escrita, sin probar esa costumbre y atribuyéndole fuerza imperativa (jus cogens).  No aplicación de la obligación asumida por el país de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica de que los juicios duren un “plazo razonable” y se eviten las prisiones preventivas de duración indefinida.  Agravamiento de las condiciones carcelarias para procesados y condenados cuya edad promedio ronda los sesenta años. Ni el Estatuto de Roma ni su interpretación por la Corte Penal Internacional, para referirnos a un nivel global, han querido apartarse de una sujeción estricta al principio de irretroactividad de la ley penal, consecuencia de principio de legalidad previa, lo que muestra las particularidades del criterio local. En síntesis, se les aplicó a los que de cualquier manera y con cualquier grado de participación estuvieron en la contrainsurgencia, un “derecho penal del enemigo” y fueron objeto de un lawfare como el que enérgicamente denuncian la vicepresidente Cristina Kirchner y sus aláteres haber sufrido y estar sufriendo. Con la diferencia que están todos en libertad y que los tribunales son muy respetuosos de sus derechos, como para todos debería ser. Como sea, cabe a esta altura una reflexión más allá de la cuestión jurídica, sobre los efectos que estos vaivenes han tenido en lo profundo de nuestra sociedad. Porque las alteraciones de raíz en los criterios judiciales, independientemente de su valoración técnica, tienen efectos expansivos sobre las sociedades, muchas veces no advertibles de inmediato, pero que en algún momento afloran. En su disidencia en el caso “Mazzeo”, la doctora Carmen Argibay –víctima ella misma, en su tiempo, de detención durante el Proceso- advirtió sobre el peligro de considerar “trivial y contingente” la autoridad de cosa juzgada en una sentencia, ya que ello podría abrir la posibilidad de que otra composición de los estrados hiciese valer luego su parecer contrario, impidiendo así el cierre definitivo de cuestiones que conllevan heridas profundas abiertas sobre disentimientos extremos en el cuerpo social. La reflexión apunta a la circularidad que deja abierta la llaga y conduce a la respuesta vindicativa, en un patético empuje a los extremos. Los argentinos estamos envueltos en el ciclo de una violencia recíproca desatada en escalones de constante ascenso. Las instituciones aparecen desprestigiadas y sus voceros no traen respuestas creíbles. Asoma, sobre todo, la fragilidad de la administración judicial para gestionar a través de sus resortes procesales estos conflictos profundos. El estrado judicial se muestra casi obligado a forzar en muchos casos los principios recibidos y aceptados. Como muestra, citaré apenas el “caso Muiños”, el del 2 x 1, aplicación de la ley más benigna, de mayo de 2017, la posterior ley “interpretativa”, ley mamarracho que, de todos modos, no podía aplicarse retroactivamente, y el fallo “Batalla”, de diciembre de 2018, donde con una voltafaccia de dos ministros, se establece que la ley más benigna no es aplicable a los delitos de lesa humanidad, con la única oposición del dr. Rosenkrantz, que ha quedado en el papel de solitario disidente, como lo fue en su tiempo el dr. Fayt. Se llevaron puesta la certeza jurídica, que es el andamiaje que mantiene unida a la sociedad, porque garantiza las condiciones de la acción y se yergue como la específica eticidad del derecho, como decía en su clásica obra el jurista italiano López de Oñate. Frente a la atención pública, la agencia judicial, giróvaga y veleta, aparece como inocua ante la delincuencia común y sin arrojar verdad ante los crímenes de los 70 y 80. La venganza privada, ciega y pulsional, asoma ahora con frecuencia. Las víctimas, en todos los casos, requieren reconocimiento y las certidumbres que contribuyan a cerrar su duelo. Trato adecuado a la víctima y trato justo al reo no se obtienen demoliendo el derecho. Pero es el tiempo de los “jurisclastas”, como hace mucho fue el de los iconoclastas, los adversarios de las imágenes sacras. Se nos sigue machacando, por otra parte, con una memoria hemipléjica, concentrada entre 1976 y 1983, de lo que fue, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, una guerra civil, bajo la impronta de la guerra revolucionaria, por medio del ejercicio del terrorismo a través de diversos grupos armados, que dio lugar a una respuesta en términos de guerra contrainsurreccional, a cargo, especialmente, de las fuerzas armadas y de seguridad. Nuestra guerra civil fue un escenario secundario y periférico de la guerra civil global que enfrentaba a escala planetaria a la república imperial de los EE.UU. de Norteamérica, y sus aliados y satélites, con el imperio soviético –la ex URSS- y sus aliados y satélites. El enfrentamiento directo entre ambas superpotencias estaba descartado por efecto de la “mutua destrucción asegurada” y, por lo tanto, las escaramuzas se libraban en los arrabales, como fue nuestro caso. La historia íntima de nuestra guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria se encuentra, en sustancia, en los archivos del Departamento de Estado y de la CIA, de la KGB y del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, que manejaba la beligerancia en nuestro subcontinente. Este episodio suburbano de la guerra civil global dejó en nuestro país un terrible saldo de muerte, luto, llanto, dolor, suplicios, torturas y, sobre todo, odios y rencores tenaces y cruzados; en suma, un pozo de discordia. La memoria y la historia comunes constituyen el cemento de los grupos humanos, bajo una forma particular de narrarlas. Cuando se absolutiza esa particularidad, sin reconocer las otras narraciones, que es lo que ha pasado entre nosotros, suelen convertirse en una pesadilla de la cual resulte difícil despertar, cuyos horrores pueden trasladarse a la realidad, y repetirse duplicados. La sangre vertida en el pasado justifica, entonces, volver a hacerla correr en el presente. Los argentinos llevamos hoy, colectivamente, una vida desdichada. Nuestros pasos se encaminan desorientados tras los culebreos de dos viejas damas ruines y destructivas: la discordia constante y la corrupción medular. Todo lo que intentamos construir sobre este barro, todo lo que queremos instituir –instituir viene de un verbo latino que significa mantener recto, erguido- se nos viene en banda inmediatamente, como si pretendiéramos levantar pirámides con bolas de billar. Llevamos en la boca el gusto a ceniza del fracaso y la sensación de fastidio colectivo. El odio está de moda. Y el odio persistente es agobiante. No sólo tiene sus profetas sino también sus ejecutores. Y hasta sus pactos, como vimos. Las luchas intestinas, en sucesivas recaídas, han dejado catálogos de muerte y de dolor. Y un hilo rojo hecho de rencores que las hilvana. Nuestra política actual parece, muchas veces, una imitación de guerra civil. Nuestros tribunales parecen también muchas veces continuar la guerra civil por otros medios. Quizás se muestre allí un síntoma de inmadurez colectiva. Preferimos seguir librando las guerras internas del pasado, cuyo resultado creemos conocer, antes que asumir los riesgos del presente, con sus incógnitas abiertas. Todas las guerras civiles de la historia del mundo, cuando no han terminado por el exterminio de la facción enemiga, se han clausurado por una amnistía, desde la primera de la que se tenga registro, tras la guerra del Peloponeso, una guerra fratricida entre los pueblos y ciudades de Grecia, cuatrocientos cuatro años antes de Cristo. Es un acto recíproco de olvido. No es un acto gracioso o una limosna. Quien recibe la amnistía debe devolverla y quien la da debe saber que él también la recibe. Pero nosotros hemos cerrado ese camino político, contra el que se aducen inconsistentes argumentos jurídicos. Otra vía, abonada por jurisprudencia de la propia Corte Suprema desde largo y el Pacto de San José de Costa Rica, declarar por los estrados la insubsistencia de la acción penal por hechos ocurridos cuarenta años atrás que vienen arrastrándose en expedientes inacabables, también ha quedado hasta ahora bloqueada por la interpretación dominante. Un reciente fallo de Casación interpreta la acción contrainsurgente como un “genocidio” perseguible en todo tiempo y lugar. En nuestra época de guerra civil global y estado de excepción permanente, el enemigo, visto como radicalmente otro e incluso despojado de su condición humana, resulta demonizado y privado, como dice Milan Kundera, “hasta de la dolorosa gloria del fracaso”. Me gustaría terminar estas palabras con un mensaje optimista, y decirles que el pacto que la obra presenta es cosa del pasado. Pero no podemos mentirnos a nosotros mismos. Sus consecuencias se siguen desarrollando ante nuestros ojos. Para remontar nuestros desgarros y confusiones del presente, volvamos a un momento a los antiguos, a las fuentes culturales. Y discúlpenme que recuerde cosas bien conocidas. Para aquellos antiguos, la finalidad de la política no era el mero coexistir, el estar momentáneamente juntos, sino el convivir, y el convivir bien, la vida buena, que permite lograr ese bien que individualmente no podemos alcanzar: el bien común. Ellos decían, también, que la concordia, que llamaban la “amistad política”, integra y fundamenta el bien común. Es la condición y también el coronamiento de toda obra común en vista del bien general. La concordia supone, primero, coincidencia en el orden de la acción respecto de unas pocas, pero básicas, aspiraciones de una colectividad y, luego, una concordancia de sentimientos (con-cordia, corazones al unísono) acerca de un patrimonio común, acerca de esa comunidad insustituible que hasta hace un tiempo llamábamos patria y que hoy no representa ni siquiera su último baluarte, la camiseta del seleccionado. Para nombrarla, se necesita recordar la voz de los poetas: “necesaria y dulce”, “inseparable y misteriosa”, la llamó Borges; “un dolor que aún no tiene bautismo”, escribió Leopoldo Marechal. El único programa posible en el que los argentinos podríamos pactar en buena consciencia es rehacer la concordia por medio de su instrumento, legítimo y constitucional: la amnistía dictada por el Congreso o la declaración de insubsistencia de la acción penal por sentencia definitiva de nuestra Corte Suprema. Uno u otro camino requerirían una decisión política que recoja la necesidad de reconstruir la paz interior para las generaciones presentes, sin dejar ese lastre para las que vendrán. No podemos seguir reabriendo tumbas para cavar más hondo las trincheras. Es la hora de lo que los antiguos llamaban pietas, un sentido sacro de construir la concordia y la comunión en este suelo. La concordia, la paz interior, es constituyente por excelencia. La concordia, que dejaría atrás definitivamente el trato pampa de que trata el libro, debería ser nuestro pacto constituyente. -

