Corte
de la Zanja de Alsina
Entre
1876 y 1877, desde Nueva Roma[1],
a unos cuarenta kilómetros de Bahía Blanca, hasta Italó, en el sureste de Córdoba,
se cavó una zanja de casi cuatrocientos kilómetros, destinada a impedir o dificultar
el malón. Fue durante la presidencia de Avellaneda y era su ministro de Guerra
Adolfo Alsina. Alsina, el caudillo del autonomismo porteño, de barba poblada y físico
imponente, capaz de amainar guapos en cualquier boliche o apabullar letrados con
su versación jurídica, ideó este recurso ante el avance de la indiada. Desde la
caída de Rosas se habían roto los pactos con los indios, confederados bajo
dominio araucano y, hasta unos años antes (1873), el gran Cafulcurá asolaba las
tierras pampeanas con miles de hombres de lanza. El negocio era robar el ganado y llevarlo a
Chile por la Rastrillada Grande o Camino de los Chilenos, más el botín y las
cautivas, que permitían asegurar la reproducción de nuevos guerreros para las empresas
de estos seminómadas –cuya progenie real o supuesta hoy reclama al por mayor
tierra, como si sus antecesores las hubieran poblado y cultivado. La idea de Alsina era impedir el maloqueo y el
traslado del botín. La zanja era uno de los instrumentos para ello: tres metros
de ancho, dos de profundidad y un terraplén de un metro sobre los bordes. Fue
diseñada por el ingeniero francés Alfredo Ebelot, que ha dejado una muy valiosa
obra sobre sus experiencias en el terreno. El indio podía sortearla con alguna
dificultad, pero el ganado no. Allí intervenía el otro instrumento, que era la
línea de fortines, intercomunicada por medio del telégrafo. Las tropas podían intervenir más ventajosamente sobre los lanceros dificultados por el foso. Las condiciones de
vida de estos asientos militares y de la leva de sus efectivos tendrán
indeleble retrato en el “Martín Fierro”.
De todos modos, la zanja de Alsina permitió el desarrollo de poblaciones y explotaciones
rurales aquende su traza, debilitó el
poder del indio y facilitó la campaña
que el nuevo ministro de Guerra, Julio Argentino Roca, llevaría a cabo más
tarde.
En
Rafael Castillo, partido de La Matanza, se ha cavado una zanja de 1.200 m de
longitud, más de casi tres metros de ancho y dos de profundidad, por
suerte no a pico y pala como su antecesora, sino con excavadora, a cargo de la propietaria de un
predio, ocupado en su mayor parte por
una reedición posmoderna del malón, donde los “hombres de lanza” lo son ahora
de tumbera, familias muy pobres arrastradas en operaciones para nada
espontáneas por capitanejos locales –
quienes nada tienen de Cafulcurá, Sayhueque o Manuel Namuncurá- que avizoran un
buen negocio inmobiliario y un rebaño clientelar a ofrecer para las votaciones.
Berni –un ministro de Seguridad que es muy recio a motín policial terminado- se
queja y patalea contra las tribus de okupas, con cierta razón, pero –claro- no alcanza a las
espuelas de Conrado Villegas ni a los botines de Adolfo Alsina. En otro tiempo,
los enanos tenían la prudencia y sapiencia de encaramarse en los hombros de los
gigantes. Ahora, cuesta que esas grandes sombras no los pisen.
[1] ) Allí
el coronel Silvino Olivieri había fundado una colonia agrícola militar. En 1856
Olivieri fue asesinado en un motín de los colonos legionarios.
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