“LA MUJER ES DUEÑA DE SU CUERPO”
El
Club Político –cenáculo de intelectuales y algunos no tanto, próximos al gobierno- pontificó que
no corresponde al Estado coartar el derecho de cada mujer a la libre elección
en una cuestión que pone en juego su propio cuerpo y atañe exclusivamente al
ámbito de su intimidad. La frase condensa un idiotismo que llevo oído infinidad
de veces. Hasta los escalones ínfimos de
los amasadores de opinión toman esta prepizza conceptual y la hornean para el gran público consumidor. Integra la “videología” rudimental que matraquean los media. Que ahora se multiplica hasta el agobio ante el planteo en el Congreso de la despenalización del aborto, volviéndose la comidilla de todo el que habla o escribe
desde o sobre cualquier soporte. La
mujer –según este artículo de fe mediático-
es dueña y señora de su propio cuerpo, disponiendo de él con jus utendi et abutendi. Puede, por lo
tanto, “interrumpir su embarazo”, es decir, abortar, como propietaria de esa
vida que lleva en su seno y que no sería otra cosa que una extensión de su
dominio corporal.
Desde
muy atrás, en la cultura que llamamos occidental, el aborto provocado, esto es,
la muerte del feto, fue objeto de sanción penal, con diversos matices respecto
a cuándo considerar el punto de partida de la animación del nascituro, de
acuerdo con el nivel de los
conocimientos biológicos en cada tiempo alcanzados. En otras palabras, la
muerte del otro en el estado fetal se consideraba vulneración del bien primario de la integridad
de la vida; un mal, en suma. La
diferencia con nuestros tiempos, es que ahora el aborto provocado se considera
un bien deseable y, de acuerdo con la presente “revolución del deseo”, un
derecho fundamental. Invocable, justamente, a partir del señorío absoluto sobre su propio cuerpo atribuido
a la mujer: aborto legal, seguro y gratuito fue una de las proclamas de la
marcha del 8M.
A
poco que se examine aquella consigna, se revela su carencia de fundamentos.
Cuestión previa: la afirmación, ¿podría comprender también implícitamente al
macho de la especie, es decir el varón, que resultaría así, por accesión,
enseñoreado de su devaluada
corporalidad? La pregunta ni siquiera se plantea: asumamos
que al hablar de la propiedad del propio cuerpo nos referimos exclusivamente de la mujer. Vamos, pues, al grano.
En
puridad, no somos dueños de nuestro propio cuerpo. La propiedad es una noción
relacional, como todo lo concerniente a la esfera jurídica, entre un sujeto y
un bien cuyo dominio se dispone. No puede haber identidad entre sujeto
propietario y bien propio de aquél; entre dominium
y dominus. En el caso de la propiedad
del propio cuerpo, ¿quién ejerce el dominio sobre éste? La única manera de
romper la identidad entre ambos términos sería adoptar un dualismo animista
extremo. Una entidad extracorpórea, la “mente”, el “alma” o el “yo”, serían titulares del cuerpo, que
tendría el lugar de un instrumento apropiado por aquélla. Este dualismo va más allá que la
distinción del viejo Descartes entre res
extensa (cuerpo) y res cogitans
(espíritu), porque allí se planteaba un paralelismo, mientras que ahora se
supone una supremacía de éste sobre aquél. Wittgenstein afirmaba que la
dualidad mente-cuerpo es un error conceptual; según él, “el cuerpo humano es el
mejor retrato del alma humana”. Y el
alma, si hemos de atenernos a lo que
dijeron Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, es la forma sustancial del
cuerpo, no una sustancia por si sola
subsistente y que por sí sola obra sobre
la sustancia corporal. No he visto en la argumentación animista que dice que la
mujer, el “yo” de la mujer, es dueña de su cuerpo una respuesta a estos
planteos. Terry Eagleton, que no es
precisamente un pro life frecuentador
de sacristías, dice: “la creencia de que
el cuerpo de cada uno es nuestra propiedad privada de la que podemos
deshacernos a nuestro antojo”, no es argumento invocable a favor del aborto.
La
jurisprudencia se ha sumido no pocas
veces en este infausto error del señorío
sobre el propio cuerpo, invocado a modo de fundamento. En el
fanoso “Roe vs. Wade” (1973), la Corte Suprema de los EE.UU. estableció que una ley –como la Texas en ese caso en
examen- que considerase delito el aborto, con la sola excepción de que estuviese
en peligro la vida de la madre, quedaba fulminada de inconstitucionalidad
porque invadía el derecho a la privacidad
de la madre, y por consiguiente su
libre elección en cuanto a la continuidad del embarazo, resultante de la 14ª
enmienda de la constitución norteamericana.
Nuestra
Corte ha incurrido en el mismo dislate, invocando el art. 19 de nuestra constitución.
Así, en “Bahamondez” (1993), se afirmó:
"Cuando el art. 19 de la Constitución Nacional dice
que "las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al
orden y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a
Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados", concede a todos los hombres una prerrogativa según la cual pueden
disponer de sus actos, de su
obrar, de su propio cuerpo, de su propia
vida, de cuanto les es propio". La conclusión de “Bahamondez”
–reconocimiento de la objeción de conciencia de base religiosa a la transfusión
sanguínea- puede aceptarse, pero el obiter dictum abría el paso a pronunciamientos semejantes a los del Supremo
norteamericano.