martes, septiembre 15, 2020

VOLVIÓ LA ZANJA DE ALSINA, PERO EL MALÓN ESTÁ MÁS CERCA








Corte de la Zanja de Alsina



Entre 1876 y 1877, desde Nueva Roma[1], a unos cuarenta kilómetros de Bahía Blanca, hasta Italó, en el sureste de Córdoba, se cavó una zanja de casi cuatrocientos kilómetros, destinada a impedir o dificultar el malón. Fue durante la presidencia de Avellaneda y era su ministro de Guerra Adolfo Alsina. Alsina, el caudillo del autonomismo porteño, de barba poblada y físico imponente, capaz de amainar guapos en cualquier boliche o apabullar letrados con su versación jurídica, ideó este recurso ante el avance de la indiada. Desde la caída de Rosas se habían roto los pactos con los indios, confederados bajo dominio araucano y, hasta unos años antes (1873), el gran Cafulcurá asolaba las tierras pampeanas con miles de hombres de lanza.  El negocio era robar el ganado y llevarlo a Chile por la Rastrillada Grande o Camino de los Chilenos, más el botín y las cautivas, que permitían asegurar la reproducción de nuevos guerreros para las empresas de estos seminómadas –cuya progenie real o supuesta hoy reclama al por mayor tierra, como si sus antecesores las hubieran poblado y cultivado.  La idea de Alsina era impedir el maloqueo y el traslado del botín. La zanja era uno de los instrumentos para ello: tres metros de ancho, dos de profundidad y un terraplén de un metro sobre los bordes. Fue diseñada por el ingeniero francés Alfredo Ebelot, que ha dejado una muy valiosa obra sobre sus experiencias en el terreno. El indio podía sortearla con alguna dificultad, pero el ganado no. Allí intervenía el otro instrumento, que era la línea de fortines, intercomunicada por medio del telégrafo. Las tropas  podían intervenir más ventajosamente  sobre los lanceros  dificultados por el foso. Las condiciones de vida de estos asientos militares y de la leva de sus efectivos tendrán indeleble retrato en el “Martín Fierro”.   De todos modos, la zanja de Alsina permitió  el desarrollo de poblaciones y explotaciones rurales aquende  su traza, debilitó el poder del indio y facilitó  la campaña que el nuevo ministro de Guerra, Julio Argentino Roca, llevaría a cabo más tarde.  

En Rafael Castillo, partido de La Matanza, se ha cavado una zanja de 1.200 m de longitud, más de casi tres metros de ancho y dos de profundidad, por suerte no a pico y pala como su antecesora, sino con excavadora, a cargo de la propietaria de un predio, ocupado en su mayor parte  por una reedición posmoderna del malón, donde los “hombres de lanza” lo son ahora de tumbera, familias muy pobres arrastradas en operaciones para nada espontáneas  por capitanejos locales – quienes nada tienen de Cafulcurá, Sayhueque o Manuel Namuncurá- que avizoran un buen negocio inmobiliario y un rebaño clientelar a ofrecer para las votaciones. Berni –un ministro de Seguridad que es muy recio a motín policial terminado- se queja y patalea contra las tribus de okupas, con cierta razón, pero –claro- no alcanza a las espuelas de Conrado Villegas ni a los botines de Adolfo Alsina. En otro tiempo, los enanos tenían la prudencia y sapiencia de encaramarse en los hombros de los gigantes. Ahora, cuesta que esas grandes sombras no los pisen.









[1] ) Allí el coronel Silvino Olivieri había fundado una colonia agrícola militar. En 1856 Olivieri fue asesinado en un motín de los colonos legionarios.  

jueves, septiembre 10, 2020

EN TIEMPOS DE LA REFORMA JUDICIAL, UNA ESTATUA SIMBÓLICA




El debate sobre la reforma judicial, que ha fatigado tanto pantallas y cursores es uno más entre los   signos de postración de nuestra vida pública. Transcurrimos un estado de excepción sin soberano. O mejor dicho, con un soberano, que es el coronavirus, que habrá de llegar hasta donde quiera, o hasta donde Dios quiera, mientras nuestros dirigentes corren detrás, balbuceando que están al frente de una batalla irremediablemente perdida.  En el camino, hemos dejado los últimos jirones de nuestra siempre precaria institucionalidad. No tenemos prácticamente Congreso. Hasta hace poco, no se hacían allí las leyes, sino que se las recibía hechas. Hoy, ni siquiera son leyes, sino DNU que se despachan favorablemente con el trámite virtual de una pensión graciable. No tenemos  poder ejecutivo unipersonal, sino una especie de matrimonio morganático  en donde el consorte de rango inferior es el presidente de la República, Jefe Supremo de la Nación en el incierto papel constitucional. Y tenemos una agencia judicial sumida con razón en el descrédito. Que, además, ahoga en ciénaga administrativa los esfuerzos de tantos servidores probos y capaces que aún se desempeñan en sus cuadros. Y cuando se propone una reforma para esta rama del Estado, resulta que es para hundirla más aún. Hay una manifestación simbólica de este estado de cosas que me propongo compartir con el lector.



