En el blog ya he
transmitido algunas reflexiones sobre la pobreza -pinche el lector en la voz
"pobreza" del índice colocado al costado izquierdo de la página
inicial. Pero una cosa es la pobreza real, que se vive y se sufre, y otra es la
"pobreza" convertida en ideologema, en tópico
ideológico, dentro de la impostura connatural a la cultura de nuestros
días. La pobreza, la miseria y la desdicha se convierten en simulacros,
desenvueltos en un acting mimético donde la realidad se desvanece y
la penuria se diluye en una mueca actoral. Esta manipulación, como otras
que junto con ella se suele infligirnos, muestra a las claras la potencia
del ensayo de ingeniería social en el que estamos inmersos, y las cotas de
vileza, hasta hace un tiempo impensable, en que se nos sume cotidianamente.
Que siempre habrá pobres...
Que no se ha conocido en la
historia una situación social donde no haya habido ricos y pobres, difiriendo
sólo en la hondura de la brecha que los separe, es una evidencia empírica, de
sentido común, que toda indagación científica confirma. La díada
pobreza/riqueza puede ser considerada una regularidad observable en toda
organización social. El eslogan "pobreza cero" es una sandez del
marketing de campaña desmentida constantemente en la práctica, y también en la
lógica. La única manera de eliminar radicalmente la pobreza tendría lugar si
todos fuésemos pobres. Los intentos aplanadores de nivelar las desigualdades
materiales mediante la igualación numérica del "a todos lo mismo" no han
cobrado nunca realidad y, al poco tiempo, se produce la sustitución de los
miembros de la antigua clase afortunada por otra de renuevo
("nueva clase", "nomenklatura", "boliburguesía",
etc.). Lo que debemos tener presente, como resulta de la evidencia señalada, es
que pobreza (y, de consiguiente, riqueza) es una noción relacional.
Siempre somos los pobres de alguien: frente a Bill Gates, Carlos Slim, Jeff
Bezos o Cristina Kirchner este bloguero o sus lectores habituales
resultaremos siempre pobres. Mientras que para el que veo rebuscando en
la basura o pordioseando en la verja del templo, soy rico. También la
riqueza es una noción relacional. No puede calificarse la pobreza sin
relacionarla con la capa de riqueza y con la capa media existentes en el mismo
tiempo y lugar. Hace mucho decía el doctor Perogrullo que para que exista una
categoría diferenciada debía haber otras diferentes de aquélla. Planteemos la
inversa: si se descubriese un sistema para que todos nos convirtiésemos en
ricos, sería el fin de la riqueza. No hay -quizás debería escribir "no
había"- posibilidad de considerar a la pobreza como un mundo en sí,
independiente del resto de la sociedad donde se manifieste. Esto es, no podía
haber una aproximación a la cuestión de la pobreza sin considerar a la sociedad
como un todo ni imaginar respuestas para ella que no tuvieran en cuenta el
irrenunciable deseo de vinculación, reconocimiento de pertenencia y arraigo al
conjunto social que los fenómenos de la pobreza expresan. El gran logro de la
posmodernidad global es haber segregado al pobre, y más intensamente al
miserable y al indigente: el primero, a los márgenes y cornisas de la sociedad,
siempre a punto de expulsarlo; los otros dos a las tinieblas exteriores de la
insignificancia y de la exclusión de la vida en común, en situación -como
veremos- de la más bajuna esclavitud. La segregación de la sociedad
conlleva el descarte de la condición de ciudadanía, convirtiéndose
los carenciados en semovientes que se arrean cada tanto a
las votaciones o a penosas liturgias de protesta. De lo que no están
excomulgados pobres, indigentes y menesterosos es del mercado -esa entidad
ubicua donde los consumidores votan a diario, según chocheaba el viejo Hayek.
