MEMORIAS DE UN CONDE RUSO O APUNTES SOBRE EL “TERROR LEGAL”
Serguéi Yuliévich, conde Witte, que vivió entre 1849 y 1915, fue uno de los tantos que transitaron de la gloria mundi al sepulcro ignoto. Hoy, trayéndolo a la memoria, nos permitirá enhebrar algunas reflexiones sobre el “Terror legal”. El conde Witte fue ministro de Finanzas y luego, por un breve período, primer ministro del último zar autócrata de todas las Rusias, el desdichado Nicolás II Romanov. Un modernizador, un progresista decimonónico provisto, además, de fino sentido político. Se lo considera el impulsor de la entrada de Rusia en la era industrial y su nombre está adscripto al tendido del Transiberiano, una hazaña ferroviaria. Propició las inversiones extranjeras, especialmente francesas, en el naciente sector fabril. Se le debe, a ese fin, la entrada del imperio zarista en el patrón oro. Estos datos no deben inducirnos a la creencia –fomentada por la posterior historia oficial soviética- de que la Rusia del siglo XIX era un reducto de barbarie y oscurantismo, poblada por mujiks borrachos y cosacos azotándolos con el knut, donde brillaron solamente algunas luces, como las de nuestro conde. En puridad, los zares del siglo XIX (Alejandro II, Nicolás I, Alejandro III, Nicolás II) transformaron a Rusia en una gran potencia económica. Impulsaron la industria, la agricultura y el comercio, así como la instrucción pública. Realizaron, incluso, una revolución social desde arriba, con la supresión de la servidumbre por Alejandro II en 1861. Bajo estos autócratas, la poesía, la novela y la música rusas llegarán a su cenit. Pero este salto adelante de Rusia sacó a flor de piel una contradicción agazapada en toda su historia, como ya había ocurrido cuando la modernización brutal de aquel maximalista que fue Pedro el Grande. Esa contradicción opuso, de una parte, la exigencia de colocarse a la altura del resto de los países adelantados y, de la otra, las fatalidades y singularidades de la propia Rusia. La misma contradicción acabará por hundir, en el siglo XX, al imperio soviético, uno de los más breves de la historia (1917-1991). Aquella voluntad autocrática zarista de transformación chocó con otra voluntad –que con el tiempo y la adquisición del poder habrá de revelarse no menos autocrática: la del nihilismo revolucionario, de metodología terrorista. Dostoievski la pintó en “Los Demonios”, especialmente a través de su personaje Stavrogin, cuyo modelo vivo fue el nihilista Nechaev, autor del primer manual del terrorismo: el “Catecismo Revolucionario” -que solía hojear con fruición el Che Guevara. El terrorista, rezaba esta catequesis, es un poseído por la revolución y la revolución consiste en destruir lo que existe de cualquier modo, bajo el signo del odio. “No tenemos más que un plan negativo: la destrucción despiadada. Renunciamos a elaborar las condiciones de la organización futura, como incompatible con nuestra actividad”, escribía Nechaev con implacable franqueza. El anteúltimo emperador, Alejandro III (1881-1894), frente a aquel desafío, adopta el expediente de reprimir y destruir como una opción que anula el edificar y transformar que había impulsado su antecesor. En ese tiempo se organiza la Ojrana, la policía política encargada de vigilar y aniquilar al terrorismo. Y esta organización, con ser poderosa, se revela luego insuficiente. Entonces, hay que hacer la guerra al terrorismo con sus mismos métodos. La reacción le respira en la nuca a la revolución y el contraterror trata de empalmarle el paso al terror. ¿Relato ya conocido? Por cierto. Ya veremos cómo nuestro conde Witte, al que hemos dejado un poco olvidado a fuerza de recordar la circunstancia histórica, tiene algunas cosas importantes que decirnos al respecto
Aunque signifique dar un rodeo, debemos evocar brevemente el escenario internacional que le tocó atravesar a los zares Romanov del siglo XIX. Salvo Alejandro I, líder exitoso de la resistencia nacional ante Bonaparte y luego amo de Europa con la Santa Alianza (habrá que esperar a Stalin para encontrar reproducida una situación semejante), los sucesores debieron enfrentar fracasos y reveses en la expansión del imperio. Una guerra infortunada en Crimea; la derrota de Alejandro II en su marcha sobre Estambul; las derrotas humillantes ante los japoneses bajo Nicolás II y, finalmente el derrumbe de los ejércitos rusos en la Primera Guerra Mundial, preludio de la Revolución de Octubre.
Son episodios en la lucha global entre tierra y mar. Inglaterra no había prestado su adhesión en 1815 a la Santa Alianza, cortándole así las piernas al intento de organizar Europa desde los imperios ruso y austriaco. A fines del siglo XIX, la Gran Bretaña y los EE.UU., potencias marítimas, observan con preocupación el despliegue ruso por China y el sudeste asiático. Había que frenarlo de alguna manera. Por ello, Japón entró al siglo XX obteniendo, por influencia del presidente norteamericano Teodoro Roosevelt, un tratado de alianza con la Gran Bretaña para el caso de que su territorio fuera objeto de un ataque por parte de Rusia. Con las espaldas bien cubiertas, pues, la flota nipona, comandada por el almirante Togo, acorraló a la pesada flota rusa en Puerto Arturo y la diezmó sin esfuerzo[1]. Mientras tanto, el almirante Kuroki batía en la desembocadura del Yalú, frente a la costa de Corea, a la flota auxiliar de la marina imperial. En tierra, los ejércitos del zar fueron arrollados por los infantes japoneses en la batalla de Mukden. En San Petersburgo, el 22 de octubre de 1905, una pacífica manifestación de obreros, encabezada por el pope Gapón, marchó al Palacio de Invierno para pedirle al padrecito zar que intercediera a fin de obtener mejores condiciones de vida. Fueron ametrallados por las tropas de guardia, inaugurándose desde allí un quiebre de la lealtad del pueblo a la autocracia. Los bolchviques ensayaron por su parte la revolución, donde se distinguió –a pesar del fracaso- un joven de 25 años llamado León Davidovich Bronstein, alias Trotsky. Fue entonces cuando se produjo el episodio del “Potemkin”, acorazado que se encontraba frente a Odesa para impedir que la huelga metalúrgica en esa ciudad se saliese de madre. La tripulación se amotinó por los malos tratos de la oficialidad y lo nauseabundo del rancho. Los huelguistas, mientras tanto, ganaron las calles en Odesa, entregándose a matanzas y saqueos. Un regimiento de cosacos, en represalia, sembró cadáveres sobre los cadáveres.
El conde Witte, primer ministro por entonces, trataba de apagar los incendios. En la conferencia de paz de Portsmouth, luego de la derrota ante Japón, consiguió condiciones muy ventajosas para su país –hasta el punto que al saberse el magro resultado obtenido estallaron sangrientas sublevaciones en Tokio. Presidía la conferencia Teodoro Roosevelt, el de la política del “gran garrote” –big stick policy-, el hombre a quien Darío llamó el Cazador y el Riflero, y que recibió como premio el Nobel de la Paz, insólita distinción para alguien con cuatro quintos de Nemrod ...[2]
También Witte intentó ordenar la política interna. Se convocó a la primera Duma –o Parlamento- en lo que parecía ser el fin o, por lo menos, una atenuación de la autocracia. Al mismo tiempo, se deportó al extranjero a los cabecillas bolcheviques. Pero Witte no pudo resistir la embestida de los autocráticos “fundamentalistas” y allí terminó su carrera política.
Un episodio de esa carrera, que lo relaciona con la redacción de los ficticios “Protocolos de los Sabios de Sion”, merece consignarse. Según algunos, el objetivo de los falsarios fue socavar la influencia del Conde Witte sobre el zar Nicolás II. La mujer de Witte era de origen judío, y corría el rumor de que por ello nuestro conde favorecía a los judíos de Rusia, que sufrían persecuciones y progroms. No es muy clara la posición de nuestro conde respecto del trato discriminatorio a los judíos. En 1903, junto con otro ministro del Zar, Plehve, un notorio judeófobo, reciben al periodista austriaco Teodoro Herzl, que acaba de fundar el sionismo político y llega para explicarles por qué el Zar ortodoxo debe apoyarlo. Witte le espeta, brutalmente, que al anterior emperador, Alejandro III, le había comentado que si seis o siete millones de judíos fuesen empujados para hundirse en el Mar Negro, no se habría sentido mayormente afectado, pero como había que resignarse a vivir con ellos, que se fuesen a Palestina u otro hogar equivalente le parecía muy bien. Sea como fuere, los enemigos de Witte hicieron todo lo posible por desacreditarlo ante la familia imperial. Con ese fin se habrían publicado los “Protocolos”. Aparecieron por primera vez en Rusia en 1905, poco antes de la primera revolución bolchevique y de la convocatoria a la primera Duma, acontecimientos a los que se ha hecho referencia más arriba. Pretendían convencer al Zar de que detrás de la corriente reformadora se escondía un complot judeo-masónico. La "prueba" de esa conjura fueron los “Protocolos”[3].