Cuando se suben las escalinatas del Palacio de los Tribunales, puede observarse, en una gran hornacina abierta en la pared que cierra el vestíbulo, la estatua en bronce de la Justicia, de Rogelio Yrurtia. Nuestro gran escultor –quizás bajo el influjo de Bourdelle- buscó inspiración más atrás de los modelos clásicos, con sus conocidos atributos de la espada y la balanza y la representó como una joven imponente, en actitud de avanzar, la cabeza cubierta con un casco que adorna una diadema y los brazos extendidos en paralelo, ambos levemente unidos en sus pulgares. Esos brazos marcarían el equilibrio de lo justo, y los pliegues de su vestidura, que caen verticalmente, la rectitud, armonía y proporcionalidad que lo deben acompañar. Litigantes y abogados pasamos junto a la figura en el hueco, viéndola sin mirarla, ya que, hoy, sólo los ladrones del bronce saben admirar con ojo codicioso las estatuas.

Si se consulta por Internet la página de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en www.pjn.gov.ar) se advierte, en las informaciones a la visita guiada al Palacio, que esa estatua es una réplica del original. Llegué a conocer la historia por intermedio del escribano Eduardo Scarso Japaze y la transmito, con algunos datos ampliatorios. Carlos Delcasse (1852-1941), un francés nacido en Burdeos y afincado en el barrio de Belgrano, amigo de Rogelio Yrurtia, decidió encargarla para la bóveda familiar en el cementerio de Olivos. La obra había sido proyectada por Yrurtia en 1905, con el título de “Res non Verba”, luego cambiado en “Equidad”,  y su destino habría sido el flamante Palacio de Justicia. Comenzado ese mismo 1905, el edificio se inauguró en 1910. Pero la maquinaria burocrática detuvo la ejecución y –no es de extrañar- los pagos correspondientes y hoy puede verse en el Museo Casa de Yrurtia la pequeña maqueta original. La hornacina destinada a albergar la escultura quedó vacía y luego la ocupó un busto del general San Martín. Delcasse la encontró propicia para el sepulcro destinado a él y los suyos, porque, como escribió al artista, en carta que se conserva en el museo, su voluntad era que fuese “la obra de arte que ha de simbolizar la muerte. La justicia inevitable, incorrupta, divina para todo ser viviente”.  

Delcasse era una figura destacada de la sociedad porteña de fines del siglo XIX y principios del XX. Fue diputado nacional e intendente de Belgrano, cuando todavía no integraba como barrio la ciudad de Buenos Aires. En su quinta, situada en Sucre entre Cuba y Arcos, había una sala de armas donde se cruzaban Jorge Newbery, el barón Demarchi, César Viale, políticos como Lisandro de la Torre o Alfredo L. Palacios, jueces, legisladores. Alguna vez, un guapo (quizás un Muraña importado desde Palermo o un Iberra fatal traído desde Barracas) demostró allí a los invitados cómo era la esgrima del duelo criollo. En los fondos, sobre Arcos, se disputaban los lances de honor comentados luego por el tout Buenos Aires. Juan Domingo Perón también tiró el sable en su pedana.  Por la entrada de Cuba podían verse, hasta hace algunos años, los restos de la mansión, la llamada "Casa del Ángel", por la figura alada junto al mirador. Ella inspiró a Beatriz Guido una novela que Leopoldo Torre Nilsson llevó al cine en 1957, dirigiendo a Elsa Daniel y Lautaro Murúa.

En 1936, Yrurtia realizó el vaciado para cumplir la voluntad de su amigo. Y surgió la diosa  con los brazos extendidos, como una sonámbula,  iluminado su camino por la diadema, entrando en el reino de la muerte. Una leyenda inconfirmable atribuye la elección de Delcasse, compartida por Yrurtia, a que el primero había tenido una hija fallecida, que sufría de sonambulismo, y no encontró para ella mejor evocación que la que la obra exhibía. En 1938, los 1.800 kilos de bronce alegórico fueron colocados en lo alto de la bóveda de los Delcasse, mediante de andamios, poleas y cadenas, y bajo la supervisión del escultor, por los hermanos Trovero, uno de los cuales transmitió esta información al escribano Scarso. Tres años después, la ocupó quien encomendara la estatua. Más tarde, José María Fernández Ferrari, cuyos restos también yacen allí, donó el sepulcro al Colegio de Escribanos de la ciudad de Buenos Aires, su actual titular.
La estatua que se encuentra en el Palacio de Justicia es una réplica, por medio del vaciado en bronce del original, colocada en 1959, todo ello realizado  nueve años después de la muerte del maestro Yrurtia. ¿No resulta simbólico que la imagen de la Justicia que abre la sede de nuestros tribunales sea una copia, es decir, en cierto modo, una Justicia "trucha"? Pero más aún, que en la inspiración original de su autor y de quien la encomendara haya estado la entrada en el reino de la muerte. O será que cuando subimos la escalinata llevando las peticiones de justicia de nuestros clientes, una voz atravesada por la sorna nos dicta,  como en la puerta infernal al Dante: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”. Por lo menos, si ningún conocido operador juega de tu lado.-