El mercado capitalista (el mercado es anterior al capitalismo) no rehace el
vínculo social. El intercambio mercantil no crea deberes recíprocos. El saldo
es 0 desde que la negociación se consuma, ya que la contrapartida monetaria
cancela toda deuda. Hasta aquí hemos llegado a fuerza
de maridaje entre Plutocracia y Progrez o, mejor aún, como dice Massimo
Cacciari, a partir de la caída del imperio soviéticos, por la "cópula
necrófila" del hipercapitalismo con el espectro del marxismo.
Al vínculo social destruido
se lo reemplaza con un hipervínculo virtual donde el lenguaje mediático fundado
sobre el marketing traduce el mundo, los dolores del mundo y las tribulaciones
del pobre en unidades conmensurables y comunicables de puro espectáculo con
finalidad mercantil. Aquí entra a jugar el mundo del relumbrón y del espectáculo,
incluida en primera fila la clase política. Desde ese palco escénico se
practica una especie de beneficencia aséptica hacia los excluidos, que aparecen
como la contrafigura del dolor, o de la imagen preparada al efecto, para mejor
resalto de la "sensibilidad social" de los nuevos opulentos (divos
del espectáculo en recitales especiales, declaraciones rimbombantes,
con la complicidad de los burócratas de UNICEF, políticos gargarizando
contra la exclusión, etc.). La clase política bate el parche del "hambre",
cuanto más cerca de las elecciones mejor (habría varias tesis a redactar sobre
la sensibilidad trófica que produce la proximidad del cuarto oscuro), y
las dirigencias sociales exigen belicosamente en la calle fondos
para combatir la hambruna. A veces, el espectáculo adquiere ribetes
sainetescos: mientras se denuncia el hambre en el Congreso y en la calle,
y se pide desgarradoramente la emergencia alimentaria (esto es, facultades
extraordinarias para disponer a su antojo de las partidas presupuestarias
asignadas a los dineros públicos y efectuar compras por adquisición directa),
el candidato más votado en las PASO, vocero de la gravedad de la
situación, es invitado por el gobernador de
Tucumán, que le organiza un asado pantagruélico poniendo
dos toneladas de tira y vacío en las chorreantes parrillas, una tonelada de
embutidos y achuras y (estamos con las benditas manos tucumanas) diez
mil empanadas en las mesas, para cinco mil personas (a cuatrocientos gramos de
carne, doscientos gramos de salame y chinchulín y dos empanadas por cabeza, no
habrá sido una multiplicación evangélica en el sufrido Noroeste, pero sí
un discreto regodeo de los bienaventurados que aleja, por un rato, el espectro
de la emergencia estomacal). A la inversa, la hambruna se escenifica
trasladando una muchedumbre, incluidas criaturas y ancianos, a
vivaquear casi a la intemperie en el centro de la ciudad, debiendo luego
procederse a la limpieza de sus escurriduras y reparación de sus
destrozos, en una operación demencial, que sólo busca manifestar la fuerza
relativa de las agrupaciones, sin proveer en absoluto a paliar las penurias que
invocan. Si sumáramos los costos de traslado de personas, alimentos e
implementos, más el daño producido, resultaría un contante que bien habría
podido aplicarse a los comedores instalados. Esta escenificación
inconsecuente me recuerda aquella confesión que un allegado a Gandhi le
hiciera a Orwell: "¡qué caro es mantener pobre al Mahatma!". Por
cierto, combatir la pobreza es caro -lo imperdonable es el despilfarro en
simulacros.
Reitero una clarificación
de términos. Llamamos “pobre” -decía en los partes anteriores- al que a
duras penas dispone de lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas.
Llamamos “indigente” al que carece de los medios para cubrir sus necesidades
básicas, pero que puede aún ser rescatado de esa situación por un empleo o por
un socorro conveniente. Llamamos “miseria” al estado o condición de quienes no
pueden satisfacer sus necesidades vitales. Las dos primeras, tradicionalmente,
han sido entendidas como situaciones que pueden ser paliadas, mejoradas e,
incluso, de las que se puede salir. La última es un estado o condición que se
extiende a un conjunto amplio de personas y que tiende a prolongarse en el
tiempo, bajo la forma de exclusión absoluta del vínculo social, de
des-afiliación de la sociedad. En la posmodernidad, tanto en la Argentina como
en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva
constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de
las situaciones de pobreza y de indigencia hacia el estado y
condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y
que el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una
hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la
esclavitud.
