El 3 de julio
pasado falleció el pintor, escultor, grabador, fotógrafo y escritor mexicano
José Luis Cuevas, nacido en 1934. Sé que no digo mucho al lector argentino,
salvo -quizás- al especializado en las artes plásticas. Tampoco este cronista bloguero cuenta con esa especialización. Quiero destacar, en
cambio, un rasgo de este artista ya ido que considero muy importante: su impugnación
de una escuela artística, el muralismo mexicano, que aunque había
producido obras de excepcional valor,
con la carga ideológica comunista
de buena parte sus cultores y con la
pareja facilidad de la mano abierta del sostén estatal para aquellos, había entrado en la decrepitud de un arte
oficial y oficialista, “revolucionario” de proclama y “popular” por imposición.
En 1951, el jovencísimo Cuevas escribe un certero
panfleto, bajo el título de la “La Cortina de Nopal”. Eran tiempos de la guerra
fría, cuando se hablaba de una “cortina de hierro” que circundaba el espacio
soviético y, también, de una “cortina de bambú” que encerraba el mundo maoísta.
En México, sostenía Cuevas, se vive en
el arte tras una “cortina de nopal” –el nopal es lo que aquí llamamos la
tuna.
David Alfaro Siqueiros, ese Sileno subtropical, capitoste de la
corriente muralista, famoso además por haber fracasado en su intento, ordenado por Stalin,
de liquidar al desterrado León Trotsky,
había sentenciado para uso de futuros artistas: “no hay más ruta que la
nuestra”.
No se me escapa que toda nueva
orientación en arte acusa a la hasta
entonces existente de no ser acabadamente artística, hasta llegar a nuestro
punto actual en que destruida la base y asiento de todo arte, hemos llegado al
tiempo de las meras “intervenciones”
(donde León Ferrari ha descollado); pero esta es otra historia y, quizás, otro
post. Volviendo a Cuevas, que habrá de encabezar la “generación de la ruptura”, da en el blanco con su denuncia, escrita bajo la crónica satírica de un joven artista que debe
resignarse, siguiendo la “única ruta” establecida tras las espinas del cerco de
tuna, a producir maquinalmente
mamarrachos murales revolucionarios y comunoides, para recibir el correspondiente estipendio
gubernativo.
El muralismo mexicano nació en el primer cuarto del
siglo pasado con la finalidad de instruir visualmente al pueblo sobre una
interpretación de la historia mexicana
que, como se afirma en el excelente blog
“El Mundo según Yorch”, intentaba mostrar “la imposible continuidad entre época
prehispánica-independencia-liberales-revolución-PRI”, de acuerdo con la inspiración del gran
educador que José Vasconcelos. Una Biblia mural de la mexicanidad que, pasado
su apogeo, terminó siendo una fábrica de adefesios reiterativos. Sus figuras, especialmente en la obra de Siqueiros y Diego Rivera, se fueron asentando en la ideología del
marxismo que tiñó la reivindicación nacionalista e indigenista de lucha de
clases con final feliz para el PRI,
hasta establecerse como dogma oficial monocolor
financiado con los dineros públicos saqueados desde la nomenklatura gobernante.
Octavio Paz,
que llamó a ese Estado mexicano “el ogro
filantrópico”, señalaba su “repugnancia moral” frente al “arte comprometido”,
que simplemente era arte oficial y literatura de propaganda. De los grandes muralistas, Paz rescata a José
Clemente Orozco, precisamente por su carencia de ideología y su expresión, ante
la revolución “institucionalizada” y gobernante, de desilusión, sarcasmo y búsqueda. Cuevas
también rescatará la figura de Orozco y la de su maestro, Rufino Tamayo, que lo
impulsó a hacer algo diferente. Recíprocamente, Paz señaló en un poema, con
referencia a Cuevas, que “desde el fondo del
tiempo, desde el fondo del niño, cada día, José Luis dibuja nuestra
herida".
México, como otros tantos países de nuestra ecúmene hispanoamericana,
incluido el nuestro, ha vivido también,
desde el punto de vista político y cultural, tras una “cortina de nopal”. Ahora fue la cortina del TLCAN, Tratado de
Libre Comercio de la América del Norte. Veintitrés años después de su firma, se comprueba que a cambio de una industria de
maquiladora, que representa nula inversión real, destrozó su mundo
agrícola, y obligó a casi tres millones
de compatriotas a intentar la entrada a los EE.UU. a como diera lugar. El
“beneficio” de esta sangría demográfica consistía en las remesa de los
emigrados. Vasto programa “revolucionario” al que Donald Trump, que propicia la
revisión del convenio, quiere ponerle fin. Ofrenda inesperada
que viene del norte del Río Bravo para la recuperación de las raíces permanentes
del México hispanoamericano.
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