Witte dejó unas “Memorias” muy interesantes. En su primer capítulo nos entera que el atentado terrorista que cobró la vida del el zar Alejandro II, en 1881, inició una represión gubernativa, bajo su sucesor Alejandro III, sirviéndose de organizaciones en la sombra destinadas a combatir el terrorismo por medio de procedimientos clandestinos y criminales. Fueron sugeridas por una memoria juvenil del mismo Witte –de la cual se muestra, al redactar las Memorias, treinta años más tarde, sinceramente arrepentido- constituyéndose entonces en San Petersburgo una sociedad secreta, la “Santa Hermandad”, irradiando muy pronto a las demás grandes ciudades rusas, incluso Moscú, con misteriosas representaciones en las grandes metrópolis del extranjero. Estaba destinada, según Witte, a “combatir a los revolucionarios con sus propias armas, particularmente por medio de una organización oculta que tuviera por objeto contestar a cada manifestación terrorista con un contragolpe de igual naturaleza”. “Porque tratar de vencer al enemigo empleando todas las fuerzas de la máquina del Estado –agrega- es lo mismo que querer aplastar una partícula de polvo con una maza”. Se requiere, pues, echar mano de formaciones clandestinas que puedan enfrentar al terrorista en su mismo terreno y con sus mismos métodos.
Witte entró a formar parte de la hermandad desde su constitución y fue enviado a París para ejecutar a otro miembro de aquélla., llamado Polianski, para el caso de que éste no cumpliera la orden de asesinar a un nihilista exiliado que había participado en el complot de “Voluntad del Pueblo”, el grupo que atentó contra la vida del zar Alejandro II. Witte narra luego las andanzas de las Centurias Negras, nombre popular de una “Asociación del Pueblo Ruso”, concebida en su origen como una fuerza de confrontación civil. Lopujin, jefe de policía zarista, anotaba al respecto: “Contra la revolución y la lucha de clases, no podemos apoyarnos únicamente en la policía, hemos de apoyarnos también en el pueblo, en las clases, a fin de que se transforme la lucha de la policía, en la lucha de un sector del pueblo contra otro sector del pueblo”. La policía política rusa del tiempo zarista había afinado los procedimientos de infiltración en las organizaciones terroristas, hasta el punto que algunos agentes encubiertos llegaron a descollar en ellas.[4] Los límites entre la policía y los terroristas comienzan, a partir de allí, a tornarse poco claros. También debe anotarse que la tortura, desparecida desde fines del siglo XVIII, reaparece ahora como método para extraer información. La crueldad de la tortura exacerba, por otra parte, la crueldad en la acción terrorista, realimentándose ambos extremos mutuamente, en una patética escalada. Por cierto, estos métodos originados en los tiempos del zarismo, y especialmente el desenvolvimiento de una policía política cada vez más sofisticada, se perfeccionan luego de la Revolución de 1917: la Cheká, la GPU, la NKVD, la MVD, la KGB. Stalin, que de nada se privó en este campo, y que tuvo como ejecutores a verdugos de la talla de Yezhov y Beria (purgados a su turno), preocupado por la exaltación póstuma de los nihilistas tirabombas, llegó a escribir: “si enseñamos a nuestros hijos historias de la Voluntad del Pueblo (el grupo que asesinó al zar Alejandro II), los convertiremos en terroristas”. No andaba tan desencaminado el tío José, y su admonición podrían repetirla en la Argentina los ex tirabombas finalizados en ministros o financistas, cuando a su turno son denostados por los jóvenes militantes encapuchados de la acción directa, que los califican de burgueses vendidos al imperialismo.
El terror ha acompañado desde el vamos la relación del hombre con sus semejantes. La historia general está salpicada de matanzas y crueldades, con las que se consigue y remacha el poder de un grupo sobre otro. Un texto religioso, como la Biblia, nos ofrece sobrados reportes de carnicerías suficientemente aterrorizantes efectuadas por los vencedores sobre los vencidos. Pero es en la modernidad cuando el terror se convierte en Terror y en terrorismo. Se le puede otorgar al Terror, una fecha de nacimiento (1793) y hasta un padre (Saint-Just). De septiembre de 1793 a julio de 1794, impera el Terror desde la Convención francesa, cuyo presidente, el joven Luis Antoine de Sain-Just, obra como “arcángel de la muerte”, hasta que la inevitable reacción de termidor[5] lo habrá de conducir a él mismo al otro barrio, guillotina de por medio. El Terror fue utilizado por el gobierno revolucionario para aniquilar a sus opositores, basándose en argumentos de “salvación pública”, esto es, de salus populi o razón de Estado. Como bien anota Alain de Benoist[6], resulta un Terror “legal”, que puede reconocerse como ilegítimo y no una acción ilegal, que puede, según el caso, considerarse legítima, cual resulta el terrorismo. El Terror legal, producto maximalista de la Revolución Francesa, estuvo acompañado de la primera guerra “total” de la modernidad, esto es, la de la Vandea contra la ·”chuanería”[7]. Las tropas republicanas operaron sobre esa región bajo órdenes estrictas de no hacer prisioneros y de pasar por las armas hombres, mujeres y niños, indistintamente. La justificación del Terror legal por la invocación de la salus publica, que pone a los gobernantes y funcionarios que ordenan y ejecutan aquellos actos legibus solutus, esto es, desligados de la ley y por encima de ella, habrá de reaparecer en cada ocasión semejante, hasta nuestros días.
Con la Revolución Francesa tenemos el Terror legal, pero no aún el terrorismo. El terrorismo aparecerá, a fines del siglo XIX, en los pródromos de la otra gran Revolución, la de octubre de 1917. Nuestro conde Witte será testigo y partícipe en esos acontecimientos. “Terroristas” son los integrantes de grupos revolucionarios que se sirven de medios violentos, como los atentados con explosivos, los asesinatos y los sabotajes, para atacar un gobierno. El Terror legal, hijo de la Revolución Francesa, se acompaña desde entonces de un gemelo siamés, el terrorismo, tío de la Revolución Rusa. Ambos están enfrentados y, como lo vio Witte tempranamente, aparece desde el Terror legal la tentación imperiosa de disputarle la primacía al terrorismo en su propio terreno y con sus propias armas.
Suele llamarse al Terror legal, cuando echa mano de esta respuesta simétrica subrepticia, “terrorismo de Estado”. Es una designación errónea. El terrorismo de Estado supone un Estado terrorista, indiferente a toda pretensión de legitimidad de título o ejercicio, cuyo poder se asienta pura y simplemente en la violencia sobre la población, ejercida por medio de secuestros, torturas y asesinatos. Aunque muchos Estados, durante el siglo pasado, se acercaron a este modelo, ninguno lo practicó ni nadie lo planteó como desideratum, ya que hasta el más cruel Terror legal usa, asimismo, el guante de terciopelo de la persuasión y la manipulación. Las expresiones “terrorismo de Estado” y “Estado terrorista” se asocian, en nuestros días, al ejercicio dictatorial del poder por medio del ejército y demás fuerzas armadas, que se sirven, además, de formaciones paramilitares o parapoliciales. La expresión “terrorismo de Estado”, en puridad, encierra una falacia que vacía de sentido teórico político a la noción de “terrorismo”. El terrorismo, como vimos, es un recurso político que se utiliza contra un gobierno o conjunto de gobiernos, con el propósito de jaquearlos y eventualmente derribarlos, por grupos, generalmente reducidos y de actuación con preponderancia urbana, que producen a designio, por diversos actos de violencia, un estado de terror en la población en general[8]. No interesa, para el caso, el grado de legitimidad del gobierno contra el cual los terroristas combaten y si éste, a su turno, practica el Terror legal subrepticio. Lo que define al terrorismo es que se dirige contra un gobierno o conjunto de ellos, pero sus blancos son aleatorios y elegidos mayormente entre la población civil, en la que produce sorpresa y abatimiento (la pregunta del “¿por qué?”). Esos actos o amenazas deben crear la impresión de poder reiterarse indefinidamente y, en cada caso, debe haber una reivindicación, una “marca de fábrica”. Los actos de los gobiernos que se califican como “terrorismo de Estado”, esto es, los actos de Terror legal subrepticio (secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones forzadas), son crímenes de Estado, crímenes que se intentará en algún momento cubrir –como vimos- con la “razón de Estado”, pero no terrorismo. Normalmente no se reivindican y hasta se pretende, muchas veces, darles la apariencia de sucesos corrientes –accidentes, crímenes comunes. En otras ocasiones, se echa mano de un sello -como el de la “Triple A” de 1973 a 1976, o el GAL bajo la presidencia del gobierno español de Felipe González-, que encubre a un grupo paraoficial de sicarios. Los blancos de estos crímenes son los enemigos del gobierno, reales o supuestos, pero no aleatorios ni pertenecientes a la población en general. No pretenden crear una sensación de repetición indefinida, sino que persiguen la aniquilación o doblegamiento del bando enemigo, que, en muchos casos, ha recurrido ya al terrorismo y procederá a la retorsión por esa vía.
En ambos casos, en el del terrorismo y en el de los asesinatos de Estado, como en todas las guerras y conflagraciones, se echa mano al terror. Pero el terrorismo resulta un uso particular y específico del terror, como hemos visto. La expresión “terrorismo de Estado” transforma los crímenes de Estado en la única clase de “terrorismo” computable y jurídicamente relevante. Incluso, sólo llegan a considerarse “víctimas” las que han sufrido tales actos o sus deudos, y no las de atentados terroristas. El resultado es que, en situaciones como las de nuestro enfrentamiento intestino de los años 60 y 70, ocurrido bajo el registro de la “guerra revolucionaria” y de su respuesta contrainsurgente, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período de la dictadura militar, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza[9].