De las estadísticas resulta
que el tercio de la población (32,2%) de nuestro país está por
debajo de la línea de la pobreza y, dentro de ese conjunto, la quinta parte
(6,2%) es indigente. Casi la mitad de los niños (47,4%) son pobres: buena parte
de los niños son pobres y buena parte de los pobres son niños.
Según la Organización de
las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), datos de 2018, un 4,6% de
personas pasan hambre en la Argentina, datos del 2018, cifra que viene estable
desde el período 2004-2006. Según el Observatorio para la Deuda
Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), que mide la
“inseguridad alimentaria”, durante el 2018 un 7,9% de la población
sufrió la percepción de experiencias de hambre siendo el dato mayor desde 2010.
Se dice. en ese contexto, que una persona padece inseguridad alimentaria
cuando carece de acceso regular a suficientes alimentos, y se encuentra en una
situación de inseguridad alimentaria severa si se ha quedado sin alimentos y ha
pasado un día o más sin comer. Las estadísticas no dan respuestas, pero
obligan a formular bien las preguntas. Y la pregunta básica es : ¿qué efectos
han tenido en paliar la pobreza y rescatar de la miseria las políticas de asignación
de subsidios? Mantener y agravar esas situaciones. ¿Qué efectos han
tenido sobre aquellas zonas donde se registra la inseguridad alimentaria?
Ninguno en los últimos quince años. Y, sin embargo, el gasto social ha venido
creciendo, especialmente desde 2015. Se comprueba un fracaso general frente al
problema, aunque se proceda con las mejores intenciones.
El problema de la pobreza,
tomando esta palabra en sus sentido más amplio y abarcador es, por lo
menos, atacable desde tres dimensiones.
Empezando por el nivel
inferior, es un problema técnico, de equilibrio económico y rendimiento
productivo, que atañe al crecimiento y no a la distribución. Aquí, la pobreza,
la indigencia y la miseria son variables estadísticas, muy importantes como
indicadores, pero nulas en cuanto remedios.
En una dimensión superior,
es un problema político. Que plantea una cuestión de justicia: una formulación
equitativa en cuanto a la distribución de la riqueza común. El igualitarismo
hipertrofiado, los eslóganes politiqueros sobre "guerra a la pobreza"
-que como toda guerra lanzada contra una abstracción resulta máscara de
cualquier aprovechamiento- y el programa subnormal de "pobreza
cero" -"delito cero", "mal cero" y otras
intoxicaciones y cegueras- están probadamente destinados al fracaso y a
mantener la manipulación clientelar de masas de compatriotas reducidos a la
precariedad como carne dispuesta para ser crucificada en el asador electoral o
en la agitación movimientista.
