Agradezco a los amigos y cofrades de Justicia y Concordia que me hayan honrado señalándome para compartir esta presentación con Agustín Laje. Mientras iba leyendo el libro y reviviendo las circunstancias del pacto que pone de manifiesto, me surgió la amargura de un sarcasmo: antes que pacto, que puede haberlos beneficiosos y sólidos, pensé, esto fue un trato pampa, o como le gustaba fulminar a don Hipólito Yrigoyen, un contubernio, componenda entre los bajos fondos de la casta política y los bajos fondos de la insurrección ideológica. Pero de poco vale ahora el sarcasmo. Porque el pacto triunfó. Se llevó puesta a la política, en cuanto destruyó la posibilidad de la concordia, de la paz interior, que es el zócalo imprescindible de la edificación del bien común. Se llevó puesto también al derecho, puesto que cercenó sus pedestales, oscureció sus certezas, anuló sus garantías para los unos al tiempo que afianzaba la impunidad para los otros, y puso la adjudicación de lo suyo de cada uno en manos de una agencia judicial colonizada por influyentes y repetidores ideológicos. El mal que hicieron lo hicieron bien. Demolieron bien, porque destruir es fácil. Lo difícil y largo es construir. Y la única base que tenemos hoy para construir son esas multitudes de ciudadanos de a pie que se convocan por propia voluntad con su bandera para cantar el himno, ya van ocho veces este año.
En 2003 Néstor Kirchner asume la presidencia con una hoja de ruta que incluía descabezar al poder judicial, comenzando con la Corte, que había sido objeto, durante la presidencia de Duhalde de un pedido de juicio político contra seis de sus miembros que no había prosperado. La Corte debía pagar, ante todo, por haber dictado los fallos “Smith” –febrero de 2002, sobre el corralito- y “Provincia de San Luis” –marzo de 2003-sobre la pesificación-, concluyendo, en saludable ejercicio de control de razonabilidad e independencia del poder político, en la inconstitucionalidad de los decretos que los habían establecido. Iba así en contra del antecedente “Peralta”, que había echado óleo de constitucionalidad sobre el decreto que ordenó la confiscación del Plan Bonex en 1990. Se necesitaba en el 2003, convalidar aquellas normas del corralito y del corralón y, para ello, degollar a cinco ministros –esta vez tomados de uno en uno, como aconsejó también Lilita Carrió- e ir a por la Corte propia. Kirchner anuncia por cadena nacional la promoción del juicio político (no es que el art. 53 dice de la Cámara de Diputados que “sólo ella ejerce el derecho de acusar ante el Senado”…, minucias, enormes minucias) cuando el tribunal estaba a punto de fallar una causa en que iba a ratificar su criterio. Aquí entra a jugar el otro personaje del Pacto: Horacio el Perro Verbitsky. Ya se había entrevistado con Kirchner cuando éste era aún presidente electo –electo por abandono- y allí el Perro, un viejo conocedor de la Corte, que años atrás había escrito “Hacer la Corte”, favorecido por sus vínculos con el ministro Enrique Petracchi, donde echa a correr el mote de “Corte de la mayoría automática” que, aunque no acreditable al examen de los fallos, tendrá amplio eco. Verbistsky, al frente del CELS, le propone a Néstor otro negocio, de gran rédito político, que el santacruceño no había percibido: la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y el procesamiento al barrer de los integrantes de las fuerza armadas y de seguridad involucrados en cualquier grado en las operaciones de contrainsurgencia. Mientras que uno de los cursos de acción permitiría tranquilizar al fisco, a los banco y a los grandes deudores en dólares “pesificados”, el otro, el de los juicios de lesa humanidad, le permitiría al oscuro santacruceño entronizarse como héroe moral. El ex intendente de Río Gallegos y ex gobernador de Santa Cruz vio allí, a través de las palabras sugerentes del Perro, abrírsele a él, preocupado hasta ese momento ante todo por la “acumulación primitiva” –para usar una categoría de Marx que el Perro habría podido explicarle muy bien- un horizonte de pompa moral insospechado. Que, de paso, y en un momento en que la casta política se encontraba su nivel más bajo de desprestigio –el “que se vayan todos” estaba aún fresco- le daba al colectivo partidocrático la oportunidad de rehacerse una virginidad a través de un chivo expiatorio (y “explicatorio”, como añadieron Les Luthiers): los sistemáticos represores. Yendo a los bifes, le habrá dicho el Eternauta que eso requería hacerse de los tribunales federales penales y del Consejo de la Magistratura, y quizás le contó