jueves, junio 18, 2020

EL PROFESOR FERNÁNDEZ SIGUE DANDO LECCIONES FUERA DE CLASE




Ahora -miércoles 17- le tocó a una periodista recibir una lección del profesor Fernández. Interrogado sobre la proyectada expropiación de la firma Vicentín, y algo amoscado el profe por lo que entendió un sesgo crítico en las preguntas, procedió a derramar su caudal jurídico  sobre la insolente, a la que conminó a estudiar la Constitución y la ley de expropiación. Y el  dómine presidencial pronunció entonces su  dictum definitivo: "el Poder Ejecutivo puede expropiar bienes". Como remitió a la CN, fuimos al art. 17, que establece la garantía de inviolabilidad de la propiedad. Y agrega: "la expropiación por causa de utilidad pública debe ser calificada por ley y previamente indemnizada". Esto es, se requiere primero una ley de afectación, emanada del Congreso, y la indemnización previa. Los bienes a expropiar sólo pueden ser declarados tales, y afectados a un destino específico de utilidad pública, por una ley del Congreso federal o de las legislaturas provinciales, en su caso.   No hay en nuestro ordenamiento legal expropiación administrativa. El profesor adjunto interino ha traspapelado los apuntes -esos a los que se les echa un vistazo a punto de salir de la sala de profesores y que, claro, uno no puede tener a la vista cuando está riñendo a una periodista. Puede entenderse el error si se tiene en cuenta que nuestro doctrinante remite a la chica respondona a la ley de expropiación, 21499. La ley infraconstitucional, obviamente, no le da al Ejecutivo la facultad que el texto constitucional le deniega. Pero habla de la "ocupación temporánea", lo que es invocado en los considerandos del decreto de arrebato. Ella sí puede ser establecida por la autoridad administrativa. Se trata de  una privación transitoria del uso y goce por parte del propietario del bien que está por expropiarse, habiéndose ya iniciado el trámite legislativo, en caso de necesidad anormal, urgente, imperiosa o súbita (art. 59). En definitiva, requiere un estado de necesidad que impida esperar hasta el fin de las etapas del proceso expropiatorio, como podría ser el caso de incendios, inundaciones, terremotos o pandemias, justamente (un terreno que va a ser destinado, por ejemplo, a dar albergue a personas en aislamiento fuera de sus domicilios). Creo muy discutible que este sea el caso de una empresa que ha solicitado su concurso preventivo, en trámite ante la instancia provincial, pero dejemos esta enorme minucia de lado. No se trata de una expropiación administrativa acelerada, sino de una privación momentánea, que no equivale siquiera a la desposesión, que sólo puede ocurrir con sentencia firme, toma de posesión y pago de la indemnización.
El dómine presidencial suele salirse de la vaina en su intento de demostrar el calado de sus conocimientos.  Como debe resignar su poder de gobierno en el matrimonio político morganático con la vicepresidente, lo que lo convierte en un prematuro "pato rengo", encuentra compensación en la docencia, su nicho de libre albedrío. Y en un reportaje, encontró que  le invadía su potrero otra Cristina, esta vez periodista. Y  tronó el escarmiento. Pero aún en su quintita suele errar el vizcachazo, para su malaventura.-

EXTENSIÓN UNIVERSITARIA (O DE QUIÉN FUNDÓ LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES)







Días atrás, el presidente Alberto Fernández dio una clase a distancia a su comisión de la materia Teoría General del Delito y Sistema de las Penas, que dicta en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. El profesor Fernández  aleccionaba desde una consola en la quinta presidencial de Olivos, frente a las pantallas de cada uno de los cursantes. Al final de la clase, uno de los alumnos, de nombre Lucas, transmitió: “usted hace historia. Ningún presidente en ejercicio dio clases en la Universidad que Perón creó para los hijos de los trabajadores”.  Se oyó un emocionado “¡Gracias!” del presidente.  Y luego emitió un twiter: “si cada uno de nosotros hace lo que tiene que hacer con toda responsabilidad, vamos a hacer historia como sociedad ¡Gracias Lucas!”. Como viejo profesor, siguiendo el consejo presidencial, me voy a permitir un ejercicio de extensión universitaria para mostrarte, Lucas, a vos y al resto de tus compañeros, lo que el profesor adjunto interino Alberto Fernández omitió en las respuestas a tu arrebatado elogio. Digo omitió, Lucas, porque el  abogado Fernández sabe seguramente qué debió corregirte.  Y si no lo hizo, Lucas, fue porque –humano, demasiado humano- lo emocionaste en lo profundo con tu comentario. Ningún profesor, te garantizo, que muchas veces debe trajinar en clases con estudiantes desatentos o que están pispeando sus celulares, puede resistirse cuando un alumno aplicado le dedica un cumplido como el tuyo. Aunque a veces una voz interior pueda susurrarle –lo que no es tu caso, Lucas- que el estudiante en cuestión se está trabajando  la nota.  Así ocurre con todos los que están o hemos estado en el oficio de enseñar.  Pero hay otro rasgo que atañe con exclusividad al profesor Fernández. Cuando él dicta una clase ante ustedes, es un hombre libre de las presiones que acechan al titular del poder. Ni siquiera la abogada de igual apellido que ejerce la vicepresidencia lo alcanza allí con sus exigencias de quien lo ha ungido. Ella no se ha dedicado a pontificar sobre Francesco Carrara, Hans Welzel o Claus Roxin…por lo menos hasta ahora. Quizás es el único momento en que nuestro ajetreado presidente respira en su rinconcito de libertad. Se justifica  así que el profesor Fernández  haya pasado por alto, sin corregirla,  tu afirmación de que Perón creó la Universidad de Buenos Aires.  No quiero aburrirte pero hagamos un poco de historia. Habrás visto que de nuestros próceres del año X y la década siguiente, cuando pasaron por la universidad, fue por la de Córdoba, la de Chuquisaca o, en algún caso, como el de Manuel Belgrano, la de Salamanca.  Pero Buenos Aires no tenía universidad.  Hubo proyectos ya en tiempos del virrey Vértiz. Pero no cuajaron hasta la segunda década del XIX.  Uno de los grandes impulsores fue el presbítero Antonio Sáenz, sacerdote y abogado, que había integrado el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 y que fue congresista en Tucumán, cuando la declaración de nuestra independencia de España y de toda dominación extranjera. Estuvo a punto de concretarse durante el directorio de Juan Martín de Pueyrredón, pero quedó en la disposición legal. En el año XX se derrumbó la frágil autoridad titulada “nacional”. Bajo la gobernación provincial de Martín Rodríguez –repuesto en 1820 por los Colorados del Monte de Juan Manuel de Rosas-, el 12 de agosto de 1821 fue la solemne apertura de la Universidad de Buenos Aires, siendo el presbítero doctor Antonio Sáenz su primer rector. Y ahora, Lucas, te pregunto: ¿nunca te fijaste en un gran cuadro (12 x 8) que adorna la pared del fondo del Salón de Actos de la Facultad? Allí está retratada la augusta ceremonia en que fue creada nuestra Universidad, que ocurrió en la iglesia de San Ignacio, en la calle Bolívar, junto al  Colegio Nacional de Buenos Aires, que ese mismo año 1821  fue bautizado como Colegio de Ciencias Morales y puesto bajo la tutela de la recién inaugurada universidad. El cuadro fue pintado por Antonio González Moreno y descubierto en 1948. Allí pueden verse a Martín Rodríguez, a su ministro Bernardino Rivadavia y al doctor Antonio Sáenz, “más abogado que sacerdote”, como alguien dijo, que a poco comenzaría el dictado de sus clases de Derecho Natural y de Gentes, mientras don Pedro Somellera lo haría en Derecho Civil. El rector renunció a los emolumentos por su tarea y es fama que, al contrario, aportó a la universidad fondos de su bolsillo.  Antonio González Moreno fue un notable pintor de estas grandes ocasiones. En el  aula magna de la Facultad de Medicina está otra obra suya, esta vez sobre la creación del Protomedicato, figurando allí el virrey Vértiz y Miguel O’Gorman, el primer encargado del instituto. Hay una leyenda, Lucas, que se contaba por lo menos en aquellos años en que pasé por la Facultad: para darle un rostro a buena parte de los personajes retratados en el cuadro del Salón de Actos, González Moreno echó mano al personal administrativo y de maestranza, que luego trataba de encontrarse en la obra. Y si se te ha despertado la curiosidad, Lucas, puedes rastrear por Internet otra destacada pintura de González Moreno, sobre la jura de nuestra  Independencia. Volvamos al Salón de Actos de nuestra Facultad, y salgamos al gran salón de Pasos Perdidos para ver desde adentro las quince columnas neodóricas del frente que da sobre avenida Figueroa Alcorta (de paso, Lucas, alguien que fue presidente de la República a la muerte de Manuel Quintana, presidente del Senado cuando ejerció la vicepresidencia del fallecido y presidente de la Corte Suprema de Justicia).  Vuelvo al punto, Lucas, no más digresiones. Estamos en un colosal templo griego, dedicado a Temis, personificación de la Ley eterna, consejera de Zeus (sí, Lucas, usá el celu para ligar Wikipedia). Este edificio, con su corte clásico, responde a la corriente monumentalista en boga en los  años 30/40, no sólo en la Italia de Mussolini. Fue por entonces (1945)  cuando se realizó un concurso de proyectos, siendo ganador el presentado por Arturo Ochoa. Los terrenos originarios eran unas dependencias de Obras Sanitarias de la Nación (hoy AYSA, Lucas) y más abajo había bombas y grandes piletones. Por eso se lo levantó elevado, con una escalera monumental.   Aquellas bases abandonadas del predio dificultaron  mucho la terminación de la obra, especialmente el aprovechamiento del subsuelo. La Facultad de Derecho, en tiempos del rector Antonio Sáenz, funcionaba de modo ambulatorio entre dependencias del Colegio y del convento de San Francisco (Alsina y Defensa). Después se mudó a su primera sede, en Moreno 350, hoy Museo Etnográfico. De allí, a principios del siglo pasado pasó al edificio neogótico de Las Heras, donde hoy está la Facultad de Ingeniería. Esa obra, proyectada por Mario Palanti, el mismo del edificio Barolo y del Palacio Salvo, en Montevideo, nunca fue terminada.  Situémonos allí a principios de 1949, y vayamos otra vez a la leyenda: Evita, luego de la gira por Europa de 1947, encara ahora una sede para ubicar la Fundación que llevaría su nombre. Ella y su esposo son vecinos del nuevo edificio de Figueroa Alcorta, porque viven en la entonces residencia presidencial, donde hoy se levanta la Biblioteca Nacional. Y la primera dama ve el templo neohelénico y señala  a su marido que sería un buen lugar para su proyecto.  Llega este rumor al decano de la Facultad, que está esperando impacientemente que le den  vía libre para concretar el traslado.  Decide entonces realizar una suerte de mudanza hormiga, con ordenanzas que van llevando libros, carpetas y algunos muebles por avenida Pueyrredón para ir ocupando las dependencias –ya se sabe, Lucas, posesión vale título.  El 20 de abril de 1949, en una procesión que encabeza el decano y los profesores encolumnados, se dirigen a pie desde el templo neogótico (al pasar por él todavía algún despistado se santigua) al templo neodórico.  El 21 de septiembre de 1949, será la inauguración solemne  con la presencia del presidente Juan Domingo Perón.  Bueno, ahí tenemos al general, por fin.  El D 29337/49 estableció en todo el país la gratuidad de la enseñanza universitaria, suprimiendo los aranceles. Pero  la gratuidad de la Universidad de Buenos Aires fue establecida desde su creación, ya que todos los gastos de enseñanza y sostén, incluidos los sueldos docentes, se pusieron a cargo del tesoro público, dato a tener en cuenta para atribuir el mérito. Evita tuvo su cuasi réplica del edificio neoclásico, sede de la Fundación hasta 1955, hoy Facultad de Ingeniería.  Y el final de obra de la Facultad de Derecho prácticamente nunca llegó. Hasta hace poco se estaban realizando obras de saneamiento y extensión del subsuelo aprovechable.  En cuanto al Salón de Actos, olvidaba decir que ese estrado que se encuentra al costado, era el lugar donde tomaban posesión los abogados en el siglo XIX. Juré  allí mi título, Lucas, como espero lo hagas algún día.  Aquí, Lucas, cerramos la charla. Te  auguro el éxito en tu carrera.- 

