Un diálogo platónico, “Laques”, generalmente atribuido a los escritos de
juventud del filósofo, transcurre en un gimnasio donde varios maduros atenienses
debaten sobre lo que puede ser más conveniente para la educación de sus hijos.
Como vienen de presenciar un
entrenamiento de esgrima, más concretamente platicarán sobre si conviene
enseñarles ese arte a los jóvenes. Interviene Sócrates y el diálogo va
derivando hacia qué es el valor –la andreías- y cómo transmitirlo. Convienen en que el
coraje es una parte de la virtud, de la areté,
pero no logran averiguar qué debe entenderse en definitiva por aquél. El camino
está momentáneamente bloqueado, pero acuerdan en que la transmisión de la virtud, y de la
parte que en ella ocupa la valentía, cuya definición queda pendiente,
contribuirá a hacer a los jóvenes tan buenos como puedan llegar a serlo. No sé si Clint Eastwood ha leído a Platón o si se ha planteado alguna
vez aquella misma cuestión, en diálogo
con sus amigos, quizás mediando un bourbon o alguna cerveza. Pero sí aventuro que toda o casi toda su peripecia como actor y director de cine ha
girado sobre la virtud y, en gran parte, sobre su componente, el coraje. Desde el joven sin nombre de “Por un puñado
de dólares” (la primera de esas de vaqueros que dirigió Sergió Leone y puso
música Ennio Morricone) al viejo
Walt de “Gran Torino”, todo discurre sobre la virtud
y la valentía. No hay una definición del
valor, así como no hay una preceptiva de la virtud. Pero están ahí, mostradas,
actuadas y dejando un rastro. En “15:17 Tren a París”, a los 87, Clint ensaya,
en esa línea, casi una
antipelícula. Va a tratar de un episodio
conocido: un yihadista irrumpe en los
vagones del tren Thalys Amsterdam-París, armado de una AK-47 y una pistola
semiautomática, con suficientes cargadores como para producir una carnicería.
Dos pasajeros intentan detenerlo y uno de ellos resulta gravemente herido. En el tren viajan tres norteamericanos, dos
de ellos soldados con destino en Europa
y en licencia y un tercero, estudiante, venido desde los EE.UU. Logran reducir al sujeto y taponar, con la
ayuda de un médico, la arteria del pasajero herido. Digo antipelícula porque de sus 94 minutos, sólo
poco más de diez muestran el
ataque y su desenlace; porque Eastwood ha tomado a los tres protagonistas del
hecho como actores, representándose a sí mismos; porque se ha servido como
extras de pasajeros que que viajaron en
aquel tren fatídico; porque el final,
cuando en el patio del Elíseo son los tres norteamericanos y el médico
condecorados por el presidente francés Fraçois Hollande con la Legión de Honor,
se reproduce el mismo acto original. Un docudrama jugado por los propios actores del drama
real. Buena parte de la crítica ha dicho que el tren de Eastwood “descarriló”;
que el film está hecho a desgano; que la
historia previa de los tres amigos es demasiado larga y anodina; que los
diálogos son en gran parte banales, que la actuación de los protagonistas
resulta a veces forzada, etc. “Demasiada
munición para tan poca gloria”, resume
un cronista cinematográfico. Puede ser, pero a esta altura no podemos
dudar que Eastwood sabe lo que quiere y quiere lo que hace. En el mundo actual,
en eso que llamamos “Occidente”, ¿qué es el coraje? ¿quiénes son los que aún
pueden jugarse el todo por el todo en pro de los demás? Suelo escuchar que ha sido un acto de gran
valentía de Fulano o de Zutana,
pertenecientes al círculo de los famosos, el haber salido del placard y
reconocerse homosexual. Es valiente la actriz que denuncia, décadas después, los
manoseos que debió sufrir para continuar en carrera, de parte de algún gran capitoste de la
industria. Y esta misma actriz habría tenido un acto de gran denuedo, tiempo atrás,
cuando al recibir un premio, hizo del
atril cátedra moral contra los políticos cuyas ideas no compartía –olvidando la
viga que ahora vemos asomando de su otro ojo.
