ABOUT TRUMP? SAY NO MORE, FAM
Marine Le Pen pidió "ne pas racialiser" la elección de Trump. Tiene razón, ante todo pensando en Francia, donde el vocablo tiene su dimensión particular. Pero la "racialización" está en el orden del día del periodismo vernáculo, cuando cesan las meditaciones profundas sobre el seleccionado. Con este post cierro mis notas sobre Trump y el trumpismo porque entre comentaristas y politólogos, ambas layas con apenas dos o tres rudimentales consignas repicándoles constantemente en la calota craneana, he alcanzado un cierto nivel de tedio. Cualquiera se da cuenta que no es principalmente racial sino ante todo social la línea de corte del conflicto, pero ocurre en una sociedad donde, bajo el vínculo unitivo de la constitución, cada grupo étnico tiende al cocoon, a encerrase en su propia cápsula, con un tacto de codos muy limitado con los integrantes de otros grupos, mantenido bajo el lenguaje políticamente correcto. No el melting pot, reflejado en aquella vieja película "¿Sabes quién viene a cenar?", con Spencer Tracy -que moriría dos semanas después del rodaje- y Sidney Poitier. La discriminación positiva, la reivindicación permanente y expansiva de derechos de las minorías, a través de un proceso de mayor intervencionismos del gobierno central y de un proceso interpretativo judicial de la constitución -de allí la reacción "originalista" -desequilibró aquel tinglado de una democracia diferencialista de comunidades de base predominantemente étnica. Especialmente, cuando la minoría más desprotegida es una que no cuenta como tal: la del blanco, gordo (excluido Michael Moore), heterosexual, patriota tomada a la chacota, condenada al silencio porque si habla rompe los tabúes de lo correcto, traicionada por la dirigencia política, en especial la republicana y empobrecida en un deslizamiento que no revierte para ella. Pero no toda la white trash ha votado a Donald, aunque buena parte, ni todo el black people a Hillary, aunque el grueso, ni todo el latin people -cubanos por ejemplo- a la fórmula demócrata. La constitución norteamericana, en la mente de Hamilton, nace con tres cerrojos al gobierno popular -el peligro electoral de los granjeros empobrecidos que querían condonación hipotecaria y seguir con la inflación de los continentals- que son la presidencia, el Senado y la revisión judicial de las leyes que más tarde Marshall pone a punto. A partir de allí se maneja la metáfora mecánica de los checks and balances, fórmula inexportable y de geometría variable. Woodrow Wilson, que fue profesor de derecho constitucional, siendo representante, sostuvo que el núcleo del gobierno norteamericano era "congresional", esto es, residía en el Capitolio. Cambió de idea cuando fue presidente y se quejó amargamente de que la Corte Suprema funcionara como una "convención constituyente en sesión permanente". Los checks and balances están ahí y tomarán su particular impostación durante el gobierno de Trump. Cuando Obama creía que no iba a pasar el filtro de la Corte su Obamacare, desde México se mandó un discurso tomado de la escuela crítica -la del profesor Mark Tushnet, con quien recuerdo haber tomado unas buenas copas en un congreso en Natal, divagando sobre el tema- donde abominó de la facultad de la revisión judicial, juicio que cambió al elogio opuesto cuando triunfó con el voto ondulante del presidente conservador del alto tribunal. Hay quien grita que Trump no podrá cumplir sus promesas (Obama no pudo cerrar Guantánamo, me parece), pero la cuestión no está ahí. Trump le ganó a lo que la prensa y la mostacilla intelectual dice que hay que pensar -y votar-; ahí está su revolución o como quiera el lector llamarla, cualquiera sea su suerte política. Mientras tanto, ha surgido un antitrumpismo periodístico y de un bajo clero académico que, bajo la bandera del antipopulismo, manifiesta un rechazo esnob, si no guarango, por el sufragio universal. Para criticar el sufragio universal, muchachos, tienen que tener la estatura de un Charles Maurras. Si no, mejor se callan.
miércoles, noviembre 16, 2016
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