domingo, abril 19, 2020

EL OGRO TERAPÉUTICO




                                                             




Octavio Paz retrató al Estado mexicano con los rasgos de un ogro filantrópico. Un ser mitad humano y mitad monstruo que gusta presentarse como omnipotente.  A la vez, pretende que se piense que ama a sus súbditos sin pedirles nada a cambio. Todo lo que reparte – que ha sacado previamente al resto.- debe entenderse resultado de su filantropía, y sólo cabe desde el llano darle las gracias por lo recibido. Como se ve, en todas partes han medrado ogros filantrópicos, no sólo en tierras mexicanas. Con la pandemia del Covid-19 se advierte que muchos gobernantes aspiran a convertirse en ogros terapéuticos. Los únicos –proclaman- que pueden torcerle el brazo al “enemigo invisible” de la plaga, minimizar sus efectos y asegurar a sus tributarios los cuidados de la salud, el pan y el cobijo hasta que llegue el día en que el coronavirus sea sólo un recuerdo. Los ogros de todos los tiempos y latitudes han suplementado sus ordenanzas, donde la voluntad surte el efecto de razón, con el parecer de expertos.  Hasta hace muy poco, fueron los economistas. Ahora, son los médicos y los investigadores en cuestiones de salud. Está muy bien este resalto de quienes se afirman  en la brecha de la práctica y  arriesgan sus vidas, además de transmitir su experiencia. También la de quienes en el laboratorio van a la caza del causante del morbo y descifran su genoma o buscan el medicamento adecuado.  Pero aquí el ogro ve la oportunidad de apoyarse en los pilares de la ciencia. Y se nos presenta a la ciencia como sinfónica, es decir, como una voz acorde y unánime que sustenta los edictos del ogro. Pero la ciencia no es sinfónica. Es polifónica, con muchas voces diferentes y simultáneas. Y hasta cacofónica muchas veces. Está bien que así sea, porque la ciencia es un tejido incesante, una tela de Penélope hecha de hipótesis y refutaciones. Pero el político que se apoya en la ciencia –esto es, en una hipótesis de ella que erige en axioma- puede llevarnos a un desastre, cuando no a una tragedia. Vivimos con el ogro bajo una política transformada en terapia. Una terapia política que roguemos no llegue malamente a la sala intensiva.

El teje y desteje de sugerencias y mandatos contradictorios que vemos a lo largo de estos días se explica porque el científico ve de dónde el virus viene, pero por ahora apenas vislumbra adónde va.  El virus, mientras no contemos con una vacuna o remedio adecuado, irá hasta donde pueda. Mientras tanto, no nos asombremos si en febrero el barbijo no era necesario para circular por la calle y hoy es mandatorio. Tenemos controlada la pandemia, pero no sabemos cuántos  contagios hay porque no tenemos los tests suficientes y desconocemos el porcentaje de pacientes asintomáticos. El ogro terapéutico  no se resigna a estas necesarias incertidumbres. Quiere mostrar cómo ama a sus vasallos y acude, entonces, para reforzar su voluntad, al brazo armado del derecho. El gobierno de la CABA propone que a partir del lunes 20 de abril ninguna persona mayor de 70 años podrá salir de su casa sin un previo permiso con cuentagotas que deberá solicitar al 147. A este típico bando  del ogro, Eugenio Semino, brillante Defensor de la Tercera Edad, replicó que quienes transitamos por la edad del veto de salida lo que tememos más que a  la muerte, que en definitiva resulta nuestro humano destino inscripto desde que nacemos, es a perder la disposición sobre nosotros mismos, a ser convertidos en floreros que se mudan de un lugar a otro de la casa para terminar arrumbados en el cuartito del fondo.   Y agregó que  el precepto considera al viejo como un subnormal absoluto, incapaz de criterios de buen sentido y de propio cuidado, cuando aquél es la memoria de la especie y lleva consigo la experiencia de otras pestes (parálisis infantil -1956-; gripe asiática -1957/58-; gripe de Hong Kong -1968/70-; cólera (1992); gripe A -2009-, etc).  Nuestro presidente apoyó la medida proyectada por el jefe de gobierno de la CABA porque, dijo, “eso lo hace el Estado porque conoce lo que pasa”. Y agregó: “es un modo de cuidarnos; el Estado los está cuidando”.  El ogro benigno nos está mirando y debemos ser sus buenos pupilos.  