Y
remachó en “Albarracini” (2012), también referido a la objeción de conciencia:
“En
el caso, se trata del señorío sobre su propio cuerpo y, en consecuencia,
un bien reconocido como de su pertenencia,
garantizado por la declaración que contiene el art. 19 de la CN”
El
13 de marzo de 2012, la Corte Suprema de Justicia expidió el fallo en el
“F.A.L. s/medida autosatisfactiva”. Se
trataba del planteo de la madre de una adolescente de quince años, en Chubut, que solicitaba se practicara un aborto a su
hija, presuntamente violada. Lo hizo a través
de una “medida autosatisfactiva”. Una medida autosatisfactiva es el requerimiento de una respuesta judicial
urgente a una situación que reclama una expedita intervención del órgano
jurisdiccional. Se trata de un
proceso autónomo que se agota con su
despacho favorable por el tribunal, con una satisfacción definitiva de la
pretensión deducida, dictada casi siempre inaudita
et altera pars, es decir, sin intervención de la parte contraía afectada.
Resulta el instrumento, de dudoso óleo constitucional, preferido de los jueces
activistas, proclive a la arbitrariedad y que se lleva puesta, en la mayoría de
los casos, tanto la inviolabilidad de la defensa en juicio como la certeza
jurídica. La medida solicitada por la madre de la menor fue rechazada en primera
y segunda instancia en Chubut, pero el Superior Tribunal de Justicia provincial
revocó los anteriores pronunciamientos y admitió lo solicitado por aquélla.
Ello llevó a que se practicara el aborto en el Hospital Zonal de Trelew.
Mientras tanto, el Asesor General de la provincia, como tutor ad litem de menores e incapaces había
deducido un recurso extraordinario para ante la Corte Suprema de Justicia
federal, que fue concedido cuando ya la práctica abortiva había sido consumada.
La argumentación del asesor se fundaba en que la decisión del Supremo chubutense
no había tenido en cuenta el conjunto de
normas constitucionales y de convenciones internacionales con jerarquía constitucional por las cuales el país está
obligado a proteger la vida desde la concepción.
Cuando
el asunto llegó a la Corte, pues, no
había propiamente caso, ya el aborto ya había sido practicado. Sin embargo el
tribunal, que como todo supremo gusta de las sentencias oraculares, desde donde
organizar el mundo como en la cima de un
metafórico Olimpo o Sinaí, se pronunció “sin utilidad para el caso…con la
finalidad de que el criterio del tribunal sea expresado y conocido para la
solución de casos análogos que puedan presentarse en el futuro”. Decidió, entonces, en primer lugar, que la
interpretación del art. 86, inc. 2º del código penal debía ser en el sentido
disyuntivo[i].
Por lo tanto, estableció, una intervención como la solicitada no estaba
supeditada a ninguna autorización judicial previa. La pregunta pendiente era, para el
establecimiento y el médico interviniente: ¿cuándo debía considerarse que medió
una violación y, por lo tanto, la práctica abortiva quedaría impune? Toda
demora en esta consideración, a juicio de nuestro máximo tribunal, podría
configurar “un acto de violencia institucional”. Por lo tanto, basta la mera
invocación que la mujer o su representante efectúe ante el profesional
tratante, “declaración jurada mediante, que aquel ilícito es la causa de su
embarazo”. Y aquí los jueces oraculares
exhortan a las autoridades nacionales y provinciales “a implementar y hacer
operativos, mediante normas del más alto nivel, protocolos hospìtalarios para
la concreta atención de los abortos no punibles”. De allí surgieron, en diversas
jurisdicciones, como la CABA, por ejemplo, estos protocolos, según los cuales
basta la invocación de que el embarazo proviene de una violación, efectuada por
representante legal hasta los dieciséis años y a partir de allí por la presunta
víctima (“a partir de los 16 años el adolescente es considerado como un adulto
para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo”, CCyC, art. 26, in fine) para que la práctica sea
efectuada.
Este
es el marco legal con el que se llega a los debates en el Congreso. No se trata
de fijar los alcances de la exención de pena en el aborto considerado como un delito,
sino más bien establecer la legalidad del aborto como método anticonceptivo, en
función del deseo personal de la mujer, ser autosuficiente y autónomo, dueña de
su propio cuerpo, incluidas las extensiones producto de un embarazo. Los tres
primeros artículos del principal proyecto
en danza dicen:
Artículo 1°: En ejercicio del derecho humano a la salud, toda mujer tiene
derecho a decidir voluntariamente la interrupción de su embarazo durante las
primeras catorce semanas del proceso gestacional.
Artículo 2º: Toda mujer tiene derecho a acceder a la realización de la
práctica del aborto en los servicios del sistema de salud, en un plazo máximo
de 5 (cinco) días desde su requerimiento y en las condiciones que determina la
presente ley, la ley Nº 26.529 y concordantes.
