¿HACIA
LA POSESPAÑA?
Luis
María Bandieri
Cataluña
quiere separarse de España y España no sabe qué hacer con ella. Más bien, ya
España no sabe muy bien quién es ella misma. En el curso de poco tiempo, una
historia de quinientos años, aquellos “muros de la patria mía” de que hablaba
Quevedo, se han ido desmoronando hasta convertirse en ruina. Dicen desde
Madrid que es una cuestión de atenerse a la legalidad, y repiten el mantra consabido de que es una
cuestión que sólo cabe solucionar dentro del Estado de Derecho, con más
democracia. Por cierto, el problema ya
ha excedido con mucho las mallas frágiles de la legalidad. Se trata de una
cuestión de legitimidad que, como decía el siempre actual Schmitt, es el campo
donde hoy se ubica, bajo el punto de vista del Derecho, la cuestión de la
obediencia y de la resistencia al mandato.
Lo
que se muestra ilegítimo en España es el tinglado constitucional de 1978, forma
de salir del apuro de la llamada
“transición”, en donde jugó un papel importante el hoy olvidado Manuel Fraga
Iribarne. Aquel galpón jurídico
provisorio estableció una especie de comunidad de intereses creados entre
gobierno nacional y comunidades autónomas.
Se estableció a ese efecto un
híbrido entre la unidad de régimen y la articulación federativa, que son las
autonomías, con un doble juego: la comunidad autónoma, entendida como
nacionalidad, no puede imponer al Estado un estatuto autonómico con que el
Estado no esté de acuerdo, por una parte, y por la otra, el Estado no puede
imponerle a las comunidades autónomas un estatuto que no esté aprobado en
referendo por el electorado de cada comunidad en cuestión. Todo ello sostenido en
el Estado de partidos, un secuestro de la forma de gobierno democrática en los
papeles por un reparto de poder y ventajas
efectuado por una casta política en las trastiendas, tanto en el régimen de
Madrid como en el de Cataluña y las demás comunidades de España. En el 2006 el
Congreso español aprobó un estatuto autónomo para Cataluña que, por gestión del
gobierno, fue declarado en buena parte contrario a la ley suprema del 78 por el Tribunal constitucional nacional en 2010. De allí que en este momento Cataluña esté
regida por un estatuto que no fue aprobado por la ciudadanía catalana. Ante el estallido del proceso independentista,
el gobierno central vacila en poner en ejecución el art. 155 de la
constitución, que suspendería la autonomía catalana y haría caducar sus
autoridades: sería necesario mandar un virrey a Barcelona. Cuando las fuerzas
del orden no han podido manejar las votaciones del 1-O, parece fuera de quicio
imaginar un visorrey a la cabeza del ejército desfilando como fuerza de
ocupación por las Ramblas.
Rajoy
ensayó hasta el final la ficción legalista: “la guerra de Troya nunca tuvo
lugar”, el referendo nunca sucedió. El legalismo extremo puede llegar a negar
la verdad efectiva de las cosas. Pero ello ocurre cuando la legalidad ya está
difunta. La constitución del 78 no rige en España, ha pasado a ser tachada de
ilegitimidad y –desde luego- si se
abriese un proceso constituyente para reemplazarla el resultado sería peor, ya
que sólo pueden ser imaginados desde el campo del delirio los insertos que la
progresía querría encajar en el nuevo texto, a mayor gloria de la democracia
constitucional.
En
estos trances se requiere el gran político que asuma la decisión de revestirse
de la legitimidad que plantea un orden y
un nuevo comienzo, a partir del cual desarrollar la legalidad consecuente. No
se lo ve en España. “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y
permanencia”, dice la constitución del 78.
Aquí el rey Felipe VI apareció tarde para hablar en nombre de la
legalidad del 78, cuando lo que está en juego es la permanencia de una
comunidad histórica, cultural, política y económica de cinco siglos. José
Antonio Primo de Rivera, sobre los separatismos, por encima del amor romántico
al terruño, colocaba la “unidad destino en lo universal”, la razón clásica de
España. Esa unidad de destino hoy no hay quien la quiera ni la pueda invocar. ¿Posespaña?.-
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