El primer motor del terrorista es el odio, pero no dirigido, en la mayor parte de los casos, contra sus víctimas, que juegan un papel meramente instrumental, sino contra un enemigo abstracto que se pretende golpear por medio del sacrificio de individuos concretos elegidos a capricho. Las explicaciones del terrorismo por circunstancias objetivas –la miseria, la marginación, el hambre - no tiene en cuenta que la finalidad del terrorista es imponer su voluntad a las voluntades contrarias para doblegar aquel enemigo abstracto de que hablábamos más arriba. Por lo tanto, no debe enfocárselo bajo la relación causa a efecto, sino a partir de la relación medio a fin. Agreguemos que aquel tipo de odio genérico e impersonal tuvo su usina en otro producto de la modernidad, la ideología o religión secularizada, en especial la leninista con su planteo de la enemistad absoluta en la guerra revolucionaria, hoy suplida por el fundamentalismo religioso. El terrorista usa el miedo para ejercer una influencia en la historia, y lo obtiene, especialmente en la era moderna y su presente estadio final, a través de los útiles tecnológicos más avanzados, como., p. ej., el impacto de los jets. en rascacielos, o la amenaza del arma bacteriológica o atómica. Así se amplía la posibilidad de desastre masivo y, consecuentemente, el efecto del terror. Ello es posible porque la modernidad resulta la mejor dispuesta, en el curso de las eras históricas, a aceptar la muerte en masa, que a la vez le fascina y la horroriza. En el altar inútil de la “picada” o del fin de semana largo, sacrificamos vidas en accidentes automovilísticos sin impresionarnos demasiado. Nada de lo que el terrorismo ensaya hoy para doblegar resulta innovador en materia de crueldad, ni tampoco lo son los recursos sórdidos y clandestinos a que echa mano el Terror “legal”. Los terroristas y los contraterroristas furtivos no son inadaptados, sino, por el contrario, seres quizás demasiado bien adaptados para deslizarse en la pendiente de nuestro tiempo. El siglo XX y el despuntar del XXI están atravesados por la nota de la atrocidad. Desde las sevicias en los campos de concentración en la guerra anglo-boer a Guantánamo y Abu Grahib, pasando por el lager y el gulag; los bombardeos masivos desde Coventry a Faluya, pasando por Hamburgo, Dresde, Hiroshima y Nagasaki; los exterminios sistemáticos a partir de los armenios en 1915, pasando por los judíos en el III Reich, los diversos pueblos bajo la férula staliniana, los chinos durante el “Gran Salto Adelante” de Mao, los camboyanos bajo Pol Pot, los curdos bajo Saddam, los tutsis contra los hutus en Ruanda, los tibetanos por los chinos, Sabra y Chatyla, Sudán, el Timor Oriental, las dictaduras latinoamericanas de uno u otro signo y un etcétera que no cierra la lista sino que la mantiene cautelarmente abierta. El terrorismo y el contraterrorismo, hermanitos siameses, integran, acompañan y refuerzan estos macabros elencos.
Con las memorias de Witte, testigo del surgimiento del primer terrorismo y de los primeros métodos clandestinos para combatirlo, aprendemos, en primer lugar, que el terrorismo y el Terror legal subrepticio, hijos ambos de la modernidad revolucionaria, se producen, reproducen y realimentan mutua y fatalmente, formando una pareja inextricable de amor-odio, para describir cuya relación lo más aproximado es la hermandad siamesa. Podría concluirse, después de su lectura, que toda resistencia al mal con el mal está destinada a fracasar siempre, como fracasaron en la etapa política rusa previa a la Revolución de 1917. Sin embargo, nuestra propia experiencia, después de doblar el cabo del siglo XX, nos indica que el problema del terrorismo/contraterrorismo se nos vuelve insoluble en cuanto acudimos, para encuadrarlo, al juicio moral a partir del par de opuestos bueno/malo. Como bien decía Carl Schmitt, cuando la política se construye sobre juicios de valor hay que preguntarse: ¿quién es el que establece los valores? Como la categoría de lo político se edifica a partir del conflicto, de la dicotomía amigo/enemigo, la afirmación de un valor implica automáticamente la afirmación de un antivalor en otro, el enemigo, que no tiene en absoluto ningún derecho frente al monopolizador de lo valioso. El valor debe destruir al sinvalor y la apuesta del poder es por apropiarse del valor supremo, a partir del cual se demarca quién está dentro del derecho, que afirma lo valioso, y quién está fuera del derecho, el sinvalor, que debe sufrir todo el peso de la ley. En lo que aquí se trata, es obvio que el Terror legal puede entenderse como “bueno” en tanto salva el orden de una organización política e impide su desintegración, y el terrorismo puede percibirse como “bueno” en tanto el fin perseguido (resistencia a un régimen de gobierno opresivo, guerra de independencia, liberación de un territorio de la ocupación extranjera) puede considerarse legítimo y hasta deseable. Los valiosos militares del deber que combaten al “delincuente subversivo” pueden convertirse, al volverse la tortilla del poder, en “represores genocidas” sin valor y sin derechos, incluso para quienes imparten justicia y revistaban en el escalafón antes y después del trastorno de valores. La categorización del terrorismo, pues, debe realizarse dentro del campo de la político, aunque ello no nos prive del juicio correspondiente en otras esferas en el plural despliegue de la actividad humana. La política es aquí primera en el orden de la consideración –politique d’abord, como decía Charles Maurras-, lo que no quiere decir que sea lo más importante. Desde ese punto de vista, el acto terrorista y el acto contraterrorista resultan, en ambos casos, actos políticos que persiguen un objetivo político, y la estimación primera que debe realizarse es cuánto se han acercado a ese objetivo. En general, el terrorista persigue destruir, debilitar o poner en cuestión un orden existente, más poderoso, y el contraterrorista mantener ese orden frente a un enemigo ubicuo al que no se le reconoce entidad política, pero con el cual resulta cada vez más difícil confrontar . Aquí resulta imprescindible acudir a Raymond Aron: acto terrorista es aquél cuyas consecuencias psicológicas son más importantes que las físicas. El acto contraterrorista puede definirse de la misma manera, con la desventaja que la necesidad del secreto y la disimulación hace que prevalezcan las consecuencias físicas sobre las psicológicas. Esa desventaja se traduce en victorias a corto plazo que se convierten en derrotas a medio y largo plazo, cuando la cuestión política es colocada otra vez, intencionalmente, sobre el quicio moral, por quien tiene poder para ello, y se aborrece del Terror legal aun por aquellos que antes lo aplaudían, apoyaban o consentían. El terrorista, por lo dicho, requiere la publicidad y airea la autoría; el contraterrorista, por el contrario, rehuye la luz y prefiere la clandestinidad. La gran ventaja psicológica del terrorista sobre el contraterrorista, que compensa otras asimetrías del enfrentamiento, es que el terrorista actúa según la lógica de la sociedad de la comunicación y el espectáculo, mientras el contraterrorista rema a contracorriente de aquélla. Alguien dijo que el terrorismo moderno, aquél a cuyo nacimiento asistió nuestro conde Witte, es “la creación conjunta de Alfred Nobel y de Fleet Street”. Es decir, de la dinamita y del periodismo (por la calle donde se asientan tradicionalmente los grandes diarios londinenses). El periodismo (ayer el escrito, hoy el televisivo) es el que escribe el gran guión del terrorismo. El relato de los testigos, el dolor de las víctimas, la imagen del estrago y su repetición hasta convertirlo en dato casi trivial (como ocurre con la caída de las torres del World Trade Center en Nueva York). Todo acto terrorista –se ha dicho- resulta una coproducción entre los ejecutores y los media. Y esto no es monopolio de nuestra era audiovisual. Cuando aún predominaba la “galaxia Gutenberg”, fue el periodismo escrito el que amplificó los atentados nihilistas, sirviéndose del morbo de la sangre para atraer al lector a un folletín del crimen político de que disputaba la primacía a Sherlock Holmes y Arsenio Lupin. De los anarquistas a los yihadistas, el escenario poco ha variado: tan sólo el soporte de las comunicaciones de los terroristas (del papel al sitio de Internet y al vídeo) y la tecnología de los media. El Terror legal, en cambio, soporta difícilmente el escrutinio de los medios de comunicación, carece de héroes romanceables en sus operaciones encubiertas y hasta resulta denostado por las mismas víctimas del terrorismo y sus familiares, que terminan jaqueando a los propios gobiernos por lo que suponen su inacción, su indiferencia o hasta su complicidad con el flagelo. Otras veces, como ha ocurrido entre nosotros, el relato mediático y su videología rudimentaria terminan concentrándose en un solo grupo que puede ostentar la calidad de víctima, esto es, los propios terroristas sometidos a persecución y exterminio por el Terror legal, y sus familiares y allegados. Los otros, los que sufrieron el terrorismo, no alcanzan el status de víctimas y no gozan de sus privilegios. Porque el punto de la disputa es declararse víctima o engrosar el lobby de la víctima. Victimizarse tiene indudables ventajas: la culpa se le transmite íntegramente al victimario y la víctima se rehace de modo automático una virginidad, que le permite tomar desquite a su turno con la conciencia tranquila. La víctima no está sujeta a deberes y, como tal, penetra en una zona de impunidad en donde todas sus réplicas quedan justificadas. Hágase víctima, y todo le estará permitido. El punto débil del Terror legal es la dificultad para situarse como víctima.