Artículo 3º: Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo primero, y más
allá del plazo establecido, toda mujer tiene derecho a interrumpir su embarazo
en los siguientes casos:
1. Si el embarazo fuera producto de
una violación, con el sólo requerimiento y la declaración jurada de la persona
ante el profesional de salud interviniente.
2. Si estuviera en riesgo la vida o
la salud física, psíquica o social de la mujer, considerada en los términos de
salud integral como derecho humano.
3. Si existieren malformaciones
fetales graves.
El señorío sobre el propio cuerpo
supone que uno ha creado su propio cuerpo. Pero nuestro genoma particular y
nuestra propia carne derivan de otros. La mujer requiere el concurso del varón.
La fecundación, sea corpórea o extracorpórea, requiere dos gametos (masculino y
femenino) del que resulta un nuevo y particular genoma de la especie derivado
de ambos progenitores, eslabón previo de la larga cadena de antecedentes que
desembocan en el nuevo ser humano, todo ello en el contexto de de una familia,
de una sociedad y, en términos más
amplios, de la continuidad de la especie. Es tan obvio que el ser humano en
gestación a partir de la fecundación del óvulo por el espermatozoide no resulta
extensión del cuerpo de la mujer, que el
embrión obtenido en fecundación extracorpórea puede ser implantado en el útero
de una portadora, siendo objeto de un contrato en toda regla donde se
establecen los derechos y obligaciones de las partes, “progenitores” y
portadora del individuo en desarrollo, con su genoma particular e
irrepetible.
El fundamento filosófico de esta “autonomía” del ser humano,
proviene del máximo filósofo de la Ilustración, Manuel Kant. “Sapere aude!”,
proclamaba: atrévete a saber y saldrás de tu autoculpable minoría de edad,
alzándote emancipado y autónomo. Don Manolo estaba entusiasmado con la trias política, la voluntad universalmente conjunta en una triple
persona: el poder soberano, en la persona del legislador, el poder ejecutivo,
según la ley, en la persona del gobierno y el poder judicial (reconocimiento de
lo mío de cada cual, según la ley) en la
persona del juez. Así la ciudad tenía su autonomía, formándose y conservándose
según las leyes de la libertad. Del mismo modo, el individuo decide por sí la ley a que debe someterse,
excluyéndose de ese modo la posibilidad de injusticia. La libertad y la ley
coinciden: la voluntad de cada individuo es la misma voluntad que se ha
realizado en la ley. A través de este “fraude intelectual inconsciente”, como
decía Bertrand de Jouvenel, el individuo soberano se convierte en titular de
una trias política individual,
dándose su propia ley, ejecutándola y sentenciándola por sí y ante sí, como
huérfano sin ombligo que se siente causa
sui dentro del imperativo categórico. Pero el dato irrefutable, en este
caso, es que tenemos ombligo, que nos recuerda que somos eslabones de una
cadena de generaciones, que nacemos dependientes y haremos nacer a otros
dependiendo de nosotros. Que nuestra “autonomía” en realidad es autolimitación
y que, a lo sumo poseemos un cierto y recortado poder ejecutivo en nuestras
decisiones. Buena parte de nuestros
jueces, legisladores, opinadores y agitadores varios, como Monsieur Jourdain,
hacen kantismo trasnochado sin saberlo.
[i]
) En
nuestro país, el Código Penal prevé en su art. 85, con distinta penalidad, dos tipos de aborto doloso, según se realice
sin el consentimiento de la mujer o con él.
En ambos supuestos, la pena se agrava si se produce la muerte de la
mujer. El art. 87 considera el aborto preterintencional, cuando la muerte del
feto se produce sin intención de provocarla. En el art. 88 se prevé la pena –uno a cuatro años- para la
mujer que cause su aborto o lo consienta. El problema se ha planteado en el
art. 86, segunda parte. En su primera parte,
se establecen penas para los profesionales –médicos, parteras,
enfermeros o farmacéuticos- que colaboran en
el aborto. En la segunda parte, se establece la posibilidad de no
punibilidad del aborto practicado por médico diplomado, cuando haya peligro
para la vida o salud de la madre (aborto terapéutico) y luego, con deficiente redacción, se
establece también para el caso de violación o atentado al pudor sobre mujer
idiota o demente. El punto debatible
fincaba en si debía leerse disyuntivamente o no la frase: “violación /o/
atentado al pudor sobre mujer idiota o demente” o “violación /y/ atentado al
pudor sobre mujer idiota o demente”. El primer caso configura el llamado aborto
sentimental o humanitario, proveniente de un delito (violación); el segundo,
conforme a la mentalidad de la época de dictado del código, configura el
llamado aborto eugenésico. La lectura no disyuntiva conducía a concentrarse en
la impunibilidad del aborto eugenésico solamente. La otra, a extender la impunibilidad
también a los casos de violación de cualquier mujer. Obsérvese, en fin que no se excluía, en
ningún caso, el carácter delictuoso del aborto. Se establecían hipótesis en que
el delito estaba exento de pena, sin privar por ello a la conducta de su carácter antijurídico.
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