Pero para el ogro no todo es cuestión de confinar carcamales. También debe ocuparse de qué hace la gente en el aislamiento. Más específicamente, de qué ocurre en materia de relaciones sexuales confinadas.  El ministerio de Salud recomienda para el caso mantener a todo trance la distancia social y recurrir a videollamadas, sexo virtual o sexting. El “venéreo duelo” de que hablaba Góngora ha quedado reducido a maniobra solitaria ante la pantalla. El Presidente –no podía faltar- aconsejó: “háganle caso”.  En relación con los ancianos insumisos que no acepten el encierro a partir del lunes, se desechó una primera idea de aplicarles una multa cuando pillados en falta, y prevaleció la de someterlos a trabajos comunitarios. ¿Podría ser, quizás, visto el consejo de Salud y teniendo en cuenta la posible sobrecarga, que cumplieran esas tareas como operadores en un call center erótico?  El incorregible Ogro Terapéutico atiende las necesidades y deseos de todos y todas.-
























domingo, abril 05, 2020

GÓMEZ DÁVILA


                                                                    



"Noble es la sociedad que no espera para disciplinarse que la disciplinen las catástrofes"

Nicolás Gómez Dávila, "Nuevos Escolios a un texto implícito" II

jueves, abril 02, 2020

ESTADO DE URGENCIA O  “LLENO DE LAS FACULTADES”






La situación excepcional que atravesamos, con epicentro en la salud pública amenazada por la pandemia, ha dado lugar a una retahíla de disposiciones de emergencia, bajo el formato del DNU (art. 99, inc. 3º y conc. CN). El punto de arranque podemos situarlo el 3 de marzo del corriente, cuando se tuvo noticia del primer infectado. El 8 de marzo, por DNU 260/20, se amplió la emergencia sanitaria contenida en la ley 27541, por el término de un año. El 11 de marzo, la OMS calificó el Covid-19 como pandemia. Cabe recordar que, con anterioridad, ya estábamos en emergencia declarada, pero con otros alcances. La ley 27541, del 23 de diciembre de 2019, había establecido la emergencia en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, energética, sanitaria y social, con delegación al  efecto al poder ejecutivo. Las circunstancias que se consideraban en aquel momento más apremiantes, eran otras que las actuales: la inflación, el achatamiento de los salarios, la negociación de la deuda soberana, los problemas alimentarios en sectores vulnerables y concomitantes. Hoy estos problemas subsisten, claro está, pero en un segundo plano, desplazados por la pandemia. El apremio está en la salud pública: salus publica suprema lex.  De allí en adelante, se sucedieron los DNU, al ritmo impuesto por la expansión del virus SARS-Cov-2, que produce el Covid-19, y sus progresivos efectos sobre la vida nacional. En simple enumeración: DNU 274/20, sobre prohibición de ingreso de extranjeros no residentes; DNU 287/20, modificatorio de la emergencia sanitaria; DNU 297,20, del 19 de marzo, de aislamiento social preventivo y obligatorio, el más evidente para la población en general; DNU 311/20, sobre suspensión de corte de servicios por mora o falta de pago; DNU 312/20, sobre suspensión de cierre de cuentas bancarias; DNU 313/20 que prohíbe el ingreso al país de  personas residentes en él y de argentinos residentes en el exterior, DNU 319/20, de congelamiento de cuotas de créditos hipotecarios y suspensión de las ejecuciones; DNU 320/20, de congelamiento del precio de alquileres urbanos y suspensión de desalojos. Y este es el elenco no taxativo al momento de escribirse este artículo, pero esta forma de gobierno a través de DNU  continuará  en expansión indefinida mientras  la curva natural de la pandemia no entre en fase de descenso, ya que al paso de las respuestas al virus los problemas en la distintas áreas –bien identificadas en la enumeración de emergencias de la ley 27541- se suceden sin pausa, como el efecto de la piedra arrojada a un lago que va abriéndose en sucesivas ondas concéntricas.  Desde el punto de vista jurídico, que es el que aquí interesa, se advierte que quedan afectados por decreto derechos fundamentales: entrar y transitar por el territorio, ejercer toda industria lícita, exigir el cumplimiento de cláusulas de contratos vigentes, percibir ingresos esperados, el acceso a la agencia judicial, entre otros. Y en el proceso irradiante más arriba señalado de este poder de policía por vía de decreto, cabe esperar que otros derechos y garantías queden sucesivamente alcanzados.  El fundamento  de este recorte de derechos  es la excepción. Allí cobra fuerza la máxima ciceroniana: “salus populi suprema lex esto”, sea la salvación (salud) del pueblo la suprema ley[1]. La anomalía de la situación excepcional exige dejar de lado momentáneamente la norma estable, para garantizar el restablecimiento del orden institucional quebrantado por aquella situación y facilitar la vuelta futura a la normalidad. Esto lo supo el Derecho, y también la política, desde la institución de la dictadura  en la república romana, como magistratura extraordinaria y temporalmente limitada, para ejercer el poder frente al caso excepcional, supeditada al control del Senado relativo a la necesidad de tal ejercicio extraordinario. Tanto aquella magistratura extraordinaria romana –a cuyo titular Cicerón llama magister populi- como sus sucesivas manifestaciones, tal como nuestro estado de sitio (art. 23, 75, inc. 29 y 99 inc. 16 CN),  resultan derogaciones de la normalidad previstas jurídicamente; la situación excepcional, en cambio,  a la que con aquellos remedios se hace frente, resulta siempre, en cambio, imprevisible, tanto jurídica como políticamente, surgiendo espontáneamente del curso de las cosas. Frente a la urgencia de esa situación sin precedentes, la afectación, en mayor o menor grado, de derechos y garantías constitucionalmente reconocidas  se establece por un órgano constituido, el gobierno ordinario, una vez declarada la necesidad  de asumir los poderes de excepción, para conservar y poder restablecer oportunamente el orden institucional quebrantado. Es lo que nuestra Corte Suprema, en un antiguo precedente –“Alem, Leando”- resumió en una frase  que sería luego repetida en sucesivas integraciones del tribunal: “el estado de sitio, lejos de suspender el impero de la Constitución, se declara para defenderla”.