la manera divertida en que él, por consejo del hoy procurador del Tesoro, Carlos Zanini, se había sacado de encima al procurador general de su provincia, el doctor Eduardo Sosa, que había iniciado unas molestas investigaciones. Lo hicieron creando dos nuevos cargos con las mismas funciones del anterior –agente fiscal y defensor de pobres- y eliminando el de procurador. El doctor Sosa, como ustedes saben, litigó durante catorce años, rechazó compensaciones monetarias que le ofreció la provincia y obtuvo un fallo favorable de la Corte en 2009, que nunca pudo cumplirse (a falta de vigilante y porque se adujo que el cargo ya no existía). La superioridad moral estaba asegurada. A fines del 2006, la senadora Cristina Fernández de Kirchner impuso la sanción de una ley que reducía los miembros del Consejo de la Magistratura de modo que el gobierno pasó a controlar las mayorías necesarias. Inmediatamente después, comenzó la ofensiva contra la Cámara Nacional de Casación Penal. Dijo por cadena el presidente que había que “apurar las condenas a los militares” (¿Cómo: no instaba a sentenciar sino a condenar? ¿No juicio y condena sino condena y juicio? ¿Y esto no es intromisión del Ejecutivo en el Judicial? Minucias, enormes minucias).
Y ahí estamos a las puertas del trato pampa, contubernio o simplemente pacto que la obra desarrolla detalladamente. Pacto que, se nos informa, cuenta con un programa ideológico contenido en el D. 1086/2005, firmado por el presidente Kirchner. Alberto Iribarne, ministro de Justicia, y Alberto Fernández, jefe de gabinete. El título es “Hacia un Plan Nacional contra la Discriminación”. El único artículo remite a un Anexo que no se publicó en el B.O. La obra nos da un panorama de las 261 páginas del Anexo. Leyéndolo, uno piensa, “ese futuro ya lo conozco”: educación que respalde el aborto y la elección de sexo, promoción de las creencias y reivindicaciones de los pueblos originarios, reestructuración de las fuerzas de seguridad, etc. Quince años después podemos repetir aquello de nihil novum sub sole que dijo el Eclesiastés. Y darnos cuenta de que lo que faltan todavía algunos episodios para que se nos inflija el programa completo.
Ya sabemos cómo continuó la historia, A partir de la jurisprudencia establecida por nuestra Corte Suprema de Justicia y tribunales federales penales inferiores, en los juicios de lesa humanidad, que el mismo alto tribunal calificó de “política de Estado”. Se estableció un derecho penal y procesal penal de dos velocidades: una, para los juicios ordinarios, donde, en principio, rigen las garantías del proceso justo y los principios básicos del derecho penal liberal; otra, para los juicios contra represores por delitos de lesa humanidad, donde aquellas garantías no tienen vigor y aquellos principios pueden y hasta deben ser dejados de lado. Nuestro país, como se sabe, transitó dos caminos distintos respecto de los delitos cometidos tanto por dispositivos estatales o paraestatales como por organizaciones terroristas, durante los años 70 y 80. El primero fue inaugurado por el entonces presidente Raúl Alfonsín en diciembre de 1983 con los decretos 157 y 158, por los que se ordenaba enjuiciar tanto a las juntas militares de 1976 a 1983 como a dirigentes de las organizaciones Montoneros y ERP. Las principales etapas de este camino fueron las leyes de punto final y obediencia debida de 1986 y 1987, los indultos dictados por el gobierno posterior y las decisiones de la Corte Suprema de Justicia entre 1987 y 1993, que convalidaron la constitucionalidad de todas aquellas disposiciones. Se iniciaron entonces unos “juicios de la verdad”, en puridad instancias para que víctimas y familiares pudiesen llegar a certidumbres sobre sus deudos a través de quienes los enfrentaron, pero sin instrumentos que permitiesen la no incriminación, como habría sido la mediación, por ejemplo, por lo que se frustró todo resultado positivo, si es que alguna vez se lo buscó en realidad. A través de esta carencia de un mecanismo que posibilitara la elaboración del duelo por las muertes y desapariciones de insurgentes o tenidos por tales, el “argumento de Antígona”, con toda su potencia moral, quedó como patrimonio de uno de los bandos, circunstancia aprovechada integralmente por los pactantes. El otro dispar camino arrancó en 2003, a partir del pacto, jalonado por diversos fallos en los que la Corte Suprema de Justicia, con algunos de sus integrantes que se habían expedido por la constitucionalidad en los fallos anteriores, procedió a nulificar aquellos decisorios y las leyes antecedentes, sentando la imprescriptibilidad de los actos cometidos desde la órbita estatal y paraestatal exclusivamente. La tipificación de los delitos de lesa humanidad se estableció a partir del derecho consuetudinario internacional, nunca acreditado, aunque la costumbre debe ser probada, reajustándose así, en esta mudanza, los principios clásicos:
