Mientras el rey emérito Juan Carlos I firma el gran libro de condolencias en La Habana y nuestra doña Susana cancillera hace lo mismo con pucheritos de compunción global y correctìsima, Ignacio Ruiz Quintano, en "ABC", larga el suelto que transcribo a continuación, donde descuella el recuerdo del eximio Guillermo Cabrera Infante, cuya imagen preside el post, ese genial corrector de la manida frase de lord Acton, "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente", convertida tropicalmente en "el joder corrompe y el joder absoluto corrompe absolutamente". Digamos, de paso, que la presencia española en la isla para la lágrima laxante sobre los restos jurásicos de la Revolución tiene sentido. Los empresarios españoles hace tiempo, como ejemplifica la línea hotelera Meliá, redondean negocios en Cuba, especializados en el diseño de ese mundo turístico vedado al pueblo nativo, donde un oceanógrafo podía ser el que buscando una propina te tendiera la tumbona bajo el sol playero. La cosa venía ya del tiempo de Franco, que nunca rompió con los hijos transatlánticos de la última y añorada colonia que mantuvieron las Españas, para con una isla donde tampoco prendieron demasiado los rencores y nostalgias de los pueblos originarios. Más aún: Fidel decretó duelo por tres días cuando pasó al otro mundo el hijo dilecto de El Ferrol. Los Castro y los Ruz son de ascendencia gallega, y el rasgo jacobeo nunca se olvida de un lado u otro del charco. Más todavía: cuando Felipe González era presidente de gobierno, don Manuel Fraga Iribarne, presidente de la Xunta de Galicia, invitó al Fidel gallegófilo y lo agasajó por tres días, al cabo de los cuales el barbudo condescendió a saludar al socialista González. Otro renglón importante que justifica la visita del monarca emérito, sobre el que pasaré un manto de Noé de púdica cobertura, son las comisiones y mordidas que los negocios con la isla dejaban de un lado u otro, pero....de mortuis nihil nisi bonum. Sigo sin entender qué ganancia para nosotros resulta de la asistencia de Malcorra, ya que lo único que recuerdo es que buena parte del rescate de los Born quedó en la isla y que, en contraparte, les perdonamos una deuda de algunos pocos miles de milloncetes de dólares que venía de arrastre desde unos tractores que les mandamos cuando Gelbard era ministro del tercer gobierno de Juan Domingo Perón.
Va, ya sin interposiciones, el texto prometido:
La indignidad mundial que supone el tratamiento mediático de la “castroentiritis” es la obra maestra de la socialdemocracia (muy herida por la ruina de Obama y los Clinton): cultura de izquierdas, política de centro y economía de derechas.
Para los cuatro interesados en la locura de la libertad recomiendo, sobre castrismo, dos libros, trepidantes de humor (negro) y de amor (blanco) “a los cubanos sin Cuba, que son todos”: “Mea Cuba”, de Cabrera Infante, que resumió el castrismo inaugural en un rizoma ideológico (“el comunismo es el fascismo del pobre”), y “Del clarín escuchad el silencio”, de Pardo Lazo, que resume el castrismo crepuscular en una carencia crónica de libertad que, contrario, dice, a lo que despotrican los infantilismos de izquierda, consiste en una costra de burocracia aburrida, de represión rutinaria, de esclerosis moral, de catatonia institucional, de apatía y anomia innatas: "de no saber ni nombrar qué coño es lo que nos pasa".
–Nuestro siglo XX no acabará hasta que no enterremos a Fidel Castro y en Cuba sea legal bailarle encima una rumba de cajón, qué vacilón… Por mi parte ya no espero nada, ni siquiera la ausencia. Cuba será libre. Yo nunca lo fui.
Su muerte, profetizó, será táctil: el amén cubano de extremaunción le llegará con puntitos apretados sobre su piel verde oliva –tatuaje textil–, cosquillita castrólica de las manos mujeres del cardenal: Monseñor Jaime lo ama. Y los feligreses aman al monseñor con una felicidad falaz, de traducción trucada y sonrisita soez. “J’aime”. Jaime.
Y este fogonazo de magnesio: “El caballo estaba atado a un coche en divisas convertibles de la Oficina del Historiador. Asumí que me había elegido a mí como testigo para morir menos solo. Sobre nuestras cabezas, la pancarta ideológi-comercial de un Fidel Castro anciano le sonreía ahora más picarón a los curiosos. La sorna no podía ser más helocuente, con hache himpronunciable: “¿ya lo vieron, cabroncitos? ¡yo sí que sobreviví!”
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