En fin, también puede
plantearse como un problema moral y religioso. Aquí aparecen las invocaciones
al "escándalo de la pobreza" (Benedicto XVI) y a la "opción
preferencial por los pobres" (Puebla, 1979). Si los pobres son la imagen
del "pueblo de Dios", si el mensaje de redención se encarna en ellos,
si la riqueza y el dinero son "la sangre del pobre", como proclamaba
magníficamente Léon Bloy, entonces -lo mismo que los políticos, pero por
razones más altas- los pobres deben quedar estancados en su condición de
pobres, salvo que quisiéramos hipócritamente borrar su imagen que cuestiona en
su sufrimiento la opulencia de quienes, desde el lodo del pecado, desconocen el
sacrificio redentor. Detengámonos en este último punto
Pauperismo bíblico
El "escándalo de la
pobreza" y la "opción preferencial por los pobres" son temas que
surgen constantemente en la prédica pontifical y de la clerecía. ¿Quién
podría, en principio, criticar estas expresiones frente a
manifestaciones palpables de la penuria? Pero vamos a situar estas frases,
de sólito repetidas como eslóganes de ocasión, como "asaltos a la
conciencia" del auditorio, o destinadas a surtir picos dramáticos,
como el del arzobispo de Salta al arrojarle al presidente "llévate el
rostro de los pobres". No sirven para mucho frente a la pobreza concreta y
corean, con las mejores intenciones, a los tragediantes de la cultura del
simulacro. No pretendo, de este modo, disminuir el inmenso trabajo
social que curas e instituciones religiosas -y no sólo ellas, y tampoco
exclusivamente en el campo cristiano- realizan peleando en la brecha
donde las bajas y el sufrimiento se dan entre los desposeídos. A todos ellos mi
respeto y mi admiración. Pero cuando la pobreza es tomada como problema
central, y se pretende resolverlo con aquellas frases, o se convierte al pobre
en "pueblo electo" o, incluso, la disputa en el reñidero político es
a propósito de estadísticas sobre la pobreza (¿quién anota en su haber
gubernamental más/menos pobres?) estamos situando la cuestión en el nivel más
inferior y menos propicio para entenderlo y, consecuentemente, actuar de alguna
manera sobre él.
¿Cómo el justo puede ser pobre y, por el contrario, el impío vivir en la opulencia? Esta pregunta, que recorre el Viejo Testamento, el Tanaj, encontró una respuesta en los profetas: contra las apariencias mundanas, los verdadero amigos de Yavé son los pobres (dalim), los desvalidos (aniwim), los necesitados (ebionim). El rico está condenado de antemano y vendrá el día de la cólera divina, el del desquite de los pequeños, cuando los justos resucitarán, los pobres poseerán la tierra y los poderosos serán consignados al castigo eterno. Así resuena en la voz de los profetas: en Amós, en Oseas, en Isaías, en Miqueas, en la apocalíptica judía reflejada en el Libro de Enoc.. Eran tribunos que tomaban la palabra por el pueblo de los campos, los pastores nómadas que evocaban el mando de los ancianos, jefes y jueces de sus tribus en el desierto, donde se caminaba y acampaba sin que se notasen demasiado las diferencias de clase. Ahora llegaban los funcionarios reales a levantar impuestos para el tesoro, reclutas para el ejército, organizar jornadas de trabajo gratuito, despojar de sus tierras patrimoniales a desheredados que terminaban como jornaleros o esclavos, frente a la voracidad codiciosa, la corrupción insolente y los caprichos suntuarios de los poderosos. En la civilización urbana vieron cumplida la profecía del viejo Samuel cuando los israelitas, los Bené Israel, le pidieron un rey: "tomará a vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carros (...) les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. Tomará a vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores (...) tomará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos". Una oligarquía de cortesanos y soldados se enriquecía mientras el resto, los justos, caían en la miseria. El Deuteronomio (15,4) afirmaba que no debía haber ebionim entre ellos, para más adelante reconocer que nunca dejará de haberlos en su pueblo (15,11), con eco más tarde en Mateo y en Marcos. La cuestión es que no fuesen siempre los mismos, y que la mano generosa del hermano esté para el remedio al necesitado. En griego, pobre es ptójos o pénes. Aristófanes, en su comedia "Pluto" (ploúsios es rico) distingue: la vida del ptójos es ir tirando sin poseer nada, mientras que la del pénes es ir tirando con parsimonia (penomai, trabajar para vivir), siempre pendiente de sus trabajos, sin avanzar realmente nada, aunque no le falte nada. "Pluto" es una de las comedias más representativas de Aristófanes, y manifiesta otro enfoque sobre la desigual distribución de pobreza y riqueza. De acuerdo con el argumento de la obra, Pluto, dios de la riqueza, había sido cegado por Zeus y deambulaba de mano en mano sin saber en casa de quién paraba o quién le recibía; hasta que Crémilo, un agricultor pobre pero de gran bondad, le lleva a la cueva de Esculapio para que le devuelva la vista. Como resultado de la curación, la riqueza acude solamente a los hombres buenos y honestos, mientras que los perversos son condenados a la miseria. Aparecen sucesivamente un sicofanta, que vivía de delatar y denunciar enjuagues; una vieja celestina ahora sin clientes; Hermes, a quien ya no ofrecen sacrificios y un sacerdote de Zeus, que ya no puede holgar con las ofrendas de los fieles. Se decide al fin colocar a Pluto en el lugar que antes ocupaba, favoreciendo de nuevo ciegamente a los sinvergüenzas sobre los honrados. Irónicamente, mostraba el griego la gruesa dificultad de distribuir la riqueza de acuerdo con el mérito.