La tensión dialéctica entre estos dos hermanos siameses, el Terror legal y el terrorismo, que el buen conde progresista advirtió en sus inicios y donde él mismo terminó ensuciándose las manos, no resulta un choque fortuito. La posmodernidad está sometida a él, porque la “guerra al terrorismo”, que hoy atraviesa el planeta, es simple expresión de aquélla. Con altibajos temporales y diferentes localizaciones, permanece y dura desde los tiempos de Witte, los nihilistas y la ”Santa Hermandad” hasta el presente. La diferencia es que hoy aquella tensión es a escala mundial y que, como dice Paul Virilio, se trata de una “guerra sin fin”, en el doble sentido de este último término. Esto es, resulta una guerra sin término y sin finalidad precisa, que se libra aquí y ahora y en la que estamos, volens nolens, envueltos. Tampoco se disputa contra una hegemonía precisa –“el imperialismo norteamericano y sus aliados”- sino contra cualquier aspiración a una hegemonía planetaria. Anota Baudrillard que si el Islam dominase al mundo, habría un terrorismo sublevado en su contra. Y, añadamos, un Terror legal subrepticio pretendiendo sostenerlo.
La ideología judicial de nuestros tribunales federales, que separa arbitrariamente el juzgamiento de la violencia terrorista del juzgamiento de la violencia del Terror legal, a la que le aplica unilateralmente todas las agravantes mientras no reconoce la existencia de la primera, resulta errónea. En otra ocasión –“Juicio al juicio absoluto”- me he referido a la endeblez de los fundamentos iusfilosóficos de esta ideología judicial, en la que, siguiendo la el dedo orientador del poder, se han encolumnado casi todos los tribunales, como los carneros de Panurgo. De lo anterior surge que aquélla desconoce también el encuadre histórico y político en que ambas violencias han venido hermanadas desde las revoluciones fundamentales de la modernidad. Y ese hermanamiento es en lo peor. El Terror legal, cuando decide combatir a su gemelo fuera de toda regla no supera la forma mentis del terrorismo. Resulta, simplemente, antagónico del otro. No lo contrario del terrorismo sino un terrorismo contrario. Se perpetúa así el karma de la mutua destrucción, ahora alegremente ante los tribunales, jueces de mente rebañega y sentencias armadas a fuerza de cortar y pegar, aplaudidos por el lobby de las únicas víctimas con status de tales (Madres, Abuelas, HIJOS), que han trasladado a designio la cuestión al plano moral y monopolizan la conciencia ética de la sociedad.
Hay que volver al plano propiamente político la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del pasado, para no resultar sorprendidos a contrapié por la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del presente. En el plano político, el recurso a echar mano, una vez que los juzgamientos en paridad de condiciones de terroristas y contraterroristas han perdido oportunidad y sazón, es y ha sido desde miles de años atrás la fuerza del olvido: la amnistía. Ella ha sido demonizada desde el poder y cancelada por los tribunales mediante una torsión argumental donde han debido incluso dar una vuelta de campana a sus anteriores criterios algunos notorios magistrados –como en la resolución de la Corte Suprema en el caso “Simón”[10] . A partir de la amnistía, será posible reconstruir la concordia política y desterrar la continuación de la guerra civil revolucionaria de los 70 por medio de la agencia judicial, que presenciamos. Ello permitiría enfrentar los gravísimos retos de las guerras del siglo XXI sin el lastre de los enfrentamientos pasados y prevenir las nuevas formas de terrorismo y de Terror legal subrepticio fuera del círculo vicioso de las venganzas circulares y recíprocas a que conduce la actual ideología judicial. Aquel lejano conde ruso viene a dejar un recadito en la oreja de la progresía vernácula. Sería bueno que lo tuvieran en cuenta.
[1] ) En esa batalla, conocida como la de la bahía de Tsushima, participaron dos acorazados gemelos que los astilleros italianos Ansaldo habían construido para la Argentina, enfrentada entonces con Chile. Al firmarse la paz con los “Pactos de Mayo” de 1902, se decidió, como parte de los acuerdos, vender esos buques, ya bautizados como “Moreno” y “Rivadavia”. Tanto Rusia como Japón, ya prontos a irse a las manos, los pretendían. Se prefirió al Japón por el peso de nuestros vínculos “especiales” con la Gran Bretaña, aliada del último. Los buques navegaron hacia su destino convoyados por fuerza inglesas, para evitar un ataque preventivo ruso. El “Moreno” pasó a llamarse “Nisshin” y el Rivadavia fue rebautizado “Kashuga”
[2] ) Fue Rubén Darío quien lo pintó “con un algo de Washington y cuatro de Nemrod”, el rey cazador babilonio. Con menos poesía, pero igual eficacia, hoy Chávez llama a Bush “míster Danger”, personaje de “Doña Bárbara”, la novela de Rómulo Gallegos. Con méritos paradójicos parecidos a don Teodoro, cabe señalar a otros dos Nóbeles de la Paz: Menahem Begin, ex terrorista del Irgun, en 1978 y Yasser Arafat, líder de la OLP, en 1994.
[3] ) La clase ilustrada rusa no los consideraba auténticos; en todo caso, útiles para la lucha intestina. La difusión internacional de los “Protocolos” se debe a un artículo laudatorio publicado en The Times en 1920, bajo el título “The Jewish Peril”, El Peligro Judío. En 1921, otro periodista de The Times descubre un panfleto del francés Maurice Joly, dirigido contra Napoleón III, titulado “Diálogo de Maquiavelo y Montesquieu en los Infiernos”. Hay párrafos enteros que, convenientemente adaptados, se repiten en los “Protocolos”. Lo curioso es que Joly era masón, y su familia paterna de origen judío veneciano. Su texto, paradójicamente, sirvió para denunciar un supuesto contubernio judeo-masónico. Por otra parte, quien más seguramente aparece como el falsario, un tal Mateo Golovinsky, luego de 1917 se convierte en bolchevique, asesora a Trotsky (de origen judío) y muere galardonado con la orden de Lenín (también con antepasados judíos en su línea materna). En fin, recordemos que el trabajo más sólido realizado en nuestro país con la finalidad de demostrar la falsedad de los “Protocolos” se debe a don Leopoldo Lugones, ya en su etapa nacionalista.
[4] ) El agente policial Yesno Azev llegó a ser jefe de la brigada terrorista del Partido Revolucionario Socialista de 1903 a 1909.
[5] )Recordamos que era el undécimo mes del calendario revolucionario de los republicanos franceses. Abarcaba del 19 de julio al 17 de agosto. Fue en termidor (el 27 de julio de 1794) que se produjo la caída de Robespierre y sus partidarios, esto es, el derrumbe del régimen del Terror legal).
[6] “Éléments”, nº 123, hiver 2006/7, p. 28
[7] ) “Chuanes” –chouans en francés- fue el nombre que adoptaron los insurgentes realistasvandeanos y bretones y “chuanería” –chouannerie- el nombre genérico con que se conoció su levantamiento.
[8] ) La resolución 51/210, «Medidas para eliminar el terrorismo internacional», adoptada en la 88 Asamblea Plenaria de la ONU, del 17 de diciembre de 1996, proclama en el punto I.2 que dicha Asamblea:«reitera que los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos son injustificables en cualquier circunstancia, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra naturaleza que puedan ser invocadas para justificarlos.»
[9] ) La expresión “terrorismo de Estado” puede servir también para caracterizar el patrocinio que un Estado, real o supuestamente, presta para la realización de actos terroristas fuera de su territorio. Son, en todo caso, crímenes cuyos autores mediatos o instigadores pertenecen al elenco de gobierno de un Estado. No cabe, frente a ellos, establecer condenas colectivas contra un Estado –como ocurre con los llamados rogue States o “Estados villanos”-, lo que convertiría a toda su población, indiscriminadamente, en blanco de las represalias. Son los falsos universales del tipo “los árabes (o los judíos, o los serbios, etc.) deben pagar por esto”, que siempre exigen sangre.
[10] ) En este caso, y en el anterior “Arancibia Clavell”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, presidida por el dr. Enrique Petracchi, con la única disidencia del dr. Carlos Fayt, consideró que la costumbre internacional y el imperio de los tratados internacionales –jus cogens- estaban por encima de derechos y garantías fundamentales establecidas por la Constitución e, incluso, por algunos tratados, como el principio de legalidad –nullum crimen, nulla poena sine previa lege-, de irretroactividad e la ley penal y de aplicación de la ley más benigna. Declaró nulas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sancionadas por el Congreso en 1986 y 1987, respectivamente. En 1987, la Corte Suprema, había establecido que la primera era constitucional, porque se trataba de una amnistía, cuestión de competencia del Congreso de la Nación, que no violaba derechos individuales básicos ni resultaba irrazonable para el fin perseguido. El dr. Petracchi votó en esa ocasión en el sentido de que se traba de una amnistía autorizada por la Constitución Nacional, pese a las críticas que a la ley podían formularse. Aquellas leyes habían sido primero derogadas por el Congreso Nacional en 1998 y, más tardes, declaradas nulas por el mismo Comgreso (ley 25.779) en un claro desconocimiento del principio de separación de poderes o funciones del Estado, ya que el único poder autorizado para nulificar una ley es el poder judicial. En un increíble tour de force, la Corte sostuvo en el citado pronuncimiento “Simón” que sólo la agencia judicial puede declarar nula una ley por oponerse a la Constitución, pero pese a ello aceptó la validez de la ley 25.779 como derivación de la costumbre y los tratados internacionales.