Toda declaración de un estado de excepción supone tener en claro: quién resulta competente para decidir esa  declaración; qué alcances tendrá ese ejercicio de poder extraordinario; contra qué o quién se realiza la declaración y con base en qué previsión o precedente jurídico pertinente.  Ahora veamos cómo se están desarrollando ante nosotros esos acontecimientos.  Se gobierna por medio de DNU, sin haberse declarado el estado de excepción, aludiéndose a la emergencia e invocándose en los fundamentos la ley 27541, donde se contempla una delegación legislativa, pero no han sido debidamente conferidos  los poderes extraordinarios de la excepción, que de hecho se están ejerciendo.  Se introducen en los fundamentos de cada  situación en particular invocaciones a precedentes jurisprudenciales de la CSJN; así, “Nadur” para el congelamiento de las cuotas de los créditos hipotecarios o “Avico” para el congelamiento del precio de los alquileres (la inversa habría sido más pertinente) sin tener en cuenta la enorme minucia de que, en ambos casos, la referencia es a “leyes” de emergencia, no a decretos de necesidad y urgencia.  Téngase en cuenta que el análisis no debe  ir al examen de cada decreto en particular. Aquí no es importante lo singular,   sino el conjunto, para que el árbol del DNU no nos deje ver el bosque de disposiciones sin óleo constitucional legitimante.   Tampoco es convincente la remisión a los arts. 99, inc. 3ª y 1oo, inc. 13, de la CN, referidos a que los DNU  deberán ser remitidos por el jefe de gabinete a la consideración de la Comisión Bilateral Permanente, que a su vez debe emitir velozmente dictamen para su tratamiento en el Congreso. No convence porque el Congreso no funciona, ni tenemos noticia de actuaciones de la Comisión Bilateral Permanente, pese a que ya debería estar examinando los primeros DNU.   En suma, se está gobernando la excepción sin habérsela declarado, por decreto, echando mano, para utilizar una expresión de la  nativa prosapia jurídicopolítica del siglo XIX, al “lleno de las facultades”, sin sustento constitucional alguno. Recordemos, de paso, que cuando en 1820 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, recibe ese “lleno de las facultades”, por lo menos se lo otorga la Junta de Representantes.

Esta situación de hecho, de pedaleo jurídico institucional en el aire en el ejercicio de un poder extraordinario,  no es deseable ni saludable que prosiga en tales términos, sobre todo teniendo en cuenta los límites indefinidos de la situación excepcional, y la posibilidad de irreparables excesos y arbitrariedades.  Se ha hecho varias veces referencia a la declaración del estado de sitio. Alguna voz oficial ha expresado que “no se lo descarta”. Como bien dice Roberto Punte en colaboración ya publicada en este sitio, titulada “La Actual Emergencia y la Necesaria Respuesta Legislativa”, el problema es que en entre nosotros, entre la normalidad y el estado de sitio, no tenemos, como en otros ordenamientos, institutos de graduación proporcional en las restricciones a derechos y garantías.  Sostengo que podemos encontrarlo en la Convención Americana de Derechos Humanos, art. 27, “suspensión de garantías”, que tiene jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22 CN).  Transcribo la norma:

Artículo 27.  Suspensión de Garantías

 1. En caso de guerra, de peligro público o de otra emergencia que amenace la independencia o seguridad del Estado parte, éste podrá adoptar disposiciones que, en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las exigencias de la situación, suspendan las obligaciones contraídas en virtud de esta Convención, siempre que tales disposiciones no sean incompatibles con las demás obligaciones que les impone el derecho internacional y no entrañen discriminación alguna fundada en motivos de raza, color, sexo, idioma, religión u origen social.

 2. La disposición precedente no autoriza la suspensión de los derechos determinados en los siguientes artículos: 3 (Derecho al Reconocimiento de la Personalidad Jurídica); 4 (Derecho a la Vida); 5 (Derecho a la Integridad Personal); 6 (Prohibición de la Esclavitud y Servidumbre); 9 (Principio de Legalidad y de Retroactividad); 12 (Libertad de Conciencia y de Religión); 17 (Protección a la Familia); 18 (Derecho al Nombre); 19 (Derechos del Niño); 20 (Derecho a la Nacionalidad), y 23 (Derechos Políticos), ni de las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos.

 3. Todo Estado parte que haga uso del derecho de suspensión deberá informar inmediatamente a los demás Estados Partes en la presente Convención, por conducto del Secretario General de la Organización de los Estados Americanos, de las disposiciones cuya aplicación haya suspendido, de los motivos que hayan suscitado la suspensión y de la fecha en que haya dado por terminada tal suspensión.



Se configura aquí lo que podríamos llamar un “estado de urgencia”, para no referirnos a “emergencia”, término de uso múltiple en nuestro ordenamiento, cuya profusión puede tender a banalizarlo,  que quedaría reservado al ámbito de la ley 27451.  El inciso 2º contiene un listado de derechos cuya restricción quedaría fuera del alcance  del “estado de urgencia”. Incluso podría el Congreso,  órgano encargado de declararlo por analogía con el art. 75, inc. 29, referido al estado de sitio, incluir otros derechos que no podrían ser afectados.

La declaración del  estado de urgencia encuentra apoyo complementario en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, también de jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22 CSJN), cuyo art. 4, 1, transcribo:

Artículo 4

1. En situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación y cuya existencia haya sido proclamada oficialmente, los Estados Partes en el presente Pacto podrán adoptar disposiciones que, en la medida estrictamente limitada a las exigencias de la situación, suspendan las obligaciones contraídas en virtud de este Pacto, siempre que tales disposiciones no sean incompatibles con las demás obligaciones que les impone el derecho internacional y no entrañen discriminación alguna fundada únicamente en motivos de raza, color, sexo, idioma, religión u origen social.



Se contemplan en el resto del artículo la indisponibilidad de afectar en la medida extraordinaria ciertos derechos, en enumeración análoga a la de la CADH.

Dejo en estos escuetos términos planteada esta propuesta, por ahora sin ahondar en sus contenidos y alcances, para ser objeto de debate y enriquecimiento.

Creo que un aspecto importante del planteo es que, además de justificar y legitimar las medidas actuales del Ejecutivo, y proceder a su control efectivo,  requiere el funcionamiento de los órganos del  gobierno federal, esto es, el Congreso y la judicatura, hoy en pausa. Diputados y senadores aparecen en algunos casos como asesores del ejecutivo –así el presidente de la Cámara de Diputados y el presidente del bloque de diputados oficialista- y los senadores están llamados a silencio y fuera de la atención pública, tanto quien preside el cuerpo, la vicepresidente, luego de su viaje a Cuba, y la presidente pro tempore del  Senado.  Algunos de nuestros legisladores aparecen en las noticias por vía twitter o whatsapp, pero las puertas del Congreso permanecen cerradas. Con todas las cautelas que exige la pandemia, sin embargo, el Congreso de los EE.UU. funciona, especialmente el Senado. No han visto obstáculo en reunirse, por la circunstancia de que no todos concurran físicamente, sino algunos desde su casa vía internet, considerando tal integración válida para sesionar.  La última ley fue aprobada por el Senado el 25  de marzo pasado (versa sobre derogación de un impuesto sobre ciertas coberturas de salud). En su agenda, el 30 de marzo hubo una reunión pro forma, y figura otra programada para el 2 de abril, antes de las dos semanas de receso pascual.  Como siempre han menudeado entre nosotros las referencias a la constitución de Filadelfia –sobre cuyo molde se supone vaciada la nuestra, según la frase de Juan María Gutiérrez -, a sus instituciones, a las semejanzas y diferencias entre el funcionamiento del Senado y de la Cámara baja aquí y allá. ¿Por qué no imitar en esto a los representantes y a los “padres conscriptos” norteamericanos?  ¿O sólo deben arriesgarse en la brecha los médicos, enfermeras, personal de maestranza, fuerzas de seguridad, Ejército y, en cambio, los miembros conspicuos de nuestra clase política que ocupan bancas en el Congreso deben asegurarse recoleto confinamiento?  El poder legislativo debe cumplir una función de suprema importancia en este momento, que es la convalidar o no los DNU, por medio de la consideración de los dictámenes de la Comisión Bilateral Permanente. Para ello, podrían actuar aún sin sujetarse a los ya breves plazos fijados en la CN (diez días hábiles para el dictamen de la Comisión, diez días  hábiles para tratarlo en plenario), ya que la urgencia es la voz de orden de la hora. Se trata de un deber básico al que los integrantes del poder legislativo no pueden desertar.