En el Nuevo Testamento, el
Reino está reservado para los pobres; los ricos ya han recibido su contento
aquí abajo, en una suerte de divina compensación que aparece en la historia de
Lázaro, elevado al seno de Abraham y el rico, rebajado a los infiernos. La
primera bienaventuranza se refiere en Lucas a beatitudes materiales para
el pobre que serán diferentes en el Reino que en la tierra, y Mateo la hace
beatitud espiritual. Las actas apostólicas lucanas hablan
de puesta de los bienes en común y la literatura cristiana primitiva
diserta sobre cuáles ricos podrán ingresar al reino pasando con su
impedimenta por el ojo de la aguja. Con el tiempo, se trata del rechazo de la
atracción de la pura riqueza material y de hacer buen uso de las fortunas
por quienes la poseyesen. La puesta de bienes en común se recluye en las órdenes
monásticas. La pobreza es una necesidad de este mundo, un aguijón que empuja al
hombre hacia el trabajo y está lejos de ser una marca de reprobación,
sino que conlleva una eminente dignidad, porque el pobre es "la
imagen de Cristo". La Iglesia fue depurando el pauperismo
veterotestamentario y condenó -en casos, hasta la hoguera- una
lectura ebionista de las escrituras: los valdenses, los pobres de Lyon, los
begardos y beguinas, los fraticelli y "hermanos de la vida pobre",
los milenaristas, los discípulos del "Evangelio eterno". Exaltó a los
pobres por renunciación voluntaria y mostró que riqueza y pobreza
son en sí mismas indiferentes, medios que no fines, importando cómo se
acepta la una y qué uso se da a la otra. Alberto Wagner de Reyna,
profundo pensador peruano, en cita recogida por Alberto Buela, sintetiza
muy acertadamente el punto:
“La pobreza desempeña así
una función ancillar, subordinada: ser el lugar de arranque de la acción del
espíritu libre del lastre de la desmesura material, cuantitativa, hedonista que
constituye el desconcierto de la crisis actual. Podrá así el espíritu en la
moderación y austeridad alcanzar el concierto radical (desde su raíz) el que el
hombre se (re)humaniza. No es la pobreza un fin, ni valor absoluto, ni meta,
sino supuesto y condición”.
Desde luego que la
interpretación ebionita y veterotestamentaria tiene reapariciones y
recaídas, especialmente bajo forma de un clericalismo que
pretende que el sacerdote enseñe al pueblo, reducido al indigente y al
miserable, cuál debe ser la vía de su petición y su reclamo -a veces fue
la senda del monte y el fusil-, porque resulta la porción electa y deben
hacerla realidad en este mundo. ¿Se favorece así al pobre y humillado? ¿O
se inscribe esa actitud, más allá de la pureza de las intenciones, en otro
aspecto de la cultura del simulacro de que hablábamos al principio?