Serguéi Yuliévich, conde Witte, que vivió entre 1849 y 1915, fue uno de los tantos que transitaron de la gloria mundi al sepulcro ignoto. Hoy, trayéndolo a la memoria, nos permitirá enhebrar algunas reflexiones sobre el “Terror legal”. El conde Witte fue ministro de Finanzas y luego, por un breve período, primer ministro del último zar autócrata de todas las Rusias, el desdichado Nicolás II Romanov. Un modernizador, un progresista decimonónico provisto, además, de fino sentido político. Se lo considera el impulsor de la entrada de Rusia en la era industrial y su nombre está adscripto al tendido del Transiberiano, una hazaña ferroviaria. Propició las inversiones extranjeras, especialmente francesas, en el naciente sector fabril. Se le debe, a ese fin, la entrada del imperio zarista en el patrón oro. Estos datos no deben inducirnos a la creencia –fomentada por la posterior historia oficial soviética- de que la Rusia del siglo XIX era un reducto de barbarie y oscurantismo, poblada por mujiks borrachos y cosacos azotándolos con el knut, donde brillaron solamente algunas luces, como las de nuestro conde. En puridad, los zares del siglo XIX (Alejandro II, Nicolás I, Alejandro III, Nicolás II) transformaron a Rusia en una gran potencia económica. Impulsaron la industria, la agricultura y el comercio, así como la instrucción pública. Realizaron, incluso, una revolución social desde arriba, con la supresión de la servidumbre por Alejandro II en 1861. Bajo estos autócratas, la poesía, la novela y la música rusas llegarán a su cenit. Pero este salto adelante de Rusia sacó a flor de piel una contradicción agazapada en toda su historia, como ya había ocurrido cuando la modernización brutal de aquel maximalista que fue Pedro el Grande. Esa contradicción opuso, de una parte, la exigencia de colocarse a la altura del resto de los países adelantados y, de la otra, las fatalidades y singularidades de la propia Rusia. La misma contradicción acabará por hundir, en el siglo XX, al imperio soviético, uno de los más breves de la historia (1917-1991). Aquella voluntad autocrática zarista de transformación chocó con otra voluntad –que con el tiempo y la adquisición del poder habrá de revelarse no menos autocrática: la del nihilismo revolucionario, de metodología terrorista. Dostoievski la pintó en “Los Demonios”, especialmente a través de su personaje Stavrogin, cuyo modelo vivo fue el nihilista Nechaev, autor del primer manual del terrorismo: el “Catecismo Revolucionario” -que solía hojear con fruición el Che Guevara. El terrorista, rezaba esta catequesis, es un poseído por la revolución y la revolución consiste en destruir lo que existe de cualquier modo, bajo el signo del odio. “No tenemos más que un plan negativo: la destrucción despiadada. Renunciamos a elaborar las condiciones de la organización futura, como incompatible con nuestra actividad”, escribía Nechaev con implacable franqueza. El anteúltimo emperador, Alejandro III (1881-1894), frente a aquel desafío, adopta el expediente de reprimir y destruir como una opción que anula el edificar y transformar que había impulsado su antecesor. En ese tiempo se organiza la Ojrana, la policía política encargada de vigilar y aniquilar al terrorismo. Y esta organización, con ser poderosa, se revela luego insuficiente. Entonces, hay que hacer la guerra al terrorismo con sus mismos métodos. La reacción le respira en la nuca a la revolución y el contraterror trata de empalmarle el paso al terror. ¿Relato ya conocido? Por cierto. Ya veremos cómo nuestro conde Witte, al que hemos dejado un poco olvidado a fuerza de recordar la circunstancia histórica, tiene algunas cosas importantes que decirnos al respecto
Aunque signifique dar un rodeo, debemos evocar brevemente el escenario internacional que le tocó atravesar a los zares Romanov del siglo XIX. Salvo Alejandro I, líder exitoso de la resistencia nacional ante Bonaparte y luego amo de Europa con la Santa Alianza (habrá que esperar a Stalin para encontrar reproducida una situación semejante), los sucesores debieron enfrentar fracasos y reveses en la expansión del imperio. Una guerra infortunada en Crimea; la derrota de Alejandro II en su marcha sobre Estambul; las derrotas humillantes ante los japoneses bajo Nicolás II y, finalmente el derrumbe de los ejércitos rusos en la Primera Guerra Mundial, preludio de la Revolución de Octubre.
Son episodios en la lucha global entre tierra y mar. Inglaterra no había prestado su adhesión en 1815 a la Santa Alianza, cortándole así las piernas al intento de organizar Europa desde los imperios ruso y austriaco. A fines del siglo XIX, la Gran Bretaña y los EE.UU., potencias marítimas, observan con preocupación el despliegue ruso por China y el sudeste asiático. Había que frenarlo de alguna manera. Por ello, Japón entró al siglo XX obteniendo, por influencia del presidente norteamericano Teodoro Roosevelt, un tratado de alianza con la Gran Bretaña para el caso de que su territorio fuera objeto de un ataque por parte de Rusia. Con las espaldas bien cubiertas, pues, la flota nipona, comandada por el almirante Togo, acorraló a la pesada flota rusa en Puerto Arturo y la diezmó sin esfuerzo[1]. Mientras tanto, el almirante Kuroki batía en la desembocadura del Yalú, frente a la costa de Corea, a la flota auxiliar de la marina imperial. En tierra, los ejércitos del zar fueron arrollados por los infantes japoneses en la batalla de Mukden. En San Petersburgo, el 22 de octubre de 1905, una pacífica manifestación de obreros, encabezada por el pope Gapón, marchó al Palacio de Invierno para pedirle al padrecito zar que intercediera a fin de obtener mejores condiciones de vida. Fueron ametrallados por las tropas de guardia, inaugurándose desde allí un quiebre de la lealtad del pueblo a la autocracia. Los bolchviques ensayaron por su parte la revolución, donde se distinguió –a pesar del fracaso- un joven de 25 años llamado León Davidovich Bronstein, alias Trotsky. Fue entonces cuando se produjo el episodio del “Potemkin”, acorazado que se encontraba frente a Odesa para impedir que la huelga metalúrgica en esa ciudad se saliese de madre. La tripulación se amotinó por los malos tratos de la oficialidad y lo nauseabundo del rancho. Los huelguistas, mientras tanto, ganaron las calles en Odesa, entregándose a matanzas y saqueos. Un regimiento de cosacos, en represalia, sembró cadáveres sobre los cadáveres.
El conde Witte, primer ministro por entonces, trataba de apagar los incendios. En la conferencia de paz de Portsmouth, luego de la derrota ante Japón, consiguió condiciones muy ventajosas para su país –hasta el punto que al saberse el magro resultado obtenido estallaron sangrientas sublevaciones en Tokio. Presidía la conferencia Teodoro Roosevelt, el de la política del “gran garrote” –big stick policy-, el hombre a quien Darío llamó el Cazador y el Riflero, y que recibió como premio el Nobel de la Paz, insólita distinción para alguien con cuatro quintos de Nemrod ...[2]
También Witte intentó ordenar la política interna. Se convocó a la primera Duma –o Parlamento- en lo que parecía ser el fin o, por lo menos, una atenuación de la autocracia. Al mismo tiempo, se deportó al extranjero a los cabecillas bolcheviques. Pero Witte no pudo resistir la embestida de los autocráticos “fundamentalistas” y allí terminó su carrera política.
Un episodio de esa carrera, que lo relaciona con la redacción de los ficticios “Protocolos de los Sabios de Sion”, merece consignarse. Según algunos, el objetivo de los falsarios fue socavar la influencia del Conde Witte sobre el zar Nicolás II. La mujer de Witte era de origen judío, y corría el rumor de que por ello nuestro conde favorecía a los judíos de Rusia, que sufrían persecuciones y progroms. No es muy clara la posición de nuestro conde respecto del trato discriminatorio a los judíos. En 1903, junto con otro ministro del Zar, Plehve, un notorio judeófobo, reciben al periodista austriaco Teodoro Herzl, que acaba de fundar el sionismo político y llega para explicarles por qué el Zar ortodoxo debe apoyarlo. Witte le espeta, brutalmente, que al anterior emperador, Alejandro III, le había comentado que si seis o siete millones de judíos fuesen empujados para hundirse en el Mar Negro, no se habría sentido mayormente afectado, pero como había que resignarse a vivir con ellos, que se fuesen a Palestina u otro hogar equivalente le parecía muy bien. Sea como fuere, los enemigos de Witte hicieron todo lo posible por desacreditarlo ante la familia imperial. Con ese fin se habrían publicado los “Protocolos”. Aparecieron por primera vez en Rusia en 1905, poco antes de la primera revolución bolchevique y de la convocatoria a la primera Duma, acontecimientos a los que se ha hecho referencia más arriba. Pretendían convencer al Zar de que detrás de la corriente reformadora se escondía un complot judeo-masónico. La "prueba" de esa conjura fueron los “Protocolos”[3].