Principio de legalidad, de ley previa y escrita, en cuanto a la predeterminación normativa tanto del tipo penal como de la escala pena aplicable.
Principio de irretroactividad de las normas penales, y de su correlativo en el derecho internacional público, que es el de intertemporalidad (los hechos deben ser juzgados a la luz del derecho vigente cuando ocurrieron)
Principio de irrevisibilidad de la cosa juzgada y del non bis in idem (no se puede juzgar dos veces por la misma causa).
Principio de interpretación de la ley penal pro persona, de donde deriva el in dubio pro reo y la aplicación de la ley penal más benigna.
Prohibición de la interpretación analógica de la ley penal contra el imputado.
Invocación dogmática de la costumbre internacional como sucedáneo de la ley penal escrita, sin probar esa costumbre y atribuyéndole fuerza imperativa (jus cogens).
No aplicación de la obligación asumida por el país de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica de que los juicios duren un “plazo razonable” y se eviten las prisiones preventivas de duración indefinida.
Agravamiento de las condiciones carcelarias para procesados y condenados cuya edad promedio ronda los sesenta años.
Ni el Estatuto de Roma ni su interpretación por la Corte Penal Internacional, para referirnos a un nivel global, han querido apartarse de una sujeción estricta al principio de irretroactividad de la ley penal, consecuencia de principio de legalidad previa, lo que muestra las particularidades del criterio local. En síntesis, se les aplicó a los que de cualquier manera y con cualquier grado de participación estuvieron en la contrainsurgencia, un “derecho penal del enemigo” y fueron objeto de un lawfare como el que enérgicamente denuncian la vicepresidente Cristina Kirchner y sus aláteres haber sufrido y estar sufriendo. Con la diferencia que están todos en libertad y que los tribunales son muy respetuosos de sus derechos, como para todos debería ser.
Como sea, cabe a esta altura una reflexión más allá de la cuestión jurídica, sobre los efectos que estos vaivenes han tenido en lo profundo de nuestra sociedad. Porque las alteraciones de raíz en los criterios judiciales, independientemente de su valoración técnica, tienen efectos expansivos sobre las sociedades, muchas veces no advertibles de inmediato, pero que en algún momento afloran. En su disidencia en el caso “Mazzeo”, la doctora Carmen Argibay –víctima ella misma, en su tiempo, de detención durante el Proceso- advirtió sobre el peligro de considerar “trivial y contingente” la autoridad de cosa juzgada en una sentencia, ya que ello podría abrir la posibilidad de que otra composición de los estrados hiciese valer luego su parecer contrario, impidiendo así el cierre definitivo de cuestiones que conllevan heridas profundas abiertas sobre disentimientos extremos en el cuerpo social. La reflexión apunta a la circularidad que deja abierta la llaga y conduce a la respuesta vindicativa, en un patético empuje a los extremos. Los argentinos estamos envueltos en el ciclo de una violencia recíproca desatada en escalones de constante ascenso. Las instituciones aparecen desprestigiadas y sus voceros no traen respuestas creíbles. Asoma, sobre todo, la fragilidad de la administración judicial para gestionar a través de sus resortes procesales estos conflictos profundos. El estrado judicial se muestra casi obligado a forzar en muchos casos los principios recibidos y aceptados. Como muestra, citaré apenas el “caso Muiños”, el del 2 x 1, aplicación de la ley más benigna, de mayo de 2017, la posterior ley “interpretativa”, ley mamarracho que, de todos modos, no podía aplicarse retroactivamente, y el fallo “Batalla”, de diciembre de 2018, donde con una voltafaccia de dos ministros, se establece que la ley más benigna no es aplicable a los delitos de lesa humanidad, con la única oposición del dr. Rosenkrantz, que ha quedado en el papel de solitario disidente, como lo fue en su tiempo el dr. Fayt. Se llevaron puesta la certeza jurídica, que es el andamiaje que mantiene unida a la sociedad, porque garantiza las condiciones de la acción y se yergue como la específica eticidad del derecho, como decía en su clásica obra el jurista italiano López de Oñate.