Un aporte de Iván Illich
Iván Illich (1926-2002),
que no puede considerarse un autor ultramontano, autor de numerosos ensayos
destinados a separar el mapa del territorio, es decir, el nombre de una
institución de aquello que pretende llevar a cabo, en "Desescolarizar la
Sociedad", expuso algunos puntos de vista que pueden resultar útiles en
nuestro camino:
«(...) La institucionalización de los valores conduce inevitablemente a la
contaminación
física, a la polarización social y a la impotencia psicológica: tres
dimensiones en un proceso de degradación global y de miseria modernizada. (...)
Este proceso de degradación se acelera cuando unas necesidades no materiales
son transformadas en demanda de bienes; cuando a la salud, a la educación, a la
movilidad personal, al bienestar o a la cura psicológica se las define como el
resultado de servicios o de 'tratamientos'.»
· «Tanto el pobre como el rico dependen de escuelas y
hospitales que guían sus vidas, forman su visión del mundo y definen para ellos
qué es legítimo y qué no lo es. Ambos consideran irresponsable el
medicamentarse uno mismo, y ven a la organización comunitaria, cuando no es
pagada por quienes detentan la autoridad, como una forma de agresión y
subversión. Para ambos grupos, el apoyarse en el tratamiento institucional hace
sospechoso el logro independiente.»
· «Las burocracias del bienestar social pretenden un
monopolio profesional, político y financiero sobre la imaginación social, fijando
normas sobre qué es valedero y qué es factible. Este monopolio está en las
raíces de la modernización de la pobreza. Cada necesidad simple para la cual se
halla una respuesta institucional permite la invención de una nueva clase de
pobres y una nueva definición de la pobreza.»
· «Una vez que una sociedad ha convertido ciertas
necesidades básicas en demandas de bienes producidos científicamente, la
pobreza queda definida por normas que los tecnócratas cambian a su tamaño. La
pobreza se refiere entonces a aquellos que han quedado cortos respecto de un
publicitado ideal de consumo en algún aspecto importante.»
· «Los pobres siempre han sido socialmente impotentes. El
apoyarse cada vez más en la atención y el cuidado institucionales agrega una
nueva dimensión a su indefensión: la impotencia psicológica, la incapacidad de
valerse por sí mismos. (...) La pobreza moderna conjuga la pérdida del
poder sobre las circunstancias con una pérdida de la potencia personal.
Esta modernización de la pobreza es un fenómeno mundial y está en el origen del
subdesarrollo contemporáneo. Adopta aspectos diferentes, por supuesto, en
países ricos y países pobres.»
La "pobreza
moderna" segrega al individuo de la comunidad, sumiéndolo en la
indefensión radical: además de privarlo del acceso a bienes de la vida, se lo
priva de su potencia personal; esto es, se lo reduce a objeto de utilería
en la escena del simulacro global.
El "Estado Servil"
La
pobreza, en sí misma, ni es un mérito ni una indignidad. Es más bien un
misterio, como decía Léon Bloy, aquel que se llamaba a sí mismo “mendigo
ingrato”. El misterio de que siempre habrá pobres entre nosotros. En todo
caso, como vimos, hay que procurar que no sean siempre los mismos. El
aprovechamiento político del pobre, en nombre de los eslóganes de la progresía,
requiere, precisamente, que sean siempre los mismos, ya que resultan un fondo
de reserva revolucionario o electoral que debe mantenerse íntegro para futuras
reinversiones. Disminuir eficazmente la pobreza, integrar a la sociedad a los
desplazados, sería a largo plazo destruir una materia prima política
indispensable. Deben quedarse como están. Más aún, hay que reducirlos a la
miseria, para esclavizarlos a cambio del mendrugo asistencialista que
apenas le permite arañar las necesidades básicas. Hay que institucionalizar la
exclusión y, luego, mostrarse compungido por ella.
