martes, septiembre 15, 2020

VOLVIÓ LA ZANJA DE ALSINA, PERO EL MALÓN ESTÁ MÁS CERCA








Corte de la Zanja de Alsina



Entre 1876 y 1877, desde Nueva Roma[1], a unos cuarenta kilómetros de Bahía Blanca, hasta Italó, en el sureste de Córdoba, se cavó una zanja de casi cuatrocientos kilómetros, destinada a impedir o dificultar el malón. Fue durante la presidencia de Avellaneda y era su ministro de Guerra Adolfo Alsina. Alsina, el caudillo del autonomismo porteño, de barba poblada y físico imponente, capaz de amainar guapos en cualquier boliche o apabullar letrados con su versación jurídica, ideó este recurso ante el avance de la indiada. Desde la caída de Rosas se habían roto los pactos con los indios, confederados bajo dominio araucano y, hasta unos años antes (1873), el gran Cafulcurá asolaba las tierras pampeanas con miles de hombres de lanza.  El negocio era robar el ganado y llevarlo a Chile por la Rastrillada Grande o Camino de los Chilenos, más el botín y las cautivas, que permitían asegurar la reproducción de nuevos guerreros para las empresas de estos seminómadas –cuya progenie real o supuesta hoy reclama al por mayor tierra, como si sus antecesores las hubieran poblado y cultivado.  La idea de Alsina era impedir el maloqueo y el traslado del botín. La zanja era uno de los instrumentos para ello: tres metros de ancho, dos de profundidad y un terraplén de un metro sobre los bordes. Fue diseñada por el ingeniero francés Alfredo Ebelot, que ha dejado una muy valiosa obra sobre sus experiencias en el terreno. El indio podía sortearla con alguna dificultad, pero el ganado no. Allí intervenía el otro instrumento, que era la línea de fortines, intercomunicada por medio del telégrafo. Las tropas  podían intervenir más ventajosamente  sobre los lanceros  dificultados por el foso. Las condiciones de vida de estos asientos militares y de la leva de sus efectivos tendrán indeleble retrato en el “Martín Fierro”.   De todos modos, la zanja de Alsina permitió  el desarrollo de poblaciones y explotaciones rurales aquende  su traza, debilitó el poder del indio y facilitó  la campaña que el nuevo ministro de Guerra, Julio Argentino Roca, llevaría a cabo más tarde.  

En Rafael Castillo, partido de La Matanza, se ha cavado una zanja de 1.200 m de longitud, más de casi tres metros de ancho y dos de profundidad, por suerte no a pico y pala como su antecesora, sino con excavadora, a cargo de la propietaria de un predio, ocupado en su mayor parte  por una reedición posmoderna del malón, donde los “hombres de lanza” lo son ahora de tumbera, familias muy pobres arrastradas en operaciones para nada espontáneas  por capitanejos locales – quienes nada tienen de Cafulcurá, Sayhueque o Manuel Namuncurá- que avizoran un buen negocio inmobiliario y un rebaño clientelar a ofrecer para las votaciones. Berni –un ministro de Seguridad que es muy recio a motín policial terminado- se queja y patalea contra las tribus de okupas, con cierta razón, pero –claro- no alcanza a las espuelas de Conrado Villegas ni a los botines de Adolfo Alsina. En otro tiempo, los enanos tenían la prudencia y sapiencia de encaramarse en los hombros de los gigantes. Ahora, cuesta que esas grandes sombras no los pisen.









[1] ) Allí el coronel Silvino Olivieri había fundado una colonia agrícola militar. En 1856 Olivieri fue asesinado en un motín de los colonos legionarios.  

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