Frente a la atención pública, la agencia judicial, giróvaga y veleta, aparece como inocua ante la delincuencia común y sin arrojar verdad ante los crímenes de los 70 y 80. La venganza privada, ciega y pulsional, asoma ahora con frecuencia. Las víctimas, en todos los casos, requieren reconocimiento y las certidumbres que contribuyan a cerrar su duelo. Trato adecuado a la víctima y trato justo al reo no se obtienen demoliendo el derecho. Pero es el tiempo de los “jurisclastas”, como hace mucho fue el de los iconoclastas, los adversarios de las imágenes sacras. Se nos sigue machacando, por otra parte, con una memoria hemipléjica, concentrada entre 1976 y 1983, de lo que fue, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, una guerra civil, bajo la impronta de la guerra revolucionaria, por medio del ejercicio del terrorismo a través de diversos grupos armados, que dio lugar a una respuesta en términos de guerra contrainsurreccional, a cargo, especialmente, de las fuerzas armadas y de seguridad. Nuestra guerra civil fue un escenario secundario y periférico de la guerra civil global que enfrentaba a escala planetaria a la república imperial de los EE.UU. de Norteamérica, y sus aliados y satélites, con el imperio soviético –la ex URSS- y sus aliados y satélites. El enfrentamiento directo entre ambas superpotencias estaba descartado por efecto de la “mutua destrucción asegurada” y, por lo tanto, las escaramuzas se libraban en los arrabales, como fue nuestro caso. La historia íntima de nuestra guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria se encuentra, en sustancia, en los archivos del Departamento de Estado y de la CIA, de la KGB y del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, que manejaba la beligerancia en nuestro subcontinente. Este episodio suburbano de la guerra civil global dejó en nuestro país un terrible saldo de muerte, luto, llanto, dolor, suplicios, torturas y, sobre todo, odios y rencores tenaces y cruzados; en suma, un pozo de discordia. La memoria y la historia comunes constituyen el cemento de los grupos humanos, bajo una forma particular de narrarlas. Cuando se absolutiza esa particularidad, sin reconocer las otras narraciones, que es lo que ha pasado entre nosotros, suelen convertirse en una pesadilla de la cual resulte difícil despertar, cuyos horrores pueden trasladarse a la realidad, y repetirse duplicados. La sangre vertida en el pasado justifica, entonces, volver a hacerla correr en el presente.
Los argentinos llevamos hoy, colectivamente, una vida desdichada. Nuestros pasos se encaminan desorientados tras los culebreos de dos viejas damas ruines y destructivas: la discordia constante y la corrupción medular. Todo lo que intentamos construir sobre este barro, todo lo que queremos instituir –instituir viene de un verbo latino que significa mantener recto, erguido- se nos viene en banda inmediatamente, como si pretendiéramos levantar pirámides con bolas de billar. Llevamos en la boca el gusto a ceniza del fracaso y la sensación de fastidio colectivo. El odio está de moda. Y el odio persistente es agobiante. No sólo tiene sus profetas sino también sus ejecutores. Y hasta sus pactos, como vimos. Las luchas intestinas, en sucesivas recaídas, han dejado catálogos de muerte y de dolor. Y un hilo rojo hecho de rencores que las hilvana. Nuestra política actual parece, muchas veces, una imitación de guerra civil. Nuestros tribunales parecen también muchas veces continuar la guerra civil por otros medios. Quizás se muestre allí un síntoma de inmadurez colectiva. Preferimos seguir librando las guerras internas del pasado, cuyo resultado creemos conocer, antes que asumir los riesgos del presente, con sus incógnitas abiertas.