Witte dejó unas “Memorias” muy interesantes. En su primer capítulo nos entera que el atentado terrorista que cobró la vida del el zar Alejandro II, en 1881, inició una represión gubernativa, bajo su sucesor Alejandro III, sirviéndose de organizaciones en la sombra destinadas a combatir el terrorismo por medio de procedimientos clandestinos y criminales. Fueron sugeridas por una memoria juvenil del mismo Witte –de la cual se muestra, al redactar las Memorias, treinta años más tarde, sinceramente arrepentido- constituyéndose entonces en San Petersburgo una sociedad secreta, la “Santa Hermandad”, irradiando muy pronto a las demás grandes ciudades rusas, incluso Moscú, con misteriosas representaciones en las grandes metrópolis del extranjero. Estaba destinada, según Witte, a “combatir a los revolucionarios con sus propias armas, particularmente por medio de una organización oculta que tuviera por objeto contestar a cada manifestación terrorista con un contragolpe de igual naturaleza”. “Porque tratar de vencer al enemigo empleando todas las fuerzas de la máquina del Estado –agrega- es lo mismo que querer aplastar una partícula de polvo con una maza”. Se requiere, pues, echar mano de formaciones clandestinas que puedan enfrentar al terrorista en su mismo terreno y con sus mismos métodos.
Witte entró a formar parte de la hermandad desde su constitución y fue enviado a París para ejecutar a otro miembro de aquélla., llamado Polianski, para el caso de que éste no cumpliera la orden de asesinar a un nihilista exiliado que había participado en el complot de “Voluntad del Pueblo”, el grupo que atentó contra la vida del zar Alejandro II. Witte narra luego las andanzas de las Centurias Negras, nombre popular de una “Asociación del Pueblo Ruso”, concebida en su origen como una fuerza de confrontación civil. Lopujin, jefe de policía zarista, anotaba al respecto: “Contra la revolución y la lucha de clases, no podemos apoyarnos únicamente en la policía, hemos de apoyarnos también en el pueblo, en las clases, a fin de que se transforme la lucha de la policía, en la lucha de un sector del pueblo contra otro sector del pueblo”. La policía política rusa del tiempo zarista había afinado los procedimientos de infiltración en las organizaciones terroristas, hasta el punto que algunos agentes encubiertos llegaron a descollar en ellas.[4] Los límites entre la policía y los terroristas comienzan, a partir de allí, a tornarse poco claros. También debe anotarse que la tortura, desparecida desde fines del siglo XVIII, reaparece ahora como método para extraer información. La crueldad de la tortura exacerba, por otra parte, la crueldad en la acción terrorista, realimentándose ambos extremos mutuamente, en una patética escalada. Por cierto, estos métodos originados en los tiempos del zarismo, y especialmente el desenvolvimiento de una policía política cada vez más sofisticada, se perfeccionan luego de la Revolución de 1917: la Cheká, la GPU, la NKVD, la MVD, la KGB. Stalin, que de nada se privó en este campo, y que tuvo como ejecutores a verdugos de la talla de Yezhov y Beria (purgados a su turno), preocupado por la exaltación póstuma de los nihilistas tirabombas, llegó a escribir: “si enseñamos a nuestros hijos historias de la Voluntad del Pueblo (el grupo que asesinó al zar Alejandro II), los convertiremos en terroristas”. No andaba tan desencaminado el tío José, y su admonición podrían repetirla en la Argentina los ex tirabombas finalizados en ministros o financistas, cuando a su turno son denostados por los jóvenes militantes encapuchados de la acción directa, que los califican de burgueses vendidos al imperialismo.
El terror ha acompañado desde el vamos la relación del hombre con sus semejantes. La historia general está salpicada de matanzas y crueldades, con las que se consigue y remacha el poder de un grupo sobre otro. Un texto religioso, como la Biblia, nos ofrece sobrados reportes de carnicerías suficientemente aterrorizantes efectuadas por los vencedores sobre los vencidos. Pero es en la modernidad cuando el terror se convierte en Terror y en terrorismo. Se le puede otorgar al Terror, una fecha de nacimiento (1793) y hasta un padre (Saint-Just). De septiembre de 1793 a julio de 1794, impera el Terror desde la Convención francesa, cuyo presidente, el joven Luis Antoine de Sain-Just, obra como “arcángel de la muerte”, hasta que la inevitable reacción de termidor[5] lo habrá de conducir a él mismo al otro barrio, guillotina de por medio. El Terror fue utilizado por el gobierno revolucionario para aniquilar a sus opositores, basándose en argumentos de “salvación pública”, esto es, de salus populi o razón de Estado. Como bien anota Alain de Benoist[6], resulta un Terror “legal”, que puede reconocerse como ilegítimo y no una acción ilegal, que puede, según el caso, considerarse legítima, cual resulta el terrorismo. El Terror legal, producto maximalista de la Revolución Francesa, estuvo acompañado de la primera guerra “total” de la modernidad, esto es, la de la Vandea contra la ·”chuanería”[7]. Las tropas republicanas operaron sobre esa región bajo órdenes estrictas de no hacer prisioneros y de pasar por las armas hombres, mujeres y niños, indistintamente. La justificación del Terror legal por la invocación de la salus publica, que pone a los gobernantes y funcionarios que ordenan y ejecutan aquellos actos legibus solutus, esto es, desligados de la ley y por encima de ella, habrá de reaparecer en cada ocasión semejante, hasta nuestros días.
Con la Revolución Francesa tenemos el Terror legal, pero no aún el terrorismo. El terrorismo aparecerá, a fines del siglo XIX, en los pródromos de la otra gran Revolución, la de octubre de 1917. Nuestro conde Witte será testigo y partícipe en esos acontecimientos. “Terroristas” son los integrantes de grupos revolucionarios que se sirven de medios violentos, como los atentados con explosivos, los asesinatos y los sabotajes, para atacar un gobierno. El Terror legal, hijo de la Revolución Francesa, se acompaña desde entonces de un gemelo siamés, el terrorismo, tío de la Revolución Rusa. Ambos están enfrentados y, como lo vio Witte tempranamente, aparece desde el Terror legal la tentación imperiosa de disputarle la primacía al terrorismo en su propio terreno y con sus propias armas.
Suele llamarse al Terror legal, cuando echa mano de esta respuesta simétrica subrepticia, “terrorismo de Estado”. Es una designación errónea. El terrorismo de Estado supone un Estado terrorista, indiferente a toda pretensión de legitimidad de título o ejercicio, cuyo poder se asienta pura y simplemente en la violencia sobre la población, ejercida por medio de secuestros, torturas y asesinatos. Aunque muchos Estados, durante el siglo pasado, se acercaron a este modelo, ninguno lo practicó ni nadie lo planteó como desideratum, ya que hasta el más cruel Terror legal usa, asimismo, el guante de terciopelo de la persuasión y la manipulación. Las expresiones “terrorismo de Estado” y “Estado terrorista” se asocian, en nuestros días, al ejercicio dictatorial del poder por medio del ejército y demás fuerzas armadas, que se sirven, además, de formaciones paramilitares o parapoliciales. La expresión “terrorismo de Estado”, en puridad, encierra una falacia que vacía de sentido teórico político a la noción de “terrorismo”. El terrorismo, como vimos, es un recurso político que se utiliza contra un gobierno o conjunto de gobiernos, con el propósito de jaquearlos y eventualmente derribarlos, por grupos, generalmente reducidos y de actuación con preponderancia urbana, que producen a designio, por diversos actos de violencia, un estado de terror en la población en general[8]. No interesa, para el caso, el grado de legitimidad del gobierno contra el cual los terroristas combaten y si éste, a su turno, practica el Terror legal subrepticio. Lo que define al terrorismo es que se dirige contra un gobierno o conjunto de ellos, pero sus blancos son aleatorios y elegidos mayormente entre la población civil, en la que produce sorpresa y abatimiento (la pregunta del “¿por qué?”). Esos actos o amenazas deben crear la impresión de poder reiterarse indefinidamente y, en cada caso, debe haber una reivindicación, una “marca de fábrica”. Los actos de los gobiernos que se califican como “terrorismo de Estado”, esto es, los actos de Terror legal subrepticio (secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones forzadas), son crímenes de Estado, crímenes que se intentará en algún momento cubrir –como vimos- con la “razón de Estado”, pero no terrorismo. Normalmente no se reivindican y hasta se pretende, muchas veces, darles la apariencia de sucesos corrientes –accidentes, crímenes comunes. En otras ocasiones, se echa mano de un sello -como el de la “Triple A” de 1973 a 1976, o el GAL bajo la presidencia del gobierno español de Felipe González-, que encubre a un grupo paraoficial de sicarios. Los blancos de estos crímenes son los enemigos del gobierno, reales o supuestos, pero no aleatorios ni pertenecientes a la población en general. No pretenden crear una sensación de repetición indefinida, sino que persiguen la aniquilación o doblegamiento del bando enemigo, que, en muchos casos, ha recurrido ya al terrorismo y procederá a la retorsión por esa vía.
En ambos casos, en el del terrorismo y en el de los asesinatos de Estado, como en todas las guerras y conflagraciones, se echa mano al terror. Pero el terrorismo resulta un uso particular y específico del terror, como hemos visto. La expresión “terrorismo de Estado” transforma los crímenes de Estado en la única clase de “terrorismo” computable y jurídicamente relevante. Incluso, sólo llegan a considerarse “víctimas” las que han sufrido tales actos o sus deudos, y no las de atentados terroristas. El resultado es que, en situaciones como las de nuestro enfrentamiento intestino de los años 60 y 70, ocurrido bajo el registro de la “guerra revolucionaria” y de su respuesta contrainsurgente, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período de la dictadura militar, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza[9].