Nuestra
progresía revolucionaria hace aristotelismo sin saberlo. Siguen al Aristóteles
del libro I de “Política”, cuando defendía la esclavitud por naturaleza. El
esclavo –el mísero- es una posesión animada. Un instrumento para la praxis. Es
esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro, como pertenece el mísero
a su puntero, referente o Milagro Sala de turno. Lo mejor para los
esclavos, lo mejor para los míseros (y sigo parafraseando a Aristóteles) es
someterse a este tipo de mando, ya que prefieren vivir, aunque sea mal, pero
bajo la tutela de otro. El esclavo, el mísero, posee la razón, pero la pone al
servicio de la obediencia más que conducirse él mismo por la razón, como hace
un hombre libre. Les conviene esto a los esclavos, a los míseros, es justo que
estén en esa condición y hasta están contentos con su suerte, concluía el de
Estagira, sin saber cuán pertinentes resultarían sus razonamientos siglos
después en un lugar llamado Argentina
El
siglo pasado, para ser más exactos en 1913, un pensador inglés llamado Hilaire
Belloc tuvo una intuición parecida, cuando escribió The Servile State, donde anunciaba que el cruce del capitalismo con
el socialismo iba a producir la reaparición de la esclavitud, en beneficio de
una minoría libre de propietarios de los medios de producción y de los
instrumentos financieros, para imponerse a una mayoría de individuos sin
libertad ni propiedad, reducidos al trabajo obligatorio a cambio de un nivel
mínimo de satisfacción de las necesidades vitales. Lo que no pensó Belloc es
que entre nosotros se iba a dar cumplimiento a su predicción, pero más
avanzada: se les negaría hasta el trabajo, en cuanto este puede tener de
dignificante, puesto que se los reduciría, simplemente, a actuar constantemente
de partiquinos del simulacro.
La “gran noche” y el control
social
Nos
encontramos ante un momento típico de explotación de lo que se ha llamado “pánico
moral”, esto es, que un problema que existe desde hace mucho tiempo y al que no
se le han hallado soluciones ni paliativos es reconstruido en el discurso
mediático y las invocaciones de la clase política como si se denunciara algo
ignorado o como si aquello ya existente hubiese experimentado un agigantamiento
repentino. Bajo “pánico moral” se ha decretado la emergencia alimentaria, que
sólo significa que se acumula en el ejecutivo el lleno del poder para que
adjudique contratos sin controles y disponga de las partidas presupuestarias a
su antojo. En estas maniobras se revela
aquel juego de prestidigitación que
Bertrand de Jouvenel señalaba en su tiempo: el poder adquisitivo redistribuido
proviene de las mismas clases que lo reciben.
Ahondando
el análisis, viene a la luz una astuta forma de control social y manejo
político efectivo. Consiste, sintéticamente, en mantener la dominación por el aprovechamiento
integral, del punto de vista cultural y económico, de los conjuntos productivos
localizados, los niveles medios, identificados con la marka del CUIT o del CUIL,
por medio de la movilización constante de una masa esclavizada –residuo de la mutación conceptual de la idea del “pueblo”-,
del “transpirado sudra” indigente, privado de la inclusión ciudadana, al que se
estanca en condiciones de mera subsistencia, con un horizonte que acaba en la
subsistencia diaria, esto es, en las condiciones de la nuda vida biológica, sin
anudamiento ni vínculo relacional y comunitario alguno. Este agregado reducido
a esclavitud debe mantenerse en constante agitación, de
manera de producir la impresión de un animal salvaje y predador cuya liberación
de las rejas provisorias del aparato jurídico de contención daría lugar a las
sangrientas satisfacciones de la “gran noche” (las noticias policiales suministran
diarios ejemplos homeopáticos de lo que
podría ser ese desorden apocalíptico). La ruling class, encerrada en la
burbuja de su privilegio, apólida por definición, mueve los hilos de esta trama
acercando o alejando la amenaza medida de las necesidades de la electocracia.
Resulta una posibilidad anómica, controlada en principio, pero que puede irse
de las manos. La miseria tiene muy altos
aprovechadores.-
La pobre gente - André Collin
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