Todas las guerras civiles de la historia del mundo, cuando no han terminado por el exterminio de la facción enemiga, se han clausurado por una amnistía, desde la primera de la que se tenga registro, tras la guerra del Peloponeso, una guerra fratricida entre los pueblos y ciudades de Grecia, cuatrocientos cuatro años antes de Cristo. Es un acto recíproco de olvido. No es un acto gracioso o una limosna. Quien recibe la amnistía debe devolverla y quien la da debe saber que él también la recibe. Pero nosotros hemos cerrado ese camino político, contra el que se aducen inconsistentes argumentos jurídicos. Otra vía, abonada por jurisprudencia de la propia Corte Suprema desde largo y el Pacto de San José de Costa Rica, declarar por los estrados la insubsistencia de la acción penal por hechos ocurridos cuarenta años atrás que vienen arrastrándose en expedientes inacabables, también ha quedado hasta ahora bloqueada por la interpretación dominante. Un reciente fallo de Casación interpreta la acción contrainsurgente como un “genocidio” perseguible en todo tiempo y lugar. En nuestra época de guerra civil global y estado de excepción permanente, el enemigo, visto como radicalmente otro e incluso despojado de su condición humana, resulta demonizado y privado, como dice Milan Kundera, “hasta de la dolorosa gloria del fracaso”.
Me gustaría terminar estas palabras con un mensaje optimista, y decirles que el pacto que la obra presenta es cosa del pasado. Pero no podemos mentirnos a nosotros mismos. Sus consecuencias se siguen desarrollando ante nuestros ojos. Para remontar nuestros desgarros y confusiones del presente, volvamos a un momento a los antiguos, a las fuentes culturales. Y discúlpenme que recuerde cosas bien conocidas. Para aquellos antiguos, la finalidad de la política no era el mero coexistir, el estar momentáneamente juntos, sino el convivir, y el convivir bien, la vida buena, que permite lograr ese bien que individualmente no podemos alcanzar: el bien común. Ellos decían, también, que la concordia, que llamaban la “amistad política”, integra y fundamenta el bien común. Es la condición y también el coronamiento de toda obra común en vista del bien general. La concordia supone, primero, coincidencia en el orden de la acción respecto de unas pocas, pero básicas, aspiraciones de una colectividad y, luego, una concordancia de sentimientos (con-cordia, corazones al unísono) acerca de un patrimonio común, acerca de esa comunidad insustituible que hasta hace un tiempo llamábamos patria y que hoy no representa ni siquiera su último baluarte, la camiseta del seleccionado. Para nombrarla, se necesita recordar la voz de los poetas: “necesaria y dulce”, “inseparable y misteriosa”, la llamó Borges; “un dolor que aún no tiene bautismo”, escribió Leopoldo Marechal.
El único programa posible en el que los argentinos podríamos pactar en buena consciencia es rehacer la concordia por medio de su instrumento, legítimo y constitucional: la amnistía dictada por el Congreso o la declaración de insubsistencia de la acción penal por sentencia definitiva de nuestra Corte Suprema. Uno u otro camino requerirían una decisión política que recoja la necesidad de reconstruir la paz interior para las generaciones presentes, sin dejar ese lastre para las que vendrán. No podemos seguir reabriendo tumbas para cavar más hondo las trincheras. Es la hora de lo que los antiguos llamaban pietas, un sentido sacro de construir la concordia y la comunión en este suelo. La concordia, la paz interior, es constituyente por excelencia. La concordia, que dejaría atrás definitivamente el trato pampa de que trata el libro, debería ser nuestro pacto constituyente. -
viernes, noviembre 13, 2020
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