El primer motor del terrorista es el odio, pero no dirigido, en la mayor parte de los casos, contra sus víctimas, que juegan un papel meramente instrumental, sino contra un enemigo abstracto que se pretende golpear por medio del sacrificio de individuos concretos elegidos a capricho. Las explicaciones del terrorismo por circunstancias objetivas –la miseria, la marginación, el hambre - no tiene en cuenta que la finalidad del terrorista es imponer su voluntad a las voluntades contrarias para doblegar aquel enemigo abstracto de que hablábamos más arriba. Por lo tanto, no debe enfocárselo bajo la relación causa a efecto, sino a partir de la relación medio a fin. Agreguemos que aquel tipo de odio genérico e impersonal tuvo su usina en otro producto de la modernidad, la ideología o religión secularizada, en especial la leninista con su planteo de la enemistad absoluta en la guerra revolucionaria, hoy suplida por el fundamentalismo religioso. El terrorista usa el miedo para ejercer una influencia en la historia, y lo obtiene, especialmente en la era moderna y su presente estadio final, a través de los útiles tecnológicos más avanzados, como., p. ej., el impacto de los jets. en rascacielos, o la amenaza del arma bacteriológica o atómica. Así se amplía la posibilidad de desastre masivo y, consecuentemente, el efecto del terror. Ello es posible porque la modernidad resulta la mejor dispuesta, en el curso de las eras históricas, a aceptar la muerte en masa, que a la vez le fascina y la horroriza. En el altar inútil de la “picada” o del fin de semana largo, sacrificamos vidas en accidentes automovilísticos sin impresionarnos demasiado. Nada de lo que el terrorismo ensaya hoy para doblegar resulta innovador en materia de crueldad, ni tampoco lo son los recursos sórdidos y clandestinos a que echa mano el Terror “legal”. Los terroristas y los contraterroristas furtivos no son inadaptados, sino, por el contrario, seres quizás demasiado bien adaptados para deslizarse en la pendiente de nuestro tiempo. El siglo XX y el despuntar del XXI están atravesados por la nota de la atrocidad. Desde las sevicias en los campos de concentración en la guerra anglo-boer a Guantánamo y Abu Grahib, pasando por el lager y el gulag; los bombardeos masivos desde Coventry a Faluya, pasando por Hamburgo, Dresde, Hiroshima y Nagasaki; los exterminios sistemáticos a partir de los armenios en 1915, pasando por los judíos en el III Reich, los diversos pueblos bajo la férula staliniana, los chinos durante el “Gran Salto Adelante” de Mao, los camboyanos bajo Pol Pot, los curdos bajo Saddam, los tutsis contra los hutus en Ruanda, los tibetanos por los chinos, Sabra y Chatyla, Sudán, el Timor Oriental, las dictaduras latinoamericanas de uno u otro signo y un etcétera que no cierra la lista sino que la mantiene cautelarmente abierta. El terrorismo y el contraterrorismo, hermanitos siameses, integran, acompañan y refuerzan estos macabros elencos.
Con las memorias de Witte, testigo del surgimiento del primer terrorismo y de los primeros métodos clandestinos para combatirlo, aprendemos, en primer lugar, que el terrorismo y el Terror legal subrepticio, hijos ambos de la modernidad revolucionaria, se producen, reproducen y realimentan mutua y fatalmente, formando una pareja inextricable de amor-odio, para describir cuya relación lo más aproximado es la hermandad siamesa. Podría concluirse, después de su lectura, que toda resistencia al mal con el mal está destinada a fracasar siempre, como fracasaron en la etapa política rusa previa a la Revolución de 1917. Sin embargo, nuestra propia experiencia, después de doblar el cabo del siglo XX, nos indica que el problema del terrorismo/contraterrorismo se nos vuelve insoluble en cuanto acudimos, para encuadrarlo, al juicio moral a partir del par de opuestos bueno/malo. Como bien decía Carl Schmitt, cuando la política se construye sobre juicios de valor hay que preguntarse: ¿quién es el que establece los valores? Como la categoría de lo político se edifica a partir del conflicto, de la dicotomía amigo/enemigo, la afirmación de un valor implica automáticamente la afirmación de un antivalor en otro, el enemigo, que no tiene en absoluto ningún derecho frente al monopolizador de lo valioso. El valor debe destruir al sinvalor y la apuesta del poder es por apropiarse del valor supremo, a partir del cual se demarca quién está dentro del derecho, que afirma lo valioso, y quién está fuera del derecho, el sinvalor, que debe sufrir todo el peso de la ley. En lo que aquí se trata, es obvio que el Terror legal puede entenderse como “bueno” en tanto salva el orden de una organización política e impide su desintegración, y el terrorismo puede percibirse como “bueno” en tanto el fin perseguido (resistencia a un régimen de gobierno opresivo, guerra de independencia, liberación de un territorio de la ocupación extranjera) puede considerarse legítimo y hasta deseable. Los valiosos militares del deber que combaten al “delincuente subversivo” pueden convertirse, al volverse la tortilla del poder, en “represores genocidas” sin valor y sin derechos, incluso para quienes imparten justicia y revistaban en el escalafón antes y después del trastorno de valores. La categorización del terrorismo, pues, debe realizarse dentro del campo de la político, aunque ello no nos prive del juicio correspondiente en otras esferas en el plural despliegue de la actividad humana. La política es aquí primera en el orden de la consideración –politique d’abord, como decía Charles Maurras-, lo que no quiere decir que sea lo más importante. Desde ese punto de vista, el acto terrorista y el acto contraterrorista resultan, en ambos casos, actos políticos que persiguen un objetivo político, y la estimación primera que debe realizarse es cuánto se han acercado a ese objetivo. En general, el terrorista persigue destruir, debilitar o poner en cuestión un orden existente, más poderoso, y el contraterrorista mantener ese orden frente a un enemigo ubicuo al que no se le reconoce entidad política, pero con el cual resulta cada vez más difícil confrontar . Aquí resulta imprescindible acudir a Raymond Aron: acto terrorista es aquél cuyas consecuencias psicológicas son más importantes que las físicas. El acto contraterrorista puede definirse de la misma manera, con la desventaja que la necesidad del secreto y la disimulación hace que prevalezcan las consecuencias físicas sobre las psicológicas. Esa desventaja se traduce en victorias a corto plazo que se convierten en derrotas a medio y largo plazo, cuando la cuestión política es colocada otra vez, intencionalmente, sobre el quicio moral, por quien tiene poder para ello, y se aborrece del Terror legal aun por aquellos que antes lo aplaudían, apoyaban o consentían. El terrorista, por lo dicho, requiere la publicidad y airea la autoría; el contraterrorista, por el contrario, rehuye la luz y prefiere la clandestinidad. La gran ventaja psicológica del terrorista sobre el contraterrorista, que compensa otras asimetrías del enfrentamiento, es que el terrorista actúa según la lógica de la sociedad de la comunicación y el espectáculo, mientras el contraterrorista rema a contracorriente de aquélla. Alguien dijo que el terrorismo moderno, aquél a cuyo nacimiento asistió nuestro conde Witte, es “la creación conjunta de Alfred Nobel y de Fleet Street”. Es decir, de la dinamita y del periodismo (por la calle donde se asientan tradicionalmente los grandes diarios londinenses). El periodismo (ayer el escrito, hoy el televisivo) es el que escribe el gran guión del terrorismo. El relato de los testigos, el dolor de las víctimas, la imagen del estrago y su repetición hasta convertirlo en dato casi trivial (como ocurre con la caída de las torres del World Trade Center en Nueva York). Todo acto terrorista –se ha dicho- resulta una coproducción entre los ejecutores y los media. Y esto no es monopolio de nuestra era audiovisual. Cuando aún predominaba la “galaxia Gutenberg”, fue el periodismo escrito el que amplificó los atentados nihilistas, sirviéndose del morbo de la sangre para atraer al lector a un folletín del crimen político de que disputaba la primacía a Sherlock Holmes y Arsenio Lupin. De los anarquistas a los yihadistas, el escenario poco ha variado: tan sólo el soporte de las comunicaciones de los terroristas (del papel al sitio de Internet y al vídeo) y la tecnología de los media. El Terror legal, en cambio, soporta difícilmente el escrutinio de los medios de comunicación, carece de héroes romanceables en sus operaciones encubiertas y hasta resulta denostado por las mismas víctimas del terrorismo y sus familiares, que terminan jaqueando a los propios gobiernos por lo que suponen su inacción, su indiferencia o hasta su complicidad con el flagelo. Otras veces, como ha ocurrido entre nosotros, el relato mediático y su videología rudimentaria terminan concentrándose en un solo grupo que puede ostentar la calidad de víctima, esto es, los propios terroristas sometidos a persecución y exterminio por el Terror legal, y sus familiares y allegados. Los otros, los que sufrieron el terrorismo, no alcanzan el status de víctimas y no gozan de sus privilegios. Porque el punto de la disputa es declararse víctima o engrosar el lobby de la víctima. Victimizarse tiene indudables ventajas: la culpa se le transmite íntegramente al victimario y la víctima se rehace de modo automático una virginidad, que le permite tomar desquite a su turno con la conciencia tranquila. La víctima no está sujeta a deberes y, como tal, penetra en una zona de impunidad en donde todas sus réplicas quedan justificadas. Hágase víctima, y todo le estará permitido. El punto débil del Terror legal es la dificultad para situarse como víctima.