Puede ser que estas conductas manifiesten algún grado de valentía. Pero
Clint no marcha con el rebaño del arte
en que descuella. Es un anarca; un "maverick" que sabe del arraigo e intuye
el bien común; alguien que desconfía de los oropeles y entorchados simbólicos
de la autoridad, de los vanos discursos de los vanos personajones y busca lo
auténtico de los actos, la ejemplaridad. ¿Dónde la encuentra, hoy? En tres muchachos,
cuya historia personal nos bosqueja. Dos de ellos blancos, el otro
afroamericano, provenientes de la clase obrera, con familias complicadas, monoparentales,
de madres luchadoras: Alek, Spencer y
Anthony. Los tres tienen problemas en la inserción escolar. Spencer, y en
alguna medida Alek, padecen del trastorno de déficit de atención concentrada;
Anthony, por su parte, es inquieto y rebelde. Los tres sellan su amistad en la
antesala del director de su escuela –un establecimiento religioso- , esperando
la sanción de turno. Les gustan las
armas –especialmente a Spencer, que endosa camisetas camufladas. La raza, ese
orientador y regulador indispensable en la democracia étnica norteamericana, no
cuenta entre ellos: dos white trash y
un negrito se equivalen. En fin, tres buenos
para nada, solitarios fuera de su círculo, jugando paintball con réplicas de
armas. A primera vista, embarcados en destino
a barrer con una balacera las aulas de esa escuela a la que concurren de
mala gana, por ejemplo. Talvez, para redondear el retrato, votantes de Trump. Aparece,
sin embargo, un detalle: no están encerrados en sí mismos. Sienten, sobre todo Spencer, que está en su
sino el hacer algo por los demás: sienten oscuramente que son deudores de
su entorno, comenzando por el familiar, y quieren de algún modo cubrir esa
deuda. Spencer chico, arrodillado junto a su cama, rezando por la noche la oración "Señor hazme un instrumento de tu paz", (erróneamente atribuida a Francisco de Asís), resume ese empeño. Spencer intenta ser rescatista de la Fuerza Aérea, para lo que se prepara
intensamente. Su problema atencional le juega alguna mala pasada y, finalmente,
es desechado por un problema de visión.
Consigue, al fin, alistarse para prestar primeros auxilios, aunque
habiendo pasado por problemas en su entrenamiento. Alek se incorpora a la Guardia
Nacional y es destacado en Afganistán.
Anthony Sadler, de los tres es el único que llega a cursar una carrera
universitaria –obtendrá más tarde un título
en kinesiología.
Los amigos se relacionan
por Skype y Spencer les propone reunirse para recorrer Europa. Aquí el film nos
muestra a tres muchachos que vuelcan comentarios triviales sobre los lugares
clásicos de Roma, que dicen lo que todo turista mientras viajan en el vaporetto por el Canal Grande, en Venecia, que descubren en Berlín, durante una
visita guiada, que Adolfo Hitler no se suicidó en el búnker ante el avance
norteamericano sin ante la proximidad de la tropa soviética y que, finalmente, se consiguen
una curda de aquellas en una disco de Amsterdam. No elaboran epigramas, no hay frases
felices, no se cruzan con un amor romántico. Tres californianos elementales gastándose
unos dólares en el viejo mundo. Pero Clint nos ha paseado por ese adocenamiento
para que quitemos la cáscara y gustemos
mejor la pulpa. Durándoles un poco la resaca, abordan el Thalys, rumbo a Paris.
Promediado el viaje, apareció el yihadista, Ayub El Jazzami, un marroquí
veinteañero, que sale de un baño empuñando un Kalachnikov y llevando al cinto una Luger.
Cargaba munición para 300 disparos. Un pasajero francés trata de detenerlo y es
golpeado. Otro, un británico, logra que arroje al piso el fusil, pero lo recobra y
Ayub lo hiere gravemente en el cuello. Entra en el vagón donde están los tres
amigos. Spencer, separado del yihadista por varios metros se arroja sobre él y,
providencialmente, el fusil de Ayub, disparado, se encasquilla. Comienza una
pelea y Aleck logr arrebatar el fusil, golpeándole al yihadista la cabeza con
la culata del AK-47. Finalmente reducido, junto con un médico británico,
atienden al herido y Spencer consigue poner en práctica correctamente sus
conocimientos de primeros auxilios. El tren se detiene en Arras, el yihadista
es detenido y el herido derivado al hospital.
No hay música de suspenso. No hay cortes de escena. No hay dramatización
extra ni primeros planos para los “toques” de actor. Todo es simple, con una
cámara que va siguiendo el proceso donde menos molesta.
Sócrates habría dicho:
-Ahí está el valor, buen Nicias
-Así me lo parece, oh Sócrates
Y Clint octogenario lo hizo cine
NB: "Maverick" fue una serie norteamericana de los años 60, protagonizada por James Garner. Bret Maverick era un tahúr que se destacaba en el proceloso póker del Viejo Oeste. La palabra se aplicaba al animal, generalmente un ternero, sin marca y criado guacho. Por extensión, denomina al sujeto que gusta hacer las cosas a su manera, por fuera de la manada, a su aire. Se originó en un tal Sam Maverick, un tejano que dejaba su reses sin marcar, orejanas, allá por mediados del siglo XIX. A raíz de la serie, en el muy especial póker abierto popularizado por la televisión se llama "maverick" a recibir dos carta Q y J, en la primera mano.
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