También debe funcionar, con las mismas medidas cautelares de prevención, nuestro poder judicial, actualmente en feria. En paralelo al ejemplo anterior, la Corte Suprema norteamericana sigue sesionando y expidiendo fallos. El presidente del cuerpo concurre a su despacho y los demás miembros participan desde sus domicilios. El 23 de marzo  fue su último fallo, re Allen vs. Cooper, sentencia redactada por la ministro Elena Kagan, y se anuncian otras en su agenda[2].  Con dotación mínima y las cautelas del caso, los tribunales deben seguir funcionando. Si se le dice a la población que el aislamiento no es vacación, los integrantes del poder judicial deben comprender que lo suyo no es feria, aunque se suspendan plazos. Por ejemplo, dictando las sentencias pendientes o las interlocutorias que correspondan, pudiendo quedar en reserva la resolución, pero adelantándose el trabajo para el día después del receso, en una administración de justicia donde los procesos tienden a durar indefinidamente. Lo mismo cabe señalar respecto del despacho corriente. Sobre todo, el poder judicial debe conservarse abierto, sin el cuello de botella de los tribunales de feria, para el control de constitucionalidad de los actos de los demás poderes.

Se afirmó más arriba que toda decisión sobre la excepción, en estado de urgencia, debe contemplar quién debe declararla (el poder legislativo, según ya vimos), qué alcances tendrá (el art. 27.1 CADH ofrece una base para ello); con base en qué (el instrumentos jurídico para la excepción que surge del citado art. 27.1 de la CADU y 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos) y el estado de sitio del art. 23 y concs. CN, de acuerdo con la evolución de los acontecimientos. Merece nota aparte el  “contra quién” han de funcionar. Los gobiernos nos han presentado las medidas preventivas contra el Covid-19 como una “guerra” contra un enemigo invisible. La OMS lo ha calificado de “enemigo de la humanidad”. Es una metáfora inexacta y riesgosa al mismo tiempo. La guerra requiere un enemigo, y que ese enemigo sea visible, con entidad humana. El virus, producto de la naturaleza, no  lo es. No hace política,  ignora las ideologías, se resiste a encasillamientos y no profesa ni sirve a religión alguna.  No podríamos atribuirle un ser o finalidad moral. SARS-Cov-2 no se preocupa  mucho por quienes dicen que no lo merecíamos y de quienes, por otro lado, afirman que bien merecido lo teníamos. Ni nuestras virtudes ni nuestros vicios lo han acarreado. Librar contra él una guerra es absurdo, salvo que aceptemos que es una guerra perdida de antemano, hasta que una vacuna o remedio eficaz sea descubierto y puesto en práctica.  Es comprensible que los gobernantes, obligados a una sobreactuación, que a veces es una huida hacia adelante, no puedan anunciar públicamente la verdad, esto es, que no son los mariscales del triunfante ejército de la humanidad, sino que su función es la más modesta, ineludible, y por eso noble, de reducir las bajas, socorrer a los enfermos, proveer a los necesitados. Y que todos pongamos el hombro en la empresa. Pero la metáfora  de la guerra se desliza necesariamente hacia figuras humanas. Y aquí reside un peligro inmenso.  Es el de  criminalizar a supuestos causantes o aprovechadores de la situación, del mismo modo que en las pestes de antaño se achacaba la culpa del mal a los judíos o a los “untores” en la Italia del siglo XVII. Los gobernantes, los funcionarios, los comunicadores, los jueces y fiscales, deben tener esto bien presente para evitar la sobreactuación  destructiva[3]. Un ejemplo de este error aparece en la directiva del procurador Casal[4] para que los fiscales, nacionales y federales, en el tratamiento a las infracciones al art. 4º del DNU 287/20, de aislamiento social, que se encuadra en los arts. 205 y 239 del CP, que en el caso de conductores de vehículos, contempla la “retención” del rodado. El procurador instruye a los fiscales para que procuren el decomiso del vehículo, a favor de los gobiernos nacional o provinciales. Del secuestro preventivo que surge del DNU se asciende a la confiscación (¿borrada para siempre del código penal argentino? art. 17 CN), en nombre de la salus publica. 

En síntesis de lo aquí expuesto:

·         La situación excepcional a causa de la pandemia es notoria.

·         Requiere remedios de poder extraordinarios, que deben ajustarse a los previstos constitucionalmente.

·         En el caso, el estado de urgencia según el  art. 27.1 de la CADH (art. 75, inc.22 CN) complementado con el art. 4.1 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos. No puede seguirse con un ejercicio salvaje del “lleno de las facultades”.

·         Según el progreso de los acontecimientos, en caso de agravamiento, debe considerarse el estado de sitio del art. 23 y concs. CN

·         Estas disposiciones debe declararlas el Congreso de la Nación, que tiene el deber ineludible de actuar ante la crisis, sesionando en presencia, con las cautelas establecidas y virtualmente en los casos necesarios.

·         También debe el Congreso controlar, convalidando o rechazando, los DNU con que gobierna el ejecutivo, poniendo en ello el mayor empeño y urgencia.

·         El Poder Judicial de la Nación debe continuar funcionando, con las cautelas del caso, avanzando en lo posible en las  causas en trámite, y sin olvidar su función de control  de constitucionalidad y convencionalidad, al igual que el órgano extrapoder del Ministerio Público.

Por sobre todo, debe imperar la prudencia, la cordura, la templanza, la moderación; en fin, la sofrosyne que postulaban los clásicos, frente a la precipitación, la sobreactuación, el palabreo y el cálculo de ventajas políticas inmediatas.



[1] Aunque no sea habitual la referencia a este matiz, nótese que suele traducirse la frase con un indicativo: “la salvación del pueblo es la suprema ley”, cuando Cicerón la refuerza utilizando un imperativo futuro –esto-, es decir, “sea”.
[2] ) Quien quiera verificar los datos ofrecidos respecto del funcionamiento del poder legislativo y el poder judicial en los EE.UU., puede acudir a los sitos oficiales www.senate.gov, www.house.gov y www.supremecourt.gov.
[3] ) Ejemplos: las prohibiciones de entrada o salida de territorios provinciales o ejidos municipales que exceden el poder de policía provincial o municipal. Oro ejemplo es la disposición –se supone por una resolución que no es dable hallar- por la que el Ministerio de Salud ha decidido monopolizar la adquisición y distribución de respiradores, como insumo crítico, aplicándola retroactivamente y apoderándose de respiradores que habían adquirido y pagado provincias como las de Salta y Mendoza y prestadores de salud particulares. La emergencia sanitaria le otorga el rango de “coordinador” con las provincias, municipios y entidades privadas, no el de subordinarlas. 
[4] ) Ver www.fiscales.gob.ar