La tensión dialéctica entre estos dos hermanos siameses, el Terror legal y el terrorismo, que el buen conde progresista advirtió en sus inicios y donde él mismo terminó ensuciándose las manos, no resulta un choque fortuito. La posmodernidad está sometida a él, porque la “guerra al terrorismo”, que hoy atraviesa el planeta, es simple expresión de aquélla. Con altibajos temporales y diferentes localizaciones, permanece y dura desde los tiempos de Witte, los nihilistas y la ”Santa Hermandad” hasta el presente. La diferencia es que hoy aquella tensión es a escala mundial y que, como dice Paul Virilio, se trata de una “guerra sin fin”, en el doble sentido de este último término. Esto es, resulta una guerra sin término y sin finalidad precisa, que se libra aquí y ahora y en la que estamos, volens nolens, envueltos. Tampoco se disputa contra una hegemonía precisa –“el imperialismo norteamericano y sus aliados”- sino contra cualquier aspiración a una hegemonía planetaria. Anota Baudrillard que si el Islam dominase al mundo, habría un terrorismo sublevado en su contra. Y, añadamos, un Terror legal subrepticio pretendiendo sostenerlo.
La ideología judicial de nuestros tribunales federales, que separa arbitrariamente el juzgamiento de la violencia terrorista del juzgamiento de la violencia del Terror legal, a la que le aplica unilateralmente todas las agravantes mientras no reconoce la existencia de la primera, resulta errónea. En otra ocasión –“Juicio al juicio absoluto”- me he referido a la endeblez de los fundamentos iusfilosóficos de esta ideología judicial, en la que, siguiendo la el dedo orientador del poder, se han encolumnado casi todos los tribunales, como los carneros de Panurgo. De lo anterior surge que aquélla desconoce también el encuadre histórico y político en que ambas violencias han venido hermanadas desde las revoluciones fundamentales de la modernidad. Y ese hermanamiento es en lo peor. El Terror legal, cuando decide combatir a su gemelo fuera de toda regla no supera la forma mentis del terrorismo. Resulta, simplemente, antagónico del otro. No lo contrario del terrorismo sino un terrorismo contrario. Se perpetúa así el karma de la mutua destrucción, ahora alegremente ante los tribunales, jueces de mente rebañega y sentencias armadas a fuerza de cortar y pegar, aplaudidos por el lobby de las únicas víctimas con status de tales (Madres, Abuelas, HIJOS), que han trasladado a designio la cuestión al plano moral y monopolizan la conciencia ética de la sociedad.
Hay que volver al plano propiamente político la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del pasado, para no resultar sorprendidos a contrapié por la cuestión del terrorismo/contraterrorismo del presente. En el plano político, el recurso a echar mano, una vez que los juzgamientos en paridad de condiciones de terroristas y contraterroristas han perdido oportunidad y sazón, es y ha sido desde miles de años atrás la fuerza del olvido: la amnistía. Ella ha sido demonizada desde el poder y cancelada por los tribunales mediante una torsión argumental donde han debido incluso dar una vuelta de campana a sus anteriores criterios algunos notorios magistrados –como en la resolución de la Corte Suprema en el caso “Simón”[10] . A partir de la amnistía, será posible reconstruir la concordia política y desterrar la continuación de la guerra civil revolucionaria de los 70 por medio de la agencia judicial, que presenciamos. Ello permitiría enfrentar los gravísimos retos de las guerras del siglo XXI sin el lastre de los enfrentamientos pasados y prevenir las nuevas formas de terrorismo y de Terror legal subrepticio fuera del círculo vicioso de las venganzas circulares y recíprocas a que conduce la actual ideología judicial. Aquel lejano conde ruso viene a dejar un recadito en la oreja de la progresía vernácula. Sería bueno que lo tuvieran en cuenta.
[1] ) En esa batalla, conocida como la de la bahía de Tsushima, participaron dos acorazados gemelos que los astilleros italianos Ansaldo habían construido para la Argentina, enfrentada entonces con Chile. Al firmarse la paz con los “Pactos de Mayo” de 1902, se decidió, como parte de los acuerdos, vender esos buques, ya bautizados como “Moreno” y “Rivadavia”. Tanto Rusia como Japón, ya prontos a irse a las manos, los pretendían. Se prefirió al Japón por el peso de nuestros vínculos “especiales” con la Gran Bretaña, aliada del último. Los buques navegaron hacia su destino convoyados por fuerza inglesas, para evitar un ataque preventivo ruso. El “Moreno” pasó a llamarse “Nisshin” y el Rivadavia fue rebautizado “Kashuga”
[2] ) Fue Rubén Darío quien lo pintó “con un algo de Washington y cuatro de Nemrod”, el rey cazador babilonio. Con menos poesía, pero igual eficacia, hoy Chávez llama a Bush “míster Danger”, personaje de “Doña Bárbara”, la novela de Rómulo Gallegos. Con méritos paradójicos parecidos a don Teodoro, cabe señalar a otros dos Nóbeles de la Paz: Menahem Begin, ex terrorista del Irgun, en 1978 y Yasser Arafat, líder de la OLP, en 1994.
[3] ) La clase ilustrada rusa no los consideraba auténticos; en todo caso, útiles para la lucha intestina. La difusión internacional de los “Protocolos” se debe a un artículo laudatorio publicado en The Times en 1920, bajo el título “The Jewish Peril”, El Peligro Judío. En 1921, otro periodista de The Times descubre un panfleto del francés Maurice Joly, dirigido contra Napoleón III, titulado “Diálogo de Maquiavelo y Montesquieu en los Infiernos”. Hay párrafos enteros que, convenientemente adaptados, se repiten en los “Protocolos”. Lo curioso es que Joly era masón, y su familia paterna de origen judío veneciano. Su texto, paradójicamente, sirvió para denunciar un supuesto contubernio judeo-masónico. Por otra parte, quien más seguramente aparece como el falsario, un tal Mateo Golovinsky, luego de 1917 se convierte en bolchevique, asesora a Trotsky (de origen judío) y muere galardonado con la orden de Lenín (también con antepasados judíos en su línea materna). En fin, recordemos que el trabajo más sólido realizado en nuestro país con la finalidad de demostrar la falsedad de los “Protocolos” se debe a don Leopoldo Lugones, ya en su etapa nacionalista.
[4] ) El agente policial Yesno Azev llegó a ser jefe de la brigada terrorista del Partido Revolucionario Socialista de 1903 a 1909.
[5] )Recordamos que era el undécimo mes del calendario revolucionario de los republicanos franceses. Abarcaba del 19 de julio al 17 de agosto. Fue en termidor (el 27 de julio de 1794) que se produjo la caída de Robespierre y sus partidarios, esto es, el derrumbe del régimen del Terror legal).
[6] “Éléments”, nº 123, hiver 2006/7, p. 28
[7] ) “Chuanes” –chouans en francés- fue el nombre que adoptaron los insurgentes realistasvandeanos y bretones y “chuanería” –chouannerie- el nombre genérico con que se conoció su levantamiento.
[8] ) La resolución 51/210, «Medidas para eliminar el terrorismo internacional», adoptada en la 88 Asamblea Plenaria de la ONU, del 17 de diciembre de 1996, proclama en el punto I.2 que dicha Asamblea:«reitera que los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos son injustificables en cualquier circunstancia, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra naturaleza que puedan ser invocadas para justificarlos.»
[9] ) La expresión “terrorismo de Estado” puede servir también para caracterizar el patrocinio que un Estado, real o supuestamente, presta para la realización de actos terroristas fuera de su territorio. Son, en todo caso, crímenes cuyos autores mediatos o instigadores pertenecen al elenco de gobierno de un Estado. No cabe, frente a ellos, establecer condenas colectivas contra un Estado –como ocurre con los llamados rogue States o “Estados villanos”-, lo que convertiría a toda su población, indiscriminadamente, en blanco de las represalias. Son los falsos universales del tipo “los árabes (o los judíos, o los serbios, etc.) deben pagar por esto”, que siempre exigen sangre.
[10] ) En este caso, y en el anterior “Arancibia Clavell”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, presidida por el dr. Enrique Petracchi, con la única disidencia del dr. Carlos Fayt, consideró que la costumbre internacional y el imperio de los tratados internacionales –jus cogens- estaban por encima de derechos y garantías fundamentales establecidas por la Constitución e, incluso, por algunos tratados, como el principio de legalidad –nullum crimen, nulla poena sine previa lege-, de irretroactividad e la ley penal y de aplicación de la ley más benigna. Declaró nulas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sancionadas por el Congreso en 1986 y 1987, respectivamente. En 1987, la Corte Suprema, había establecido que la primera era constitucional, porque se trataba de una amnistía, cuestión de competencia del Congreso de la Nación, que no violaba derechos individuales básicos ni resultaba irrazonable para el fin perseguido. El dr. Petracchi votó en esa ocasión en el sentido de que se traba de una amnistía autorizada por la Constitución Nacional, pese a las críticas que a la ley podían formularse. Aquellas leyes habían sido primero derogadas por el Congreso Nacional en 1998 y, más tardes, declaradas nulas por el mismo Comgreso (ley 25.779) en un claro desconocimiento del principio de separación de poderes o funciones del Estado, ya que el único poder autorizado para nulificar una ley es el poder judicial. En un increíble tour de force, la Corte sostuvo en el citado pronuncimiento “Simón” que sólo la agencia judicial puede declarar nula una ley por oponerse a la Constitución, pero pese a ello aceptó la validez de la ley 25.779 como derivación de la costumbre y los tratados internacionales.